CZESLAW MILOSZ Premio Nobel de Literatura
1980. Integrante de la Resistencia polaca durante la II Guerra Mundial
Mi presencia aquí, en este podio, debería ser un
argumento definitivo para quienes vindican de la vida su divina y
maravillosamente compleja imprevisibilidad. Durante mi época escolar,
acostumbraba a leer los libros de una colección que se publicaba en Polonia con
el título de: Biblioteca de los Premios
Nobel. Recuerdo aún el color del papel y su tipo de letra. Imaginaba
entonces que los laureados con el Premio Nobel eran escritores, es decir
personas que por varios años creaban extensas obras en prosa, y aun cuando supe
que entre los galardonados también había poetas no cambié de idea. Por eso al
publicar en 1930 mis primeros trabajos en la revista universitaria Alma Mater Vilnensis, yo no tenía
aspiraciones a ser reconocido con el título de escritor; ni tampoco tiempo
después al elegir la soledad para entregarme al extraño oficio de escribir
poemas en polaco a pesar de vivir en Francia o en Norteamérica, pues traté de
preservar una imagen ideal del poeta, que aunque desea alcanzar el
reconocimiento, sólo anhela ser famoso en la aldea o en la ciudad que lo vio
nacer.
Ciertamente uno de los autores
premiados con el Nobel y a quien leí en mi infancia, ejerció una gran
influencia en mi conocimiento de la poesía. Estoy hablando de Selma Lagerlöf.
En Las maravillosas aventuras de Nils,
libro que amé, el héroe sobrevuela la tierra y la contempla en la distancia,
desde las alturas, pero es al mismo
tiempo capaz de ver sus mínimos detalles; realizando una doble visión que yo
desearía proponer como metáfora de la vocación del poeta. Posteriormente hallé
una imagen similar en una oda latina del escritor del siglo XVII Maciej
Sarbiewski, quien fue conocido en toda Europa con el seudónimo de Casimiro. Fue
maestro de poética en la universidad donde yo estudié. La oda que cito relata
su viaje sobre Pegaso desde Vilno a Antwerp, con el propósito de visitar a sus
amigos poetas. Sarbiewski al igual que Nils en su travesía observa ríos, lagos,
bosques, es decir, la geografía íntegra del paisaje que se extiende abajo,
distante y concreta a la vez. Estas visiones a mi modo de ver, serían según lo
he planteado, los dos atributos del poeta: la ansiedad de la contemplación y el
deseo de describir lo que ve. Y, además, aquel que como yo considera que la
poesía es ver y describir, debe saber
entonces que librará una difícil batalla contra la modernidad, fascinada por
las diversas teorías de un específico lenguaje poético.
Todo poeta depende en gran medida de
las generaciones anteriores que escribieron en su lengua materna; es heredero
del estilo y la forma que elaboraron aquellos que lo precedieron. Así mismo,
sospecha que las formas tradicionales de expresión no colman todas las
expectativas de su propia experiencia, y si por algún motivo se somete a ellas,
escucha un llamado interior que denuncia sus máscaras. Pero si en forma inversa
se rebela, sufre sucesivamente la influencia de los diversos movimientos
vanguardistas contemporáneos. Y así, basta con la publicación de su primer
poemario para que comprenda la ardua trampa que le han tendido. Porque aunque
no se haya secado la tinta de esa obra que él creía única, se la muestran
envilecida por el estilo de otro. Entonces la única estrategia que le queda
para calmar esa oscura culpabilidad, es seguir su búsqueda publicando
posteriormente un segundo libro que aumentará su desolación, y lo condenará a
emprender una y otra vez esa cacería interminable. Es posible que al ir dejando
tras de sí libros como pieles secas de serpiente, en una fuga constante de
aquello que hizo en el pasado, este poeta reciba el Premio Nobel.
