"MENSAJE A LOS PUEBLOS DEL MUNDO" ERNESTO "CHE" GUEVARA
DISCURSO PRONUNCIADO EL 16 DE ABRIL DE 1967 EN LA
TRICONTINENTAL
Ya se han cumplido ventiún años de la última
conflagración mundial, y diversas publicaciones, en distintos idiomas, celebran
el final de la contienda, simbolizado por la derrota de Japón. Existe un clima
de aparente optimismo entre los sectores de opinión más dispares.
Aún sin enumerar todos los conflictos que ha habido desde
la rendición de Japón, que son muchos, la guerra de Vietnam y la de Corea son
suficientes por sí solas de apaciguar tanto optimismo.
En la primera, tras años de lucha feroz, la parte norte
del país quedó sumida en la más terrible devastación que figure en los anales
de la guerra moderna; acribillada de bombas; sin fábricas, escuelas u
hospitales; sin ningún tipo de habitación para albergar a diez millones de
habitantes.
En esta guerra intervinieron, bajo la fementida bandera
de las Naciones Unidas, decenas de países conducidos militarmente por los
Estados Unidos, con la participación masiva de soldados de esa nacionalidad o
el uso, como carne de cañón, de la población sudcoreana enrolada.
En el otro bando, el ejército y el pueblo de Corea y los
voluntarios de la República Popular China contaron con el abastecimiento y
asesoría del aparato militar soviético.Por parte de los norteamericanos se
hicieron toda clase de pruebas de armas de destrucción, excluyendo las
termonucleares pero incluyendo las bacteriológicas y químicas, en escala
limitada. En Vietnam, se han sucedido acciones bélicas, sostenidas por las
fuerzas patrióticas de ese país casi ininterrumpidamente contra tres potencias
imperialistas: Japón, cuyo poderío sufriera una caída vertical a partir de las
bombas de Hiroshima y Nagasaki; Francia, que recupera de aquel país vencido sus
colonias indochinas e ignoraba las promesas hechas en momentos difíciles; y los
Estados Unidos, en esta última fase de la contienda.
Hubieron confrontaciones limitadas en todos los
continentes, aun cuando en el americano, durante mucho tiempo, sólo se
produjeron conatos de lucha de liberación y cuartelazos, hasta que la
Revolución cubana diera su clarinada de alerta sobre la importancia de esta
región y atrajera las iras imperialistas, obligándola a la defensa de sus
costas en Playa Girón, primero, y durante la Crisis de Octubre, después.
Este último incidente pudo haber provocado una guerra de
incalculables proporciones, al producirse, en torno a Cuba, el choque de
norteamericanos y soviéticos.
Pero, evidentemente, el foco de las contradicciones, en
este momentos, está radicado en los territorios de la península indochina y los
países aledaños. Laos y Vietnam son sacudidos por guerras civiles, que dejan de
ser tales al hacerse presente, con todo su poderío, el imperialismo
norteamericano, y toda la zona se convierte en una peligrosa espoleta presta a detonar.
En Vietnam la confrontación ha adquirido características
de una agudeza extrema. Tampoco es nuestra intención historiar esta guerra.
Simplemente, señalaremos algunos hitos de recuerdo.
En 1954, tras la derrota aniquilante de Dien-Bien-Phu, se
firmaron los acuerdos de Ginebra, que dividían al país en dos zonas y
estipulaban la realización de elecciones en un plazo de 18 meses para
determinar quienes debían gobernar a Vietnam y cómo se reunificaría el país.
Los norteamericanos no firmaron dicho documento, comenzando las maniobras para
sustituir al emperador Bao Dai, títere francés, por un hombre adecuado a sus
intenciones. Este resultó ser Ngo Din Diem, cuyo trágico fin —el de la naranja
exprimida por el imperialismo— es conocido de todos.
