martes, 1 de mayo de 2018

HUSSEIN IBN ALÍ DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA DE LOS PUEBLOS ÁRABES DEL IMPERIO OTOMANO


HUSSEIN IBN ALÍ

 DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA DE LOS PUEBLOS ÁRABES DEL IMPERIO OTOMANO

 
HUSSEIN IBN ALÍ  DECLARACIÓN DE INDEPENDENCIA DE LOS PUEBLOS ÁRABES DEL IMPERIO OTOMANO

27 de junio de 1916

             
            En otros tiempos el gran enemigo de los estados e imperios europeos, a lo largo del siglo XIX el Imperio otomano encadenó una serie de crisis internas que lo convirtieron en «el hombre enfermo de Europa», según una expresión atribuida al zar Nicolás I. Las tensiones entre los diferentes pueblos que convivían en el seno del Imperio se fueron agudizando a medida que la corrupción y la incompetencia iban deteriorando el prestigio del sultán y sus gobiernos eran incapaces de hacer frente a la rapacidad de las potencias imperiales europeas. Las tensiones internas y externas llegaron a su culminación durante la Primera Guerra Mundial, en la que el Imperio otomano se alineó con Alemania para enfrentarse con su enemigo tradicional, Rusia. Este hecho fue aprovechado por las potencias aliadas, en especial, Gran Bretaña, para animar las ansias de independencia de los pueblos árabes que ocupaban la península Arábiga y Oriente Próximo. En la revuelta árabe desempeñó un papel muy destacado el agente británico T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia), que consiguió unificar las diferentes tribus bajo el mando de la dinastía hachemita, cuya figura más destacada era el emir de La Meca, Hussein ibn Alí (1853-1931), que proclamó la independencia de los pueblos árabes, dando lugar a los diferentes reinos árabes de Oriente Próximo.
             
