DISCURSO DE SÓCRATES A LOS ATENIENSES QUE ACABABAN DE CONDENARLE A MUERTE
Por
no querer esperaros muy poco tiempo, atenienses, vais a ser reprobados y
acusados por los que quieran difamar la ciudad acusándola de haber hecho morir
a Sócrates, hombre sabio —porque dirán que yo era sabio, aunque no lo sea, los
que os quieran insultar—, y si os hubieseis esperado un poco, ello os hubiera
venido por sí solo, pues ya veis que mi edad es avanzada y se halla tan lejos de
la vida como cerca de la muerte. Y no digo eso por todos
vosotros, sino por los que han votado mi muerte. Y todavía les diré otra
cosa. Tal vez penséis, atenienses, que por falta de hallar razones para
persuadiros no he dicho todo cuanto era menester para huir la acción de la
justicia. Muy lejos de eso. No ha sido por falta de razones,
sino por falta de osadía y de descaro, y por no haberos querido decir todas
esas cosas que tanto os hubiera complacido escucharme: mis lamentaciones y plañidos,
y todas las demás acciones y numerosas palabras, indignas de mí, como ya os he
dicho, que acostumbráis oír a los demás; pero ni entonces me ha parecido tener
que hacer, por miedo al peligro, cosa indigna de un hombre libre, ni ahora me
arrepiento de haberme defendido de ese modo, sino que prefiero morir después de
defenderme así, a vivir habiéndome defendido como ellos. Porque ni ante los
tribunales ni en la guerra, ni a mí ni a hombre alguno, debe ser permitido usar
toda clase de procedimientos para evitar la muerte. Porque en
las batallas se hace a menudo evidente que muchos podrían escapar de la muerte
arrojando las armas o aplacando con súplicas a quien los persigue.
Y
hay otras muchas maneras, según la clase de peligros, para evitar la muerte
cuando un hombre se halla dispuesto a decirlo y a hacerlo todo. Que no es
lo más difícil, ciudadanos, evitar la muerte, sino mucho más difícil evitar la
maldad, que corre más aprisa que la muerte. Por eso yo, que soy viejo
y ando ya tan despacio, me he dejado alcanzar por la más lenta de las dos;
mientras mis acusadores, que son más vigorosos y pueden correr más, se han
dejado atrapar por la más rápida: la maldad. Yo ahora me iré cargado
con vuestra pena de muerte; pero ellos, condenados por la verdad con la pena de
infamia y de injusticia. Yo soportaré mi pena y ellos la suya.
Queesto es tal vez lo que debía ocurrir, y pienso que está bien como está.
Después
de esto, deseo haceros un vaticinio a los que me habéis condenado. Porque yo me
encuentro en un momento en que los hombres pueden vaticinar:
cuando
están a punto de morir. Pues bien, yo os digo, hombres que me hacéis
matar, que tendréis inmediatamente después de mi muerte vuestro castigo, y
mucho más cruel, por Zeus, que la muerte a que me condenáis. Pues ahora habéis
hecho esto pensando haberos librado de tener que dar cuenta de vuestras vidas,
y os vendrá todo lo contrario; os lo aseguro. Ahora os saldrán los censores, y
en mayor número: que yo hasta ahora los contenía y no lo sabíais
vosotros. Y serán mucho más severos cuanto más jóvenes sean, y os
mortificarán mucho más; porque si pensáis que matando a los hombres impediréis
que nadie os repruebe el no vivir como es menester, no reflexionáis bien. Pues
el deshacerse de ellos de esa manera no es jamás, en efecto, del todo posible,
ni es honrado, sino que es más fácil y más honrado no atajar el camino a los
demás y esforzarse uno mismo en volverse lo mejor posible. Esto es lo que
a vosotros, los que habéis votado en contra mía, os predigo al retirarme. En
cuanto a los que han votado mi absolución, yo conversaré con ellos de buen
grado acerca de lo que acaba de suceder, mientras los magistrados vayan
cumpliendo su tarea y yo espere que me lleven donde deba morir. Quedaos, pues,
durante ese tiempo junto a mí. Que nada nos impida conversar mientras podamos
hacerlo, porque por ser mis amigos os quiero explicar lo que me ha sucedido y
lo que significa. Me ha sucedido, jueces —ya que a vosotros más que a nadie
podría llamar jueces—, una cosa de maravilla. Aquella acostumbrada voz profética,
la de mi demonio familiar, que siempre, hasta ahora y tan a menudo, me ha
hablado, conteniéndome en las cosas más insignificantes, cuando yo estaba a
punto de no proceder bien, ahora, cuando me ha sucedido lo que todos habéis
podido ver, una cosa que a muchos parecería y ellos juzgarían ser como un mal
extraño: ni cuando he salido esta mañana me ha detenido aquella señal del dios,
ni cuando me venía hacia esta tribuna, ni mientras ante él hablaba, en nada de
lo que me proponía decir. Y sin embargo, otras veces, en medio de lo que
iba diciendo, me venía a interrumpir. De manera que ahora en este asunto, no se
me ha opuesto nada en ninguna de mis acciones ni de mis palabras. ¿A qué causa
debo atribuir esto? Yo os lo diré: es muy probable que lo que me está pasando
sea un bien, y sin duda nos equivocamos si creemos que el morir sea un
mal. Y de esto he tenido una gran prueba. Y es que la señal no hubiera
dejado de oponérseme si hoy no hubiese yo salido a hacer algo bueno. Y todavía
conoceremos en otra cosa cómo es menester esperar mucho que esto sea un bien.
