ANDRÉS BELLO
“tendremos
constituciones estables, que afiancen la libertad e independencia, al mismo
tiempo que el orden y la tranquilidad, a cuya sombra podamos consolidarnos y
engrandecernos”
LAS REPÚBLICAS HISPANOAMERICANAS: AUTONOMÍA CULTURAL 1836
El aspecto de un dilatado continente que aparecía en el mundo político,
emancipado de sus antiguos dominadores, y agregando de un golpe nuevos miembros
a la gran sociedad de las naciones, excitó a la vez el entusiasmo de los
amantes de los principios, el temor de los enemigos de la libertad, que veían
el carácter distintivo de las instituciones que América escogía, y la
curiosidad de los hombres de Estado. Europa, recién convalecida del trastorno
en que la revolución francesa puso a casi todas las monarquías, encontró en la
revolución de América del Sur un espectáculo semejante al que poco antes de los
tumultos de París había fijado sus ojos en la del Norte, pero más grandioso
todavía, porque la emancipación de las colonias inglesas no fue sino el
principio del gran poder que iba a elevarse de este lado de los mares, y la de
las colonias españolas debe considerarse como su complemento.
Un acontecimiento tan importante, y que fija una era tan marcada en la
historia del mundo político, ocupó la atención de todos los Gabinetes y los
cálculos de todos los pensadores.
No ha faltado quien crea que un considerable número
de naciones colocadas en un vasto continente, e identificadas en instituciones
y en origen, y a excepción de los Estados Unidos, en costumbres y religión,
formarán con el tiempo un cuerpo respetable, que equilibre la política europea
y que, por el aumento de riqueza y de población y por todos los bienes sociales
que deben gozar a la sombra de sus leyes, den también, con el ejemplo, distinto
curso a los principios gubernativos del Antiguo Continente. Mas pocos han
dejado de presagiar que, para llegar a este término lisonjero, teníamos que
marchar por una senda erizada de espinas y regada de sangre; que nuestra
inexperiencia en la ciencia de gobernar había de producir frecuentes
oscilaciones en nuestros Estados; y que mientras la sucesión de generaciones no
hiciese olvidar los vicios y resabios del coloniaje, no podríamos divisar los
primeros rayos de prosperidad.
Otros, por el contrario, nos han negado hasta la posibilidad de adquirir
una existencia propia a la sombra de instituciones libres que han creído
enteramente opuestas a todos los elementos que pueden constituir los Gobiernos
hispanoamericanos. Según ellos, los principios representativos, que tan feliz
aplicación han tenido en los Estados Unidos, y que han hecho de los
establecimientos ingleses una gran nación que aumenta diariamente en poder, en
industria, en comercio y en población, no podían producir el mismo resultado en
la América española. La situación de unos y otros pueblos al tiempo de adquirir
su independencia era esencialmente distinta: los unos tenían las propiedades
divididas, se puede decir, con igualdad, los otros veían la propiedad acumulada
en pocas manos. Los unos estaban acostumbrados al ejercicio de grandes derechos
políticos al paso que los otros no los habían gozado, ni aun tenían idea de su
importancia. Los unos pudieron dar a los principios liberales toda la latitud
de que hoy gozan, y los otros, aunque emancipados de España, tenían en su seno
una clase numerosa e influyente, con cuyos intereses chocaban. Estos han sido
los principales motivos, porque han afectado desesperar de la consolidación de
nuestros Gobiernos los enemigos de nuestra independencia.
En efecto, formar constituciones políticas más o menos plausibles,
equilibrar ingeniosamente los poderes, proclamar garantías y hacer
ostentaciones de principios liberales, son cosas bastante fáciles en el estado
de adelantamiento a que ha llegado en nuestros tiempos la ciencia social. Pero
conocer a fondo la índole y las necesidades de los pueblos a quienes debe
aplicarse la legislación, desconfiar de las seducciones de brillantes teorías,
escuchar con atención e imparcialidad la voz de la experiencia, sacrificar al
bien público opiniones queridas, no es lo más común en la infancia de las
naciones y en crisis en que una gran transición política, como la nuestra,
inflama todos los espíritus. Instituciones que en la teoría parecen dignas de
la más alta admiración, por hallarse en conformidad con los principios
establecidos por los más ilustres publicistas, encuentran, para su observancia,
obstáculos invencibles en la práctica; serán quizá las mejores que pueda dictar
el estudio de la política en general, pero no, como las que Solón formó para
Atenas, las mejores que se pueden dar a un pueblo determinado. La ciencia de la
legislación, poco estudiada entre nosotros cuando no teníamos una parte activa
en el gobierno de nuestros países, no podía adquirir desde el principio de
nuestra emancipación todo el cultivo necesario, para que los legisladores
americanos hiciesen de ella meditadas, juiciosas y exactas aplicaciones, y
adoptasen, para la formación de las nuevas constituciones, una norma más segura
que la que pueden presentarnos máximas abstracciones y reglas generales.
