lunes, 5 de noviembre de 2018

TONI MORRISON Construimos lenguaje


TONI MORRISON Construimos lenguaje

 

             
TONI MORRISON Construimos lenguaje
 Lorain, Ohio, USA (1931). Premio Nobel de Literatura 1993. Esta escritora estadounidense y cuya obra describe la vida de la comunidad negra de su país, en 1988 fue galardonada con el Premio Pulitzer por su obra Beloved publicada un año antes.
            Tras una larga vida dedicada a la enseñanza, en 1964 abandonó este oficio para trabajar como editora en la Random House de Nueva York. Su primera novela, Ojos azules (1970), y que resultó una auténtica revelación, fue seguida de una prolífica obra narrativa, aclamada siempre por la crítica. Entre sus publicaciones más reconocidas se destacan: Sula (1973), La canción de Salomón (1977), La isla de los caballeros (1981), Jazz (1992), Paradise (1998), y Jugando en la oscuridad (1992).
           

            Érase una vez una anciana. Ciega, pero sabia. ¿O era un anciano? O quizás un gurú. O una leyenda para calmar niños inquietos. He oído esta historia, o una exactamente igual, en el saber popular de varias culturas.
            Érase una vez una anciana. Ciega. Sabia.

            En la versión que conozco, la mujer es hija de esclavos, de raza negra, norteamericana, y vive sola en una casita a las afueras del pueblo. Su fama de sabia no tiene par y es incuestionable. Entre su gente, ella representa tanto la ley como su transgresión. El honor que se le rinde y la admiración temerosa que se le tributa, trasciende su vecindario y llega hasta lugares lejanos, hasta la ciudad donde la inteligencia de los profetas rurales da origen a mucha diversión.
            Un día, la mujer recibe la visita de unos jóvenes empeñados en refutar su clarividencia y en desenmascararla por el fraude que ellos creen que ella es. Su plan es sencillo: entran en su casa y hacen la pregunta cuya respuesta depende exclusivamente de lo que la diferencia de ellos: su ceguera. Se paran frente a ella y uno de ellos dice: Anciana, tengo un pájaro en mi mano. Dime si está vivo o muerto.
            Ella no contesta. Le repiten la pregunta: El pájaro que sostengo, ¿está vivo o muerto?
            Todavía no responde. Es ciega y no puede ver a sus visitantes, y menos aún lo que está en sus manos. No sabe cuál es su color de piel, género o tierra natal. Sólo sabe cuál es su motivo.
            El silencio de la anciana se prolonga, a los jóvenes les cuesta contener sus risotadas.
            Finalmente, la anciana habla y su voz es suave pero severa: No sé, dice. No sé si el pájaro que sostienen está muerto o vivo, pero sé que está en sus manos. Está en sus manos.
            Su respuesta podría interpretarse de esta manera: si está muerto, fue porque así lo encontraron o porque ustedes lo mataron. Si está vivo, todavía pueden matarlo. Que siga vivo, es su decisión. De cualquier manera, es su responsabilidad.
            Por hacer ostentación de su poder y poner en evidencia la debilidad de la anciana, los jóvenes visitantes reciben un regaño, se les dice que son responsables no sólo por el acto de burla, sino también por el pequeño manojo de vida sacrificado para lograr sus propósitos. La anciana ciega desplaza la atención de las afirmaciones de poder al instrumento a través del cual este poder se ejerce.
            La especulación sobre lo que este pájaro-en-mano (aparte de su cuerpo frágil) puede significar, siempre me ha atraído, pero en especial, así lo pienso ahora, por la forma en que he sido con respecto al trabajo que realizo y que me ha traído hoy ante ustedes. Decido entonces interpretar al pájaro como lenguaje y a la anciana como un escritor experimentado. La anciana está preocupada por la forma en que el lenguaje en que ella sueña, que le fue dado al nacer, se maneja, se pone al servicio, incluso se le enajena para ciertos nefarios propósitos. Al ser una escritora, ella considera el lenguaje en parte como un sistema, en parte como algo viviente sobre lo cual uno tiene control, pero sobre todo como un medio —como un acto con consecuencias. Entonces, la pregunta que le hacen los muchachos, ¿Está vivo o muerto?, no es irreal, porque ella piensa en el lenguaje como en algo susceptible de morir, de ser borrado; ciertamente puesto en riesgo y redimible únicamente por un esfuerzo de la voluntad. Ella cree que si el pájaro que está en las manos de los visitantes está muerto, sus custodios son responsables por el cadáver. Para ella, un lenguaje muerto no es sólo ese que ya no se habla o escribe, es ese lenguaje rígido, satisfecho de admirar su propia parálisis. Como el lenguaje del estadista, censurado y censurante. Despiadado en sus deberes policiales, no tiene otro deseo o meta que mantener el libre deambular de su propio narcisismo narcótico, su propia exclusividad y dominio. Aunque moribundo, no deja de tener sus efectos para bloquear el intelecto, ahogar la conciencia, suprimir el potencial humano de manera activa. Refractario a la interrogación, no produce ni tolera ideas nuevas, moldea los pensamientos ajenos, cuenta otra historia, llena silencios confusos. El lenguaje oficial hecho añicos para sancionar la ignorancia y mantener el privilegio, es una armadura lustrada para impactar con su relumbre, un cascajo del cual salió el caballero hace mucho tiempo. Más aún, es tonto, predatorio, sensiblero. Suscitando reverencia en los escolares, dando refugio a los déspotas, evocando falsas memorias de estabilidad y armonía entre la opinión pública.
            La anciana está convencida de que cuando el lenguaje muere, cae en el descuido o el desuso, en la indiferencia y falta de estima, o es asesinado por decreto; así no sólo ella sino todos los que lo usan o producen son responsables por su defunción. En su país los niños han refrenado su lengua y usan balas en lugar de iterar la voz del lenguaje mudo, del lenguaje inhabilitado e inhabilitador, del lenguaje que todos los adultos han abandonado como dispositivo para resolver un problema usando el sentido, dar orientación o expresar amor. Pero ella sabe que el suicidio-lingual no es la elección sólo de los niños. Es común entre los pueriles jefes de estado y mercachifles del poder, cuyo vaciado lenguaje los deja sin acceso a aquello que resta de sus instintos humanos para que hablen sólo a aquellos que obedecen o con el fin de forzar a la obediencia.
            Este saqueo sistemático del lenguaje puede reconocerse en la tendencia de sus hablantes a renunciar a sus propiedades de matiz, complejidad y alumbramiento, a cambio de la amenaza y la subyugación. El lenguaje opresivo hace más que representar la violencia: es violencia; hace más que describir los límites del conocimiento: limita el conocimiento. Ya sea el oscuro lenguaje estatal o bien el pseudolenguaje de los insensatos medios de comunicación; ya sea el orgulloso pero calcificado lenguaje de la academia o bien el lenguaje de la ciencia impulsado por los productos; ya sea el pernicioso lenguaje del derecho-sin-ética o el lenguaje diseñado para el extrañamiento de minorías —que esconde su expoliación racista en su tupé literario—, debe ser rechazado, transformado y puesto en evidencia. Es el lenguaje que chupa sangre, encubre vulnerabilidades, oculta sus botas fascistas bajo crinolinas de respetabilidad y patriotismo, mientras se mueve implacablemente para vigilar los rangos inferiores y la mente de los peores. Lenguaje sexista, lenguaje racista, lenguaje teísta —todos son típicos de los policíacos lenguajes del poder, que no pueden permitir el nuevo conocimiento o animar el mutuo intercambio de ideas.