El morir es de dos cosas una: o es para el que muere no ser nada ni sentir nada
ni pensar nada; o, como suele decirse, viene a ser una especie de cambio y
tránsito del alma, de aquí a otro lugar. Si no hay en la muerte sentimiento
alguno, sino que viene a ser como el sueño que experimenta el que duerme y no
sueña ni ve nada, la muerte debe ser una maravillosa ventaja, pues yo estoy
cierto de que si alguno escoge una noche en la que haya quedado dormido sin ver
ningún sueño, y compara esa noche con las demás noches y los demás días de su
vida, y ha de decir pensándolo bien qué días y qué noches ha vivido mejores que
esa noche, hallará muy contadas las noches como ésa junto a los días y las
noches como aquéllas; por eso, si la muerte es una cosa así, yo sostengo que es
una gran ventaja. Porque entonces todo el tiempo no debe parecer sino una sola
noche.
Pero
si la muerte es un viaje de aquí a otro lugar, y son verdad las cosas que se
dicen, de que allí se encuentran todos los que mueren, ¿qué bien mayor que éste
habrá, jueces? Pues si el que llega al Hades, ya librado, en efecto, de esos
que se llaman jueces, se halla con los que son jueces de veras, los que según
se dice juzgan allí abajo, Minos, Radamante y Eaco, y Triptólemo y todos los
demás semidioses que han sido justos durante su vida, ¿diremos que éste es un
viaje despreciable? ¿Y qué no daríamos para poder tratarnos con Orfeo y Museo,
y Hesíodo y Homero? Yo quisiera morir muchas veces si todo eso fuese
verdad. Y además, ¿qué admirable ocupación no sería, sobre todo para mí, cuando
me hallase junto a Palamedes y Ayax, hijo de Telamón, u otro alguno de los
antiguos muertos por sentencia injusta, comparar mi desgracia con la suya? —me
parece que no sería cosa desagradable—. Y sobre todo pasarme el tiempo
como aquí, interrogando y examinando a los de allá abajo, para ver si alguno es
sabio y si alguno cree serlo y no lo es. ¡Qué no se podría dar, jueces, para
poder examinar al que condujo a Troya aquel numeroso ejército, o a Ulises o a
Sísifo, o a otros mil que podríamos nombrar, hombres y mujeres, con los cuales
fuera inefable de tanta felicidad conversar allá abajo y tratarse con ellos y
examinarlos! Porque allí, a lo menos, no hacen morir por esas cosas: y
entre otras dichas, que no tenemos los de aquí, los de allá abajo son
inmortales, si es verdad lo que se dice. Así pues, jueces, es menester que
tengáis buena esperanza en la muerte, y en reconocer como cosa verdadera que no
hay ningún mal para el hombre bueno mientras vive ni cuando muere, ni su causa
es nunca descuidada por los dioses. Pues nada de cuanto ahora me sucede viene
del azar, sino que me es evidente que el morir y liberarme de los pesares de la
vida es lo mejor que podía sucederme. Por eso la seña no me ha prohibido nada
hoy, y yo no me quejo de los que han votado mi condena ni de mis
acusadores. Es cierto que no me han condenado y acusado sino creyendo que
me perjudicaban. Y esto podría yo echárselo en cara con razón.
Con
todo, les agradecería una cosa: ciudadanos, cuando mis hijos sean mayores,
castigadlos, inquietadlos de la misma manera como yo os he inquietado, cuando
os parezca que prefieren el dinero y otra cosa cualquiera a la virtud; y cuando
se figuren ser algo no siendo nada, reprendedlos como yo os he reprendido,
porque no se ocupan en lo que deben ocuparse y se dan importancia no siendo
nadie. Y si lo hacéis así, ellos y yo os tendremos que agradecer vuestra
justicia.
Pero
ya es hora de irnos: yo a morir, vosotros a vivir. Quien de nosotros se lleva
la mejor parte, no lo sabe nadie sino el dios.