Estas ideas son plausibles; pero su exageración sería más funesta para
nosotros que el mismo frenesí revolucionario. Esa política asustadiza y
pusilánime desdoraría al patriotismo americano; y ciertamente está en oposición
con aquella osadía generosa que le puso las armas en la mano, para esgrimirlas
contra la tiranía. Reconociendo la necesidad de adaptar las formas gubernativas
a las localidades, costumbres y caracteres nacionales, no por eso debemos creer
que nos es negado vivir bajo el amparo de instituciones libres y naturalizar en
nuestro suelo las saludables garantías que aseguran la libertad, patrimonio de
toda sociedad humana que merezca nombre de tal. En América, el estado de
desasosiego y vacilación que ha podido asustar a los amigos de la humanidad es
puramente transitorio. Cualesquiera que fuesen las circunstancias que
acompañasen a la adquisición de nuestra independencia, debió pensarse que el
tiempo y la experiencia irían rectificando los errores, la observación
descubriendo las inclinaciones, las costumbres y el carácter de nuestros
pueblos, y la prudencia combinando todos estos elementos, para formar con ellos
la base de nuestra organización. Obstáculos que parecen invencibles
desaparecerán gradualmente: los principios tutelares, sin alterarse en la
sustancia, recibirán en sus formas externas las modificaciones necesarias, para
acomodarse a la posición peculiar de cada pueblo; y tendremos constituciones
estables, que afiancen la libertad e independencia, al mismo tiempo que el
orden y la tranquilidad, a cuya sombra podamos consolidarnos y engrandecernos.
Por mucho que se exagere la oposición de nuestro estado social con algunas de
las instituciones de los pueblos libres, ¿se podrá nunca imaginar un fenómeno
más raro que el que ofrecen los mismos Estados Unidos en la vasta libertad que
constituye el fundamento de su sistema político y en la esclavitud en que gimen
casi dos millones de negros bajo el azote de crueles propietarios? Y sin
embargo, aquella nación está constituida y próspera.
Entre tanto, nada más natural que sufrir las calamidades que afectan a
los pueblos en los primeros ensayos de la carrera política; mas ellas tendrán
término, y América desempeñará en el mundo el papel distinguido a que la llaman
la grande extensión de su territorio, las preciosas y variadas producciones de
su suelo y tantos elementos de prosperidad que encierra.
Durante este período de transición, es verdaderamente satisfactorio para
los habitantes de Chile ver que se goza en esta parte de América una época de
paz que, ya se deba a nuestras instituciones, ya al espíritu de orden que
distingue el carácter nacional, ya a las lecciones de pasadas desgracias, ha
alejado de nosotros escenas de horror que han afligido a otras secciones del
continente americano. En Chile están armados los pueblos por la ley; pero hasta
ahora esas armas no han servido sino para sostener el orden y el goce de los
más preciosos bienes sociales; y esta consoladora observación aumenta en
importancia al fijar nuestra vista en las presentes circunstancias, en que se
ocupa la nación en las elecciones para la primera magistratura. Las tempestuosas
agitaciones que suelen acompañar a estas crisis políticas no turban nuestra
quietud; los odios duermen; las pasiones no se disputan el terreno; la
circunspección y la prudencia acompañan al ejercicio de la parte más
interesante de los derechos políticos. Sin embargo, estas mismas
consideraciones causan el desaliento y tal vez la desesperación de otros.
Querrían que este acto fuese solemnizado con tumultos populares, que le
presidiese todo género de desenfreno, que se pusiesen en peligro el orden y las
más caras garantías... ¡Oh!, ¡nunca lleguen a verificarse en Chile estos
deseos!
ANDRES BELLO
Publicado en: El Araucano, Santiago
de Chile, 1836
No hay comentarios:
Publicar un comentario