JOSÉ MARTÍ "NUESTRA AMÉRICA"
Discurso
del revolucionario cubano el 30.01.1891
"Cree
el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea, y con tal que él quede de
alcalde, o le mortifique al rival que le quitó la novia, o le crezcan en la
alcancía los ahorros, ya da por bueno el orden universal, sin saber de los
gigantes que llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima,
ni de la pelea de los cometas en el Cielo, que van por el aire dormidos
engullendo mundos. Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos
tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de
almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que
vencen a las otras. Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.
No
hay proa que taje una nube de ideas. Una idea enérgica, flameada a tiempo ante el
mundo, para, como la bandera mística del juicio final, a un escuadrón de
acorazados. Los pueblos que no se conocen han de darse prisa para conocerse,
como quienes van a pelear juntos. Los que se enseñan los puños, como hermanos
celosos, que quieren los dos la misma tierra, o el de casa chica, que le tiene
envidia al de casa mejor, han de encajar, de modo que sean una, las dos manos.
Los que, al amparo de una tradición criminal, cercenaron, con el sable tinto en
la sangre de sus mismas venas, la tierra del hermano vencido, del hermano
castigado más allá de sus culpas, si no quieren que les llame el pueblo
ladrones, devuélvanle sus tierras al hermano. Las deudas del honor no las cobra
el honrado en dinero, a tanto por la bofetada. Ya no podemos ser el pueblo de
hojas, que vive en el aire, con la copa cargada de flor, restallando o
zumbando, según la acaricie el capricho de la luz, o la tundan y talen las
tempestades: ¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante
de las siete leguas! Es la hora del recuento, y de la marcha unida, y hemos de
andar en cuadro apretado, como la plata en las raíces de los Andes.
A
los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra
son hombres de siete meses. Porque les falta el valor a ellos, se lo niegan a
los demás. No les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas
pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede
alcanzar el árbol. Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen
el hueso a la patria que los nutre. Si son parisienses o madrileños, vayan al
Prado, de faroles, o vayan a Tortoni, de sorbetes. ¡Estos hijos de carpintero,
que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América,
que se avergüenzan, porque llevan delantal indio, de la madre que los crió, y
reniegan, ¡bribones!, de la madre enferma, y la dejan sola en el lecho de las
enfermedades! Pues, ¿quién es el hombre? ¿el que se queda con la madre, a
curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean, y vive de
su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata, maldiciendo del
seno que lo cargó, paseando el letrero de traidor en la espalda de la casaca de
papel? ¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios, y va
de menos a más; estos desertores que piden fusil en los ejércitos de la América
del Norte, que ahoga en sangre a sus indios, y va de más a menos! ¡Estos
delicados, que son hombres y no quieren hacer el trabajo de hombres! Pues el
Washington que les hizo esta tierra ¿se fue a vivir con los ingleses, a vivir
con los ingleses en los años en que los veía venir contra su tierra propia?
¡Estos "increíbles" del honor, que lo arrastran por el suelo
extranjero, como los increíbles de la Revolución francesa, danzando y
relamiéndose, arrastraban las erres!
Ni
¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas
dolorosas de América, levantadas entre las masas mudas de indios, al ruido de
pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de
apóstoles? De factores tan descompuestos, jamás, en menos tiempo histórico, se
han creado naciones tan adelantadas y compactas. Cree el soberbio que la tierra
fue hecha para servirle de pedestal, porque tiene la pluma fácil o la palabra
de colores, y acusa de incapaz e irremediable a su república nativa, porque no
le dan sus selvas nuevas modo continuo de ir por el mundo de gamonal famoso,
guiando jacas de Persia y derramando champaña. La incapacidad no está en el
país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los
que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con
leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de
diecinueve siglos de monarquía en Francia. Con un decreto de Hamilton no se le
para la pechada al potro del llanero. Con una frase de Sieyés no se desestanca
la sangre cuajada de la raza india. A lo que es, allí donde se gobierna, hay
que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que
sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con que
elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar,
por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde
cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la
naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden
con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de
ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia
del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales
del país.