Platón
Discurso
de Sócrates a los atenienses que acababan de condenarle a muerte
Por
no querer esperaros muy poco tiempo, atenienses, vais a ser reprobados y
acusados por los que quieran difamar la ciudad acusándola de haber hecho morir
a Sócrates, hombre sabio —porque dirán que yo era sabio, aunque no lo sea, los
que os quieran insultar—, y si os hubieseis esperado un poco, ello os hubiera venido
por sí solo, pues ya veis que mi edad es avanzada y se halla tan lejos de la
vida como cerca de la muerte. Y no digo eso por todos vosotros, sino por los
que han votado mi muerte. Y todavía les diré otra cosa. Tal vez penséis,
atenienses, que por falta de hallar razones para persuadiros no he dicho todo
cuanto era menester para huir la acción de la justicia. Muy lejos de eso. No ha
sido por falta de razones, sino por falta de osadía y de descaro, y por no
haberos querido decir todas esas cosas que tanto os hubiera complacido
escucharme: mis lamentaciones y plañidos, y todas las demás acciones y
numerosas palabras, indignas de mí, como ya os he dicho, que acostumbráis oír a
los demás; pero ni entonces me ha parecido tener que hacer, por miedo al peligro,
cosa indigna de un hombre libre, ni ahora me arrepiento de haberme defendido de
ese modo, sino que prefiero morir después de defenderme así, a vivir habiéndome
defendido como ellos. Porque ni ante los tribunales ni en la guerra, ni a mí ni
a hombre alguno, debe ser permitido usar toda clase de procedimientos para
evitar la muerte. Porque en las batallas se hace a menudo evidente que muchos
podrían escapar de la muerte arrojando las armas o aplacando con súplicas a
quien los persigue.
Y
hay otras muchas maneras, según la clase de peligros, para evitar la muerte
cuando un hombre se halla dispuesto a decirlo y a hacerlo todo. Que no es lo
más difícil, ciudadanos, evitar la muerte, sino mucho más difícil evitar la
maldad, que corre más aprisa que la muerte. Por eso yo, que soy viejo y ando ya
tan despacio, me he dejado alcanzar por la más lenta de las dos; mientras mis
acusadores, que son más vigorosos y pueden correr más, se han dejado atrapar
por la más rápida: la maldad. Yo ahora me iré cargado con vuestra pena de
muerte; pero ellos, condenados por la verdad con la pena de infamia y de
injusticia. Yo soportaré mi pena y ellos la suya. Que esto es tal vez lo que
debía ocurrir, y pienso que está bien como está.
Después
de esto, deseo haceros un vaticinio a los que me habéis condenado. Porque yo me
encuentro en un momento en que los hombres pueden vaticinar:
cuando
están a punto de morir. Pues bien, yo os digo, hombres que me hacéis matar, que
tendréis inmediatamente después de mi muerte vuestro castigo, y mucho más
cruel, por Zeus, que la muerte a que me condenáis. Pues ahora habéis hecho esto
pensando haberos librado de tener que dar cuenta de vuestras vidas, y os vendrá
todo lo contrario; os lo aseguro. Ahora os saldrán los censores, y en mayor
número: que yo hasta ahora los contenía y no lo sabíais vosotros. Y serán mucho
más severos cuanto más jóvenes sean, y os mortificarán mucho más; porque si
pensáis que matando a los hombres impediréis que nadie os repruebe el no vivir
como es menester, no reflexionáis bien. Pues el deshacerse de ellos de esa
manera no es jamás, en efecto, del todo posible, ni es honrado, sino que es más
fácil y más honrado no atajar el camino a los demás y esforzarse uno mismo en
volverse lo mejor posible. Esto es lo que a vosotros, los que habéis votado en
contra mía, os predigo al retirarme. En cuanto a los que han votado mi
absolución, yo conversaré con ellos de buen grado acerca de lo que acaba de
suceder, mientras los magistrados vayan cumpliendo su tarea y yo espere que me
lleven donde deba morir. Quedaos, pues, durante ese tiempo junto a mí. Que nada
nos impida conversar mientras podamos hacerlo, porque por ser mis amigos os
quiero explicar lo que me ha sucedido y lo que significa. Me ha sucedido,
jueces —ya que a vosotros más que a nadie podría llamar jueces—, una cosa de
maravilla. Aquella acostumbrada voz profética, la de mi demonio familiar, que
siempre, hasta ahora y tan a menudo, me ha hablado, conteniéndome en las cosas
más insignificantes, cuando yo estaba a punto de no proceder bien, ahora,
cuando me ha sucedido lo que todos habéis podido ver, una cosa que a muchos
parecería y ellos juzgarían ser como un mal extraño: ni cuando he salido esta
mañana me ha detenido aquella señal del dios, ni cuando me venía hacia esta
