jueves, 21 de enero de 2016

ELIE WIESEL ¿Por qué Roosevelt no permitió el desembarco de esos refu­giados?

ELIE WIESEL
¿Por qué Roosevelt no permitió el desembarco de esos refu­giados?


ELIE WIESEL


Séptimo Encuentro del Milenio en la Casa Blanca, Washington 12 de Abril de 1999

“Los peligros de la indiferencia”


Hace cincuenta y cuatro años, un chico judío de una pequeña localidad de los Cárpatos se despertó, no muy lejos de la amada Weimar de Goe­the, en un lugar de eterna infamia llamado Buchenwald. Por fin estaba libre, pero su corazón no rebosaba alegría. Creyó que nunca volvería a ser feliz. Liberado un día antes por los soldados americanos, recuerda su rabia ante lo que encontraron allí. Y mientras viva, ese joven siempre les agradecerá su rabia y también su compasión. Aunque no entendía su idio­ma, sus ojos le informaron de lo que necesitaba saber: que ellos también recordarían y darían fe de lo que acababan de ver.
Nos encontramos en el umbral de un nuevo siglo, de un nuevo milenio. ¿Cuál será el legado de este siglo que ahora se agota? ¿Cómo será recordado en el nuevo milenio? Indudablemente, será juzgado, y juzgado severamente, en términos morales y metafísicos. Estos fracasos pueden proyectar una oscu­ra sombra sobre la humanidad: dos guerras mundiales, incontables guerras civiles y una cadena interminable de asesinatos. (...)
Demasiada violencia; demasiada indiferencia. ¿Qué es la indiferencia? Etimológicamente, la palabra significa «falta de diferencia». Un estado extraño y poco natural en el cual no se distingue entre la luz y la oscuridad, el amanecer y el atardecer, el crimen y el castigo, la crueldad y la compasión, el bien y el mal. ¿Cuáles son sus caminos y sus consecuencias ineludibles? ¿Se trata de una filosofía? ¿Puede concebirse una filosofía de la indiferencia? ¿Es posible considerar la indiferencia como una virtud? ¿Es necesario, en ocasiones, practicarla para mantener la cordura, vivir con normalidad, disfrutar de una buena comida y una copa de vino, mientras el mundo que nos rodea sufre unas experiencias desgarradoras?.
Evidentemente, la indiferencia puede resultar tentadora. En ocasiones, incluso seductora. Resulta mucho más fácil apartar la mirada de las víc­timas. Es mucho más fácil evitar estas abruptas interrupciones a nuestro trabajo, nuestros sueños y nuestras esperanzas. A fin de cuentas, es extra­ño y pesado implicarse en el dolor y la desesperación de los demás. Para una persona indiferente, sus vecinos carecen de importancia. Por tanto, sus vidas carecen de sentido para él. Su dolor oculto o incluso visible no le interesa. La indiferencia reduce al otro a una abstracción. (...)
En cierto sentido, ser indiferente a ese sufrimiento es lo que deshumani­za al ser humano. A fin de cuentas, la indiferencia es más peligrosa que la ira o el odio. A veces, la ira puede ser creativa. Uno escribe un hermo­so poema, una magnífica sinfonía. Uno crea algo especial por el bien de la humanidad, porque está enfadado con la injusticia de la que es testi­go. Pero la indiferencia nunca es creativa. Incluso el odio, en ocasiones, puede suscitar una respuesta. Lo combates. Lo denuncias. Lo desarmas.
La indiferencia no suscita ninguna respuesta. La indiferencia no es una respuesta. La indiferencia no es un comienzo; es un final. Por tanto, la indiferencia es siempre amiga del enemigo, puesto que beneficia al agre­sor, nunca a su víctima, cuyo dolor se intensifica cuando la persona se siente olvidada. El prisionero político en su celda, los niños hambrientos, los refugiados sin hogar... No responder a su dolor ni aliviar su soledad ofreciéndoles una chispa de esperanza es exiliarlos de la memoria huma­na. Y al negar su humanidad, traicionamos a nuestra.
Por tanto, la indiferencia no sólo es un pecado, sino también un castigo.
Y ésta es una de las lecciones más importantes que debemos extraer de los múltiples experimentos con el bien y el mal que han tenido lugar en este siglo.
En mi lugar de origen la sociedad estaba compuesta por tres sencillas categorías: los asesinos, las víctimas y los que no hacían nada. Durante la época más oscura, dentro de los guetos y de los campos de la muerte -me alegro de que la señora Clinton mencionara que ahora estamos con­memorando ese evento, ese período, que ahora nos encontramos en una etapa para recordar-, nos sentíamos abanconados y olvidados. Todos nos sentíamos así.