Por
eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los
hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono
ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la
barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza. El hombre natural es
bueno, y acata y premia la inteligencia superior, mientras esta no se vale de
su sumisión para dañarle, o le ofende prescindiendo de él, que es cosa que no
perdona el hombre natural, dispuesto a recobrar por la fuerza el respeto de
quien le hiere la susceptibilidad o le perjudica el interés. Por esta conformidad
con los elementos naturales desdeñados han subido los tiranos de América al
poder: y han caído, en cuanto les hicieron traición. Las repúblicas han purgado
en las tiranías su incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país,
derivar de ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos. Gobernante, en un
pueblo nuevo, quiere decir creador.
En
pueblos compuestos de elementos cultos e incultos, los incultos gobernarán, por
su hábito de agredir y resolver las dudas con su mano, allí donde los cultos no
aprendan el arte del gobierno. La masa inculta es perezosa, y tímida en las
cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien; pero si el gobierno
le lastima, se lo sacude y gobierna ella. ¿Cómo han de salir de las
universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe
lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos
peculiares de los pueblos de América? A adivinar salen los jóvenes al mundo,
con antiparras yanquis o francesas, y aspiran a dirigir un pueblo que no
conocen. En la carrera de la política habría de negarse la entrada a los que
desconocen los rudimentos de la política. El premio de los certámenes no ha de
ser para la mejor oda, sino para el mejor estudio de los factores del país en
que se vive. En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse
adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin
vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte
de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la
negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella. Resolver el problema después
de conocer sus elementos, es más fácil que resolver el problema sin conocerlos.
Viene el hombre natural, indignado y fuerte, y derriba la justicia acumulada de
los libros, porque no se la administra en acuerdo con las necesidades patentes
del país. Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al
conocimiento, es el único modo de librarlo de tiranías. La universidad europea
ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a
acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de
Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más
necesaria. Los políticos nacionales han de reemplazar a los políticos exóticos.
Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de
nuestras repúblicas. Y calle el pedante vencido; que no hay patria en que pueda
tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas.
Con
los pies en el rosario, la cabeza blanca y el cuerpo pinto de indio y criollo,
vinimos, denodados, al mundo de las naciones. Con el estandarte de la Virgen
salimos a la conquista de la libertad. Un cura, unos cuantos tenientes y una
mujer alzan en México la república, en hombros de los indios. Un canónigo
español, a la sombra de su capa, instruye en la libertad francesa a unos
cuantos bachilleres magníficos, que ponen de jefe de Centro América contra
España al general de España. Con los hábitos monárquicos, y el Sol por pecho,
se echaron a levantar pueblos los venezolanos por el Norte y los argentinos por
el Sur. Cuando los dos héroes chocaron, y el continente iba a temblar, uno, que
no fue el menos grande, volvió riendas. Y como el heroísmo en la paz es más
escaso, porque es menos glorioso, que el de la guerra; como al hombre le es más
fácil morir con honra que pensar con orden; como gobernar con los sentimientos
exaltados y unánimes es más hacedero que dirigir, después de la pelea, los
pensamientos diversos, arrogantes, exóticos o ambiciosos; como los poderes
arrollados en la arremetida épica zapaban, con la cautela felina de la especie
y el peso de lo real, el edificio que había izado, en las comarcas burdas y singulares
de nuestra América mestiza, en los pueblos de pierna desnuda y casaca de París,
la bandera de los pueblos nutridos de savia gobernante en la práctica continua
de la razón y de la libertad; como la constitución jerárquica de las colonias
resistía la organización democrática de la República, o las capitales de
corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota de potro, o los redentores
bibliógenos no entendieron que la revolución que triunfó con el alma de la
tierra, desatada a la voz del salvador, con el alma de la tierra había de
gobernar, y no contra ella ni sin ella, entró a padecer América, y padece, de
la fatiga de acomodación entre los elementos discordantes y hostiles que heredó
de un colonizador despótico y avieso, y las ideas y formas importadas que han
venido retardando, por su falta de realidad local, el gobierno lógico. El
continente descoyuntado durante tres siglos por un mando que negaba el derecho
del hombre al ejercicio de su razón, entró, desatendiendo o desoyendo a los
ignorantes que lo habían ayudado a redimirse, en un gobierno que tenía por base
la razón; la razón de todos en las cosas de todos, y no la razón universitaria
de unos sobre la razón campestre de otros. El problema de la independencia no
era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu.