tribuna, ni mientras ante él hablaba, en nada de lo que me proponía decir. Y
sin embargo, otras veces, en medio de lo que iba diciendo, me venía a
interrumpir. De manera que ahora en este asunto, no se me ha opuesto nada en
ninguna de mis acciones ni de mis palabras. ¿A qué causa debo atribuir esto? Yo
os lo diré: es muy probable que lo que me está pasando sea un bien, y sin duda
nos equivocamos si creemos que el morir sea un mal. Y de esto he tenido una
gran prueba. Y es que la señal no hubiera dejado de oponérseme si hoy no
hubiese yo salido a hacer algo bueno. Y todavía conoceremos en otra cosa cómo
es menester esperar mucho que esto sea un bien. El morir es de dos cosas una: o
es para el que muere no ser nada ni sentir nada ni pensar nada; o, como suele
decirse, viene a ser una especie de cambio y tránsito del alma, de aquí a otro
lugar. Si no hay en la muerte sentimiento alguno, sino que viene a ser como el
sueño que experimenta el que duerme y no sueña ni ve nada, la muerte debe ser
una maravillosa ventaja, pues yo estoy cierto de que si alguno escoge una noche
en la que haya quedado dormido sin ver ningún sueño, y compara esa noche con
las demás noches y los demás días de su vida, y ha de decir pensándolo bien qué
días y qué noches ha vivido mejores que esa noche, hallará muy contadas las
noches como ésa junto a los días y las noches como aquéllas; por eso, si la
muerte es una cosa así, yo sostengo que es una gran ventaja. Porque entonces
todo el tiempo no debe parecer sino una sola noche.
Pero
si la muerte es un viaje de aquí a otro lugar, y son verdad las cosas que se
dicen, de que allí se encuentran todos los que mueren, ¿qué bien mayor que éste
habrá, jueces? Pues si el que llega al Hades, ya librado, en efecto, de esos
que se llaman jueces, se halla con los que son jueces de veras, los que según
se dice juzgan allí abajo, Minos, Radamante y Eaco, y Triptólemo y todos los
demás semidioses que han sido justos durante su vida, ¿diremos que éste es un
viaje despreciable? ¿Y qué no daríamos para poder tratarnos con Orfeo y Museo,
y Hesíodo y Homero? Yo quisiera morir muchas veces si todo eso fuese verdad. Y
además, ¿qué admirable ocupación no sería, sobre todo para mí, cuando me
hallase junto a Palamedes y Ayax, hijo de Telamón, u otro alguno de los
antiguos muertos por sentencia injusta, comparar mi desgracia con la suya? —me
parece que no sería cosa desagradable—. Y sobre todo pasarme el tiempo como
aquí, interrogando y examinando a los de allá abajo, para ver si alguno es
sabio y si alguno cree serlo y no lo es. ¡Qué no se podría dar, jueces, para
poder examinar al que condujo a Troya aquel numeroso ejército, o a Ulises o a
Sísifo, o a otros mil que podríamos nombrar, hombres y mujeres, con los cuales
fuera inefable de tanta felicidad conversar allá abajo y tratarse con ellos y
examinarlos! Porque allí, a lo menos, no hacen morir por esas cosas: y entre
otras dichas, que no tenemos los de aquí, los de allá abajo son inmortales, si
es verdad lo que se dice. Así pues, jueces, es menester que tengáis buena
esperanza en la muerte, y en reconocer como cosa verdadera que no hay ningún
mal para el hombre bueno mientras vive ni cuando muere, ni su causa es nunca
descuidada por los dioses. Pues nada de cuanto ahora me sucede viene del azar,
sino que me es evidente que el morir y liberarme de los pesares de la vida es
lo mejor que podía sucederme. Por eso la seña no me ha prohibido nada hoy, y yo
no me quejo de los que han votado mi condena ni de mis acusadores. Es cierto
que no me han condenado y acusado sino creyendo que me perjudicaban. Y esto
podría yo echárselo en cara con razón.
Con
todo, les agradecería una cosa: ciudadanos, cuando mis hijos sean mayores,
castigadlos, inquietadlos de la misma manera como yo os he inquietado, cuando
os parezca que prefieren el dinero y otra cosa cualquiera a la virtud; y cuando
se figuren ser algo no siendo nada, reprendedlos como yo os he reprendido,
porque no se ocupan en lo que deben ocuparse y se dan importancia no siendo
nadie. Y si lo hacéis así, ellos y yo os tendremos que agradecer vuestra
justicia.
Pero
ya es hora de irnos: yo a morir, vosotros a vivir. Quien de nosotros se lleva
la mejor parte, no lo sabe nadie sino el dios.
Platón
la dignidad un valor que solo disfrutan los que la poseen,son capases de morir de pie como los arboles.
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