AUGUST SPIES
“una sociedad libre sin clases ni
gobernantes, una sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad
económica de todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden
natural”
DISCURSO
AL SER CONDENADO A LA HORCA EL 20 DE AGOSTO DE 1886
“Al
dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de
los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje
veneciano pronunció hace cinco siglos ante el Consejo de los Diez en
ocasión semejante:
Mi
defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia. Se
me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de no
presentar el Ministerio Público prueba alguna de que yo conozca al que arrojó
la bomba ni siquiera de que en tal asunto haya tenido intervención alguna. Sólo
el testimonio del procurador del Estado y de Bonfield y las contradictorias
declaraciones de Thomson y de Gilmer, testigos pagados por la policía, pueden
hacerme pasar como criminal. Y si no existe un hecho que pruebe mi
participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su
ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente combinado y fríamente
ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas
y religiosas. Se han cometido muchos crímenes jurídicos aún obrando de buena fe
los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a los
sentenciados. En esta ocasión ni esa excusa existe. Por sí mismos los
representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los testimonios, y
han elegido un jurado vicioso en su origen. Ante este tribunal, ante el
público, yo acuso al Procurador del Estado y a Bonfield de conspiración infame
para asesinarnos.
Referiré
un incidente que arrojará bastante luz sobre la cuestión. La tarde del mitin de
Haymarket, encontre a eso de las ocho a un tal Legner. Este joven me acompañó,
no dejándome hasta el momento que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos
antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab aquella tarde.
Sabe también que no tuve la conversación que me atribuye Thomson. Sabe que no
baje de la tribuna para encender la mecha de la bomba. ¿Por qué los honorables
representantes del Estado, Grinnell y Bonfield, rechazan a este testigo que
nada tiene de socialista? Porque probaría el perjurio de Thomson y la falsedad
de Gilmer. El nombre de Legner estaba en la lista de los testigos presentados
por el Ministerio Público. No fue, sin embargo, citado, y, la razón es obvia.
Se le ofrecieron 500 duros porque abandonase la población, y rechazó indignado
el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner nadie sabía de él; ¡el
honorable, el honorabilísimo Grinnell me contestaba que él mismo lo había
buscado sin conseguir encontrarle! Tres semanas después supe que aquel joven
había sido conducido por dos policías a Buffalo, Nueva York. ¡Juzgad quiénes
son los asesinos!
Si
yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido causa de que se arrojara, o hubiera
siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí. Cierto que
murieron algunos hombres y fueron heridos otros más. ¡Pero así se salvó la vida
a centenares de pacíficos ciudadanos! Por esa bomba, en lugar de centenares de
viudas y de huérfanos, no hay hoy más que unas cuantas vidas y algunos
huérfanos.
Más,
decís, habéis publicado artículos sobre la fabricación de dinamita. Y
bien; todos los periódicos los han publicado, entre ellos los
titulados Tribune y Times, de donde yo los trasladé, en algunas
ocasiones, al Arbeiter Zeitung. ¿Por qué no traéis a la barra a los
editores de aquellos periódicos?
Me
acusáis también de no ser ciudadano de este país. Resido aquí hace tanto tiempo
como Grinnell, y soy tan buen ciudadano como él, cuando menos, aunque no
quisiera ser comparado con tal personaje.
Grinnell
ha apelado innecesariamente al patriotismo del jurado, y yo voy a contestarle
con las palabras de un literato inglés: ¡EI patriotismo es el último
refugio de los infames!
¿Qué
hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos? Hemos explicado
al pueblo sus condiciones y relaciones sociales; le hemos hecho ver los
fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se
desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos probado hasta la
saciedad que el sistema del salario es la causa de todas las iniquidades tan
monstruosas que claman al cielo. Nosotros hemos dicho además que el sistema del
salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar
paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho
sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un sistema cooperativo
universal, que tal es el SOCIALISMO. Que tal o cual teoría, tal o cual
diseño de mejoramiento futuro, no eran materia de elección, sino de necesidad
histórica, y que para nosotros la tendencia del progreso era la
del ANARQUISMO, esto es, la de una sociedad libre sin clases ni
gobernantes, una sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad
económica de todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden
natural.
Grinnell
ha dicho repetidas veces que es la anarquía la que se trata de sojuzgar. Pues
bien; la teoría anarquista pertenece a la filosofía especulativa. Nada se
habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En este mitin sólo se trató de
la reducción de horas de trabajo. Pero insistid: ¡Es la anarquía la que se
juzga! Si así es, por vuestro honor, que me agrada: yo me sentencio
porque soy anarquista. Yo creo, como Buckle, como Paine, como Jefferson, como
Emerson y Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de
castas y de clases, el estado donde unas clases viven a expensas del trabajo de
otra clase -a lo cual llamáis orden-, yo creo, sí, que esta bárbara forma
de la organización social, con sus robos y sus asesinatos legales, está próxima
a desaparecer y dejará pronto paso a una sociedad libre, a la asociación
voluntaria o hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sentenciarme,
honorable juez, pero que al menos se sepa que en Illinois ocho hombres
fueron sentenciados a muerte por creer en un bienestar futuro, por no perder la
fe en el último triunfo de la Libertad y de la Justicia!
Nosotros
hemos predicado el empleo de la dinamita. Sí; nosotros hemos propagado lo que
la historia enseña, que las clases gobernantes actuales no han de prestar más
atención que su predecesoras a la poderosa voz de la razón, que aquéllas
apelarán a la fuerza bruta para detener la rápida carrera del progreso. ¿Es o
no verdad lo que hemos dicho?
Grinnell
ha repetido varias veces que está en un país adelantado. ¡El veredicto
corrobora tal aserto!
Este
veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus
expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que
ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en
que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, los esclavos del
salario; si esperáis salvación y lo creéis, ¡ahorcadnos ...! Aquí os halláis
sobre un volcán, y allá y acullá y debajo y al lado y en todas partes fermenta
la Revolución.Es un fuego subterráneo que todo lo mina. Vosotros no podéis
entender esto. No créis en las artes diabólicas como nuestros antecesores, pero
creéis en las conspiraciones, creéis que todo esto es la obra de los conspiradores.
Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en
nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna
conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patronos
que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los
terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los
miserables y escuálidos labradores, suprimid las máquinas que revolucionan la
industria y la agricultura, que multiplican la producción, arruinan al
productor y enriquecen a las naciones; mientras el creador de todas esas cosas
ande en medio, mientras el Estado prevalezca, el hambre será el suplicio
social. Suprimid el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono, la navegación y el
vapor, suprimíos vosotros mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario
...
...
¡Vosotros y sólo vosotros sois los conspiradores y los agitadores!
Ya
he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo
prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de
aniquilar estas ideas, que ganan más y más terreno cada día, mandándonos a la
horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la
verdad -y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez-, yo os
digo: si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad,
entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad
crucificada en Sócrates, en Crísto, en Giordano Bruno, en Juan de Huss, en
Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado.
¡Nosotros estamos prontos a seguirles!
El
discurso de Spies, interrumpido sin cesar por el juez, duró más de dos
horas. Hablaba con fervoroso entusiasmo y las interrupciones hacíanle más
enérgico y elocuente.