Con
los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a
los intereses y hábitos de mando de los opresores. El tigre, espantado del
fogonazo, vuelve de noche al lugar de la presa. Muere echando llamas por los
ojos y con las zarpas al aire. No se le oye venir, sino que viene con zarpas de
terciopelo. Cuando la presa despierta, tiene al tigre encima. La colonia
continuó viviendo en la república; y nuestra América se está salvando de sus
grandes yerros–de la soberbia de las ciudades capitales, del triunfo ciego de
los campesinos desdeñados, de la importación excesiva de las ideas y fórmulas
ajenas, del desdén inicuo e impolítico de la raza aborigen, –por la virtud
superior, abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la
colonia. El tigre espera, detrás de cada árbol, acurrucado en cada esquina.
Morirá, con las zarpas al aire, echando llamas por los ojos.
Pero
"estos países se salvarán", como anunció Rivadavia el argentino, el
que pecó de finura en tiempos crudos: al machete no le va vaina de seda, ni en
el país que se ganó con lanzón, se puede echar el lanzón atrás, porque se enoja
y se pone en la puerta del Congreso de Iturbide "a que le hagan emperador
al rubio". Estos países se salvarán porque, con el genio de la moderación
que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de
la luz, y por el influjo de la lectura crítica que ha sucedido en Europa a la
lectura de tanteo y falansterio en que se empapó la generación anterior, le
está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real.
Éramos
una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño.
Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el
chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba
vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar sus
hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y
desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se
revolvía, ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura.
Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en
los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad
del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga, en
desestancar al indio; en ir haciendo lado al negro suficiente; en ajustar la
libertad al cuerpo de los que se alzaron y vencieron por ella. Nos quedó el
oidor, y el general, y el letrado, y el prebendado. La juventud angélica, como
de los brazos de un pulpo, echaba al Cielo, para caer con gloria estéril, la
cabeza, coronada de nubes. El pueblo natural, con el empuje del instinto,
arrollaba, ciego del triunfo, los bastones de oro. Ni el libro europeo, ni el
libro yanqui, daban la clave del enigma hispanoamericano. Se probó el odio, y
los países venían cada año a menos. Cansados del odio inútil, de la resistencia
del libro contra la lanza, de la razón contra el cirial, de la ciudad contra el
campo, del imperio imposible de las castas urbanas divididas sobre la nación
natural, tempestuosa o inerte, se empieza, como sin saberlo, a probar el amor.
Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. "¿Cómo somos?" se
preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar
un problema, no van a buscar la solución a Dantzig. Las levitas son todavía de
Francia, pero el pensamiento empieza a ser de América. Los jóvenes de América
se ponen la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan con la
levadura de su sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la salvación está
en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano;
y si sale agrio, ¡es nuestro vino! Se entiende que las formas de gobierno de un
país han de acomodarse a sus elementos naturales; que las ideas absolutas, para
no caer por un yerro de forma, han de ponerse en formas relativas; que la
libertad, para ser viable, tiene que ser sincera y plena; que si la república
no abre los brazos a todos y adelanta con todos, muere la república. El tigre
de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera. El general sujeta en
la marcha la caballería al paso de los infantes. O si deja a la zaga a los
infantes, le envuelve el enemigo la caballería. Estrategia es política. Los
pueblos han de vivir criticándose, porque la crítica es la salud; pero con un
solo pecho y una sola mente. ¡Bajarse hasta los infelices, y alzarlos en los
brazos! ¡Con el fuego del corazón deshelar la América coagulada! ¡Echar,
bullendo y rebotando, por las venas, la sangre natural del país! En pie, con
los ojos alegres de los trabajadores, se saludan, de un pueblo a otro, los
hombres nuevos americanos. Surgen los estadistas naturales del estudio directo
de la naturaleza. Leen para aplicar, pero no para copiar. Los economistas
estudian la dificultad en sus orígenes. Los oradores empiezan a ser sobrios.