            La anciana es muy consciente de que a ningún mercenario intelectual, ni insaciable dictador, ni político o demagogo profesional, ni a ningún falso periodista, lo convencerían sus ideas. Hay y habrá un lenguaje conmovedor para mantener a los ciudadanos armados y dispuestos a hacer que otros se armen; muertos en masa o masacrando en las galerías, en los tribunales, en las oficinas de correos, en las canchas deportivas, en los dormitorios y bulevares; promoviendo o memorizando lenguaje para enmascarar la piedad y el desperdicio de tanta muerte innecesaria. Habrá más lenguaje diplomático para aprobar el ultraje, la tortura, el asesinato. Hay y habrá más lenguaje seductor, mutante, diseñado para estrangular mujeres, para empacar sus gargantas como paté de ganso con sus propias indecibles y transgresoras palabras; habrá más lenguaje de vigilancia disfrazado como investigación, de política e historia calculado para hacer enmudecer el sufrimiento de millones; lenguaje estilizado para emocionar a los insatisfechos y afligidos por el asalto de sus vecindarios; lenguaje arrogante pseudoempírico pensado para encerrar a la gente creativa en jaulas de inferioridad y desesperanza.
            Debajo de la elocuencia, de la elegancia, de las asociaciones académicas, por más conmovedor o seductor, el corazón de tal lenguaje es lánguido, o tal vez sin pulso en absoluto —si el pájaro está ya muerto.
            La anciana ha pensado cuál habría sido la historia intelectual de cualquier disciplina si no hubiera existido quién insistiera, o no se hubiera visto obligado a avanzar. El desperdicio de tiempo y vida que las racionalizaciones y representaciones de y para el dominio, exigían —discursos letales de exclusión bloqueando el acceso al conocimiento tanto para el que excluye como para el excluido.
            La sabiduría convencional de la historia de la Torre de Babel es que el colapso fue una desgracia. Que fue la distracción o el peso de muchos lenguajes los que precipitaron la arquitectura fallida de la torre. Que un lenguaje monolítico hubiera facilitado la construcción y se habría alcanzado el cielo. ¿El cielo de quién?, se pregunta la anciana. ¿Y qué clase? Tal vez el logro del Paraíso fue prematuro, un poco mal intencionado si nadie tuvo tiempo para entender otros lenguajes, otros puntos de vista, otro período de narrativas. Pudieran ellos haber encontrado a sus pies el cielo que imaginaban. Complicada, exigente, sí, pero una visión de cielo como vida, no un cielo como más allá de la vida.
            La anciana no quería dejar a sus jóvenes visitantes con la impresión de que el lenguaje debería forzarse a mantenerse vivo de cualquier manera. La vitalidad del lenguaje radica en su capacidad para retratar las vidas reales, imaginadas y posibles de sus hablantes, lectores, escritores. Aunque su equilibrio está a veces en desplazar la experiencia, esta experiencia no lo sustituye. El lenguaje apunta al lugar donde puede hallarse el sentido. Cuando un Presidente de los Estados Unidos reflexionó sobre cómo su país se había convertido en un cementerio, y dijo: El mundo casi no notará y menos aún recordará lo que decimos aquí. Pero nunca olvidará lo que hicimos aquí, sus solas palabras son vigorizantes en sus propiedades de afirmación vital porque se niegan a encapsular la realidad de 600 000 muertos en una cataclísmica guerra racial. Al negarse a monumentalizar, al desdeñar la última palabra, la recapitulación exacta, al reconocer su poco poder para agregar o quitar, sus palabras indican deferencia hacia la incapturabilidad de la vida que lamentan. Es esta deferencia lo que las mueve, este reconocimiento de que el lenguaje nunca puede mantenerse fiel a la vida de una vez por todas. Ni debería. El lenguaje nunca puede inmovilizar la esclavitud, el genocidio, la guerra. Ni debería anhelar la arrogancia de ser capaz de hacerlo. Su fuerza, su felicidad está en alcanzar lo inefable.
            Ya sea preeminente o precario, oculto, detonante, o se niegue a santificar; ya se ría a carcajadas o bien sea un aullido sin alfabeto, la palabra escogida, el silencio escogido, el lenguaje tranquilo bulle hacia el conocimiento, no hacia su destrucción. Pero, ¿quién no conoce de literatura proscrita porque es interrogativa, desacreditada porque es crítica, borrada porque es alternativa? ¿Y cuántos no se sienten ultrajados por la idea de una lengua autodestruida?
            El trabajo-de-la-palabra es sublime, piensa la anciana, porque es generativo, produce el significado, que garantiza nuestra diferencia, nuestra humana diferencia —la manera en la cual somos como ninguna otra forma de vida.
            Morimos. Ese debe ser el significado de la vida. Pero construimos lenguaje. Esa debe ser la medida de nuestras vidas.
            Érase una vez… unos visitantes hicieron a una anciana una pregunta. ¿Quiénes son, estos muchachos? ¿Qué hicieron con este encuentro? ¿Qué oyeron en estas palabras finales: El pájaro está en sus manos? Una frase que señala hacia una posibilidad o un signo que capta enseguida la idea. A lo mejor lo que los muchachos oyeron fue: No es mi problema. Soy mujer, soy vieja, soy negra, soy ciega. La sabiduría que poseo ahora está en saber que no puedo ayudarlos. El futuro del lenguaje les pertenece.
            Ellos estaban ahí, de pie. Supongan que no había nada en sus manos. Supongan que la visita era sólo un ardid, una jugarreta para lograr que les hablaran, los tomaran en serio como no lo habían sido antes. Una oportunidad para interrumpir, para violar el mundo adulto, su miasma de discurso sobre ellos, por ellos, pero nunca para ellos. Preguntas urgentes están en juego, incluyendo esa que ellos hicieron: ¿Está el pájaro que sostenemos vivo o muerto? Quizá la pregunta quería decir: ¿Podría alguien decirnos qué es la vida? Nada de artilugios; ninguna estupidez. Una pregunta directa digna de la atención de una sabia. De una anciana. Y si la anciana visionaria que ha vivido la vida y afrontado la muerte no puede describir a ninguna de las dos, ¿quién puede?
            Pero no lo hace, guarda su secreto, su buena opinión de sí misma, sus gnómicos manifiestos, su arte sin compromiso. Mantiene su distancia, la refuerza y se retrae en la singularidad del aislamiento, en un espacio sofisticado, privilegiado.
            Nada, ninguna palabra sigue a su declaración de transferencia. Este silencio es profundo, más profundo que el significado contenido en las palabras que pronunció. Este silencio se estremece y los muchachos, fastidiados, lo llenan con lenguaje inventado sobre el terreno.
            ¿No hay discurso, le preguntan, no hay palabras que usted pueda darnos para ayudarnos a abrirnos paso en su expediente de fallas? ¿A través de la educación que ustedes nos dieron, que no es en absoluto educación porque estamos prestando mucha atención a lo que han hecho, así como a lo que han dicho? ¿Hasta la barrera que ustedes han erigido entre generosidad y sabiduría?
            No tenemos ningún pájaro en nuestras manos, vivo o muerto. No la tenemos sino a usted y nuestra importante pregunta. ¿Es la nada que está en nuestras manos algo que usted podría cargar para contemplar, para adivinar siquiera? ¿Ya no se acuerda siendo joven cuando el lenguaje era mágico sin significado? ¿Cuando lo que usted podía decir, podía no significar? ¿Cuando lo invisible era lo que la imaginación se esforzaba en ver? ¿Cuando preguntas y peticiones de respuesta ardían tan brillantemente que usted temblaba de furia al no saber?
            ¿Tenemos acaso que comenzar a ser conscientes con una batalla de heroínas y héroes, así como usted luchó y perdió dejándonos con nada en las manos salvo lo que usted imaginó que está en ellas? Su respuesta es artificiosa, pero su artificiosidad nos avergüenza y debe avergonzarla a usted. Su respuesta es indecente en su autocomplacencia. Un guión-para-televisión que no tiene sentido si no hay nada en nuestras manos.