En los meses posteriores a la firma del acuerdo, reinó el
optimismo en el campo de las fuerzas populares. Se desmantelaron reductos de
lucha antifrancesa en el sur del país y se esperó el cumplimiento de lo
pactado. Pero pronto comprendieron los patriotas que no habría elecciones a
menos que los Estados Unidos se sintieran capaces de imponer su voluntad en las
urnas, cosa que no podía ocurrir, aun utilizando todos los métodos de fraude
conocidos.
Nuevamente se iniciaron las luchas en el sur del país y
fueron adquiriendo mayor intensidad hasta llegar al momento actual, en que el
ejército norteamericano se compone de casi medio millón de invasores, mientras
las fuerzas títeres disminuyen su número, y sobre todo, han perdido totalmente
la combatividad.
Hace cerca de dos años que los norteamericanos comenzaron
el bombardeo sistemático de la República Democrática de Vietnam en un intento
más de frenar la combatividad del sur y obligar a una conferencia desde
posiciones de fuerza. Al principio los bombardeos fueron más o menos aislados y
se revestían de la máscara de represalias por supuestas provocaciones del
norte. Después aumentaron en intensidad y método, hasta convertirse en una
gigantesca batida llevada a cabo por unidades aéreas de los Estados Unidos, día
a día, con el propósito de destruir todo vestigio de civilización en la zona
norte del país. Es un episodio de la tristemente célebre escalada.
Las aspiraciones materiales del mundo yanqui se han
cumplido en buena parte a pesar de la denodada defensa de las unidades
antiaéreas vietnamitas, de los más de 1,700 aviones derribados y de la ayuda
del campo socialista en material de guerra.
Hay una penosa realidad: Vietnam, esa nación que
representa las aspiraciones, las esperanzas de victoria de todo un mundo
preterido, está trágicamente solo. Ese pueblo debe soportar los embates de la
técnica norteamericana, casi a mansalva en el sur, con algunas posibilidades de
defensa en el norte, pero siempre solo. La solidaridad del mundo progresista
para con el pueblo de Vietnam semeja a la amarga ironía que significaba para
los gladiadores del circo romano el estímulo de la plebe. No se trata de desear
éxitos al agredido, sino de correr su misma suerte; acompañarlo a la muerte o
la victoria.
Cuando analizamos la soledad vietnamita nos asalta la
angustia de este momento ilógico de la humanidad.
El imperialismo norteamericano es culpable de agresión;
sus crímenes son inmensos y repartido por todo el orbe. ¡Ya lo sabemos,
señores! Pero también son culpables los que en el momento de definición
vacilaron en hacer de Vietnam parte inviolable del territorio socialista,
corriendo, así, los riesgos de una guerra de alcance mundial, pero también
obligando a una decisión a los imperialistas norteamericanos. Y son culpables
los que mantienen una guerra de denuestos y zancadillas comenzada hace ya buen
tiempo por los representantes de las dos más grandes potencias del campo
socialista.
Preguntemos, para lograr una respuesta honrada: ¿Está o
no aislado el Vietnam, haciendo equilibrios peligrosos entre las dos potencias
en pugna?
Y ¡qué grandeza la de ese pueblo! ¡Qué estoicismo y
valor, el de ese pueblo! Y qué lección para el mundo entraña esa lucha.
Hasta dentro de mucho tiempo no sabremos si el presidente
Johnson pensaba en serio iniciar algunas de las reformas necesarias a un pueblo
—para limar aristas de las contradicciones de clase que asoman con fuerza
explosiva y cada vez más frecuentemente. Lo cierto es que las mejoras
anunciadas bajo el pomposo título de lucha por la gran sociedad han caído en el
sumidero de Vietnam.
El más grande de los poderes imperialistas siente en sus
entrañas el desangramiento provocado por un país pobre y atrasado y su fabulosa
economía se resiente del esfuerzo de guerra. Matar deja de ser el más cómodo
negocio de los monopolios. Armas de contención, y no en número suficiente, es
todo lo que tienen estos soldados maravillosos, además del amor a su patria, a
su sociedad y un valor a toda prueba. Pero el imperialismo se empantana en
Vietnam, no halla camino de salida y busca desesperadamente alguno que le
permita sortear con dignidad este peligroso trance en que se ve. Mas los
"cuatro puntos" del norte y "los cinco" del sur lo
atenazan, haciendo aún más decidida la confrontación.