            En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso.
            Este es nuestro mensaje general a todos los hermanos musulmanes.
            «¡Oh, Señor, juzga con la verdad entre nosotros y nuestra nación; porque tú eres el mejor juez!»
            Es de sobras conocido que entre todos los gobernantes y emires musulmanes, los emires de La Meca, la Ciudad Santa, fueron los primeros en reconocer el gobierno turco.
            Lo hicieron para unir a todos los musulmanes y establecer con firmeza su comunidad, sabiendo que los grandes sultanes otomanos (que sea bendecido el polvo de sus tumbas y que el Paraíso sea su morada) actuaban de acuerdo con el Libro de Dios y la sunna de su Profeta (alabado sea) y aplicaban con celo las normas de estas dos autoridades.
            Con este noble fin los emires que he mencionado antes nunca dejaron de respetar dichas normas. Yo mismo, protegiendo el honor del Estado, animé a los árabes a levantarse contra sus hermanos árabes en el año 1327[1] con el objetivo de levantar el asedio de Abha, y al año siguiente se realizó un movimiento similar bajo el liderazgo de uno de mis hijos, como es de todos conocido.
            Los emires siguieron apoyando al estado otomano hasta que apareció en escena el Comité de Unión y Progreso y a partir de ese momento asumió la administración de todos los asuntos.
            El resultado de esta nueva administración fue que el Estado sufrió una pérdida de territorio que acabó destruyendo su prestigio, como sabe todo el mundo, se hundió en los horrores de la guerra y se vio arrastrado a su peligrosa situación actual, como le queda claro a todos.
            Todo esto se realizó para alcanzar objetivos bien conocidos, sobre los que nuestra conciencia no nos permite explayarnos. Esto provocó que el corazón de los musulmanes sufriera por el imperio del islam, por la destrucción de la población que residía en sus provincias -tanto musulmanes como no musulmanes-, algunos de ellos ahorcados o muertos por otros medios, otros empujados al exilio.
            Añádase a esto las pérdidas que habían sufrido a lo largo de la guerra en sus personas y propiedades, esto último especialmente grave en Tierra Santa, como lo demuestra rápidamente el hecho de que en esa región la crisis general empujó a las clases medias a vender incluso las puertas de sus casas, sus armarios y la madera de los techos, después de vender todas sus pertenencias para que su cuerpo pudiera seguir viviendo.
            Está claro que todo esto no alcanza para cumplir los designios del Comité de Unión y Progreso.
            A continuación procedieron a cortar el lazo esencial entre el sultanato otomano y toda la comunidad musulmana, es decir, a cortar los lazos de adhesión al Corán y la sunna. Uno de los periódicos de Constantinopla, llamado Al-Ijtihad, llegó a publicar un artículo maligno (Dios nos perdone) sobre la vida del Profeta (desciendan sobre él las bendiciones y la paz de Dios), y todo esto bajo los ojos del gran visir del Imperio otomano y de su jeque del islam, y todos los ulemas, ministros y nobles.
            A esto se añade la impiedad de negar la palabra de Dios, «el varón debe recibir dos porciones», y decidir que se debía compartir equitativamente bajo la ley de la herencia.
            Después procedieron a la atrocidad suprema de destruir uno de los cinco preceptos vitales del islam, el ayuno del Ramadán, ordenando que las tropas estacionadas en Media, La Meca o Damasco pudieran romper el ayuno de la misma manera que las tropas que luchan en la frontera rusa, falsificando con ello la clara instrucción coránica de «aquellos de vosotros que estáis enfermos o de viaje».
            También han implantado otras innovaciones que contravienen las leyes fundamentales del islam (cuyas penas por infringirlas son bien conocidas) después de destruir el poder del sultán, arrebatarle incluso el derecho a escoger al jefe de su gabinete imperial o al ministro privado de su augusta persona, y al actuar contra la constitución del califato a la que los musulmanes exigen obediencia.
            A pesar de todo esto, hemos aceptado dichas innovaciones para no provocar disensiones y un cisma. Pero al final ha caído el velo y ha quedado claro que el Imperio está en manos de Enver Pachá, Djemal Pachá y Talaat Bey, que lo administran a su gusto y lo tratan según su voluntad.
            La prueba más clara de todo esto es la instrucción enviada últimamente al cadí del tribunal de La Meca para que emita sentencias teniendo en cuenta solo las pruebas presentadas ante él en el tribunal y que no debe considerar ninguna prueba presentada por los musulmanes entre ellos, ignorando de esta manera la aleya en la sura La vaca.
            Otra prueba es que condenaron a la horca de una sola vez a 21 musulmanes eminentes, cultos y árabes distinguidos, además de todos los que habían matado con anterioridad: el emir Omar el-Jazairi, el emir Arif esh-Shihabi, Shefik Bey el-Moayyad, Shukri Bey el Asali, Abd el-Wahab, Taufk Bey el-Baset, Abd el-Hamid el Zahrawi, Abd el-Ghani el-Arisi, y sus compañeros, que son hombres bien conocidos.
            Es difícil que hombres de corazón cruel hubieran conseguido destruir tantas vidas de un solo golpe, aunque estas fueran bestias del campo. Es posible que recibamos sus excusas y les perdonemos que hayan asesinado a tantos hombres valiosos, pero ¿cómo podemos excusarles por la deportación bajo circunstancias tan penosas y desgarradoras de las familias inocentes de sus víctimas -niños, mujeres delicadas y hombres ancianos- y afligirles con otras formas de sufrimiento, además del dolor que ya habían soportado con la muerte de aquellos que eran el sustento de sus hogares?
            Dios dice: «Nadie cargará con la carga ajena». Aunque pudiésemos dejar pasar todo esto, ¿cómo es posible que podamos perdonarles que hayan confiscado las propiedades y el dinero de estas personas después de haberlas despojado de sus amados? Intentemos suponer que cerramos los ojos ante todo esto y consideremos también que pueden tener alguna excusa por su parte; ¿podremos perdonarles jamás que hayan profanado la tumba de un hombre piadoso, celoso y santo como el jeque Abd el-Kadir el-Jazairi el Ilasani?
            Lo anterior es un breve repaso de sus hechos y dejamos que la humanidad, en general, y los musulmanes, en particular, emitan su veredicto.
            Tenemos pruebas suficientes de cómo consideran a la religión y al pueblo árabe en el hecho de que bombardearon la Casa Antigua, el Templo de la Unidad Divina, del que se dice, en palabras de Dios, «purifica mi casa para los que giran a su alrededor», la Quibla de los musulmanes, la Kaaba de los creyentes en la Unidad, disparando dos proyectiles contra ellas con sus grandes cañones cuando el país se levantó exigiendo su independencia.
            Uno explotó a poco más de un metro por encima de la Piedra Negra y el otro cayó a poco menos de tres metros de ella. La cubierta de la Kaaba se incendió. Miles de musulmanes acudieron a la carrera con grandes gritos de alarma y desesperación para apagar las llamas.
            Para llegar hasta el fuego se vieron obligados a abrir las puertas del edificio y subir hasta el tejado. El enemigo disparó un tercer proyectil contra la Estación de Abraham, además de los proyectiles y las balas dirigidos contra el resto del edificio. Cada día morían tres o cuatro personas dentro del edificio y al final a los musulmanes les resultó muy difícil acercarse a la Kaaba.
            Dejamos que todo el mundo musulmán de Oriente a Occidente juzgue este desprecio y profanación de la Casa Sagrada. Pero estamos decididos a no dejar que nuestros derechos religiosos y nacionales sean un juguete en manos del Partido de Unión y Progreso.
            Dios (bendito y exaltado sea él) ha ofrecido al país una oportunidad para levantarse en revuelta, ha extendido sobre él su poder y potencia para conseguir su independencia y coronar sus esfuerzos con prosperidad y victoria, a pesar de estar aplastado por la mala administración de los funcionarios civiles y militares turcos.
            Se erige único y diferente de los demás países que siguen gimiendo bajo el yugo del gobierno de Unión y Progreso. Es independiente en el sentido más amplio de la palabra, libre del gobierno de extraños y purgada de cualquier influencia extranjera. Sus principios son defender la fe del islam, elevar el pueblo musulmán, cimentar su conducta en la Ley Sagrada, elaborar el código de justicia sobre los mismos cimientos en armonía con los principios de la religión, practicar sus ceremonias de acuerdo con el progreso moderno y realizar una revolución genuina sin ahorrar esfuerzos en la extensión de la educación entre todas las clases de acuerdo con su situación y sus necesidades.
            Esta es la política que hemos emprendido con el objetivo de cumplir con nuestros deberes religiosos, confiando que todos nuestros hermanos musulmanes en el este y el oeste perseguirán el mismo objetivo con el fin de cumplir su deber para con nosotros, y fortalecer de esta manera los lazos de la hermandad islámica.
            Levantamos humildemente las manos al Señor de Señores en nombre del Profeta del Rey Benevolente para que nos garantice el éxito y la guía en todo lo que sea bueno para el islam y para los musulmanes. Confiamos en Dios Todopoderoso, que es nuestra Suficiencia y el mejor Defensor.

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