            ¿Por qué no se comunicó, y nos tocó con sus dedos suaves, demorando la mordedura de sonido, la lección, hasta saber quiénes éramos? ¿Tanto despreció nuestra jugarreta, nuestro modus operandi, que no pudo ver que estábamos confundidos sobre cómo lograr su atención? Somos jóvenes. Inmaduros. Hemos oído durante todas nuestras cortas vidas que tenemos que ser responsables. ¿Qué podría eso significar en la catástrofe en que este mundo se ha convertido, donde —como dijo un poeta— nada necesita ser expuesto cuando es ya descarado? Nuestra herencia es una afrenta. Usted quiere que tengamos sus viejos y vacíos ojos, y veamos solamente la crueldad y la mediocridad. ¿Piensa que somos lo suficientemente estúpidos para perjurarnos una y otra vez con la ficción de independencia nacional? ¿Cómo se atreve a hablarnos de deber cuando estamos hundidos hasta la cintura en el veneno de su pasado?
            Usted nos banaliza y además trivializa el pájaro que no está en nuestras manos. ¿No hay contexto para nuestras vidas? Ninguna canción, ninguna literatura, ningún poema lleno de vitaminas, ninguna historia unida a la experiencia que pueda pasarnos para que nos ayude a marchar bien? Usted es un adulto. La anciana, la sabia. Deje de pensar en salvar su pellejo. Piense en nuestras vidas y cuéntenos cómo es su mundo individual. Invéntese un cuento. La narrativa es radical, nos crea en el mismo momento en que está siendo creada. No la culparemos si su alcance sobrepasa su control, si el amor inflama tanto sus palabras que estas caen en llamas y nada queda sino su quemadura. O si, con la reticencia de las manos de un cirujano, sus palabras suturan sólo los lugares donde puede manar la sangre. Sabemos que usted nunca podrá hacer esto apropiadamente —de una vez por todas. La pasión no es nunca suficiente; tampoco la destreza. Pero inténtelo. Por nuestro bien y el de usted, olvide su nombre en la calle; díganos lo que el mundo ha sido para usted en los sitios oscuros y en la luz. No nos diga lo que hay que creer, lo que hay que temer. Muéstrenos la ancha saya de la creencia y la puntada que desenmaraña el amnios del temor. Usted, anciana, bendecida con la ceguera, puede hablar el lenguaje que nos dice lo que sólo el lenguaje puede decir: cómo mirar sin imágenes. Solamente el lenguaje nos protege de las cicatrices de las cosas sin nombre. Solamente el lenguaje es meditación.
            Díganos lo que es ser una mujer de modo que podamos saber lo que es ser un hombre. ¿Qué se mueve en el margen? ¿Qué es no tener un hogar en este lugar? Soltarse de aquel que uno conoció. ¿Qué es vivir a las afueras de ciudades que no pueden soportar la compañía de uno?
            Háblenos sobre barcos que regresaron de los bordes de la playa en la Pascua Florida, placenta en una campiña. Háblenos de una carretada de esclavos, ¿cómo cantaban tan suavemente que su respiración no se distinguía de la caída de la nieve? ¿Cómo por el encorvamiento del hombro más cercano supieron que la próxima parada podía ser la última para ellos? ¿Cómo, con las manos puestas en oración sobre sus sexos, pensaron en el calor, luego en el sol, alzando sus rostros como si estuviera allí para entrar? Volteándose como para entrar. Se detuvieron en una hospedería. El conductor y su compañero entraron con la lámpara, dejándolos zumbando en la oscuridad. El hueco del caballo humea en la nieve bajo sus cascos, y su siseo y licuefacción son la envidia de los congelados esclavos.
            La puerta de entrada se abre: una muchacha y un muchacho salen de su luz. Trepan en la cama del vagón. El muchacho tendrá un revólver en tres años, pero ahora lleva una lámpara y un cántaro de sidra tibia. Se lo pasan de boca en boca. La muchacha ofrece pan, pedazos de carne y algo más: una mirada a los ojos de aquel a quien sirve. Una ración para cada hombre, dos para cada mujer. Y una mirada. Ellos se la devuelven. La próxima parada será la última para ellos. Pero no ésta. Porque ésta ha sido entibiada.

            Hay silencio otra vez cuando los muchachos terminan de hablar, hasta que la mujer lo rompe.
            Finalmente, dice, les creo ahora. Les creo con el pájaro que no está en sus manos porque verdaderamente lo capturaron. Miren. Cuán hermoso es esto que hemos hecho —juntos.
            Discurso traducido por Colombia Truque Vélez.Copyright © The Nobel Foundation 1993


sábado, 20 de octubre de 2018

CZESLAW MILOSZ Premio Nobel de Literatura 1980. Integrante de la Resistencia polaca durante la II Guerra Mundial


CZESLAW MILOSZ Premio Nobel de Literatura 1980. Integrante de la Resistencia polaca durante la II Guerra Mundial

CZESLAW MILOSZ Premio Nobel de Literatura 1980. Integrante de la Resistencia polaca durante la II Guerra Mundial
Mi presencia aquí, en este podio, debería ser un argumento definitivo para quienes vindican de la vida su divina y maravillosamente compleja imprevisibilidad. Durante mi época escolar, acostumbraba a leer los libros de una colección que se publicaba en Polonia con el título de: Biblioteca de los Premios Nobel. Recuerdo aún el color del papel y su tipo de letra. Imaginaba entonces que los laureados con el Premio Nobel eran escritores, es decir personas que por varios años creaban extensas obras en prosa, y aun cuando supe que entre los galardonados también había poetas no cambié de idea. Por eso al publicar en 1930 mis primeros trabajos en la revista universitaria Alma Mater Vilnensis, yo no tenía aspiraciones a ser reconocido con el título de escritor; ni tampoco tiempo después al elegir la soledad para entregarme al extraño oficio de escribir poemas en polaco a pesar de vivir en Francia o en Norteamérica, pues traté de preservar una imagen ideal del poeta, que aunque desea alcanzar el reconocimiento, sólo anhela ser famoso en la aldea o en la ciudad que lo vio nacer.
            Ciertamente uno de los autores premiados con el Nobel y a quien leí en mi infancia, ejerció una gran influencia en mi conocimiento de la poesía. Estoy hablando de Selma Lagerlöf. En Las maravillosas aventuras de Nils, libro que amé, el héroe sobrevuela la tierra y la contempla en la distancia, desde las alturas, pero es al mismo tiempo capaz de ver sus mínimos detalles; realizando una doble visión que yo desearía proponer como metáfora de la vocación del poeta. Posteriormente hallé una imagen similar en una oda latina del escritor del siglo XVII Maciej Sarbiewski, quien fue conocido en toda Europa con el seudónimo de Casimiro. Fue maestro de poética en la universidad donde yo estudié. La oda que cito relata su viaje sobre Pegaso desde Vilno a Antwerp, con el propósito de visitar a sus amigos poetas. Sarbiewski al igual que Nils en su travesía observa ríos, lagos, bosques, es decir, la geografía íntegra del paisaje que se extiende abajo, distante y concreta a la vez. Estas visiones a mi modo de ver, serían según lo he planteado, los dos atributos del poeta: la ansiedad de la contemplación y el deseo de describir lo que ve. Y, además, aquel que como yo considera que la poesía es ver y describir, debe saber entonces que librará una difícil batalla contra la modernidad, fascinada por las diversas teorías de un específico lenguaje poético.
            Todo poeta depende en gran medida de las generaciones anteriores que escribieron en su lengua materna; es heredero del estilo y la forma que elaboraron aquellos que lo precedieron. Así mismo, sospecha que las formas tradicionales de expresión no colman todas las expectativas de su propia experiencia, y si por algún motivo se somete a ellas, escucha un llamado interior que denuncia sus máscaras. Pero si en forma inversa se rebela, sufre sucesivamente la influencia de los diversos movimientos vanguardistas contemporáneos. Y así, basta con la publicación de su primer poemario para que comprenda la ardua trampa que le han tendido. Porque aunque no se haya secado la tinta de esa obra que él creía única, se la muestran envilecida por el estilo de otro. Entonces la única estrategia que le queda para calmar esa oscura culpabilidad, es seguir su búsqueda publicando posteriormente un segundo libro que aumentará su desolación, y lo condenará a emprender una y otra vez esa cacería interminable. Es posible que al ir dejando tras de sí libros como pieles secas de serpiente, en una fuga constante de aquello que hizo en el pasado, este poeta reciba el Premio Nobel.
            ¿Cuál es ese enigmático impulso que no lo deja asentarse en lo realizado, en lo finalizado? Yo pienso que es la búsqueda de la realidad. Y le doy a esta palabra su sentido ingenuo y solemne, que nada tiene que ver con los debates filosóficos de los últimos siglos. Esta realidad es la Tierra que observa Nils volando sobre su ganso y también la que contempla el autor de la oda latina desde Pegaso. Pues indudablemente esta Tierra existe y ninguna descripción podrá extinguir sus riquezas. Aquella afirmación implica la negación anticipada de una pregunta muy frecuente: ¿Qué es la realidad?, interrogación semejante a la que hace siglos propusiera Poncio Pilatos: ¿Qué es la verdad? Si entre las dualidades que utilizamos asiduamente, la oposición vida y muerte tiene tanta importancia, no menos valor debería darse a las contradicciones verdad y mentira, realidad e ilusión.
           