Todo parece indicar que la paz, esa paz precaria a la que
se ha dado tal nombre, sólo porque no se ha producido ninguna conflagración de
carácter mundial, está otra vez en peligro de romperse ante cualquier paso
irreversible e inaceptable, dado por los norteamericanos. Y, a nosotros,
explotados del mundo, ¿cuál es el papel que nos corresponde? Los pueblos de
tres continentes observan y aprenden su lección en Vietnam. Ya que, con la
amenaza de guerra, los imperialistas ejercen su chantaje sobre la humanidad, no
temer la guerra es la respuesta justa. Atacar dura e ininterrumpidamente en
cada punto de confrontación, debe ser la táctica general de los pueblos.
Pero, en los lugares en que esta mísera paz que sufrimos
no ha sido rota, ¿cuál será nuestra tarea? Liberarnos a cualquier precio.
El panorama del mundo muestra una gran complejidad. La
tarea de la liberación espera aún a países de la vieja Europa, suficientemente
desarrollados para sentir todas las contradicciones del capitalismo, pero tan
débiles que no pueden seguir ya seguir el rumbo del imperialismo o iniciar esa
ruta. Ahí las contradicciones alcanzarán en los próximos años carácter
explosivo, pero sus problemas y, por ende, la solución de los mismos son
diferentes a las de nuestros pueblos dependientes y atrasados económicamente.
El campo fundamental de la explotación del imperialismo
abarca los tres continentes atrasados, América, Asia y África. Cada país tiene
características propias, pero los continentes, en su conjunto, también las
presentan.
América constituye un conjunto más o menos homogéneo y en
la casi totalidad de su territorio los capitales monopolistas norteamericanos
mantienen una primacía absoluta. Los gobiernos títeres o, en el mejor de los
casos, débiles y medrosos, no pueden imponerse a las órdenes del amo yanqui.
Los norteamericanos han llegado casi al máximo de su dominación política y
económica, poco más podrían avanzar ya. Cualquier cambio de la situación podría
convertirse en un retroceso en su primacía. Su política es mantenerlo
conquistado. La línea de acción se reduce en el momento actual, al uso brutal
de la fuerza para impedir movimientos de liberación de cualquier tipo que sean.
Bajo el slogan, "no permitiremos otra Cuba", se
encubre la posibilidad de agresiones a mansalva, como la perpetrada contra
Santo Domingo o, anteriormente, la masacre de Panamá, y la clara advertencia de
que las tropas yanquis están dispuestas a intervenir en cualquier lugar de
América donde el orden establecido sea alterado, poniendo en peligro sus
intereses. Esa política cuenta con una impunidad casi absoluta; la OEA es una
máscara cómoda, por desprestigiada que esté; la ONU es de una ineficiencia
rayana en el ridículo o en lo trágico; los ejércitos de todos los países de
América están listos a intervenir para aplastar a sus pueblos. Se ha formado,
de hecho, la internacional del crimen y la traición.
Por otra parte las burguesías autóctonas han perdido toda
su capacidad de oposición al imperialismo —si alguna vez la tuvieron— y solo
forman su furgón de cola.
No hay más cambios que hacer; o revolución socialista o
caricatura de revolución.
Asia es un continente de características diferentes. Las
luchas de liberación contra una serie de poderes coloniales europeos, dieron
por resultado el establecimiento de gobiernos más o menos progresistas, cuya
evolución posterior ha sido, en algunos casos, de profundización de los
objetivos primarios de la liberación nacional y en otros de reversión hacia
posiciones proimperialistas.
Dado el punto de vista económico, Estados Unidos tenía
poco que perder y mucho que ganar en Asia. Los cambios le favorecen; se lucha
por desplazar a otros poderes neocoloniales, penetrar nuevas esferas de acción
en el campo económico, a veces directamente, otras utilizando al Japón.
