WINSTON S.
CHURCHILL “Son los vencedores los que deben hurgarse el corazón en
las horas de esplendor y ser dignos por su nobleza de las inmensas fuerzas que
manejan”
DISCURSO DE LA
VICTORIA, PRONUNCIADO POR RADIO 13 de Mayo de 1945
El
jueves último se cumplieron cinco años desde que Su Majestad el Rey me
encomendó formar un gobierno nacional de todos los partidos que llevara
adelante los asuntos del Estado. Cinco años es un período largo en la vida
humana, sobre todo, cuando no hay exenciones por buena conducta. Sin embargo,
este gobierno nacional fue apoyado por el Parlamento, por toda la nación
británica en el país y por todos los combatientes en el exterior, y tuvo la
indefectible cooperación de los Dominios a gran distancia del otro lado de los
océanos y de nuestro Imperio en cada rincón del globo. Después de ocurridos
varios episodios Se hizo evidente la semana última que hasta ahora las cosas
habían salido muy bien y que el Commonwealth y el Imperio británico están más
unidos y son más poderosos que en cualquier otro momento de su larga y azarosa
historia. Por, cierto estamos - y esto bien puede admitirlo, supongo, toda
mente justiciera - en situación mucho mejor para afrontar los problemas y
peligros del futuro de lo que estábamos hace cinco años.
Durante
un tiempo el primer enemigo, el poderoso 'enemigo, Alemania, arrolló casi toda
Europa. A Francia, que soportó esfuerzo tan espantoso en la última guerra, la
derribó por tierra y ella necesitó tiempo para recobrarse. Los países bajos,
que pelearon lo más que pudieron, quedaron subyugados. Noruega fue abrumada.
La Italia de Mussolini nos apuñaló por la espalda cuando estábamos, según él
creía, en las últimas boqueadas. Fuera de los nuestros - los nuestros digo, el
Commonwealth y el Imperio británico- no nos acompaña absolutamente nadie.
En julio, agosto y septiembre de 1940, cuarenta o cincuenta
escuadrillas de aviones británicos de caza en la batalla de Gran Bretaña le
quebraron los dientes a la flota aérea alemana que los superaba en proporción
de siete u ocho contra uno. Permítaseme repetir las palabras que utilicé en esa
hora fatídica: “Nunca en la historia de las luchas humanas, han debido tantos,
a tan pocos, tanta gratitud.” El nombre del mariscal en jefe del Aire, Lord
Dowding quedará por siempre vinculado con este espléndido acontecimiento. Pero
junto con la Real Fuerza Aérea, estaba la Real Armada, siempre pronta a hacer
pedazos las barcazas reunidas desde los canales de Holanda y Bélgica, únicas en
que podría haberse transportado un ejército invasor alemán. Nunca fui de los
que creyeron que la invasión de Gran Bretaña, con el aparejo que tenía entonces
el enemigo, fuera cosa muy fácil; de realizar. Con la llegada de las tormentas
de otoño el peligro inmediato de invasión en 1940 se desvaneció.
Entonces
empezó el Blitz, cuando Hitler dijo que iba a borrar del mapa las ciudades
británicas. Este Blitz fue soportado sin una palabra de queja ni el menor signo
de flaquear, mientras gran número de gente -honor a toda ella- probaba que
“¡Londres aguanta!” y que también aguantaban los otros centros azotados. Pero
el alba de 1941 reveló que aún estábamos en aprietos. La aviación hostil podía
cruzar sobre los accesos a nuestra isla donde 46 millones de hombres
necesitaban importar la mitad del pan y todos los materiales que requerían para
la paz o la guerra. Esos aviones hostiles volaban sobre los accesos de Brest a
Noruega y volvían en una sola etapa. Podían observar todos los movimientos de
nuestra navegación entrando y saliendo del Clyde y del Mersey y dirigir contra
los convoyes a los submarinos, cada vez más numerosos, con que el enemigo había
sembrado el Atlántico: y los sucesores o sobrevivientes de esos submarinos se
están concentrando ahora en puertos británicos.