¿Cuál es ese enigmático impulso que
no lo deja asentarse en lo realizado, en lo finalizado? Yo pienso que es la
búsqueda de la realidad. Y le doy a esta palabra su sentido ingenuo y solemne,
que nada tiene que ver con los debates filosóficos de los últimos siglos. Esta
realidad es la Tierra que observa Nils volando sobre su ganso y también la que
contempla el autor de la oda latina desde Pegaso. Pues indudablemente esta
Tierra existe y ninguna descripción podrá extinguir sus riquezas. Aquella
afirmación implica la negación anticipada de una pregunta muy frecuente: ¿Qué
es la realidad?, interrogación semejante a la que hace siglos propusiera Poncio
Pilatos: ¿Qué es la verdad? Si entre las dualidades que utilizamos asiduamente,
la oposición vida y muerte tiene tanta importancia, no menos valor debería darse
a las contradicciones verdad y mentira, realidad e ilusión.
Simone Weil, con cuyos escritos
estaré siempre en deuda, dice: la
distancia es el alma de la belleza. No obstante, mantenerse a distancia es
casi imposible. Yo soy Un hijo de Europa,
como lo afirmo en uno de mis poemas, pero sé que es una amarga y sarcástica
afirmación. Escribí también un libro autobiográfico titulado: Otra Europa, porque en verdad existen
dos Europas, y nosotros habitantes de la segunda, fuimos destinados a descender
al corazón de las tinieblas del
siglo XX. Yo no sabría cómo hablar de poesía en forma generalizada. Lo
haré entonces relacionándola con las circunstancias específicas a un tiempo y
un lugar. Hoy, desde una perspectiva más amplia, podemos distinguir los rasgos
precisos de los acontecimientos que por su furia rebasaron los desastres
naturales que conocemos, aunque en su momento la poesía, tanto la mía como la
de mis contemporáneos, con un estilo tradicional o de vanguardia, no estaba
equiparada para enfrentar aquellas catástrofes. Como hombres ciegos íbamos
abriéndonos camino entre estas búsquedas, expuestos a todas las tentaciones con
las que por entonces el espíritu se engañaba a sí mismo.
No es fácil distinguir entre realidad
e ilusión, especialmente cuando uno vive en un tiempo que se caracteriza por
las grandes convulsiones que se iniciaron hace dos siglos en una península
pequeña del continente euroasiático, que terminaron por imponer en todo el
planeta, y en cada uno de sus habitantes, la adoración continua por la ciencia
y la tecnología. Tampoco era fácil soportar las innumerables tentaciones
intelectuales que nos asaltaban en aquellas regiones europeas, donde ideas
abyectas de dominación sobre los hombres, similares a las de dominio sobre la
naturaleza, condujeron a paroxismos de guerra y revolución, subyugando a
millones de seres humanos y destruyéndolos física y espiritualmente. No
obstante nuestro mayor legado no fue la aceptación de aquellas ideas, con las
que entramos en contacto en forma tangible, sino el respeto y la gratitud hacia
aquello que preserva a las personas de la aniquilación interna y de la tiranía.
Precisamente por eso algunas formas de vida e instituciones fueron blanco de la
furia de las fuerzas del mal, que intentaron quebrar los lazos orgánicos
existentes entre las personas, mantenidos por la familia, la religión, la
vecindad y la herencia común. En otras palabras, me refiero a esta desordenada
e ilógica humanidad, algunas veces catalogada de ridícula debido a sus
inclinaciones religiosas y a sus lealtades. En varios países, los vínculos de civitas fueron sometidos gradualmente a
una erosión, al tiempo que se desheredaba a los habitantes de sus más profundas
tradiciones. No sucedió lo mismo, sin embargo, en aquellas áreas en que súbitamente
como producto de una situación de grave peligro, el significado protector de
estos vínculos se reveló por sí solo. Este fue el caso de mi tierra natal. Y no
sería apropiado en este lugar dejar de mencionar las ofrendas que mis amigos y
yo recibimos en nuestra Europa, y al
pronunciarlas entonar un canto de alabanza.