Pero existen condiciones políticas especiales, sobre todo
en la península indochina, que le dan características de capital importancia al
Asia y juegan un papel importante en la estrategia militar global del
imperialismo norteamericano. Este ejerce un cerco a China a través de Corea del
Sur, Japón, Taiwan, Vietnam del Sur y Tailandia, por lo menos.
Esa doble situación: un interés estratégico tan
importante como el cerco militar a la República Popular China y la ambición de
sus capitales por penetrar esos grandes mercados que todavía no dominan, hacen
que el Asia sea uno de los lugares más explosivos del mundo actual, a pesar de
la aparente estabilidad fuera del área vietnamita.
Perteneciendo geográficamente a este continente, pero con
sus propias contradicciones, el Oriente Medio está en plena ebullición, sin que
se pueda prever hasta dónde llegará esa guerra fría entre Israel, respaldada
por los imperialistas, y los países progresistas de la zona. Es otro de los
volcanes amenazadores del mundo.
El África ofrece las características de ser un campo casi
virgen para la invasión neocolonial. Se han producido cambios que, en alguna
medida, obligaron a los poderes neocoloniales a ceder sus antiguas
prerrogativas de carácter absoluto. Pero, cuando los procesos se llevan a cabo
ininterrumpidamente, al colonialismo sucede, sin violencia, un neocolonialismo
de iguales efectos en cuanto a la dominación económica se refiere. Estados
Unidos no tenía colonias en esta región y ahora lucha por penetrar en los
antiguos cotos cerrados de sus socios. Se puede asegurar que África constituye,
en los planes estratégicos del imperialismo norteamericano su reservorio a
largo plazo; sus inversiones actuales sólo tienen importancia en la Unión
Sudafricana y comienza su penetración en el Congo, Nigeria y otros países,
donde se inicia una violenta competencia (con carácter pacífico hasta ahora)
con otros poderes imperialistas.
No tiene todavía grandes intereses que defender salvo su
pretendido derecho a intervenir en cada lugar del globo en que sus monopolios
olfateen buenas ganancias o la existencia de grandes reservas de materias
primas. Todos estos antecedentes hacen lícito el planteamiento interrogante
sobre las posibilidades de liberación de los pueblos a corto o mediano plazo.
Si analizamos el África veremos que se lucha con alguna
intensidad en las colonias portuguesas de Guinea, Mozambique y Angola, con
particular éxito en la primera y con éxito variable en las dos restantes. Que
todavía se asiste a la lucha entre sucesores de Lumumba y los viejos cómplices
de Tshombe en el Congo, lucha que, en el momento actual, parece inclinarse a
favor de los últimos, los que han "pacificado" en su propio provecho
una gran parte del país, aunque la guerra se mantenga latente.
En Rhodesia el problema es diferente: el imperialismo
británico utilizó todos los mecanismos a su alcance para entregar el poder a la
minoría blanca que lo detenta actualmente. El conflicto, desde el punto de
vista de Inglaterra, es absolutamente antioficial, sólo que esta potencia, con
su habitual habilidad diplomática —también llamada hipocresía en buen romance—
presenta una fachada de disgustos ante las medidas tomadas por el gobierno de
Ian Smith, y es apoyada en su taimada actitud por algunos de los países del
Commonwealth que la siguen, y atacada por una buena parte de los países del
África Negra, sean o no dóciles vasallos económicos del imperialismo inglés.
En Rhodesia la situación puede tornarse sumamente
explosiva si cristalizaran los esfuerzos de los patriotas negros para alzarse
en armas y este movimiento fuera apoyado efectivamente por las naciones
africanas vecinas. Pero por ahora todos sus problemas se ventilan en organismos
tan inicuos como la ONU, el Commonwealth o la OUA.