La
sensación del envolvimiento, que en cualquier instante podía convertirse en
estrangulación, pesaba gravemente sobre nosotros. No nos quedaba sino la
entrada del Noroeste, entre el Ulster y Escocia, por donde introducir todos los
medios de vida y enviar las fuerzas a la guerra. Debido a la acción del
gobierno de Dublín, tan desacorde con el humor e instinto de millares de
irlandeses del sur que corrieron al frente para probar su valor proverbial las
vías de acceso que tan fácilmente podrían haber protegido puertos y aeródromos
de Irlanda del Sur, estaban cerradas por la acción de los aeroplanos y
'submarinos enemigos. Fue, en verdad, un mortal momento de nuestras vida, y de
no haber sido por la fidelidad y amistad de Irlanda del Norte nos habrían
obligado a luchar cuerpo a cuerpo o desaparecer para siempre de sobre la
tierra. Sin embargo, con una serenidad y autodominio que, debo decirlo, pocos
paralelos han de tener en la historia, el gobierno de su Majestad nunca le puso
ni un dedo encima, aunque a veces habría sido muy fácil y natural, y dejamos
que el gobierno de Dublín siguiera cambiando florecillas con los
representantes de Alemania y luego los japoneses, a gusto de su corazón.
Cuando
me acuerdo de esos días, me acuerdo también de otros episodios y personajes.
Recuerdo al teniente comandante Esmonde, condecorado con la Cruz de Victoria;
al comandante de Lanceros, Kenneally, también V. C., al capitán Fegen, V. C. y
a otros héroes irlandeses cuyos nombres me sería fácil recitar, y entonces
confieso que todo encono de Gran Bretaña contra la raza irlandesa muere en mi
pecho. Sólo ruego que, en años futuros que no he de ver, se olvide la vergüenza
y perduren las glorias, y que los pueblos de las Islas Británicas así como del
Commonwealth británico caminen juntos comprendiéndose y perdonándose
recíprocamente.
Amigos
míos: cuando volvamos el pensamiento a los accesos del Noroeste, no
olvidaremos la devoción de nuestros marinos de buques mercantes y de los
barreminas que salían noche a noche y tan rara vez se mencionaban en los
titulares de los diarios. Ni olvidaremos el poder, el vasto, inventivo,
adaptativo, omnipresente, y, al final, omnipotente poder de la Real Armada, con
su nueva aliada, cada vez más poderosa, la aviación. Ellos mantuvieron abierta
la línea vital. Pudimos respirar; pudimos vivir; pudimos golpear. Hubo que
efectuar actos horribles: destrozar o capturar la flota francesa que, si
hubiera pasado alguna vez íntegra a manos de Alemania, habría, junto con la
flota italiana, permitido quizá a la de Alemania hacernos frente en alta mar.
Lo hicimos. Tuvimos que mandarle al general Wavell, dando toda la vuelta al
Cabo, en la hora más sombría, los tanques - prácticamente todos los que
poseíamos en la isla - y esto nos permitió ya en noviembre de 1940 defender a
Egipto contra la invasión y echarla para atrás con pérdida de un cuarto de
millón de prisioneros y copiosa matanza de los ejércitos italianos a la cola de
los cuales pensaba Mussolini hacer su entrada .
El Presidente Roosevelt y, a decir verdad, todos los hombres pensantes de los
Estados Unidos, sufrían gran ansiedad por lo que iba a ocurrirnos a principios
de 1941. El Presidente sentía hasta lo más profundo de su ser que la
destrucción de Gran Bretaña no sólo sería un hecho espantoso en sí sino que
expondría también a mortal peligro las vastas y hasta entonces en gran parte
inermes potencialidades y futuro destino de los Estados Unidos. Mucho temía que
nos invadieran en esa primavera de 1941, y sin duda, contaba con asesoramiento
militar tan bueno como cualquiera que exista en el mundo, por lo cual me envió
a su adversario presidencial, el difunto Wendell Willkie, con una carta en que
había escrito de su propia mano los famosos versos de Longfellow que cité los
otros días en la Cámara de los Comunes.
Sin
embargo, nos hallábamos ya bastante endurecidos durante los primeros meses de
1941 y nos sentíamos mucho mejor que en los meses que siguieron inmediatamente
al derrumbe de Francia. Nuestro ejército de Dunkerque y las tropas de campaña
en Gran Bretaña, fuertes de casi un millón de hombres, estaban casi todas
equipadas o reequipadas, Habíamos trasladado por sobre el Atlántico un millón
de fusiles y mil cañones de los Estados Unidos, con toda su munición, desde el
mes de junio anterior. En nuestras fábricas de municiones, que se estaban
haciendo muy poderosas, hombres y mujeres trabajaban al pie de la máquina hasta
caer desvanecidos de fatiga. Casi un millón de hombres, que aumentó en su
momento hasta un máximo de dos millones, formaban la Guardia Metropolitana,
aunque seguían trabajando todo el día. Se hallaban armados por lo menos con
fusiles, y también con el espíritu de “vencer o morir”.
