PAPA URBANO II
“Tomad el camino del Santo Sepulcro, arrancad esa tierra de las manos de
pueblos abominables, y sometedlos a vuestro poder”
DISCURSO EN EL CONCILIO DE CLERMONT – FRANCIA, DONDE PROCLAMA LA PRIMERA
CRUZADA 27 de Noviembre de 1095
¡Oh, raza de francos, la raza desde el otro lado de las montañas, naciones,
la raza elegida y amada por Godas, que vemos brillar en vuestras obras,
elegidos y queridos de Dios, y separados de otros pueblos del universo, tanto
por la situación de vuestro territorio como por la fe católica y el honor que
profesáis por la santa Iglesia! Es a vosotros que se dirigen nuestras palabras,
es hacia vosotros que se dirigen nuestras exhortaciones. Queremos que sepáis
cuál es la dolorosa causa que nos ha traído hasta vuestro país, como que
peligro amenaza a vosotros y a todos los fieles.
De los confines de Jerusalén y de la ciudad de Constantinopla nos han
llegado tristes noticias; frecuentemente nuestros oídos están siendo golpeados;
pueblos del reino de los persas, nación maldita, nación completamente extraña a
Dios, raza que de ninguna manera ha vuelto su corazón hacia Él, ni ha confiado
nunca su espíritu al Señor, ha invadido en esos lugares las tierras de los
cristianos, devastándolas por la espada, el pillaje, el fuego, se ha llevado
una parte de los cautivos a su país, y a otros ha dado una muerte miserable, ha
derribado completamente las iglesias de Dios, o las utiliza para el servicio de
su culto. Destruyen los altares, después de haberlos contaminado con su inmundicia.
Circuncidan a los cristianos y la sangre de la circuncisión es rociada sobre el
altar o las pilas bautismales. Les gusta matar a otros abriéndoles el abdomen,
sacándoles una extremidad del intestino que luego atan a un poste. A golpes los
persiguen alrededor del poste hasta que se les salen las vísceras y caen
muertos en el suelo. Otros, amarrados a un poste, son atravesados por flechas;
a algunos otros, los hacen exponer el cuello y, abalanzándose sobre ellos,
espada en mano, se ejercitan en cortárselo de un solo golpe. ¿Qué puedo decir
de la abominable profanación de las mujeres? Sería más penoso decirlo que
callarlo. Ellos han desmembrado el Imperio Griego, y han sometido a su
dominación un espacio que no se puede atravesar ni en dos meses de viaje. ¿A
quién, pues, pertenece castigarlos y erradicarlos de las tierras invadidas,
sino a vosotros, a quien el Señor a concedido por sobre todas las otras
naciones la gloria de las armas, la grandeza del alma, la agilidad del cuerpo y
la fuerza de abatir la cabeza de quienes os resisten?
Que vuestros corazones se conmuevan y que vuestras
almas se estimulen con valentía por las hazañas de vuestros ancestros, la
virtud y la grandeza del rey Carlomagno y de su hijo Luis, y de vuestros otros
reyes, que han destruido la dominación de los Turcos y extendido en su tierra
el imperio de la santa Iglesia. Sed conmovidos sobre todo en favor del santo
sepulcro de Jesucristo, nuestro Salvador, poseído por pueblos inmundos, y por
los santos lugares que deshonran y mancillan con la irreverencia de sus
impiedades. ¡Oh, muy valientes caballeros, posteridad surgida de padres
invencibles, no decaed nunca, sino recordad la virtud de vuestros ancestros!