Nuestro único y miserable consuelo era creer que Auschwitz y Treblinka eran secretos muy bien guardados; que los líderes del mundo libre no sa­bían lo que estaba pasando detrás de esos portales negros y ese alambre de púas; que no tenían conocimiento de la guerra contra los judíos que los ejércitos de Hitler y sus cómplices libraban como parte de la guerra contra los Aliados. Si lo supieran, pensábamos, los líderes habrían remo­vido cielo y tierra para tomar cartas en el asunto. Se habrían pronuncia­do con gran valor y convicción. Habrían bcmbardeado las vías de tren que conducían a Birkenau; sólo las vías de tren, sólo una vez.
Y entonces descubrimos que el Pentágono lo sabía, que el Departamen­to de Estado lo sabía...
[...] La deprimente historia del Saint Louis es un ejemplo de ello. Hace sesenta años, su carga humana -casi un millar de judíos- fue devuelta a la Alemana nazi. Y eso ocurrió después de la Kristallnacht, después del primer pogromo organizado por el Estado, en el que se destruyeron cen­tenares de comercios judíos, se quemaron sinagogas y miles de personas fueron encerradas en campos de concentración. Ese barco, que llegó a las costas de Estados Unidos, fue enviado de vuelta a su destino. No lo entiendo. Roosevelt era un buen hombre, tenía corazón. Entendía a quie­nes necesitaban ayuda. ¿Por qué no permitió el desembarco de esos refu­giados? Mil personas, en Estados Unidos, el gran país, la mayor demo­cracia del mundo, la más generosa de todas las nuevas naciones de la historia moderna. ¿Qué ocurrió? No lo entiendo. ¿Por qué esa indiferen­cia, al máximo nivel, hacia el sufrimiento de las víctimas?.
Pero también existían seres humanos sensibles a nuestra tragedia. Esas per­sonas no judías, esos cristianos, los que nosotros llamamos «los gentiles jus­tos» y esos actos desinteresados de heroísmo salvaron el honor de su fe. ¿Por qué fueron tan pocos? ¿Por qué se dedicó un mayor esfuerzo a salvar a los asesinos de las SS después de la guerra que a salvar a sus víctimas durante la contienda? ¿Por qué algunas de las empresas más importantes de Esta­dos Unidos siguieron haciendo negocios con la Alemania de Hitler hasta 1942? Se ha llegado a afirmar, gracias a la abundante documentación, que la Wehrmacht no habría emprendido su invasión de Francia sin el petróleo de origen americano. ¿Cómo se puede explicar su indiferencia?
Aun así, amigos míos, también han ocurrido hechos positivos en este trau­mático siglo(...) Recordemos el encuen­tro, lleno de dramatismo y emoción entre Rabin, Arafat y usted, señor pre­sidente, celebrado en este mismo lugar. Yo estaba aquí y nunca lo olvidaré. Y luego, por supuesto, la decisión conjunta de Estados Unidos y la OTAN para intervenir en Kosovo y salvar a esas víctimas, a esos refugiados, a esos desplazados por un hombre. Creo que ese hombre debería ser acusado de «crímenes contra la humanidad».
Pero esta vez, el mundo no calló. Esta vez respondimos. Esta vez interve­nimos.
¿Significa esto que hemos aprendido del pasado? ¿Significa que la socie­dad ha cambiado? ¿Acaso el ser humano se ha vuelto menos indiferente y más humano? ¿Realmente hemos aprendido de nuestras experiencias? ¿Somos menos insensibles al dolor de las víctimas de la limpieza étnica y de otras formas de injusticia en lugares cercanos y lejanos? ¿Es la inter­vención justificada de hoy en Kosovo, dirigida por usted, señor presiden­te, una advertencia duradera de que jamás se volverá a permitir la depor­tación, la tortura de los niños y de sus padres, en ninguna parte del mundo? ¿Esta acción servirá para desalentar a otros dictadores?.
¿Qué hay de los niños? Los vemos por televisión, leemos acerca de ellos en los periódicos y se nos parte el corazón. Inevitablemente, su destino siempre es el más trágico. Cuando los adultos libran una guerra, los niños perecen. Vemos sus rostros, sus ojos. ¿Escuchamos sus súplicas? ¿Senti­mos su dolor, su agonía? Por cada minuto que pasa muere un niño debi­do a la enfermedad, la violencia o el hambre.
Algunos de ellos, muchos, podrían, salvarse.
Una vez más, pienso en el chico judío dé los Cárpatos. Ha acompañado al hombre anciano en el que me he convertido a lo largo de estos años de lucha y búsqueda. Juntos caminamos hacia el nuevo milenio, impulsados por un profundo temor y una extraordinaria esperanza.
ELIE WIESEL


Elie Wiesel, escritor estadounidense, de origen rumano, sobreviviente de los campos de concentración. Ha dedicado toda su vida a escribir y a hablar sobre los horrores del Holocausto, con la firme intención de evitar que se repita en el mundo una barbarie similar. Fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz en 1986.

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