Es extraordinario haber nacido en un
pequeño país en el cual la naturaleza se mostraba a escala humana y donde
diversas lenguas y religiones habían cohabitado por centurias. Tengo en mi
memoria a Lituania, un país de maravillosos mitos y de poesía. Mi familia,
durante el siglo XVI hablaba polaco lo mismo que muchos hogares en
Finlandia se comunicaban en sueco, y en Irlanda en inglés; soy por tal motivo
un poeta polaco y no lituano. Sin embargo los paisajes y también el espíritu de
Lituania jamás me han abandonado. Es grandioso escuchar durante la infancia las
palabras de la liturgia latina, traducir a Ovidio en la escuela y recibir una
buena preparación de acuerdo con el dogma y la apologética católica. Siento
como una bendición la opción que me brindó el destino de realizar mis estudios
escolares y universitarios en una ciudad como Vilno. Una rara ciudad de
arquitectura barroca, transplantada a los bosques nórdicos, con su historia grabada
en cada una de sus piedras, y que posee cuarenta iglesias católicas así como
numerosas sinagogas. En aquellos días los judíos la llamaban la Jerusalén del
Norte. Sólo cuando comencé a dictar clases en los Estados Unidos, entendí hasta
dónde me hallaba absorbido por las enseñanzas de nuestra antigua universidad,
por los preceptos del Derecho Romano aprendidos de memoria, y la historia y la
literatura de la vieja Polonia, que mucho sorprendía a los jóvenes
norteamericanos, a causa de sus motivaciones específicas: Una anarquía
indulgente, un orgánico sentido social, un humor reconciliador y una
desconfianza absoluta hacia el poder central.
Un poeta crecido en este espacio, tal
vez debiera buscar la realidad mediante la contemplación. La vida monacal tendría
que ser su destino, distante del hostigamiento y de las persistentes demandas
de sus semejantes, en el silencio de una celda y atento solamente al sonido de
las campanas. Si algún libro estuviera en su mesa de trabajo, habría sido aquel
que tratara sobre la cualidad inaccesible de lo relativo a la divinidad, es
decir sobre el esse. Pero de pronto,
sin poder evitarlo, todo esto le es raptado por los acontecimientos demoníacos
de la historia que siempre se apropia de los rasgos de una deidad sedienta de sangre.
La Tierra, que el poeta observó durante su vuelo, grita en su abismo y no
permite ser contemplada desde las alturas.
Una contradicción insoluble surge entonces, terrible y real, que no ofrece paz
al espíritu ni de día ni de noche; es aquella entre el ser y la acción, o en
otro nivel, es la contradicción entre el arte y la solidaridad con cada uno de
los seres humanos. La realidad clama por un nombre, quiere ser llamada, pero es
intolerable, y si somos tomados por ella, si aparece demasiado próxima, la boca
del poeta no es capaz siquiera de proferir la queja de Job: el arte prueba así
que no puede equipararse a la acción. Sin embargo, asir la realidad de un modo
que resulte preservada del bien y del mal, de la desesperación y de la
esperanza, incluso en su conocida confusión, no es imposible, si logramos tomar
distancia, si somos capaces de remontarnos sobre
ella; pero esto deriva entonces en una traición moral.
Aquella era la contradicción que
permanecía latente en el corazón de todos los conflictos engendrados por el
siglo XX, descubiertos por los poetas de una Tierra contaminada por el
crimen y el genocidio. ¿Y ahora qué piensa quien como tantos otros escribió
cierto número de poemas, que han reposado en la memoria como un verdadero
testimonio de esos años? Piensa que esos poemas nacieron de una desdichada
contradicción, que hubiera sido preferible resolver incluso no habiéndolos
escrito jamás.
El santo patrón de todos los poetas
en el exilio, aquel que visitó por medio de la imaginación sus ciudades y
provincias, sigue siendo Dante. ¡Pero cómo se ha multiplicado el número de
Florencias! El exilio del poeta es hoy el elemental ejercicio de un hallazgo
relativamente reciente, que nos ha enseñado que los detentadores del poder
tienen las herramientas necesarias para controlar el lenguaje, y no sólo
mediante la censura, sino especialmente alterando el significado de las
palabras. Se produce de esta manera un fenómeno singular, que provoca que el
lenguaje de una comunidad cautiva adquiera ciertas costumbres duraderas, y así
zonas enteras de la realidad dejan de existir simplemente porque carecen de
nombre. Habría que indagar si existen vínculos secretos, entre unas teorías
literarias como la de Écriture (del
lenguaje alimentándose a sí mismo), y la del desarrollo del estado totalitario.