Pero si se ven obstaculizados por el amor de los niños, padres y esposas, recordar
lo que dice el Señor en el Evangelio: "Quien ama a su padre y a su madre
más que a mí, no es digno de mí" (Mt 10,37). "Aquel que por causa de
mi nombre abandone su casa, o sus hermanos o hermanas, o su padre o su madre, o
su esposa o sus hijos, o sus tierras, recibirá el céntuplo y tendrá por
herencia la vida eterna" (Mt 19,29). Que no os retenga ningún afán por
vuestras propiedades y los negocios de vuestra familia, pues esta tierra que
habitáis, confinada entre las aguas del mar y las alturas de las montañas,
contiene estrechamente vuestra numerosa población; no abunda en riquezas, y
apenas provee de alimentos a quienes la cultivan. De allí procede que vosotros
os desgarréis y devoréis con porfía, que os levantéis en guerras, y que muchos
perezcan por las mutuas heridas. Extinguid, pues, de entre vosotros, todo
rencor, que las querellas se acallen, que las guerras se apacigüen, y que todas
las asperezas de vuestras disputas se calmen. Tomad el camino del Santo
Sepulcro, arrancad esa tierra de las manos de pueblos abominables, y sometedlos
a vuestro poder. Dios dio a Israel esa tierra en propiedad, de la cual dice la
Escritura que "mana leche y miel" (Nm 13,28); Jerusalén es el centro;
su territorio, fértil sobre todos los demás, ofrece, por así decir, las
delicias de un otro paraíso. El Redentor del género humano la hizo ilustre con
su venida, la honró residiendo en ella, la consagró con su pasión, la rescató
con su muerte, y la señaló con su sepultura. Esta ciudad real, situada al
centro del mundo, ahora cautiva de sus enemigos, ha sido reducida a la
servidumbre por naciones que no conocen a Dios, a la adoración de los paganos.
Ella os demanda y exige su liberación, y no cesa de imploraros para que vayáis
en su auxilio. Es de ustedes eminentemente que ella espera la ayuda, porque así
como os lo hemos dicho, Dios os ha dado, por sobre todas las naciones, la
insigne gloria de las armas. Tomad, entonces, aquella ruta, para remisión de
vuestros pecados, y partid, seguros de la gloria imperecedera que os espera en
el reino de los cielos.
- Este discurso de Urbano II tocó los corazones de todos. Cuando preguntó a
los asistentes si pondrían su espada al servicio de Dios, toda la audiencia
contestó con un sonoro “Deus vult! Deus vult!” [Dios lo quiere, Dios lo
quiere], que a partir de entonces se convertiría en el grito de guerra de
los cruzados-
-Cuando se restableció el silencio, el Santo Pontífice continuó:
He aquí que hoy se cumple en vosotros la promesa del Señor que dijo que
donde sus discípulos se reúnen en su nombre, Él estará en medio de ellos. Si el
Salvador del mundo está ahora entre vosotros, si fue Él quien inspiró lo que yo
acabo de escuchar, fue Él quien ha sacado de vosotros este grito de guerra,
“«¡Dios lo quiere!», y dejó que fuese lanzado en todas partes como testigos de
la presencia del Señor Dios de los Ejércitos!”
-El Papa levantó la Cruz ante la asamblea, el signo de la Redención, y
dijo:
Es el mismo Jesucristo que deja su Sepulcro y os presenta su Cruz. Será el
signo que unirá a los hijos dispersos de Israel. Levantadla sobre vuestros
hombros y colocadla en vuestros pechos. Que brille en vuestras armas y
banderas. Que sea para vosotros la recompensa de la victoria o la palma del
martirio. Será un incesante recordatorio de que Nuestro Señor murió por
nosotros y que debemos morir por Él.
No recomendamos ni ordenamos este viaje ni a los ancianos ni a los
enfermos, ni a aquellos que no les sean propias las armas; que la ruta no sea
tomada por las mujeres sin sus maridos, o sin sus hermanos, o sin sus legítimos
garantes, ya que tales personas serían un estorbo más que una ayuda, y serán
más una carga que una utilidad. Que los ricos ayuden a los pobres, y que lleven
consigo, a sus expensas, a hombres apropiados para la guerra. No está permitido
a los sacerdotes ni los empleados, de la orden que sean, partir sin el
consentimiento de su obispo, ya que si parten sin ese consentimiento, el viaje
les será inútil. Además, no es justo que los laicos entren a la peregrinación
sin la bendición de sus sacerdotes.
Quien tenga, pues, la voluntad de emprender esta santa peregrinación,
deberá comprometerse ante Dios, y se entregará en sacrificio como hostia viva,
santa y agradable a Dios; que lleve el signo de la Cruz del Señor sobre su
frente o su pecho; que aquel que, en cumplimiento de sus votos, quiera ponerse
en marcha, la ponga tras de sí, en su espalda. Cumplirá, con esta acción, el
precepto evangélico del Señor: "El que no tome su cruz y me siga, no es
digno de mí".
