MARTÍN HEIDEGGER
“El saber no está al
servicio de la profesión, sino al revés: las profesiones hacen efectivo y administran
ese supremo y esencial saber que el pueblo tiene sobre la totalidad de su
existencia”
DISCURSO DEL
RECTORADO 27 de Mayo de 1933
«La autoafirmación de la Universidad alemana»
La aceptación del rectorado es el compromiso de dirigir espiritualmente
esta escuela superior. La comunidad de los que siguen, profesores y alumnos,
sólo se despierta y fortalece arraigando auténticamente y en común en la
esencia de la Universidad alemana. Pero esta esencia sólo alcanza claridad,
rango y poder si, ante todo, los propios dirigentes son en todo momento
dirigidos; dirigidos por lo inexorable de esa misión espiritual que obliga al
destino del pueblo alemán a tomar la impronta de su historia.
¿Sabemos algo de esta misión espiritual? Tanto si
lo sabemos como si no, la pregunta sigue siendo ineludible: ¿estamos nosotros,
profesores y alumnos de esta alta escuela, enraizados auténticamente y en común
en la esencia de la Universidad alemana? ¿Tiene esta esencia auténtica
capacidad de informar nuestra existencia ? Sólo, ciertamente, si queremos esta
esencia a fondo. Pero, ¿quién podría dudar de ello? Suele, por lo general,
verse en su «autonomía» el rasgo esencial predominante de la Universidad;
autonomía que debe ser mantenida. Sólo que ¿hemos pensado del todo lo que exige
de nosotros esta reivindicación de autonomía?
Autonomía significa: ponernos nosotros mismos la tarea y determinar
incluso el camino y el modo de su realización, para ser lo que debemos ser.
Pero, ¿sabemos realmente quiénes somos nosotros, esta corporación de profesores
y alumnos de la escuela superior del pueblo alemán? ¿Podemos saberlo, sin la
más constante y severa autorreflexión?
Ni el conocimiento del estado actual de la Universidad ni tampoco la
familiaridad con su temprana historia garantizan ya un saber suficiente de su
esencia; a no ser que, con claridad y dureza, delimitemos para el futuro esta
esencia, en tal delimitación, la queramos, y, en tal querer, nos afirmemos
nosotros mismos.
La autonomía sólo se justifica sobre la base de la autorreflexión. Pero
la autorreflexión sólo puede acontecer si la Universidad alemana tiene la
fuerza de autoafirmarse. ¿La llevaremos a cabo? ¿Cómo?
La autoafirmación de la Universidad alemana es la voluntad originaria,
común, de su esencia. Para nosotros, la Universidad alemana es la escuela
superior que, desde la ciencia y mediante la ciencia, acoge, para su educación
y disciplina, a los dirigentes y guardianes del destino del pueblo alemán. La
voluntad de la esencia de la Universidad alemana es voluntad de ciencia en el
sentido de aceptar la misión espiritual histórica del pueblo alemán, pueblo que
se conoce a sí mismo en su Estado. Ciencia y destino alemán tienen sobre todo
que llegar, queriendo su esencia, al poder. Y lo lograrán si, y sólo si,
nosotros, profesores y alumnos, exponemos, por un lado, la ciencia a su más
propia necesidad y, por otro, nos mantenemos firmes en el destino alemán con
todo su apremio.
Sin embargo, no experimentaremos la esencia de la ciencia en su más
propia necesidad mientras, al hablar de «un nuevo concepto de ciencia», nos
limitemos a discutir a una ciencia demasiado actual su autonomía y ausencia de
supuestos. Este modo de obrar, meramente negativo y que apenas mira más allá de
los últimos decenios, es ya una mera apariencia del verdadero esfuerzo por
llegar a conseguir la esencia de la ciencia.
Si queremos comprender la esencia de la ciencia, tenemos antes que dejar
bien clara la cuestión decisiva: ¿debe, para nosotros, seguir existiendo aún la
ciencia, o debemos dejarla correr hacia un rápido final? Que deba haber ciencia
no es algo incondicionalmente necesario. Pero, si debe haber ciencia y si debe
existir para nosotros y por nosotros, ¿en qué condiciones puede entonces
realmente existir?
Sólo si nos situamos de nuevo bajo el influjo del inicio de nuestra
existencia histórico-espiritual. Este inicio es el surgimiento (Aufbruch) de la
filosofía griega. Con ella, el hombre occidental, por la fuerza de la lengua de
un pueblo, se erige por primera vez frente al ente en su totalidad,
cuestionándolo y concibiéndolo como el ente que es. Toda ciencia es filosofía,
lo sepa y lo quiera, o no. Toda ciencia sigue ligada a ese inicio de la
filosofía. De él extrae la fuerza de su esencia, suponiendo que siga estando a
la altura de ese inicio.