De cualquier forma, lo indiscutible es que no hay razón fundamental para que el
Estado no tolere una actividad que consiste en crear prosa y poesía
experimentales, siempre que ambas hayan sido concebidas como sistemas de
referencia autónomos, enmarcados en sus propias fronteras. Pues sólo si
suponemos que el poeta es un ser que combate infatigablemente por liberarse de
estilos prestados en busca de la realidad, su existencia nos parecerá
peligrosa. En una habitación cerrada en la que un grupo de personas instauran
la conspiración del silencio, una palabra verdadera suena como un disparo de
pistola. Entonces la tentación de pronunciarla, semejante a una aguda comezón,
deriva en algo obsesivo que le impide pensar en otra cosa. Esta es la razón por
la cual el poeta elige el exilio interior o exterior. No podría aseverar, sin
embargo, que sus motivaciones se reduzcan exclusivamente a un interés por la
realidad. Puede darse el caso también de que pretenda liberarse de ella, y en
un lugar diferente, en países que no son el suyo, frente a otros mares, logre
recobrar durante breves instantes, su verdadera vocación, es decir la
contemplación del Ser.
Esta esperanza es ilusoria para
aquellos que proceden de la otra Europa,
pues donde quiera que se encuentren, advertirán que sus experiencias los aíslan
de su nuevo medio, lo cual deviene para ellos en fuente de renovada obsesión.
Nuestro planeta, cada vez más pequeño debido a la descomunal proliferación de
las comunicaciones, es testigo de un cambio que escapa a cualquier definición
caracterizado por la negación de la memoria. Seguramente las personas no
cultivadas de los siglos pasados, que eran la mayoría de la humanidad, sabían
poco o nada de la historia de sus respectivos países y de su civilización. Para
los analfabetos actuales, quienes por el contrario, saben leer y escribir, e
incluso enseñan en colegios y universidades, la historia parece familiar, pero
la han asimilado con una extraña confusión. Molière se convierte así en
contemporáneo de Napoleón y Voltaire de Lenin. Además, los hechos de las
últimas décadas, de importancia tan significativa que de su conocimiento
depende el porvenir de la humanidad, pasan desapercibidos, se desdibujan y
pierden su solidez, como si el concepto de Nietzsche sobre el nihilismo europeo
hallara aquí su realización ideal: El ojo
de un nihilista —escribía en 1887—, desconfía
de sus recuerdos; deja que mueran y pierdan sus hojas… y aquello que no hace
consigo mismo, tampoco lo hace con el pasado de la humanidad: lo deja morir.
Nuestra época sólo preserva del pasado ficciones opuestas al sentido común o
ideas donde es muy elemental la relación del bien y del mal. Y esto se puede
corroborar con un reciente postulado del diario Times de Los Ángeles: El
número de libros en diversos idiomas que niegan la veracidad del Holocausto
atribuyéndolo a una ficción de la propaganda judía, rebasa el centenar. Si
lograron urdir tan desmesurado delirio, ¿por qué sería improbable la pérdida
total de la memoria como estado permanente del espíritu? ¿Y no representa esto
acaso un peligro más grave que la ingeniería genética o la aniquilación del
medio ambiente?