URBANO II
Si bien existen varias versiones de este
discurso en inglés (vgr. Fulcher of Chartres, etc.), la que nosotros publicamos
corresponde a la de Robert the Monk en traducción libre.
Con el objetivo de extender el imperio
de la Religión Católica y el poder de la Santa Sede en Oriente, el Papa San
Gregorio VII ya había exhortado a los fieles a tomar las armas contra los
musulmanes, prometiendo él mismo liderarlos hacia Asia.
En sus cartas, San Gregorio VII habla de
cómo los sufrimientos de los católicos en Oriente lo afectaban hasta el punto
que deseó la muerte. Decía que querría arriesgar su propia vida con el fin de
liberar Tierra Santa. Sin embargo, San Gregorio VII no pudo realizar su plan
debido a los problemas internos en Europa.
Movido por el mismo espíritu de su
predecesor, el Beato Urbano II resolvió convocar el Concilio de Clermont en
noviembre de 1095 en el sur de Francia, la nación de corazón de guerrero, la
misma que por muchos siglos había dado el tono a toda Europa.
Respondiendo al llamado del Papa más de
200 Arzobispos y Obispos, 4.000 eclesiásticos y 30.000 legos. Los más famosos
Santos y Doctores lo honraron con su presencia ilustrándolos con sus consejos.
La Tregua de Dios fue proclamada al
mismo tiempo que la Guerra de Dios [la Tregua de Dios concedía la inmunidad de
la violencia a los campesinos y clérigos que no podían defenderse].
El Concilio aprobó numerosos decretos
para la disciplina eclesiástica y la reforma de la Iglesia, incluyendo los
concernientes a la simonía y al matrimonio sacerdotal. Pero todos esos decretos
– incluso la excomunión de Felipe I, el Rey de Francia, por adulterio – no
lograron desviar la atención general del punto que se consideraba más
importante, que era la cautividad de Jerusalén y los abusos que se producían
ahí.
El día del discurso del Papa Urbano, el
Concilio se reunió en la extensa plaza fuera de la puerta oeste de Clermont
donde se instaló el trono papal a fin de dar cabida a la inmensa multitud. El
Papa, seguido por sus Cardenales, llegaron en procesión y comenzó la reunión.
El Obispo de Puy, fue el primero en
entrar en la cruzada, tomando la Cruz de las manos del Papa. Muchos otros
siguieron su ejemplo. El Papa prometió a los cruzados la absolución de sus
pecados. Y colocó a sus personas, familias y bienes bajo la protección de la
Iglesia y de los Apóstoles Pedro y Pablo. El Concilio declaró que cualquiera
que hiciese violencia contra los soldados de Cristo sería castigado con el
anatema (excomunión). El Papa reglamentó la disciplina y fijó la fecha de
partida para aquellos que se habían enlistado en la Santa Milicia. Temeroso de
que algunos pudieran permanecer en sus ciudades a causa de sus intereses
personales, amenazó con la excomunión a aquellos que no cumplieren con sus
juramentos. Además viajó a través de las varias provincias de Francia para
completar su trabajo, convocando otros concilios. Este entusiasmo ilimitado lo
siguió y lo comunicó al resto del pueblo francés, y luego se extendió a
Inglaterra, Alemania, Italia e incluso España, que estaba combatiendo a los
sarracenos en su propio territorio. Todo Occidente fue movido por estas
palabras: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.” Todas las
Órdenes de Caballería tomaron la Cruz como símbolo. “Recibe esta espada en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.” El sacerdote de cada
parroquia bendecía las armas que se acumulaban delante de él. Rogaba a Dios
concediera a aquellos que las llevaran, el valor y la fortaleza que llevaron a
David a derrotar el infiel Goliat. Al entregar a cada caballero la espada que
había sido bendecida, el sacerdote decía: “Recibe esta espada en el nombre del
Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Que te sirva para el triunfo de la fe.
Sin embargo, no derrames con ella la sangre del inocente." Después de
rociar los estandartes de la Cruz con agua bendita, se las entregaba diciendo:
“Ve a combatir por la gloria de Dios y deja que este signo te haga triunfar de
todo peligro.” Los cruzados recibían sus símbolos sobre sus rodillas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario