PEDRO HENRIQUEZ UREÑA
“Si en América no han de
fructificar las utopías, ¿dónde encontrarán asilo?”
PATRIA DE LA JUSTICIA,
1925
Nuestra América corre sin brújula en el turbio mar de la
humanidad contemporánea. ¡Y no siempre ha sido así! Es verdad que nuestra
independencia fue estallido súbito, cataclismo natural: no teníamos ninguna
preparación para ella. Pero es inútil lamentarlo ahora: vale más la obra
prematura que la inacción; y de todos modos, con eI régimen colonial de que
llevábamos tres siglos, nunca habríamos alcanzado preparación suficiente: Cuba
y Puerto Rico son pruebas. Y con todo, Bolívar, después de dar cima a su ingente
obra de independencia, tuvo tiempo de pensar, con el toque genial de siempre,
los derroteros que debíamos seguir en nuestra vida de naciones hasta llegar a
la unidad sagrada. Paralelamente, en la campaña de independencia, o en los
primeros años de vida nacional, hubo hombres que se empeñaron en dar densa
sustancia de ideas a nuestros pueblos: así, Moreno y Rivadavia en la Argentina.
Después.
.. Después se desencadenó todo lo que bullía en el fondo de nuestras
sociedades, que no eran sino vastas desorganizaciones bajo la apariencia de
organización rígida del sistema colonial. Civilización contra barbarie, tal fue
el problema, corno lo formuló Sarmiento. Civilización o muerte, eran las dos
soluciones únicas, como las formulaba Hostos. Dos estupendos ensayos para poner
orden en el caos contempló nuestra América, aturdida, poco después de mediar el
siglo XIX: el de la Argentina, después de Caseros, bajo la inspiración de dos
adversarios dentro una sola fe, Sarmiento y Alberdi, como jefes virtuales de
aquella falange singular de activos hombres de pensamiento; el de México con la
Reforma, con el grupo de estadistas, legisladores y maestros, a ratos
convertidos en guerreros, que se reunió bajo la terca fe patriótica y humana de
Juárez. Entre tanto, Chile, único en escapar a estas hondas convulsiones de
crecimiento, se organizaba poco a poco, atento a la voz magistral de Bello. Los
demás pueblos vegetaron en pueril inconsciencia o padecieron bajo afrentosas
tiranías o agonizaron en el vértigo de las guerras fratricidas: males pavorosos
para los cuales nunca se descubría el remedio. No faltaban intentos
civilizadores, tales como en el Ecuador las campañas de Juan Montalvo en
periódico y libro, en Santo Domingo la prédica y la fundación de escuelas, con
Hostos y Salomé Ureña; en aquellas tierras invadidas por la cizaña, rendían
frutos escasos; pero ellos nos dan la fe: ¡no hay que desesperar de ningún
pueblo mientras haya en él diez hombres justos que busquen el bien!
Al llegar el siglo XX, la situación se define, pero no mejora:
los pueblos débiles, que son los más en América, han ido cayendo poco a poco en
las redes del imperialismo septentrional, unas veces sólo en la red económica,
otros en doble red económica y política; los demás, aunque no escapan del todo
al mefítico influjo del Norte, desarrollan su propia vida —en ocasiones como
ocurre en la Argentina, con esplendor material no exento de las gracias de la
cultura. Pero, en los unos como en los otros, la vida nacional se desenvuelve
fuera de toda dirección inteligente: por falta de ella no se ha sabido evitar
la absorción enemiga; por falta de ella, no se atina a dar orientación superior
a la existencia próspera. En la Argentina, el desarrollo de la riqueza, que
nació con la aplicación de las ideas de los hombres del 52, ha escapado a todo
dominio; enorme tren, de avasallador impulso, pero sin maquinista... Una que
otra excepción, parcial, podría mencionarse: el Uruguay pone su orgullo en
enseñarnos unas cuantas leyes avanzadas; México, desde la Revolución de 1910,
se ha visto en la dura necesidad de pensar sus problemas: en parte, ha
planteado los de distribución de la riqueza y de la cultura, y a medias y a
tropezones ha comenzado a buscarles solución; pero no toca siquiera a uno de
los mayores: convertir al país de minero en agrícola, para echar las bases de
la existencia tranquila, del desarrollo normal, libre de los aleatorios
caprichos del metal y del petróleo.
Si se quiere medir hasta dónde llega la cortedad de visión de
nuestros hombres de estado, piénsese en la opinión que expresaría cualquiera de
nuestros supuestos estadistas si se le dijese que la América española debe
tender hacia la unidad política. La idea le parecería demasiado absurda para
discutida siquiera. La denominaría, creyendo haberla herido con flecha
destructora, una utopia.