            Simone Weil, con cuyos escritos estaré siempre en deuda, dice: la distancia es el alma de la belleza. No obstante, mantenerse a distancia es casi imposible. Yo soy Un hijo de Europa, como lo afirmo en uno de mis poemas, pero sé que es una amarga y sarcástica afirmación. Escribí también un libro autobiográfico titulado: Otra Europa, porque en verdad existen dos Europas, y nosotros habitantes de la segunda, fuimos destinados a descender al corazón de las tinieblas del siglo XX. Yo no sabría cómo hablar de poesía en forma generalizada. Lo haré entonces relacionándola con las circunstancias específicas a un tiempo y un lugar. Hoy, desde una perspectiva más amplia, podemos distinguir los rasgos precisos de los acontecimientos que por su furia rebasaron los desastres naturales que conocemos, aunque en su momento la poesía, tanto la mía como la de mis contemporáneos, con un estilo tradicional o de vanguardia, no estaba equiparada para enfrentar aquellas catástrofes. Como hombres ciegos íbamos abriéndonos camino entre estas búsquedas, expuestos a todas las tentaciones con las que por entonces el espíritu se engañaba a sí mismo.
            No es fácil distinguir entre realidad e ilusión, especialmente cuando uno vive en un tiempo que se caracteriza por las grandes convulsiones que se iniciaron hace dos siglos en una península pequeña del continente euroasiático, que terminaron por imponer en todo el planeta, y en cada uno de sus habitantes, la adoración continua por la ciencia y la tecnología. Tampoco era fácil soportar las innumerables tentaciones intelectuales que nos asaltaban en aquellas regiones europeas, donde ideas abyectas de dominación sobre los hombres, similares a las de dominio sobre la naturaleza, condujeron a paroxismos de guerra y revolución, subyugando a millones de seres humanos y destruyéndolos física y espiritualmente. No obstante nuestro mayor legado no fue la aceptación de aquellas ideas, con las que entramos en contacto en forma tangible, sino el respeto y la gratitud hacia aquello que preserva a las personas de la aniquilación interna y de la tiranía. Precisamente por eso algunas formas de vida e instituciones fueron blanco de la furia de las fuerzas del mal, que intentaron quebrar los lazos orgánicos existentes entre las personas, mantenidos por la familia, la religión, la vecindad y la herencia común. En otras palabras, me refiero a esta desordenada e ilógica humanidad, algunas veces catalogada de ridícula debido a sus inclinaciones religiosas y a sus lealtades. En varios países, los vínculos de civitas fueron sometidos gradualmente a una erosión, al tiempo que se desheredaba a los habitantes de sus más profundas tradiciones. No sucedió lo mismo, sin embargo, en aquellas áreas en que súbitamente como producto de una situación de grave peligro, el significado protector de estos vínculos se reveló por sí solo. Este fue el caso de mi tierra natal. Y no sería apropiado en este lugar dejar de mencionar las ofrendas que mis amigos y yo recibimos en nuestra Europa, y al pronunciarlas entonar un canto de alabanza.
            Es extraordinario haber nacido en un pequeño país en el cual la naturaleza se mostraba a escala humana y donde diversas lenguas y religiones habían cohabitado por centurias. Tengo en mi memoria a Lituania, un país de maravillosos mitos y de poesía. Mi familia, durante el siglo XVI hablaba polaco lo mismo que muchos hogares en Finlandia se comunicaban en sueco, y en Irlanda en inglés; soy por tal motivo un poeta polaco y no lituano. Sin embargo los paisajes y también el espíritu de Lituania jamás me han abandonado. Es grandioso escuchar durante la infancia las palabras de la liturgia latina, traducir a Ovidio en la escuela y recibir una buena preparación de acuerdo con el dogma y la apologética católica. Siento como una bendición la opción que me brindó el destino de realizar mis estudios escolares y universitarios en una ciudad como Vilno. Una rara ciudad de arquitectura barroca, transplantada a los bosques nórdicos, con su historia grabada en cada una de sus piedras, y que posee cuarenta iglesias católicas así como numerosas sinagogas. En aquellos días los judíos la llamaban la Jerusalén del Norte. Sólo cuando comencé a dictar clases en los Estados Unidos, entendí hasta dónde me hallaba absorbido por las enseñanzas de nuestra antigua universidad, por los preceptos del Derecho Romano aprendidos de memoria, y la historia y la literatura de la vieja Polonia, que mucho sorprendía a los jóvenes norteamericanos, a causa de sus motivaciones específicas: Una anarquía indulgente, un orgánico sentido social, un humor reconciliador y una desconfianza absoluta hacia el poder central.
            Un poeta crecido en este espacio, tal vez debiera buscar la realidad mediante la contemplación. La vida monacal tendría que ser su destino, distante del hostigamiento y de las persistentes demandas de sus semejantes, en el silencio de una celda y atento solamente al sonido de las campanas. Si algún libro estuviera en su mesa de trabajo, habría sido aquel que tratara sobre la cualidad inaccesible de lo relativo a la divinidad, es decir sobre el esse. Pero de pronto, sin poder evitarlo, todo esto le es raptado por los acontecimientos demoníacos de la historia que siempre se apropia de los rasgos de una deidad sedienta de sangre. La Tierra, que el poeta observó durante su vuelo, grita en su abismo y no permite ser contemplada desde las alturas. Una contradicción insoluble surge entonces, terrible y real, que no ofrece paz al espíritu ni de día ni de noche; es aquella entre el ser y la acción, o en otro nivel, es la contradicción entre el arte y la solidaridad con cada uno de los seres humanos. La realidad clama por un nombre, quiere ser llamada, pero es intolerable, y si somos tomados por ella, si aparece demasiado próxima, la boca del poeta no es capaz siquiera de proferir la queja de Job: el arte prueba así que no puede equipararse a la acción. Sin embargo, asir la realidad de un modo que resulte preservada del bien y del mal, de la desesperación y de la esperanza, incluso en su conocida confusión, no es imposible, si logramos tomar distancia, si somos capaces de remontarnos sobre ella; pero esto deriva entonces en una traición moral.
            Aquella era la contradicción que permanecía latente en el corazón de todos los conflictos engendrados por el siglo XX, descubiertos por los poetas de una Tierra contaminada por el crimen y el genocidio. ¿Y ahora qué piensa quien como tantos otros escribió cierto número de poemas, que han reposado en la memoria como un verdadero testimonio de esos años? Piensa que esos poemas nacieron de una desdichada contradicción, que hubiera sido preferible resolver incluso no habiéndolos escrito jamás.
           