Los dramaturgos traen los caracteres nativos a la escena. Las academias
discuten temas viables. La poesía se corta la melena zorrillesca y cuelga del
árbol glorioso el chaleco colorado. La prosa, centelleante y cernida, va
cargada de ideas. Los gobernadores, en las repúblicas de indios, aprenden
indio.
De
todos sus peligros se va salvando América. Sobre algunas repúblicas está
durmiendo el pulpo. Otras, por la ley del equilibrio, se echan a pie a la mar,
a recobrar, con prisa loca y sublime, los siglos perdidos. Otras, olvidando que
Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una
pomba de jabón; el lujo venenoso, enemigo de la libertad, pudre al hombre
liviano y abre la puerta al extranjero. Otras acendran, con el espíritu épico
de la independencia amenazada, el carácter viril. Otras crían, en la guerra
rapaz contra el vecino, la soldadesca que puede devorarlas. Pero otro peligro
corre, acaso, nuestra América, que no le viene de sí, sino de la diferencia de
orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es la
hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un pueblo
emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña. Y como los pueblos
viriles, que se han hecho de sí propios, con la escopeta y la ley, aman, y sólo
aman, a los pueblos viriles; como la hora del desenfreno y la ambición, de que
acaso se libre, por el predominio de lo más puro de su sangre, la América del
Norte, o en que pudieran lanzarla sus masas vengativas y sórdidas, la tradición
de conquista, y el interés de un caudillo hábil, no está tan cercana aún a los
ojos del más espantadizo, que no dé tiempo a la prueba de altivez, continua y
discreta, con que se la pudiera encarar y desviarla; como su decoro de
república pone a la América del Norte, ante los pueblos atentos del Universo,
un freno que no le ha de quitar la provocación pueril o la arrogancia
ostentosa, o la discordia parricida de nuestra América, el deber urgente de
nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento, vencedora veloz de
un pasado sofocante, manchada sólo con sangre de abono que arranca a las manos
la pelea con las ruinas, y la de las venas que nos dejaron picadas nuestros
dueños. El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor
de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el
vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia
llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia. Por el respeto, luego que la
conociese, sacaría de ella las manos. Se ha de tener fe en lo mejor del hombre,
y desconfiar de lo peor de él. Hay que dar ocasión a lo mejor para que se
revele y prevalezca sobre lo peor. Si no, lo peor prevalece. Los pueblos han de
tener una picota para quien les azuza a odios inútiles; y otra para quien no
les dice a tiempo la verdad.
No
hay odio de razas, porque no hay razas. Los pensadores canijos, los pensadores
de lámparas, enhebran y recalientan las razas de librería, que el viajero justo
y el observador cordial buscan en vano en la justicia de la Naturaleza, donde
resalta en el amor victorioso y el apetito turbulento, la identidad universal
del hombre. El alma emana, igual y eterna, de los cuerpos diversos en forma y
en color. Peca contra la Humanidad el que fomente y propague la oposición y el
odio de las razas. Pero en el amasijo de los pueblos se condensan, en la
cercanía de otros pueblos diversos, caracteres peculiares y activos, de ideas y
de hábitos, de ensanche y adquisición, de vanidad y de avaricia, que del estado
latente de preocupaciones nacionales pudieran, en un período de desorden
interno o de precipitación del carácter acumulado del país, trocarse en amenaza
grave para las tierras vecinas, aisladas y débiles, que el país fuerte declara
perecederas e inferiores. Pensar es servir. Ni ha de suponerse, por antipatía
de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo rubio del continente, porque no
habla nuestro idioma, ni ve la casa como nosotros la vemos, ni se nos parece en
sus lacras políticas, que son diferentes de las nuestras, ni tiene en mucho a
los hombres biliosos y trigueños, ni mira caritativo, desde su eminencia aún
mal segura, a los que, con menos favor de la Historia, suben a tramos heroicos
la vía de las repúblicas: ni se han de esconder los datos patentes del problema
que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio oportuno, y la
unión tácita y urgente del alma continental. ¡Porque ya suena el himno unánime;
la generación actual lleva a cuestas, por el camino abonado por los padres
sublimes, la América trabajadora; del Bravo a Magallanes, sentado en el lomo
del cóndor, regó el Gran Semí, por las naciones románticas del continente y por
las islas dolorosas del mar, la semilla de la América nueva!"
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