Más
tarde, en 1941, cuando aún estábamos solos, sacrificamos de mala gana y hasta
cierto punto con mal consejo, nuestras conquistas del invierno en Cirenaica y
Libia para defender a Grecia; y Grecia nunca olvidará cuánto dimos, aunque en
vano, de lo poco que teníamos. Lo hicimos por el honor. Luego reprimimos el
alzamiento del Irak, instigado por los alemanes. Defendimos a Palestina. Con
ayuda de los indomables franceses libres del general de Gaulle despejamos a
Siria y el Líbano de partidarios de Vichy y de aviadores e intrigantes
alemanes. Y después, en junio de 1941, ocurrió otro formidable acontecimiento
mundial.
Sin
duda han notado ustedes al leer la historia británica - y de lo contrario
espero que se tomarán el trabajo de leerla, porque solamente por el pasado
puede uno juzgar el futuro y solamente al leer la historia de la nación
británica, del Imperio británico, puede uno experimentar un bien fundado
sentimiento de orgullo por habitar estas islas - habrán notado a veces, digo,
leyendo la historia británica, cómo de tiempo en tiempo tuvimos que resistir
solos, o ser la fuente de coaliciones contra un tirano o dictador continental,
y que tuvimos que resistir por tiempo muy largo: contra la Armada española,
contra el poder de Luis XIV, cuando encabezamos a Europa durante casi
veinticinco años bajo Guillermo III y Marlborough; y ciento cincuenta años a,
cuando Nelson, Pitt y Wellington quebraron a Napoleón, no sin ayuda de los
heroicos rusos de 1812. En todas esas guerras mundiales, nuestra isla encabezó
a Europa o bien resistió sola.
Y
cuando uno resiste solo por tiempo lo bastante largo, siempre llega el momento
en que el tirano comete algún siniestro error que altera toda la balanza de la
lucha. El 22 de junio de 1941 Hitler, amo, a su juicio, de toda Europa - qué
digo: próximo a ser amo del mundo, según se imaginaba, se arrojó de cabeza,
traicioneramente, sin aviso, sin haber sufrido la menor provocación, contra
Rusia y se encontró cara a cara con el mariscal Stalin y los millones de
hombres del pueblo ruso. Y al final del año el Japón asestó su golpe felón a
los Estados Unidos en Pearl Harbour y al mismo tiempo nos atacó en Malaya y
Singapur. A raíz de ello, Hitler y Mussolini le declararon la guerra a la
República de los Estados Unidos.
Años
han pasado desde entonces. A decir verdad, cada año de éstos casi me parece una
década. Pero nunca, desde que los Estados Unidos entraron en la guerra, tuve la
menor duda de que nos íbamos a salvar y que nos bastaba cumplir con nuestro
deber para ganar la guerra. Hemos desempeñado el debido papel en todo este
proceso por el cual se ha derribado a los malhechores - y confío en no estar
diciendo palabras vanas o jactanciosas -; pero desde El Alamein, en octubre de
1942, pasando por la invasión del África del Norte, de Sicilia, de la península
italiana con la toma de Roma, hasta hoy, hemos marchado muchas millas sin
conocer nunca la derrota. Y después, el año pasado, después de dos años de
paciente preparación y maravillosos inventos de guerra anfibia -anótenlo
ustedes: a nuestros sabios no los gana ningún país del mundo, sobre todo cuando
aplican el pensamiento a asuntos navales - el año último, el 6 de junio,
tomamos un dedo del pie de la Francia ocupada, cuidadosamente elegido, y desde
allí vertimos millones de hombres de esta isla y del otro lado del Atlántico,
hasta que el Sena, el Soma y el Rin, todos, quedaron detrás de las puntas de
lanza anglo-norteamericanas que avanzaban. Se liberó a Francia. Ella produjo un
hermoso ejército de valientes para ayudar a su propia liberación. Alemania
quedaba abierta.
Desde
el otro lado, las grandes victorias militares del .pueblo ruso, que siempre retenía
más tropas alemanas en su frente de lo que podíamos nosotros, rodaron avanzando
para encontrarse con nosotros en el corazón y centro de Alemania. Al mismo
tiempo en Italia, el ejército del mariscal Alexander, formado por tantas
naciones en su mayor parte británicas o del Imperio británico, dio su golpe
final y obligó a más de un millón de soldados enemigos a rendirse. Este
Decimoquinto Grupo de Ejércitos, como lo llamamos, de británicos y
norteamericanos, unidos en número casi igual, se halla ahora profundamente
adentro de Austria, uniendo la mano derecha con los rusos y la izquierda con
los ejércitos norteamericanos al mando del general Eisenhower, Ocurrió, como
recordarán ustedes - pero los recuerdos duran poco- que en el espacio de tres
días recibimos la no llorada noticia de la desaparición de Mussolini y Hitler,
y en tres días también se les rindieron al mariscal Alexander y al mariscal
Montgomery más de dos millones quinientos mil soldados de ese terriblemente
guerrero ejército alemán.
Dejaré
claramente sentado aquí que nunca vacilamos en reconocer la inmensa
superioridad del poderío utilizado por los Estados Unidos para salvar a Francia
y derrotar a Alemania. Por nuestra parte, británicos y canadienses hemos puesto
allí alrededor de un tercio de los efectivos norteamericanos, pero asumiendo
nuestra plena parte de la lucha, como lo muestra la escala de pérdidas. La
armada británica ha sobrellevado la carga sin comparación más pesada en el
Océano Atlántico, en los mares y en los convoyes del Ártico para Rusia,
mientras la flota norteamericana tuvo que emplear su inmensa fuerza, sobre todo
contra el Japón. Hicimos una justa división de tareas y tanto unos como otros
podemos informar que la tarea está hecha o próxima a hacerse. Es justo y
natural que ensalcemos las virtudes y gloriosos servicios de nuestros más
famosos comandantes, Alexander y Montgomery, ninguno de los cuales fue vencido
desde que empezaron juntos en El Alamein. Ambos condujeron en África, en
Italia, en Normandía y en Alemania batallas de primera magnitud y de efectos
decisivos. Al mismo tiempo, sabemos la gran deuda que tenemos con el mando
armonizador y unificador del general Eisenhower y su alta dirección
estratégica.
Este
es el momento de rendir mi homenaje personal a los jefes de Estado Mayor
británico con quienes he 'trabajado en la mayor intimidad durante todos estos
años duros y tormentosos. Ha habido muy pocos cambios en este cuerpo pequeño,
poderoso y capaz, de hombres que, sofocando todas las divergencias de las
fuerzas armadas y juzgando los problemas de la guerra como un todo, han
trabajado juntos en perfecta armonía entre sí con el mariscal Brooke, con el
almirante Pound, a quien sucedió después de su muerte el almirante Cunningham,
y con el mariscal del Aire Portal se formó un equipo que mereció el más alto
honor en la dirección de toda la estrategia bélica británica y en sus
relaciones con la de nuestros aliados.
Bien
puede decirse que se condujo la estrategia de tal modo que se imprimieron las
mejores combinaciones, el concierto más estrecho a las operaciones por obra del
Estado Mayor Combinado de Gran Bretaña y los Estados Unidos, a quienes, desde
Teherán en adelante, se unieron los jefes rusos. Bien puede decirse que nunca
las fuerzas de dos naciones han peleado lado a lado y mezclándose en los
frentes de batalla con tanta unidad, camaradería y fraternidad como en los
grandes ejércitos anglo-norteamericanos. Algunos dirán: “Bueno ¿qué otra cosa
va a esperar uno de los países que hablan el mismo idioma, tienen las mismas leyes,
han recorrido en común largo tramo de su historia y en gran parte miran del
mismo modo la vida, con toda su esperanza y gloria? Es lo lógico que ocurra.” Y
otros dirán: “Día de mal agüero para el mundo y para ellos dos ha de ser el día
en que dejen de trabajar juntos y marchar juntos y navegar y volar juntos, cada
vez que hay algo que hacer para bien de la libertad y del juego limpio sobre
toda la superficie de la tierra. Esa es la gran esperanza del porvenir.”
Hubo
un peligro final del cual nos salvó el derrumbe de Alemania. En Londres y en
los condados del sudeste sufrimos durante un año varias formas de bombas
voladoras - quizá algo oyeron ustedes de esto - y cohetes, y la aviación y
baterías antiaéreas hicieron maravillas contra ellos. En particular la
aviación, dirigida a tiempo contra lo que parecían indicios muy leves y
dudosos, estorbó y demoró gravemente todos los preparativos alemanes. Pero sólo
cuando nuestros ejércitos despejaron la costa y barrieron todos los puntos de
lanzamiento; y cuando los norteamericanos capturaron vastos almacenamientos de
cohetes de todas clases cerca de Leipzig que hace apenas unos días se añadieron
a la información que teníamos; y cuando pudieron examinarse en detalle todos los
preparativos que se hacían en las costas de Francia y Holanda, científicamente
en detalle, sólo entonces supimos lo grande que había sido el peligro, no
únicamente de los cohetes y bombas voladoras, sino también de la artillería
múltiple y de largo alcance que se estaban preparando contra Londres. Apenas
llegó a tiempo el ejército aliado para volar a la avispa en su celda. De otro
modo, el otoño de 1944, para no decir nada del de 1945, podría haber visto a
Londres tan destrozado como Berlín.