            El santo patrón de todos los poetas en el exilio, aquel que visitó por medio de la imaginación sus ciudades y provincias, sigue siendo Dante. ¡Pero cómo se ha multiplicado el número de Florencias! El exilio del poeta es hoy el elemental ejercicio de un hallazgo relativamente reciente, que nos ha enseñado que los detentadores del poder tienen las herramientas necesarias para controlar el lenguaje, y no sólo mediante la censura, sino especialmente alterando el significado de las palabras. Se produce de esta manera un fenómeno singular, que provoca que el lenguaje de una comunidad cautiva adquiera ciertas costumbres duraderas, y así zonas enteras de la realidad dejan de existir simplemente porque carecen de nombre. Habría que indagar si existen vínculos secretos, entre unas teorías literarias como la de Écriture (del lenguaje alimentándose a sí mismo), y la del desarrollo del estado totalitario. De cualquier forma, lo indiscutible es que no hay razón fundamental para que el Estado no tolere una actividad que consiste en crear prosa y poesía experimentales, siempre que ambas hayan sido concebidas como sistemas de referencia autónomos, enmarcados en sus propias fronteras. Pues sólo si suponemos que el poeta es un ser que combate infatigablemente por liberarse de estilos prestados en busca de la realidad, su existencia nos parecerá peligrosa. En una habitación cerrada en la que un grupo de personas instauran la conspiración del silencio, una palabra verdadera suena como un disparo de pistola. Entonces la tentación de pronunciarla, semejante a una aguda comezón, deriva en algo obsesivo que le impide pensar en otra cosa. Esta es la razón por la cual el poeta elige el exilio interior o exterior. No podría aseverar, sin embargo, que sus motivaciones se reduzcan exclusivamente a un interés por la realidad. Puede darse el caso también de que pretenda liberarse de ella, y en un lugar diferente, en países que no son el suyo, frente a otros mares, logre recobrar durante breves instantes, su verdadera vocación, es decir la contemplación del Ser.
            Esta esperanza es ilusoria para aquellos que proceden de la otra Europa, pues donde quiera que se encuentren, advertirán que sus experiencias los aíslan de su nuevo medio, lo cual deviene para ellos en fuente de renovada obsesión. Nuestro planeta, cada vez más pequeño debido a la descomunal proliferación de las comunicaciones, es testigo de un cambio que escapa a cualquier definición caracterizado por la negación de la memoria. Seguramente las personas no cultivadas de los siglos pasados, que eran la mayoría de la humanidad, sabían poco o nada de la historia de sus respectivos países y de su civilización. Para los analfabetos actuales, quienes por el contrario, saben leer y escribir, e incluso enseñan en colegios y universidades, la historia parece familiar, pero la han asimilado con una extraña confusión. Molière se convierte así en contemporáneo de Napoleón y Voltaire de Lenin. Además, los hechos de las últimas décadas, de importancia tan significativa que de su conocimiento depende el porvenir de la humanidad, pasan desapercibidos, se desdibujan y pierden su solidez, como si el concepto de Nietzsche sobre el nihilismo europeo hallara aquí su realización ideal: El ojo de un nihilista —escribía en 1887—, desconfía de sus recuerdos; deja que mueran y pierdan sus hojas… y aquello que no hace consigo mismo, tampoco lo hace con el pasado de la humanidad: lo deja morir. Nuestra época sólo preserva del pasado ficciones opuestas al sentido común o ideas donde es muy elemental la relación del bien y del mal. Y esto se puede corroborar con un reciente postulado del diario Times de Los Ángeles: El número de libros en diversos idiomas que niegan la veracidad del Holocausto atribuyéndolo a una ficción de la propaganda judía, rebasa el centenar. Si lograron urdir tan desmesurado delirio, ¿por qué sería improbable la pérdida total de la memoria como estado permanente del espíritu? ¿Y no representa esto acaso un peligro más grave que la ingeniería genética o la aniquilación del medio ambiente?
            Para el poeta de la otra Europa los hechos relacionados con el Holocausto son una realidad tan próxima en el tiempo que no los puede liberar de su recuerdo, a menos que inicie la traducción de los Salmos de David. Siente ansiedad al comprobar que el significado de la palabra Holocausto experimenta graduales modificaciones, siendo la más grave que esté adosada exclusivamente a la historia de los judíos, como si entre las numerosas víctimas no hubieran existido millones de polacos, rusos, ucranianos y prisioneros de otras nacionalidades. Este poeta se siente conmovido porque en todo ello adivina el presagio de un futuro que limitará la historia a la televisión, en la cual la verdad, por su complejidad, quedará relegada a los archivos y será totalmente eliminada. Otros hechos para él muy cercanos aunque lejanos para los países de Occidente, lo conducen a asumir como cierta la visión de H. G. Wells en La máquina del tiempo, donde la Tierra es habitada por una tribu de niños solares, despreocupados, despojados de memoria y por consiguiente de historia, sin defensas para confrontar a los moradores de las cavernas subterráneas: a los niños caníbales de la noche.
            Pertenecientes al movimiento de cambio tecnológico, hemos creído que la unificación de nuestro planeta depende de la acción adecuada y le damos una desmedida importancia al concepto de comunidad internacional. No pretendo reducirle su valor a los días en que fuera fundada la liga de las Naciones Unidas, pero lamentablemente, aquellas fechas carecen de sentido en comparación con otra, que deberíamos conmemorar cada año como un día de luto para la humanidad y que es casi desconocida para las más recientes generaciones: hablo del 21 de agosto de 1939. En aquella fecha dos dictadores firmaban un acuerdo que contenía una cláusula secreta con el propósito de repartirse varios países vecinos que para entonces contaban con capitales, gobiernos y parlamentos establecidos. Este pacto no sólo desencadenó una terrible guerra, sino que restableció el principio colonialista, por el cual las naciones no son más que ganado para comerciar y continúan siendo completamente dependientes de la tiranía de sus dueños eventuales. Sus fronteras, su derecho a la determinación y sus pasaportes dejaron de existir, y sigue siendo una fuente de asombro en la actualidad, que aún se hable susurrando y con el índice en los labios se mencione que ese nefasto principio fue aplicado por los dos dictadores cuarenta años atrás.
            Los crímenes en contra de los derechos humanos, jamás confesados y nunca denunciados públicamente, son un veneno que destruye la posibilidad de una religión de amistad entre las naciones. Las antologías de poesía polaca incluyen textos de mis amigos Wladyslaw Sebyla y Lech Piwowar y dan la fecha de sus muertes: 1940. Pero lo absurdo del hecho, cuando todo el mundo en Polonia conoce la verdad, es que ninguna de estas antologías relata las circunstancias en que murieron. Su sino fue el mismo que el de varios miles de oficiales polacos detenidos e internados en los Campos de Concentración por el entonces cómplice de Hitler, y ambos reposan ahora en una fosa común. ¿Podrían las nuevas generaciones de Occidente, si algo han estudiado de historia, desconocer que en 1944 fueron asesinadas 200 000 personas en Varsovia, una ciudad sentenciada por Hitler y Stalin a ser aniquilada?
            Los dos dictadores genocidas hace mucho que no existen. No obstante quién sabe si obtuvieron victorias más duraderas que las de sus ejércitos. A pesar del Pacto Atlántico, el principio según el cual las naciones son objeto de intercambios comerciales, o fichas en un juego de cartas o de dados, ha sido confirmado por la división de Europa en dos zonas. La ausencia de los tres Estados bálticos de la organización de las Naciones Unidas, es un permanente recuerdo del legado de aquellos dictadores. Antes de la guerra estos Estados pertenecían a la Liga de Naciones, pero desaparecieron del mapa de Europa como resultado de la cláusula secreta firmada en 1939.
            Espero que me comprendan por escudriñar en la memoria como en una herida. Pero este tema no es diferente a mis meditaciones sobre la palabra realidad, con frecuencia mal utilizada pero siempre merecedora de estima. El lamento de la humanidad, los pactos más infames que los que conocemos por Tucídides, la forma de una hoja de arce, amaneceres y ocasos sobre el océano, y el sistema de causas y efectos (llamados Naturaleza o Historia), apuntan quizá, así lo creo, hacia otra realidad oculta e impenetrable, capaz de ejercer una poderosa atracción en la que habita la fuerza conductora central de todo arte y de toda ciencia. Existen momentos en los que creo descifrar el sentido de las desgracias que afligen a los países de la otra Europa, y este significado no es otro que el de concederles el papel de portadoras de memoria —en un tiempo en el que la Europa, sin adjetivos, y Estados Unidos, la están perdiendo gradualmente de generación en generación.
            Es posible que no exista más memoria que la de las heridas; al menos así lo pienso por la Biblia, un libro que relata las tribulaciones del pueblo de Israel. Esta obra permitió por mucho tiempo que las naciones europeas, preservaran el sentido de la continuidad —una palabra que no debe confundirse con historicidad, término actualmente de moda.
            Durante los treinta años que he vivido fuera de mi país, he creído disfrutar de mayores privilegios que mis colegas occidentales —ya fueran escritores o profesores de literatura—, y esto debido a que los eventos recientes o pasados conformaban en mi mente una forma precisa minuciosamente delineada. Pero también el público occidental, cuando confronta poemas y novelas escritas en Polonia, Checoslovaquia o Hungría, o películas producidas en estos países, desarrolla una conciencia aguda en permanente lucha contra las imposiciones de la censura. La memoria es entonces nuestra fuerza, que nos protege de un discurso que se entreteje sobre sí mismo, como la hiedra cuando no halla soporte en el árbol o en el muro.
            Hace breves minutos expresaba mi deseo de poner fin a la contradicción que opone la necesidad distanciadora del poeta, al sentimiento de solidaridad con los seres humanos. No obstante, si tomamos el vuelo sobre la Tierra como metáfora de la vocación del poeta, no es difícil advertir que también aquí una especie de contradicción se halla implícita, aun en épocas en las cuales el poeta está relativamente libre de las trampas de la historia. Porque ¿cómo estar encima y simultáneamente ver la Tierra con todos sus detalles? Sin embargo, en la precaria balanza de los opuestos, puede lograrse cierto equilibrio gracias a la distancia introducida por el fluir del tiempo. Ver, no significa sólo tener algo frente a los ojos, sino también algo latente en la memoria. Ver y describir significan también reconstruir en la imaginación. La distancia obtenida gracias al misterio del tiempo, no debe convertir los acontecimientos, los pasajes, las figuras humanas en una confusión de sombras cada vez más pálidas. Por el contrario, puede mostrarlos a la luz del día, con la certidumbre de que cada evento y cada fecha pasen a ser fundamentales y persistan como un recuerdo eterno de la depravación y la grandeza humana. Quienes todavía viven reciben una orden de aquellos que fueron silenciados para siempre. Cumplirán con su mandato tan sólo si intentan reconstruir los acontecimientos como ocurrieron, despojando al pasado de ficciones y leyendas.
            Ambas entonces —la Tierra vista desde arriba en un presente eterno y la Tierra que perdura en un tiempo recobrado— deberán ser fuente para la poesía.
           