Sin embargo, la evolución política y social del África no
hace prever una situación revolucionaria continental. Las luchas de liberación
contra los portugueses deben terminar victoriosamente, pero Portugal no
significa nada en la nómina imperialista. Las confrontaciones de importancia
revolucionaria son las que ponen en jaque a todo el aparato imperialista,
aunque no por eso dejemos de luchar por la liberación de las tres colonias
portuguesas y por la profundización de sus revoluciones.
Cuando las masa negras de Sudáfrica o Rhodesia inicien su
auténtica lucha revolucionaria, se habrá iniciado una nueva época en el África.
O, cuando las masas empobrecidas de un país se lancen a rescatar su derecho a
una vida digna, de las manos de las oligarquías gobernantes.
Hasta ahora se suceden los golpes cuartelarios en que un
grupo de oficiales reemplaza a otro o a un gobernante que ya no sirva sus
intereses de casta y a los de las potencias que lo manejan solapadamente pero
no hay convulsiones populares. En el Congo se dieron fugazmente estas
características impulsadas por el recuerdo de Lumumba, pero han ido perdiendo
fuerza en los últimos meses.
En Asia, como vimos, la situación es explosiva, y no son
sólo Vietnam y Laos, donde se lucha, los puntos de fricción. También lo es
Cambodia, donde en cualquier momento puede iniciarse la agresión directa
norteamericana, Tailandia, Malasia y, por supuesto, Indonesia, donde no podemos
pensar que se haya dicho la última palabra pese al aniquilamiento del Partido
Comunista de ese país, al ocupar el poder los reaccionarios. Y, por supuesto,
el Oriente Medio.
En América Latina se lucha con las armas en la mano en
Guatemala, Colombia, Venezuela y Bolivia y despuntan los primeros brotes en
Brasil. Hay otros focos de resistencia que aparecen y se extinguen. Pero casi
todos los países de este continente están maduros para una lucha de tipo tal,
que para resultar triunfante, no pueda conformarse con menos que la
instauración de un gobierno de corte socialista.
En este continente se habla prácticamente una lengua,
salvo el caso excepcional del Brasil, con cuyo pueblo los de habla hispana
pueden entenderse, dada la similitud entre ambos idiomas. Hay una identidad tan
grande entre las clases de estos países que logran una identificación de tipo
"internacional americano", mucho más completa que en otros
continentes. Lengua, costumbres, religión, amo común, los unen. El grado y las
formas de explotación son similares en sus efectos para explotadores y explotados
de una buena parte de los países de nuestra América. Y la rebelión está
madurando aceleradamente en ella.
Podemos preguntarnos: esta rebelión, ¿cómo fructificará?;
¿de qué tipo será? Hemos sostenido desde hace tiempos que dadas sus
características similares, la lucha en América adquirirá, en su momento,
dimensiones continentales. Será escenario de muchas grandes batallas dadas por
la humanidad para su liberación.
En el marco de esa lucha de alcance continental, las que
actualmente se sostienen en forma activa son sólo episodios, pero ya han dado
los mártires que figurarán en la historia americana como entregando su cuota de
sangre necesaria en esta última etapa de la lucha por la libertad plena del
hombre. Allí figurarán los nombres del comandante Turcios Lima, del cura Camilo
Torres, del comandante Fabricio Ojeda, de los comandantes Lobatón y Luis de la
Puente Uceda, figuras principalísimas en los movimientos revolucionarios de
Guatemala, Colombia, Venezuela y Perú.
Pero la movilización activa del pueblo crea sus nuevos
dirigentes: César Montes y Yon Sosa levantan la bandera en Guatemala, Fabio
Vázquez y Marulanda lo hacen en Colombia, Douglas Bravo en el occidente del
país y Américo Martín en El Bachiller, dirigen sus respectivos frentes en
Venezuela.
Nuevos brotes de guerra surgirán en estos y otros países
americanos, como ya ha ocurrido en Bolivia, e irán creciendo, con todas las
vicisitudes que entraña este peligroso oficio de revolucionario moderno. Muchos
morirán víctimas de sus errores, otros caerán en el duro combate que se
avecina; nuevo luchadores y nuevos dirigentes surgirán al calor de la lucha
revolucionaria. El pueblo irá formando sus combatientes y sus conductores en el
marco selectivo de la guerra misma, y los agentes yanquis de represión aumentarán.