Para el poeta de la otra Europa los hechos relacionados con
el Holocausto son una realidad tan próxima en el tiempo que no los puede
liberar de su recuerdo, a menos que inicie la traducción de los Salmos de
David. Siente ansiedad al comprobar que el significado de la palabra Holocausto
experimenta graduales modificaciones, siendo la más grave que esté adosada exclusivamente
a la historia de los judíos, como si entre las numerosas víctimas no hubieran
existido millones de polacos, rusos, ucranianos y prisioneros de otras
nacionalidades. Este poeta se siente conmovido porque en todo ello adivina el
presagio de un futuro que limitará la historia a la televisión, en la cual la
verdad, por su complejidad, quedará relegada a los archivos y será totalmente
eliminada. Otros hechos para él muy cercanos aunque lejanos para los países de
Occidente, lo conducen a asumir como cierta la visión de H. G. Wells en La máquina del tiempo, donde la Tierra
es habitada por una tribu de niños solares, despreocupados, despojados de
memoria y por consiguiente de historia, sin defensas para confrontar a los
moradores de las cavernas subterráneas: a los niños caníbales de la noche.
Pertenecientes al movimiento de
cambio tecnológico, hemos creído que la unificación de nuestro planeta depende
de la acción adecuada y le damos una desmedida importancia al concepto de
comunidad internacional. No pretendo reducirle su valor a los días en que fuera
fundada la liga de las Naciones Unidas, pero lamentablemente, aquellas fechas
carecen de sentido en comparación con otra, que deberíamos conmemorar cada año
como un día de luto para la humanidad y que es casi desconocida para las más
recientes generaciones: hablo del 21 de agosto de 1939. En aquella fecha dos
dictadores firmaban un acuerdo que contenía una cláusula secreta con el
propósito de repartirse varios países vecinos que para entonces contaban con
capitales, gobiernos y parlamentos establecidos. Este pacto no sólo desencadenó
una terrible guerra, sino que restableció el principio colonialista, por el
cual las naciones no son más que ganado para comerciar y continúan siendo
completamente dependientes de la tiranía de sus dueños eventuales. Sus
fronteras, su derecho a la determinación y sus pasaportes dejaron de existir, y
sigue siendo una fuente de asombro en la actualidad, que aún se hable
susurrando y con el índice en los labios se mencione que ese nefasto principio
fue aplicado por los dos dictadores cuarenta años atrás.
Los crímenes en contra de los
derechos humanos, jamás confesados y nunca denunciados públicamente, son un
veneno que destruye la posibilidad de una religión de amistad entre las naciones.
Las antologías de poesía polaca incluyen textos de mis amigos Wladyslaw Sebyla
y Lech Piwowar y dan la fecha de sus muertes: 1940. Pero lo absurdo del hecho,
cuando todo el mundo en Polonia conoce la verdad, es que ninguna de estas
antologías relata las circunstancias en que murieron. Su sino fue el mismo que
el de varios miles de oficiales polacos detenidos e internados en los Campos de
Concentración por el entonces cómplice de Hitler, y ambos reposan ahora en una
fosa común. ¿Podrían las nuevas generaciones de Occidente, si algo han
estudiado de historia, desconocer que en 1944 fueron asesinadas 200 000
personas en Varsovia, una ciudad sentenciada por Hitler y Stalin a ser
aniquilada?
Los dos dictadores genocidas hace
mucho que no existen. No obstante quién sabe si obtuvieron victorias más
duraderas que las de sus ejércitos. A pesar del Pacto Atlántico, el principio
según el cual las naciones son objeto de intercambios comerciales, o fichas en
un juego de cartas o de dados, ha sido confirmado por la división de Europa en
dos zonas. La ausencia de los tres Estados bálticos de la organización de las
Naciones Unidas, es un permanente recuerdo del legado de aquellos dictadores.
Antes de la guerra estos Estados pertenecían a la Liga de Naciones, pero desaparecieron
del mapa de Europa como resultado de la cláusula secreta firmada en 1939.
Espero que me comprendan por
escudriñar en la memoria como en una herida. Pero este tema no es diferente a
mis meditaciones sobre la palabra realidad,
con frecuencia mal utilizada pero siempre merecedora de estima. El lamento de
la humanidad, los pactos más infames que los que conocemos por Tucídides, la
forma de una hoja de arce, amaneceres y ocasos sobre el océano, y el sistema de
causas y efectos (llamados Naturaleza o Historia), apuntan quizá, así lo creo,
hacia otra realidad oculta e impenetrable, capaz de ejercer una poderosa
atracción en la que habita la fuerza conductora central de todo arte y de toda
ciencia. Existen momentos en los que creo descifrar el sentido de las
desgracias que afligen a los países de la otra
Europa, y este significado no es otro que el de concederles el papel de
portadoras de memoria —en un tiempo en el que la Europa, sin adjetivos, y
Estados Unidos, la están perdiendo gradualmente de generación en generación.