            No desearía dejar una imagen falsa de que vivo volcado hacia el pasado. Como la mayoría de mis contemporáneos he sentido la punzada de la desesperación, del fin amenazador, y me he reprochado en algunas oportunidades el haber sucumbido a la tentación del nihilismo. Sin embargo a un nivel más profundo, podría afirmar que mi poesía siempre fue honesta, y aún en tiempos oscuros, expresó la llegada de un reino de paz y justicia. No podría prescindir de nombrar a la persona que me enseñó a no desesperar. Nosotros recibimos dones considerables, no sólo de nuestra tierra natal, sus lagos, ríos y tradiciones, sino también de su gente, especialmente si conocimos a alguien de poderosa personalidad en nuestra juventud. Fue una fortuna para mí ser tratado tan cercanamente como un hijo, por mi pariente Oscar Milosz: el visionario exilado en París. Podríamos decir que era un poeta francés y no polaco, examinando la intrincada historia de una familia y de un territorio anteriormente llamado el Gran Ducado de Lituania. De cualquier forma la prensa parisiense se quejaba hace poco de que la más alta distinción internacional no hubiera sido concedida medio siglo antes a un poeta cuyo apellido familiar me honra.
            Aprendí mucho de él. Me transmitió un profundo conocimiento del Antiguo y el Nuevo Testamento y me inculcó la necesidad de una estricta y ascética jerarquía en todos los aspectos mentales, generalizada incluso al arte, donde consideraba grave ubicar en el mismo nivel obras de segunda fila al lado de piezas magistrales. Especialmente lo escuché como al profeta que ama a los hombres: con el viejo amor ya gastado por la piedad, la soledad y la indignación, según decía. Razón por la cual siempre intentó lanzar una advertencia a este mundo enloquecido en su avance irremediable hacia la destrucción. Muchas veces le escuché decir que una catástrofe era inminente pero también le oí plantear que la conflagración que predecía sería apenas la primera parte de un largo drama destinado a ser representado incesantemente hasta el final.
            Él vio las causas profundas de la errática dirección que había tomado la ciencia en el siglo XVIII y que tuvo funestas consecuencias para la humanidad. Al igual que William Blake presagió una Nueva Era, un segundo renacimiento de la imaginación, hoy degradada por cierto tipo de conocimiento científico, aunque no por todo el conocimiento ni por toda la ciencia que descubrirán los hombres del futuro. No importa hoy hasta dónde seguí literalmente sus predicciones, su orientación general fue suficiente.
            Oscar Milosz como William Blake, halló su inspiración en los escritos de Emanuel Swedenborg, un científico que anticipándose a todos, intuyó la derrota del hombre que se encuentra latente en el modelo newtoniano del universo. Cuando gracias a mi pariente, me convertí en un concentrado lector de Swedenborg —aunque no lo interpretara, es cierto, como era usual en el romanticismo—, jamás imaginé que visitaría por primera vez su país en una ocasión como esta.
            Nuestro siglo llega a su fin y por influencias como la suya no me atrevería a maldecirlo, pues ha sido también una centuria de fe y esperanza. Una profunda transformación de la que casi no somos concientes, a causa de que formamos parte de ella, ha venido forjándose con lentitud, iluminándonos en ocasiones por fenómenos que provocan el asombro general. Este cambio está relacionado, y evoco las palabras de Oscar Milosz, con el secreto más profundo de las masas trabajadoras, nunca antes tan vivas, vibrantes y atormentadas. Este secreto, que es una inconfesable necesidad de valores reales, no halla el lenguaje para expresarse, y aquí no solamente los medios de comunicación sino los intelectuales comparten una gran responsabilidad. Pero la transformación ha seguido su rumbo, desafiando las predicciones a corto plazo, y es probable que a pesar de todos los horrores y peligros, nuestro tiempo será juzgado como una fase necesaria de trabajo anterior a la era en que la humanidad ascienda a una nueva forma de conocimiento. Entonces otra jerarquía de valores emergerá, y estoy convencido que Simone Weil y Oscar Milosz, escritores en cuya escuela obedientemente estudié, recibirán su reconocimiento. Yo siento que todos debemos confesar públicamente nuestra deuda con ciertas personas, porque sólo por esta vía definiremos nuestra posición de una forma más enérgica, que citando los nombres de aquellos a quienes desearíamos hacer llegar un violento no. Espero que en este discurso, a pesar de la vaguedad de mi reflexión, que debe estar relacionada con un mal hábito profesional de los poetas, mis síes y mis noes, hayan sido definidos claramente, y puedan abrir un camino para la elección de mi sucesor. Porque todos los que nos encontramos aquí, el conferencista como quienes me escuchan, no somos más que eslabones entre el pasado y el porvenir.
               