Para
el mismo período los alemanes habían preparado una nueva flota submarina y una
nueva táctica que, aunque al final las habríamos destruido , bien pudo llevar
la guerra antisubmarina, hasta los límites máximos de 1942. Por lo tanto,
regocijémonos y demos las gracias, no sólo de habernos preservado cuando
estábamos solos, sino de habernos librado a tiempo de nuevos sufrimientos y
nuevos peligros que no es fácil medir.
Ojalá
pudiera decirles esta noche que ya han concluido todos los males y fatigas.
Entonces de veras terminaría dichoso estos cinco años de servicios, y si
ustedes pensaran que ya me han usado bastante y hay que enviarme a pastar, les
juro que lo tomaría con el mejor talante. Pero al contrario, he de prevenir
como lo hice al empezar esta obra de cinco años - y nadie sabía entonces que
iba a durar tanto - que aún quedan un montón de cosas que hacer y que deben
estar preparados a realizar más esfuerzos de ánimo y cuerpo y más sacrificios a
grandes causas si no quieren volver a caer en la marea de la inercia, la
confusión de fines y “el anheloso miedo de ser grandes”. No debiliten en modo
alguno su estado de ánimo alerta y vigilante. Aunque la alegría de los días de
fiesta es necesaria al espíritu humano, ella debe aumentar y no disminuir la
fuerza y resistencia con que cada hombre retorna al trabajo que le incumbe, y
asimismo la atención y guardia que han de mantener sobre los asuntos públicos.
Aún
tenemos que asegurarnos que en el continente de Europa se cumplan los simples y
honrados propósitos con que entramos en la guerra; que no -los barran a un lado
o dejen de tenerlos en cuenta en los meses que seguirán al éxito y que las
palabras “libertad, democracia y liberación” no sean tergiversadas del
verdadero significado en que las hemos entendido. De poco valdría castigar a
los hiltleristas por sus crímenes, si no imperaran después la ley de la
justicia y si gobiernos totalitarios o policiales hubieran de ocupar el sitio
de los invasores alemanes. Nada buscamos para nosotros. Pero tenemos que
asegurarnos de que las causas por las que luchamos son reconocidas, al llegar
la paz, mediante los hechos y no sólo de palabra; y, sobre todo, debemos
trabajar por que la Organización Mundial que están creando las Naciones Unidas
en San Francisco no se convierta en nombre hueco ni sea escudo para los fuertes
y escarnio para los débiles. Son los vencedores los que deben hurgarse el
corazón en las horas de esplendor y ser dignos por su nobleza de las inmensas
fuerzas que manejan.
No
olvidemos nunca que más allá de todo acecha el Japón, hostigado y tambaleante,
pero todavía pueblo de cien millones para cuyos guerreros la muerte encierra
pocos terrores. No puedo decirles esta noche cuánto tiempo ni qué esfuerzos se
necesitarán para obligar a los japoneses a pedir perdón de su odiosa traición y
crueldad. Nosotros como China, tanto tiempo impávida, hemos sufrido horribles
daños de ellos, y estamos ligados por los lazos de honor y la lealtad fraternal
con los Estados Unidos a librar esa gran guerra en el otro extremo del mundo y
a su lado sin cejar ni titubear.
Recordemos
que Australia y Nueva Zelandia y Canadá estuvieron y están directamente
amenazadas por esa potencia del mal. Vinieron a ayudarnos en nuestra hora
sombría y no debemos dejar sin concluir ninguna tarea que concierna a su
seguridad y su futuro. Les he dicho cosas duras al comenzar estos últimos cinco
años; ustedes no se amilanaron y yo sería indigno de su confianza y generosidad
si no siguiera clamando: ¡Adelante, sin vacilar, sin titubear, indomables,
hasta que toda la tarea esté concluida y todo el mundo seguro y limpio!
WINSTON
S. CHURCHILL
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