Queremos aquí recuperar para nuestra existencia dos rasgos
característicos de la originaria esencia griega de la ciencia.
Entre los griegos circulaba un viejo relato según el cual Prometeo había
sido el primer filósofo. Es a Prometeo a quien Esquilo hace decir una
máxima que expresa la esencia de la ciencia:
t¡xnh d Žnagkhw Žsyenest¡ra makÇ
(Prom. 514 ed. Wil.)
«Pero el saber es mucho más debil que la necesidad».
Lo cual quiere decir: todo saber acerca de las cosas permanece de
antemano entregado a la hegemonía del destino y fracasa ante él.
Justo por eso el saber tiene que desplegar su máxima resistencia -sólo
contra la cual se levanta todo el poder del ocultamiento del ente- para
fracasar realmente. Precisamente así es como el ente se abre en su insondable
inmutabilidad y ofrece al saber su verdad. Esta máxima sobre la impotencia
creadora del saber es una frase de los griegos, en quienes, con demasiada
facilidad, se quiere encontrar el modelo de un saber puramente asentado en sí
mismo y, con ello, olvidado de sí, que se nos presenta como la actitud
«teórica». Pero, ¿qué es la yevrÛa para los griegos? Se suele decir: la pura
contemplación, que permanece ligada a la plenitud y exigencia de las cosas.
Apelando a los griegos, esta conducta contemplativa, se dice, habría de existir
por ella misma. Pero esta apelación carece de fundamento. Pues, por un lado, la
«teoría» no tenía lugar por ella misma, sino únicamente por la pasión de
permanecer cerca del ente en cuanto tal y bajo su apremio. Mas, por otro lado,
los griegos luchaban justamente por comprender y por ejercer ese cuestionar
contemplativo como una, incluso como la suprema, forma de la ¤n¡rgeia, del
«estar-a-la-obra» del hombre. Su sentido no estaba, pues, en asimilar la praxis
a la teoría, sino al revés, en entender la teoría misma como la suprema
realización de una auténtica praxis. Para los griegos la ciencia no es un «bien
cultural», sino el centro que determina desde lo más profundo toda su
existencia como pueblo y como Estado. La ciencia tampoco es para ellos un puro
medio para hacer consciente lo inconsciente, sino el poder que abarca y da
rigor a toda la existencia.
La ciencia es el firme mantenerse cuestionando en medio de la totalidad
del ente, que sin cesar se oculta. Este activo perseverar sabe de su impotencia
ante el destino.
Esta es la esencia originaria de la ciencia. Pero, ¿no han pasado ya dos
milenios y medio desde este inicio? ¿No ha cambiado el progreso del obrar
humano también a la ciencia? ¡Sin duda! La subsiguiente interpretación
teológico-cristiana del mundo, así como el posterior pensamiento
técnico-matemático de la modernidad, han alejado a la ciencia, temporal y
temáticamente, de su inicio. Pero con ello el inicio no ha sido en absoluto
superado ni reducido a la nada. Pues, dado que la ciencia griega originaria es
algo grande, el inicio de esta grandeza es lo más grande de ella. La esencia de
la ciencia no podría ser vaciada y aprovechada, como sucede hoy, pese a todos
sus resultados y todas las «organizaciones internacionales», si la grandeza de
su inicio no se mantuviera aún vigente. El inicio es aún. No está tras de
nosotros como algo ha largo tiempo acontecido, sino que está ante nosotros. El
inicio, en tanto que es lo más grande, ha pasado ya de antemano por encima de
todo lo venidero y, de este modo, también sobre nosotros. El inicio ha incidido
ya en nuestro futuro, está ya allí como el lejano mandato de que recobremos de
nuevo su grandeza.
Sólo cuando nos sometamos decididamente a este lejano mandato de
recuperar la grandeza del inicio, la ciencia se tornará para nosotros en la más
íntima necesidad de la existencia. En caso contrario, quedará como un accidente
que nos ha sucedido, o como la tranquila comodidad de una ocupación sin riesgo
en el fomento del mero progreso del conocimiento.
Pero, si nos sometemos al lejano mandato del inicio, la ciencia tiene
entonces que convertirse en el acontecimiento fundamental de nuestra existencia
espiritual como pueblo.