Discurso traducido por Esperanza Vallejo Osorio.
Copyright © The Nobel Foundation 1980

lunes, 21 de mayo de 2018

Leon Trotsky: Discurso en la reunión del Soviet de Petrogrado

Leon Trotsky:  Discurso en la reunión del Soviet de Petrogrado

León Trotsky:  Discurso en la reunión del Soviet de Petrogrado

Pronunciado: el 5 Mayo 1917, en la llegada de exiliados políticos a Petrogrado, en la estación de tren, donde Trotsky, pronuncia su discurso. 

El discurso de LEÓN TROTSKY al Soviet de Petrogrado el 5 de mayo de 1917, al día siguiente de su llegada a Rusia. El último párrafo muestra que Trotsky y Lenin, aunque separados por el exilio, compartían la misma apreciación de los acontecimientos en Rusia. Fue publicado en Izvestia (Noticias), el periódico del soviets, el 7 de mayo. 

Las noticias de la revolución rusa nos atraparon en Nueva York, muy lejos del océano, pero también allí, en este poderoso país donde la burguesía gobierna como en ningún otro lugar, la revolución rusa tuvo su efecto. La clase obrera americana ha adquirido una mala reputación. Dicen que no apoyan la revolución. Pero si pudieras haber visto a los trabajadores estadounidenses en febrero, hubieras estado doblemente orgulloso de tu revolución. Te habrás dado cuenta de que sacudía no sólo a Rusia, no sólo a Europa, sino también a Estados Unidos. Y se le habría quedado claro, como a mí, que que marcó el comienzo de una nueva época, una época de sangre y de hierro, pero ya no es una lucha de nación contra nación, sino una lucha de la clase oprimida y subyugada contra las clases dominantes. (Aplausos Apasionados.)
Los trabajadores en los mítines por todas partes me pidieron que les transmitiera su más sincero regocijo. (aplausos apasionados) Pues tengo que decirte algo sobre los alemanes. Tuve la oportunidad de entrar en estrecho contacto con un pequeño número de proletarios alemanes. ¿Pueden preguntar dónde? En un campo de prisioneros de guerra. El gobierno burgués británico nos arrestó como enemigos y nos puso en un campo de prisioneros de guerra en Canadá. [Gritos "¡Vergüenza!"]Había 100 oficiales y 800 marineros alemanes. Nos preguntaron cómo nosotros, los ciudadanos rusos, caímos en manos de los británicos. Y cuando les dijimos que estábamos encarcelados no como ciudadanos rusos, sino como socialistas, comenzaron a decirnos que eran los esclavos de su gobierno, su Wilhelm. (1) Nos hicimos muy amigos con los proletarios alemanes.
A los oficiales prisioneros no les gustó esto y se quejaron ante el comandante británico, alegando que estábamos socavando la lealtad de sus marineros hacia el Kaiser. Entonces el capitán británico, para preservar la lealtad de los soldados alemanes al Kaiser, me prohibió hablar. Los marineros presentaron una fuerte protesta por esto dando cuenta al comandante. Cuando nos fuimos, los marineros nos vieron con música y gritaron: "¡Abajo Wilhelm, fuera la burguesía, viva la unidad internacional del proletariado!" (Aplausos estruendosos) Lo que sucedió con la conciencia de los marineros alemanes ahora está ocurriendo en todos los países. La revolución rusa es el prólogo de la revolución mundial.
Pues, no puedo ocultarle que mucho de lo que está sucediendo ahora no estoy de acuerdo con él. Creo que la entrada al gobierno fue peligrosa. (2) No creo en los milagros que puedan construir un gobierno de cabo a rabo. Antes, teníamos un poder dual que surgía de las contradicciones de dos clases. (3) por el contrario, un ministerio de coalición no nos libera del poder dual, sino que simplemente lo transfiere al gobierno. La revolución no perecerá como resultado de la coalición, pero hay que tener en cuenta tres mandamientos: (i) desconfianza de la burguesía; (Ii) control sobre nuestros propios líderes; Y (iii) confiar en nuestra propia fuerza revolucionaria. Creo que su próximo paso debería ser transferir toda la autoridad a los diputados de los trabajadores y soldados. Sólo una sola potencia salvará a Rusia. ¡Viva la revolución rusa como el prólogo de la revolución mundial! (Aplausos)
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Notas a pie de página
1. Wilhelm es una referencia al Kaiser Wilhelm II de Alemania.
2. Una referencia al segundo Gobierno Provisional, una coalición constituida el 5 de mayo e integrada por los socialistas de derecha (mencheviques) y socialistas revolucionarios (SRs) apoyados por campesinos. Como los mencheviques y los SR estaban en la dirección de los soviets, éste fue un intento consciente por parte de la clase capitalista y propietaria de socavar el creciente poder de los trabajadores. Los mencheviques y los SR fueron socios dispuestos.
3. Una referencia al poder dual durante la primera revolución rusa de 1905.


martes, 1 de mayo de 2018

HUSSEIN IBN ALÍ DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA DE LOS PUEBLOS ÁRABES DEL IMPERIO OTOMANO


HUSSEIN IBN ALÍ

 DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA DE LOS PUEBLOS ÁRABES DEL IMPERIO OTOMANO

 
HUSSEIN IBN ALÍ  DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA DE LOS PUEBLOS ÁRABES DEL IMPERIO OTOMANO

27 de junio de 1916

             
            En otros tiempos el gran enemigo de los estados e imperios europeos, a lo largo del siglo XIX el Imperio otomano encadenó una serie de crisis internas que lo convirtieron en «el hombre enfermo de Europa», según una expresión atribuida al zar Nicolás I. Las tensiones entre los diferentes pueblos que convivían en el seno del Imperio se fueron agudizando a medida que la corrupción y la incompetencia iban deteriorando el prestigio del sultán y sus gobiernos eran incapaces de hacer frente a la rapacidad de las potencias imperiales europeas. Las tensiones internas y externas llegaron a su culminación durante la Primera Guerra Mundial, en la que el Imperio otomano se alineó con Alemania para enfrentarse con su enemigo tradicional, Rusia. Este hecho fue aprovechado por las potencias aliadas, en especial, Gran Bretaña, para animar las ansias de independencia de los pueblos árabes que ocupaban la península Arábiga y Oriente Próximo. En la revuelta árabe desempeñó un papel muy destacado el agente británico T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia), que consiguió unificar las diferentes tribus bajo el mando de la dinastía hachemita, cuya figura más destacada era el emir de La Meca, Hussein ibn Alí (1853-1931), que proclamó la independencia de los pueblos árabes, dando lugar a los diferentes reinos árabes de Oriente Próximo.
             