Hoy hay asesores en todos los países donde la lucha armada se mantiene y el
ejército peruano realizó, al parecer, una exitosa batida contra los
revolucionarios de ese país, también asesorado y entrenado por los yanquis.
Pero si los focos de guerra se llevan con suficiente destreza política y
militar, se harán prácticamente imbatibles y exigirán nuevos envíos de los
yanquis. En el propio Perú, con tenacidad y firmeza nuevas figuras aún no
completamente conocidas, reorganizan la lucha guerrillera. Poco a poco, la
armas obsoletas que bastan para la represión de pequeñas bandas armadas, irán
convirtiéndose en armas modernas y los grupos de asesores en combatientes
norteamericanos, hasta que, en un momento dado, se vean obligados a enviar
cantidades crecientes de tropas regulares para asegurar la relativa estabilidad
de un poder cuyo ejército nacional títere se desintegra ante los combates de
las guerrillas. Es el camino de Vietnam; es el camino que deben seguir los
pueblos; es el camino que seguirá América, con la característica especial de
que los grupos en armas pudieran formar algo así como Juntas de Coordinación
para hacer más difícil la tarea represiva del imperialismo yanqui y facilitar
la propia causa.
América, continente olvidado por las últimas luchas
políticas de liberación, que empieza a hacerse sentir a través de la
Tricontinental en la voz de la vanguardia de sus pueblos, que es la Revolución
cubana, tendrá una tarea de mucho mayor relieve: la de la creación del segundo
o tercer Vietnam o del segundo y tercer Vietnam del mundo.
En definitiva, hay que tener en cuenta que el
imperialismo es un sistema mundial, última etapa del capitalismo, y que hay que
batirlo en una gran confrontación mundial. La finalidad estratégica de esa
lucha debe ser la destrucción del imperialismo. La participación que nos toca a
nosotros, los explotados y atrasados del mundo, es la de eliminar las bases de
sustentación del imperialismo: nuestros pueblos oprimidos, de donde extraen
capitales, materias primas, técnicos y obreros baratos y a donde exportan
nuevos capitales —instrumentos de dominación—, armas y toda clase de artículos,
sumiéndonos en una dependencia absoluta. El elemento fundamental de esa
finalidad estratégica será, entonces la liberación real de los pueblos; liberación
que se producirá, a través de la lucha armada, en la mayoría de los casos, y
que tendrá, en América, casi indefectiblemente, la propiedad de convertirse en
una revolución socialista.
Al enfocar la destrucción del imperialismo, hay que
identificar a su cabeza, la que no es otra que los Estados Unidos de
Norteamérica.
Debemos realizar una tarea de tipo general que tenga como
finalidad táctica sacar al enemigo de su ambiente obligándolo a luchar en
lugares donde sus hábitos de vida choquen con la realidad imperante. No se debe
despreciar al adversario; el soldado norteamericano tiene capacidad técnica y
está respaldado por medios de tal magnitud que lo hacen temible. Le falta
esencialmente de motivación ideológica que tienen en grado sumo sus más enconados
rivales de hoy: los soldados vietnamitas. Solamente podremos triunfar sobre ese
ejército en la medida en que logremos minar su moral. Y ésta se mina
inflingiéndole derrotas y ocasionándole sufrimientos repetidos.
Pero este pequeño esquema de victorias encierra dentro de
sí sacrificios inmensos de los pueblos, sacrificios que debe exigirse desde
hoy, a la luz del día, y que quizás sean menos dolorosos que los que debieron
soportar si rehuyéramos constantemente el combate, para tratar de que otros sean
los que nos saquen las castañas del fuego.
Claro que, el último país en liberarse, muy probablemente
lo hará sin lucha armada, y los sufrimientos de una guerra larga y tan cruel
como la que hacen los imperialistas, se le ahorrarán a ese pueblo. Pero tal vez
sea imposible eludir esa lucha o sus efectos, en una contienda de carácter
mundial y se sufra igual o más aún. No podemos predecir el futuro, pero jamás
debemos ceder a la tentación claudicante de ser los abanderados de un pueblo
que anhela su libertad, pero reniega de la lucha que ésta conlleva y la espera
como un mendrugo de victoria.
Es absolutamente justo evitar todo sacrificio inútil. Por
eso es tan importante el esclarecimiento de las posibilidades efectivas que
tiene la América dependiente de liberarse en formas pacíficas. Para nosotros
está clara la solución de esta interrogante; podrá ser o no el momento actual
el indicado para iniciar la lucha, pero no podemos hacernos ninguna ilusión, ni
tenemos derecho a ello de lograr la libertad sin combatir. Y los combates no
serán meras luchas callejeras de piedras contra gases lacrimógenos, ni de
huelgas generales pacíficas; ni será la lucha de un pueblo enfurecido que
destruya en dos o tres días el andamiaje represivo de las oligarquías
gobernantes; será una lucha larga, cruenta, donde su frente estará en los
refugios guerrilleros, en las ciudades, en las casas de los combatientes —donde
la represión irá buscando víctimas fáciles entre sus familiares— en la
población campesina masacrada, en las aldeas o ciudades destruidas por el
bombardeo enemigo.
Nos empujan a esa lucha; no hay más remedio que
prepararla y decidirse a emprenderla.
Los comienzos no serán fáciles; serán sumamente
difíciles. Toda la capacidad de represión, toda la capacidad de brutalidad y
demagogia de las oligarquías se pondrá al servicio de su causa. Nuestra misión,
en la primera hora, es sobrevivir, después actuará el ejemplo perenne de la
guerrilla realizando la propaganda armada en la acepción vietnamita de la
frase, vale decir, la propaganda de los tiros, de los combates que se ganan o
se pierden, pero se dan, contra los enemigos.
La gran enseñanza de la invencibilidad de la guerrilla
prendiendo en las masas de los desposeídos. La galvanización del espíritu
nacional, la preparación para tareas más duras, para resistir represiones más
violentas.
El odio como factor de lucha; el odio intransigente al
enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones del ser humano y lo convierte
en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados
tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo
brutal.
Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve:
a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener
un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aún dentro
de los mismos: atacarlo donde quiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera
acosada por cada lugar que transite. Entonces su moral irá decayendo.
Será más bestial todavía, pero se notarán los signos del
decaimiento que asoma.
Y que se desarrolle un verdadero internacionalismo
proletario; con ejércitos proletarios internacionales, donde la bandera bajo la
que se luche sea la causa sagrada de la redención de la humanidad, de tal modo
que morir bajo las enseñas de Vietnam, de Venezuela, de Guatemala, de Laos, de
Guinea, de Colombia, de Bolivia, de Brasil, para citar sólo los escenarios
actuales de la lucha armada, sea igualmente gloriosa y apetecible para un
americano, un asiático, un africano y, aún, un europeo.
Cada gota de sangre derramada en un territorio bajo cuya
bandera no se ha nacido, es experiencia que recoge quien sobrevive para
aplicarla luego en la lucha por la liberación de su lugar de origen. Y cada
pueblo que se libere, es una fase de la batalla por la liberación del propio
pueblo que se ha ganado.
Es la hora de atemperar nuestras discrepancias y ponerlo
todo al servicio de la lucha.
Que agitan grandes controversias al mundo que lucha por
la libertad, lo sabemos todos y no lo podemos esconder. Que han adquirido un
carácter y una agudeza tales que luce sumamente difícil, si no imposible, el
diálogo y la conciliación, también lo sabemos. Buscar métodos para iniciar un
diálogo que los contendientes rehuyen es una tarea inútil. Pero el enemigo está
ahí, golpea todos los días y amenaza con nuevos golpes y esos golpes nos
unirán, hoy, mañana o pasado. Quienes antes lo capten y se preparen a esa unión
necesaria tendrán el reconocimiento de los pueblos.
Dadas las virulencias e intransigencias con que se
defiende cada causa, nosotros, los desposeídos, no podemos tomar partido por
una u otra forma de manifestar las discrepancias, aún cuando coincidamos a
veces con algunos planteamientos de una u otra parte, o en mayor medida con los
de una parte que con los de la otra. En el momento de la lucha, la forma en que
se hacen visibles las actuales diferencias constituyen una debilidad; pero en
el estado en que se encuentran, querer arreglarlas mediante palabras es una
ilusión. La historia irá borrando o dándoles su verdadera explicación.
En nuestro mundo en lucha, todo lo que sea discrepancia
en torno a la táctica, método de acción para la consecución de objetivos
limitados, debe analizarse con el respeto que merecen las apreciaciones ajenas.
En cuanto al gran objetivo estratégico, la destrucción total del imperialismo
por medio de la lucha, debemos ser intransigentes.
Sinteticemos así nuestras aspiraciones de victoria:
destrucción del imperialismo mediante la eliminación de su baluarte más fuerte:
el dominio imperialista de los Estados Unidos de Norteamérica. Tomar como
función táctica la liberación gradual de los pueblos, uno a uno o por grupos,
llevando al enemigo a una lucha difícil fuera de su terreno; liquidándole sus
bases de sustentación, que son sus territorios dependientes.
Eso significa una guerra larga. Y lo repetimos una vez
más, una guerra cruel. Que nadie se engañe cuando la vaya a iniciar y que nadie
vacile en iniciarla por temor a los resultados que pueda traer para su pueblo.
Es casi la única esperanza de victoria.
No podemos eludir el llamado de la hora. Nos lo enseña
Vietnam con su permanente lección de heroísmo, su trágica y cotidiana lección
de lucha y de muerte para lograr la victoria final.
Allí, los soldados del imperialismo encuentran la
incomodidad de quien, acostumbrado al nivel de vida que ostenta la nación
norteamericana, tiene que enfrentarse con la tierra hostil; la inseguridad de
quien no puede moverse sin sentir que pisa territorio enemigo; la muerte a los
que avanzan más allá de sus reductos fortificados, la hostilidad permanente de
toda la población. Todo eso va provocando la repercusión interior en los
Estados Unidos; va haciendo surgir un factor atenuado por el imperialismo en
pleno vigor, la lucha de clases aún dentro de su propio territorio.
¡Cómo podríamos mirar el futuro de luminoso y cercano, si
dos, tres, muchos Vietnam florecieran en la superficie del globo, con su cuota
de muerte y sus tragedias inmensas, con su heroísmo cotidiano, con sus golpes
repetidos al imperialismo, con la obligación que entraña para este de dispersar
sus fuerzas, bajo el embate del odio creciente de los pueblos del mundo!
Y si todos fuéramos capaces de unirnos, para que nuestros
golpes fueran más sólidos y certeros, para que la ayuda de todo tipo a los
pueblos en lucha fuera aún más efectiva, ¡qué grande sería el futuro, y qué
cercano!
Si a nosotros, los que en un pequeño punto del mapa del
mundo cumplimos el deber que preconizamos y ponemos a disposición de la lucha
este poco que nos es permitido dar: nuestras vidas, nuestro sacrificio, nos
toca lanzar alguno de estos días el último suspiro sobre cualquier tierra, ya
nuestra, regada con nuestra sangre, sépase que hemos medido el alcance de
nuestros actos y que no nos consideramos nada más que elementos en el gran
ejército proletario, pero nos sentimos orgullosos de haber aprendido de la
Revolución cubana y de su gran dirigente máximo la gran lección que emana de su
actitud en esta parte del mundo: "qué importan los peligros o sacrificios
de un hombre o de un pueblo, cuando está en juego el destino de la
humanidad".
Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el
imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo
del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que
nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de
guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para
empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos
luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de
victoria.
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