Es posible que no exista más memoria
que la de las heridas; al menos así lo pienso por la Biblia, un libro que
relata las tribulaciones del pueblo de Israel. Esta obra permitió por mucho
tiempo que las naciones europeas, preservaran el sentido de la continuidad —una
palabra que no debe confundirse con historicidad, término actualmente de moda.
Durante los treinta años que he
vivido fuera de mi país, he creído disfrutar de mayores privilegios que mis
colegas occidentales —ya fueran escritores o profesores de literatura—, y esto
debido a que los eventos recientes o pasados conformaban en mi mente una forma
precisa minuciosamente delineada. Pero también el público occidental, cuando
confronta poemas y novelas escritas en Polonia, Checoslovaquia o Hungría, o
películas producidas en estos países, desarrolla una conciencia aguda en
permanente lucha contra las imposiciones de la censura. La memoria es entonces
nuestra fuerza, que nos protege de un discurso que se entreteje sobre sí mismo,
como la hiedra cuando no halla soporte en el árbol o en el muro.
Hace breves minutos expresaba mi
deseo de poner fin a la contradicción que opone la necesidad distanciadora del
poeta, al sentimiento de solidaridad con los seres humanos. No obstante, si
tomamos el vuelo sobre la Tierra como
metáfora de la vocación del poeta, no es difícil advertir que también aquí una
especie de contradicción se halla implícita, aun en épocas en las cuales el
poeta está relativamente libre de las trampas de la historia. Porque ¿cómo
estar encima y simultáneamente ver la
Tierra con todos sus detalles? Sin embargo, en la precaria balanza de los
opuestos, puede lograrse cierto equilibrio gracias a la distancia introducida
por el fluir del tiempo. Ver, no
significa sólo tener algo frente a los ojos, sino también algo latente en la
memoria. Ver y describir significan también reconstruir en la imaginación. La
distancia obtenida gracias al misterio del tiempo, no debe convertir los
acontecimientos, los pasajes, las figuras humanas en una confusión de sombras
cada vez más pálidas. Por el contrario, puede mostrarlos a la luz del día, con
la certidumbre de que cada evento y cada fecha pasen a ser fundamentales y persistan
como un recuerdo eterno de la depravación y la grandeza humana. Quienes todavía
viven reciben una orden de aquellos que fueron silenciados para siempre.
Cumplirán con su mandato tan sólo si intentan reconstruir los acontecimientos
como ocurrieron, despojando al pasado de ficciones y leyendas.
Ambas entonces —la Tierra vista desde
arriba en un presente eterno y la Tierra que perdura en un tiempo recobrado—
deberán ser fuente para la poesía.
No desearía dejar una imagen falsa de
que vivo volcado hacia el pasado. Como la mayoría de mis contemporáneos he
sentido la punzada de la desesperación, del fin amenazador, y me he reprochado
en algunas oportunidades el haber sucumbido a la tentación del nihilismo. Sin
embargo a un nivel más profundo, podría afirmar que mi poesía siempre fue
honesta, y aún en tiempos oscuros, expresó la llegada de un reino de paz y
justicia. No podría prescindir de nombrar a la persona que me enseñó a no
desesperar. Nosotros recibimos dones considerables, no sólo de nuestra tierra
natal, sus lagos, ríos y tradiciones, sino también de su gente, especialmente
si conocimos a alguien de poderosa personalidad en nuestra juventud. Fue una
fortuna para mí ser tratado tan cercanamente como un hijo, por mi pariente
Oscar Milosz: el visionario exilado en París. Podríamos decir que era un poeta
francés y no polaco, examinando la intrincada historia de una familia y de un
territorio anteriormente llamado el Gran Ducado de Lituania. De cualquier forma
la prensa parisiense se quejaba hace poco de que la más alta distinción
internacional no hubiera sido concedida medio siglo antes a un poeta cuyo
apellido familiar me honra.