            En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso.
            Este es nuestro mensaje general a todos los hermanos musulmanes.
            «¡Oh, Señor, juzga con la verdad entre nosotros y nuestra nación; porque tú eres el mejor juez!»
            Es de sobras conocido que entre todos los gobernantes y emires musulmanes, los emires de La Meca, la Ciudad Santa, fueron los primeros en reconocer el gobierno turco.
            Lo hicieron para unir a todos los musulmanes y establecer con firmeza su comunidad, sabiendo que los grandes sultanes otomanos (que sea bendecido el polvo de sus tumbas y que el Paraíso sea su morada) actuaban de acuerdo con el Libro de Dios y la sunna de su Profeta (alabado sea) y aplicaban con celo las normas de estas dos autoridades.
            Con este noble fin los emires que he mencionado antes nunca dejaron de respetar dichas normas. Yo mismo, protegiendo el honor del Estado, animé a los árabes a levantarse contra sus hermanos árabes en el año 1327[1] con el objetivo de levantar el asedio de Abha, y al año siguiente se realizó un movimiento similar bajo el liderazgo de uno de mis hijos, como es de todos conocido.
            Los emires siguieron apoyando al estado otomano hasta que apareció en escena el Comité de Unión y Progreso y a partir de ese momento asumió la administración de todos los asuntos.
            El resultado de esta nueva administración fue que el Estado sufrió una pérdida de territorio que acabó destruyendo su prestigio, como sabe todo el mundo, se hundió en los horrores de la guerra y se vio arrastrado a su peligrosa situación actual, como le queda claro a todos.
            Todo esto se realizó para alcanzar objetivos bien conocidos, sobre los que nuestra conciencia no nos permite explayarnos. Esto provocó que el corazón de los musulmanes sufriera por el imperio del islam, por la destrucción de la población que residía en sus provincias -tanto musulmanes como no musulmanes-, algunos de ellos ahorcados o muertos por otros medios, otros empujados al exilio.
            Añádase a esto las pérdidas que habían sufrido a lo largo de la guerra en sus personas y propiedades, esto último especialmente grave en Tierra Santa, como lo demuestra rápidamente el hecho de que en esa región la crisis general empujó a las clases medias a vender incluso las puertas de sus casas, sus armarios y la madera de los techos, después de vender todas sus pertenencias para que su cuerpo pudiera seguir viviendo.
            Está claro que todo esto no alcanza para cumplir los designios del Comité de Unión y Progreso.
            A continuación procedieron a cortar el lazo esencial entre el sultanato otomano y toda la comunidad musulmana, es decir, a cortar los lazos de adhesión al Corán y la sunna. Uno de los periódicos de Constantinopla, llamado Al-Ijtihad, llegó a publicar un artículo maligno (Dios nos perdone) sobre la vida del Profeta (desciendan sobre él las bendiciones y la paz de Dios), y todo esto bajo los ojos del gran visir del Imperio otomano y de su jeque del islam, y todos los ulemas, ministros y nobles.
            A esto se añade la impiedad de negar la palabra de Dios, «el varón debe recibir dos porciones», y decidir que se debía compartir equitativamente bajo la ley de la herencia.
            Después procedieron a la atrocidad suprema de destruir uno de los cinco preceptos vitales del islam, el ayuno del Ramadán, ordenando que las tropas estacionadas en Media, La Meca o Damasco pudieran romper el ayuno de la misma manera que las tropas que luchan en la frontera rusa, falsificando con ello la clara instrucción coránica de «aquellos de vosotros que estáis enfermos o de viaje».
            También han implantado otras innovaciones que contravienen las leyes fundamentales del islam (cuyas penas por infringirlas son bien conocidas) después de destruir el poder del sultán, arrebatarle incluso el derecho a escoger al jefe de su gabinete imperial o al ministro privado de su augusta persona, y al actuar contra la constitución del califato a la que los musulmanes exigen obediencia.
            A pesar de todo esto, hemos aceptado dichas innovaciones para no provocar disensiones y un cisma. Pero al final ha caído el velo y ha quedado claro que el Imperio está en manos de Enver Pachá, Djemal Pachá y Talaat Bey, que lo administran a su gusto y lo tratan según su voluntad.
            La prueba más clara de todo esto es la instrucción enviada últimamente al cadí del tribunal de La Meca para que emita sentencias teniendo en cuenta solo las pruebas presentadas ante él en el tribunal y que no debe considerar ninguna prueba presentada por los musulmanes entre ellos, ignorando de esta manera la aleya en la sura La vaca.
            Otra prueba es que condenaron a la horca de una sola vez a 21 musulmanes eminentes, cultos y árabes distinguidos, además de todos los que habían matado con anterioridad: el emir Omar el-Jazairi, el emir Arif esh-Shihabi, Shefik Bey el-Moayyad, Shukri Bey el Asali, Abd el-Wahab, Taufk Bey el-Baset, Abd el-Hamid el Zahrawi, Abd el-Ghani el-Arisi, y sus compañeros, que son hombres bien conocidos.
            Es difícil que hombres de corazón cruel hubieran conseguido destruir tantas vidas de un solo golpe, aunque estas fueran bestias del campo. Es posible que recibamos sus excusas y les perdonemos que hayan asesinado a tantos hombres valiosos, pero ¿cómo podemos excusarles por la deportación bajo circunstancias tan penosas y desgarradoras de las familias inocentes de sus víctimas -niños, mujeres delicadas y hombres ancianos- y afligirles con otras formas de sufrimiento, además del dolor que ya habían soportado con la muerte de aquellos que eran el sustento de sus hogares?
            Dios dice: «Nadie cargará con la carga ajena». Aunque pudiésemos dejar pasar todo esto, ¿cómo es posible que podamos perdonarles que hayan confiscado las propiedades y el dinero de estas personas después de haberlas despojado de sus amados? Intentemos suponer que cerramos los ojos ante todo esto y consideremos también que pueden tener alguna excusa por su parte; ¿podremos perdonarles jamás que hayan profanado la tumba de un hombre piadoso, celoso y santo como el jeque Abd el-Kadir el-Jazairi el Ilasani?
            Lo anterior es un breve repaso de sus hechos y dejamos que la humanidad, en general, y los musulmanes, en particular, emitan su veredicto.
            Tenemos pruebas suficientes de cómo consideran a la religión y al pueblo árabe en el hecho de que bombardearon la Casa Antigua, el Templo de la Unidad Divina, del que se dice, en palabras de Dios, «purifica mi casa para los que giran a su alrededor», la Quibla de los musulmanes, la Kaaba de los creyentes en la Unidad, disparando dos proyectiles contra ellas con sus grandes cañones cuando el país se levantó exigiendo su independencia.
            Uno explotó a poco más de un metro por encima de la Piedra Negra y el otro cayó a poco menos de tres metros de ella. La cubierta de la Kaaba se incendió. Miles de musulmanes acudieron a la carrera con grandes gritos de alarma y desesperación para apagar las llamas.
            Para llegar hasta el fuego se vieron obligados a abrir las puertas del edificio y subir hasta el tejado. El enemigo disparó un tercer proyectil contra la Estación de Abraham, además de los proyectiles y las balas dirigidos contra el resto del edificio. Cada día morían tres o cuatro personas dentro del edificio y al final a los musulmanes les resultó muy difícil acercarse a la Kaaba.
            Dejamos que todo el mundo musulmán de Oriente a Occidente juzgue este desprecio y profanación de la Casa Sagrada. Pero estamos decididos a no dejar que nuestros derechos religiosos y nacionales sean un juguete en manos del Partido de Unión y Progreso.
            Dios (bendito y exaltado sea él) ha ofrecido al país una oportunidad para levantarse en revuelta, ha extendido sobre él su poder y potencia para conseguir su independencia y coronar sus esfuerzos con prosperidad y victoria, a pesar de estar aplastado por la mala administración de los funcionarios civiles y militares turcos.
            Se erige único y diferente de los demás países que siguen gimiendo bajo el yugo del gobierno de Unión y Progreso. Es independiente en el sentido más amplio de la palabra, libre del gobierno de extraños y purgada de cualquier influencia extranjera. Sus principios son defender la fe del islam, elevar el pueblo musulmán, cimentar su conducta en la Ley Sagrada, elaborar el código de justicia sobre los mismos cimientos en armonía con los principios de la religión, practicar sus ceremonias de acuerdo con el progreso moderno y realizar una revolución genuina sin ahorrar esfuerzos en la extensión de la educación entre todas las clases de acuerdo con su situación y sus necesidades.
            Esta es la política que hemos emprendido con el objetivo de cumplir con nuestros deberes religiosos, confiando que todos nuestros hermanos musulmanes en el este y el oeste perseguirán el mismo objetivo con el fin de cumplir su deber para con nosotros, y fortalecer de esta manera los lazos de la hermandad islámica.
            Levantamos humildemente las manos al Señor de Señores en nombre del Profeta del Rey Benevolente para que nos garantice el éxito y la guía en todo lo que sea bueno para el islam y para los musulmanes. Confiamos en Dios Todopoderoso, que es nuestra Suficiencia y el mejor Defensor.