Y si incluso nuestra propia existencia está ante un gran cambio, si es
verdad lo que decía el apasionado buscador de Dios, el último gran filosofo
alemán, Federico Nietzsche: «Dios ha muerto», si tenemos que tomarnos en serio
este abandono del hombre actual en medio del ente, ¿qué pasa entonces con la
ciencia?
Pues que entonces el inicial perseverar admirativo de los griegos ante
el ente se transforma en un estar expuesto, sin protección alguna, a lo oculto
y desconocido, es decir, a lo digno de ser cuestionad. El preguntar ya no
volverá a ser el mero paso previo hacia la respuesta, el saber, sino que el
preguntar se convertirá en la suprema figura del saber. El preguntar despliega
entonces su más peculiar poder de abrir lo esencial de todas las cosas. El
preguntar obliga entonces a la extrema simplificación de mirar a lo
absolutamente ineludible.
Tal preguntar quiebra el encapsulamiento de las ciencias en disciplinas
separadas, las recoge de su dispersión, sin límite y sin meta, en campos y
rincones aislados y expone la ciencia inmediatamente de nuevo a la fecundidad y
a la bendición de todas las fuerzas de la existencia histórica del hombre, que
configuran el mundo, como son: naturaleza, historia, lenguaje; pueblo,
costumbres, Estado; poetizar, pensar, creer; enfermedad, locura, muerte;
derecho, economía, técnica.
Si queremos la esencia de la ciencia, en el sentido de ese firme
mantenerse, cuestionando y al descubierto, en medio de la inseguridad de la
totalidad del ente, entonces esta voluntad esencial instituye para nuestro
pueblo un mundo suyo del más íntimo y extremo riesgo, es decir, su verdadero
mundo espiritual. Pues «espíritu» no es ni la sagacidad vacía, ni el juego de
ingenio que a nada compromete, ni el ejercicio sin fin del análisis
intelectual, ni una razón universal, sino que espíritu es el decidirse,
originariamente templado y consciente, por la esencia del ser. Y el mundo
espiritual de un pueblo no es una superestructura cultural como tampoco un
arsenal de conocimientos y valores utilizables, sino que es el poder que más
profundamente conserva las fuerzas de su raza y de su tierra, y que, como tal,
más íntimamente excita y más ampliamente conmueve su existencia. Sólo un mundo
espiritual garantiza al pueblo la grandeza; pues obliga a que la permanente
decisión entre la voluntad de grandeza y el dejarse llevar a la decadencia sea
la ley que rige la marcha que nuestro pueblo ha emprendido hacia su historia
futura.
Si queremos esa esencia de la ciencia, tiene entonces el profesorado de
la Universidad que adelantarse realmente a los puestos más avanzados del
peligro que la inseguridad incesante del mundo presenta. Si se mantiene firme
ahí, es decir, si desde ahí -en la vecindad esencial al apremio de las cosas-
le brota un preguntar en común y un decir templado en comunidad, entonces
llegará a tener la fortaleza para poder dirigir. Pues, en la dirección, lo
esencial no es el mero ir delante, sino la energía para poder marchar solo, no
por obstinación y afán de dominio, sino en virtud de la más profunda vocación y
del deber más total. Una tal energía obliga a lo esencial, establece la
selección de los mejores y despierta, en los que se sienten captados por el
nuevo ánimo, el auténtico afán de seguir. Pero no necesitamos empezar por
despertar el afán de seguir. El estudiantado alemán está en marcha. Y lo que
busca son unos guías, por cuyo medio quiere elevar a verdad fundada y
consciente su propia vocación, y así llevarla a la claridad de la palabra que
interpreta y realiza, y a la obra.
De la decisión del estudiantado alemán de mantenerse firme en el destino
alemán con todo su apremio viene una voluntad de esencia de la Universidad. Esa
voluntad es una verdadera voluntad, en la medida en que el estudiantado alemán,
por medio de la nueva legislación estudiantil, se pone a sí mismo bajo la ley
de su esencia y con ello delimita esta esencia por vez primera. Darse a sí
mismo la ley es la suprema libertad. La tan celebrada «libertad académica» es
expulsada de la Universidad alemana; pues, por puramente negativa, era
inauténtica. Significaba predominantemente ausencia de preocupación, decisión a
capricho de propósitos e inclinaciones, ausencia de compromiso en el hacer y
omitir. El concepto de libertad del estudiante alemán es ahora cuando vuelve a
su verdad. En lo sucesivo, la vinculación y el servicio del estudiantado alemán
se desarrollarán a partir de él.