Aprendí mucho de él. Me transmitió un
profundo conocimiento del Antiguo y el Nuevo Testamento y me inculcó la
necesidad de una estricta y ascética jerarquía en todos los aspectos mentales,
generalizada incluso al arte, donde consideraba grave ubicar en el mismo nivel
obras de segunda fila al lado de piezas magistrales. Especialmente lo escuché
como al profeta que ama a los hombres: con
el viejo amor ya gastado por la piedad, la soledad y la indignación, según
decía. Razón por la cual siempre intentó lanzar una advertencia a este mundo
enloquecido en su avance irremediable hacia la destrucción. Muchas veces le
escuché decir que una catástrofe era inminente pero también le oí plantear que
la conflagración que predecía sería apenas la primera parte de un largo drama
destinado a ser representado incesantemente hasta el final.
Él vio las causas profundas de la
errática dirección que había tomado la ciencia en el siglo XVIII y que
tuvo funestas consecuencias para la humanidad. Al igual que William Blake
presagió una Nueva Era, un segundo renacimiento de la imaginación, hoy
degradada por cierto tipo de conocimiento científico, aunque no por todo el
conocimiento ni por toda la ciencia que descubrirán los hombres del futuro. No
importa hoy hasta dónde seguí literalmente sus predicciones, su orientación
general fue suficiente.
Oscar Milosz como William Blake,
halló su inspiración en los escritos de Emanuel Swedenborg, un científico que
anticipándose a todos, intuyó la derrota del hombre que se encuentra latente en
el modelo newtoniano del universo. Cuando gracias a mi pariente, me convertí en
un concentrado lector de Swedenborg —aunque no lo interpretara, es cierto, como
era usual en el romanticismo—, jamás imaginé que visitaría por primera vez su
país en una ocasión como esta.
Nuestro siglo llega a su fin y por
influencias como la suya no me atrevería a maldecirlo, pues ha sido también una
centuria de fe y esperanza. Una profunda transformación de la que casi no somos
concientes, a causa de que formamos parte de ella, ha venido forjándose con
lentitud, iluminándonos en ocasiones por fenómenos que provocan el asombro
general. Este cambio está relacionado, y evoco las palabras de Oscar Milosz,
con el secreto más profundo de las masas
trabajadoras, nunca antes tan vivas, vibrantes y atormentadas. Este
secreto, que es una inconfesable necesidad de valores reales, no halla el
lenguaje para expresarse, y aquí no solamente los medios de comunicación sino
los intelectuales comparten una gran responsabilidad. Pero la transformación ha
seguido su rumbo, desafiando las predicciones a corto plazo, y es probable que
a pesar de todos los horrores y peligros, nuestro tiempo será juzgado como una
fase necesaria de trabajo anterior a la era en que la humanidad ascienda a una
nueva forma de conocimiento. Entonces otra jerarquía de valores emergerá, y
estoy convencido que Simone Weil y Oscar Milosz, escritores en cuya escuela
obedientemente estudié, recibirán su reconocimiento. Yo siento que todos
debemos confesar públicamente nuestra deuda con ciertas personas, porque sólo
por esta vía definiremos nuestra posición de una forma más enérgica, que
citando los nombres de aquellos a quienes desearíamos hacer llegar un violento no. Espero que en este discurso, a pesar
de la vaguedad de mi reflexión, que debe estar relacionada con un mal hábito
profesional de los poetas, mis síes y
mis noes, hayan sido definidos
claramente, y puedan abrir un camino para la elección de mi sucesor. Porque
todos los que nos encontramos aquí, el conferencista como quienes me escuchan,
no somos más que eslabones entre el pasado y el porvenir.
Discurso
traducido por Esperanza Vallejo Osorio.
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