Pero la palabra utopía, en vez de flecha destructora, debe ser
nuestra flecha de anhelo. Si en América no han de fructificar las utopías,
¿dónde encontrarán asilo? Creación de nuestros abuelos espirituales del
Mediterráneo, invención helénica contraria a los ideales asiáticos que sólo
prometen al hombre una vida mejor fuera de esta vida terrena, la utopía nunca
dejó de ejercer atracción sobre los espíritus superiores de Europa; pero
siempre tropezó allí con la maraña profusa de seculares complicaciones: todo
intento para deshacerlas, para sanear siquiera con gotas de justicia a las
sociedades enfermas, ha significado —significa todavía—convulsiones de largos
años, dolores incalculables.
La primera utopía que se realizó sobre la Tierra —así lo
creyeron los hombres de buena voluntad— fue la creación de los Estados Unidos
de América: reconozcámoslo lealmente. Pero a la vez meditemos en el caso
ejemplar: después de haber nacido de la libertad, de haber sido escudo para las
víctimas de todas las tiranías y espejo para todos los apóstoles del ideal
democrático, y cuando acababa de pelear su última cruzada, la abolición de la
esclavitud, para librarse de aquel lamentable pecado, el gigantesco país se
volvió opulento y perdió la cabeza; la materia devoró al espíritu; y la
demacrada que se había constituido para bien de todos se fue convirtiendo en la
factoría para lucro de unos pocos. Hoy, el que fue arquetipo de libertad, es
uno de los países menos libres del mundo.
¿Permitiremos que nuestra América siga igual camino? A fines del
siglo XIX lanzó el grito de alerta el último de nuestros apóstoles, el noble y
puro fosé Enrique Rodó: nos advirtió que el empuje de las riquezas materiales
amenazaba ahogar nuestra ingenua vida espiritual; nos señaló el ideal de la
magna patria, la América española. La alta lección fue oída; con todo, ella no
ha bastado, para detenernos en la marcha ciega. Hemos salvado, en gran parte,
la cultura, especialmente en los pueblos donde la riqueza alcanza a costearla;
el sentimiento de solidaridad crece; pero descubrimos que los problemas tienen
raíces profundas.
Debemos llegar a la unidad de la magna patria; pero si tal
propósito fuera su límite en sí mismo, sin implicar mayor riqueza ideal, sería
uno de tantos proyectos de acumular poder por el gusto del poder, y nada más.
La nueva nación sería una potencia internacional, fuerte y temible, destinada a
sembrar nuevos terrores en el seno de la humanidad atribulada. No: si la magna
patria ha de unirse, deberá unirse para la justicia, para asentar la
organización de la sociedad sobre bases nuevas, que alejen del hombre la
continua zozobra del hambre a que lo condena su supuesta libertad y la estéril
impotencia de su nueva esclavitud, angustiosa como nunca lo fue la antigua,
porque abarca a muchos más seres y a todos los envuelve en la sombra del
porvenir irremediable.
El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es
superior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia
perfección intelectual. Al diletantismo egoísta, aunque se ampare bajo los
nombres de Leonardo o de Goethe, opongámosle el nombre de Platón, nuestro
primer maestro de utopia, el que entregó al fuego todas sus invenciones de
poeta para predicar la verdad y la justicia en nombre de Sócrates, cuya muerte
le reveló la terrible imperfección de la sociedad en que vivía. Si nuestra
América no ha de ser sino una prolongación de Europa, si lo único que hacemos
es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre (y por desgracia,
ésa es hasta ahora nuestra única realidad), si no nos decidimos a que ésta sea
la tierra de promisión para la humanidad cansada de buscarla en todos los
climas, no tenemos justificación: sería preferible dejar desiertas nuestras
altiplanicies y nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se
multiplicaran los dolores humanos, no los dolores que nada alcanzará a evitar
nunca, los que son hijos del amor y la muerte, sino los que la codicia y la
soberbia infligen al débil y al hambriento. Nuestra América se justificará ante
la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera
por los dones de la naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de
la sociedad donde se cumple “la emancipación del brazo y de la inteligencia”.
En nuestro suelo nacerá entonces el hombre libre, el que,
hallando fáciles y justos los deberes, florecerá en generosidad y en creación.
Ahora, no nos hagamos ilusiones: no es ilusión la utopía, sino
el creer que los ideales se realizan sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que
trabajar. Nuestro ideal no será la obra de uno o de dos o tres hombres de
genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, innumerables
hombres modestos; de entre ellos surgirán, cuando los tiempos estén maduros
para la acción decisiva, los espíritus directores; si la fortuna nos es
propicia, sabremos descubrir en ellos los capitanes y timoneles, y echaremos al
mar las naves.
Entre tanto, hay que trabajar con fe, con esperanza todos los
días. Amigos míos: a trabajar.
* La
Utopía de América, Ed. Estudiantina, La Plata, 1925.
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