La primera vinculación es con la comunidad nacional, y obliga a
participar, compartiéndolos y coejerciéndolos, en los esfuerzos, anhelos y
capacidades de todos los miembros y estamentos de la nación. Esta vinculación
se afianzará en adelante y arraigará en la existencia estudiantil mediante el
servicio del trabajo.
La segunda vinculación es con el honor y el destino de la nación entre
los demás pueblos, y exige la disposición -afirmada en el saber y poder, y
adiestrada por la disciplina- de entregarse hasta el límite. Esta vinculación
abarcará y atravesará en el futuro la entera existencia estudiantil como
servicio de las armas.
La tercera vinculación del estudiantado es con la misión espiritual del
pueblo alemán. Este pueblo forja su destino colocando su historia en medio de
la manifiesta hegemonía de los poderes de la existencia humana que configuran
el mundo y luchando, una y otra vez, por conseguir su mundo espiritual.
Exponiéndose así a la extrema problematicidad de la existencia humana es como
este pueblo quiere ser un pueblo espiritual. El exige, desde sí y para sí, a
sus guías y guardianes la más severa claridad del más elevado, amplio y rico
saber. Una juventud estudiante, que tempranamente se atreve a entrar en la edad
viril y que extiende su voluntad sobre el destino venidero de la nación, se
obliga radicalmente a ponerse al servicio de este saber. Para ella, este servicio
del saber no podrá volver a ser la rápida y gris preparación para una profesión
«distinguida». El político y el profesor, el médico y el juez, el cura y el
arquitecto dirigen la existencia del pueblo y del Estado y la protegen y
mantienen tensa en sus relaciones esenciales con los poderes que configuran el
mundo; por eso, estas profesiones -y la educación para ellas- están sometidas
al servicio del saber. El saber no está al servicio de la profesión, sino al
revés: las profesiones hacen efectivo y administran ese supremo y esencial
saber que el pueblo tiene sobre la totalidad de su existencia. Pero este saber
no es para nosotros la tranquila captación de esencias y valores en sí, sino la
aguda amenaza de la existencia en medio de la hegemonía del ente. La
problematicidad de la existencia exige del pueblo trabajo y lucha, y le lleva
forzosamente a su Estado, al que pertenecen las profesiones.
Las tres, vinculaciones -por el pueblo al destino del Estado en el seno
de una misión espiritual- son, respecto del ser alemán, igualmente originarias.
Los tres servicios que surgen de ellas -servicio del trabajo, servicio de las
armas, servicio del saber- son igualmente necesarios y de idéntico rango.
El saber, que también es acción, acerca del pueblo, y el saber, que se
mantiene siempre dispuesto, acerca del destino del Estado, crean, a una con el
saber de la misión espiritual, la esencia plena y originaria de la ciencia,
cuya realización nos está encomendada -en el supuesto de que nos sometamos al
lejano mandato del inicio de nuestra existencia histórico-espiritual-.
Esta ciencia es entendida cuando se define la esencia de la Universidad
alemana como aquella escuela superior que, desde la ciencia y mediante la
ciencia, acoge, para su educación y disciplina, a los jefes y guardianes del
destino del pueblo alemán.
Este concepto originario de ciencia obliga no sólo a la «objetividad»,
sino, ante todo, a que el cuestionar, en medio del mundo histórico-espiritual
del pueblo, sea esencial y sencillo. Más aún, sólo desde ahí es posible fundar
auténticamente la objetividad, esto es, delimitar cuál es su tipo y cuáles sus
límites.
La ciencia, tomada en este sentido, tiene que convertirse en el poder
configurador de la corporación de la Universidad alemana. Lo cual significa dos
cosas: que profesores y alumnos tienen, cada uno a su manera, que estar y
permanecer poseídos por este concepto de ciencia. Pero, a la vez, que este
concepto de ciencia tiene que insertarse, configurándolas, en las formas
fundamentales en cada una de las cuales profesores y alumnos ejercen su labor
científica en comunidad: Facultades y especialidades.
La Facultad sólo es Facultad cuando desarrolla una capacidad de
legislación espiritual, arraigada en la esencia de su ciencia, para integrar
los poderes de la existencia que la constriñen en ese único mundo espiritual
del pueblo.
La especialidad sólo es tal cuando se sitúa, de antemano, en el ámbito
de esa legislación espiritual y así derriba las fronteras de su propio ámbito y
supera lo hipócrita e inauténtico del amaestramiento puramente exterior para la
profesión.
En el momento en que Facultades y especialidades pongan en marcha las
cuestiones esenciales y elementales de su ciencia, profesores y alumnos serán
también poseídos por las mismas últimas necesidades y apremios de la existencia
del pueblo y del Estado.
Sin embargo, la configuración de la esencia originaria de la ciencia
reclama una tal cantidad de rigor, de responsabilidad y de paciencia soberana
que, frente a ella, el, por ejemplo, escrupuloso cumplimiento o la rápida
rectificación de los modos vigentes de proceder apenas significan nada.
Pero, si los griegos necesitaron tres siglos para simplemente situar en
tierra firme y en camino seguro la pregunta qué es saber, con mayor razón no
podemos nosotros pensar que el esclarecimiento y desarrollo de la esencia de la
Universidad alemana se consiga en este semestre o en el próximo.
Pero, partiendo de la referida esencia de la ciencia, una cosa
evidentemente sabemos: que la Universidad alemana sólo llegará a tomar forma y
poder cuando los tres servicios -del trabajo, de las armas y del saber- se
reúnan originariamente en una única fuerza conformadora. Lo cual quiere decir:
La voluntad esencial del profesorado tiene que despertar a la
simplicidad y amplitud del saber de la esencia de la ciencia y fortalecerlas.
La voluntad esencial del alumnado tiene que esforzarse por llegar a la suprema
claridad y disciplina del saber y, exigiendo y decidiendo, integrar el saber
que ya tienen sobre el pueblo y su Estado en la esencia de la ciencia. Ambas
voluntades tienen que estar dispuestas a luchar entre sí. Todas las facultades
de la voluntad y del pensamiento, todas las fuerzas del corazón y todas las
capacidades del cuerpo tienen que desarrollarse mediante la lucha, aumentar en
la lucha y conservarse como lucha.
Nosotros elegimos la lucha que sabe, la lucha de los que cuestionan, y
confesamos con Carl von Clausewitz: «Me considero libre de la frívola esperanza
de una salvación que venga de la mano del azar».
Pero la comunidad de lucha de profesores y alumnos sólo logrará
transformar la Universidad alemana en lugar de legislación espiritual y hacer
de ella el medio de la más rígida reunión al supremo servicio del pueblo en su
Estado, si profesores y alumnos disponen su existencia de manera más sencilla,
más dura y más austera que los demás compatriotas. Toda jefatura ha de admitir
la fuerza propia de los que obedecen. Pero obedecer lleva consigo resistencia.
Esta esencial oposición entre mandar y obedecer no debe ser difuminada ni mucho
menos extinguida.
Sólo la lucha mantiene abierta la oposición y sólo ella implanta en la
corporación completa de profesores y alumnos ese fundamental temple de ánimo,
basándose en el cual la autoafirmación, poniéndose límites a sí misma, permite
a la autorreflexión decidida llegar a la auténtica autonomía.
¿Queremos la esencia de la Universidad alemana o no la queremos? De
nosotros depende si vamos -y hasta qué punto- a esforzarnos o no, a fondo y no
de manera meramente ocasional, en la autorreflexión y en la autoafirmación, o
si, con la mejor intención, nos vamos a limitar a cambiar simplemente antiguas
instituciones y a añadir otras nuevas. Nadie nos impedirá hacerlo.
Pero tampoco nadie nos preguntará si queremos o no, cuando la fuerza
espiritual de Occidente fracase y éste se salga de su quicio, cuando la cultura
espectral y muerta se desplome, y precipite todas las fuerzas en el
desconcierto y las deje asfixiarse en la locura.
Que tales cosas acontezcan o no, depende tan sólo de que nos queramos
todavía, o más bien de nuevo, como pueblo histórico-espiritual, o de que
abandonemos tal querer. Cada individuo también decide, incluso precisamente
cuando evita esta decisión.
Pero queremos que nuestro pueblo cumpla con su misión histórica.
Queremos ser nosotros mismos. Pues la fuerza joven y reciente del
pueblo, que ya está pasando sobre nosotros, ya ha decidido.
Pero el esplendor y la grandeza de esta puesta en marcha (Aufbruch) sólo
los comprenderemos plenamente cuando hagamos nuestra la grande y profunda
reflexión con la que la vieja sabiduría griega pudo decir:
tŒ...meg‹la p‹nta ¤pisfal°
«Todo lo grande está en medio de la tempestad»
(Platón, República, 497 d,9)
MARTIN HEIDEGGER
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