ISABEL I DE INGLATERRA “mi corazón jamás codició los bienes mundanos, sino sólo el bien de mi pueblo”
EL DISCURSO DE LA
REINA DE INGLATERRA ANTE EL PARLAMENTO 30 de Noviembre de
1601
Llamado
también Discurso DE
"ORO" O LA DESPEDIDA DE "ORO",
Señor Presidente:
Hemos oído vuestra declaración y percibo una preocupación por
nuestro Estado, para no caer en la consideración de un agradecido
reconocimiento de las ventajas que habéis recibido. Entiendo que mi arribo
tiene por objeto darme las gracias. Sabed que las acepto con una complacencia
no menor que la que os puede impulsar a ofrecérmelas, y que las aprecio más que
cualquier tesoro o riqueza; pues estos se bien lo que valen, pero la lealtad,
el afecto y el agradecimiento, son para mi inapreciables. Y, aunque Dios me ha
elevado tan alto, considero lo más glorioso de mi reinado el haberlo hecho
contando con su amor. Esto hace que yo no me alegre tanto de que Dios me haya
hecho Reina, como el reinar sobre un pueblo tan agradecido, y ser el medio de
que Dios se vale para velar por vuestra seguridad y libraros del peligro.
Por lo tanto, tengo motivos para desear nada más que satisfacer
el deber y este es un deber que debo cumplir. Tampoco deseo vivir más días que
aquellos en los que pueda ver vuestra prosperidad y este es mi único deseo. Y
como aún sigo siendo esa persona, bajo Dios, que se ha sido entregada a vosotros,
confío en que por el omnipotente poder de Dios seré su instrumento para
preservaros de todo peligro, deshonor, vergüenza, tiranía y opresión, en parte
por medio de vuestra ayuda prometida, la cual tomamos como muy aceptable,
debido a que manifiesta la amplitud de vuestro amor y la lealtad hacia vuestro
soberano.
En cuanto a mi misma debo decir esto: que
nunca fui una acaparadora glotona y codiciosa, ni una reina rígida e
inflexible, ni siquiera una despilfarradora; pues mi corazón jamás codició los
bienes mundanos, sino sólo el bien de mi pueblo. Lo que me concedáis no voy a
atesorarlo, sino que lo recibiré para devolvéroslo a vosotros; es más, mis
propios bienes los considero como vuestros y para gastarlos por vosotros y
vuestro bien, y vuestros ojos habrán de ver que así es.
Señor Presidente,
me gustaría que vosotros se pusieran de pie porque aún voy a
ocasionaros más molestias con un discurso más extenso.
Señor Presidente.
Me dais las gracias, pero soy yo quien os está más agradecida, y
os ruego que deis mis gracias a los miembros de la Cámara Baja en nombre mío;
pues de no haber avisado por vos, tal vez hubiera caído en el error tan sólo
por falta de información adecuada.
Desde que soy Reina, nunca puse mi pluma en ninguna concesión,
pero esto sobre el pretexto y la semblanza hechos hacia mí, fue tanto bueno
como benéfico para el súbdito en general a través de un beneficio privado para
algunos de mis servidores más antiguos, que han merecido bien en mis manos.
Pero al contrario de lo que he encontrado por experiencia, estoy sumamente
agradecida con tales súbditos quienes al igual que lo he estado desde el
principio.
Y no soy tan simple como para suponer que no habrá algunos en la
Cámara Baja a quienes estos agravios nunca os tocaron. Creo que hablaban
movidos por el celo a sus lugares de procedencia y no por capricho o afección
malévola como si fueran partidarios afligidos. Nuestra dignidad real no sufrirá
que mis privilegios constituyan agravios para mi pueblo, ni que se oculta la
opresión bajo el colorido de las concesiones. Cuando llegó a mis oídos, no pude
dar descanso a mis pensamientos hasta que le puse remedio. ¿Deberíais, pensáis
vosotros, escapar sin castigo por haberos oprimido, y sin haber tenido respeto
por su deber y a pesar de mí honor? No, os lo aseguro, Señor Presidente, si no
fuera más que por el bien de la conciencia que por cualquier gloria o el
incremento de amor que yo deseo, estos errores, problemas, vejaciones y
opresiones hechas por estos rufianes y personas obscenas no valdrían el nombre
de súbditos que no deberían escapar sin castigo condigno.
Pero percibo que ellos tratan conmigo como médicos quienes al
administrar una droga, la hacen más aceptable dándole un buen sabor aromático,
o cuando dan píldoras las recubren con una capa dorada que las hace más
atractivas. Nunca he puesto el Día del Juicio Final ante mis ojos como tal para
gobernar ya que voy a ser juzgada para responder ante un juez superior, y ahora
si mis recompensas reales han sido abusadas y mis concesiones usadas para dañar
a mi pueblo en contra de mi voluntad y deseo, y si cualquiera en autoridad
debajo de mí ha descuidado o pervertido lo que le he dejado a su cargo, espero
que Dios no deje sus culpas y ofensas a mi cargo.
Sé que el título de Reina es un título glorioso, pero aseguraos
vosotros mismos que la gloria resplandeciente de la autoridad principesca no
haya deslumbrado los ojos de nuestro entendimiento, ya que como bien sabemos y
recordamos todos vamos a rendir la cuenta de nuestras acciones ante el gran juez.
Ser rey y usar una corona es algo más glorioso para aquellos que lo contemplan
que placentero para aquellos que os ostentan el cargo. Por mi parte nunca
estuve tan seducida con el glorioso nombre de un Rey o la autoridad real de una
Reina como encantada de que Dios me haya convertido en su instrumento para
mantener su verdad y gloria y defender vuestro reino como mencioné antes, del
peligro, el deshonor, la tiranía y la opresión. Nunca habrá una Reina sentada
en mí puesto con más celo por mi país, más preocupada por mis súbditos y que
más pronto y con más voluntad va a arriesgar su vida por su bienestar y su
seguridad que por mi misma. Por esto no es mi deseo vivir o reinar más allá de
lo que viva para reinar pues vuestro bien. Y aunque habéis tenido y tal vez
tendréis reyes más sabios que se sienten en este trono, jamás tendréis uno que
os ame más…
ISABEL I DE INGLATERRA
Este
discurso marca el final de su reinado y aparece retrospectivamente como su
despedida. En la tarde del 30 de noviembre de 1601, 140 Miembros de los
Comunes, 141 con el Presidente; hacinados en la Cámara de la Presencia y
postrados de rodillas conforme su soberano entraba a la sala. Ella tenía
sesenta y ochos años y estaba en excelente estado de salud, pero tal vez
algunos habían adivinado que esta sería su última visita al Parlamento. Ella
había llegado a ofrecer lo que debería haber sido una arenga áspera con
respecto a las finanzas, pero al final la convirtió en “palabras doradas”, las
cuales iban a ser reproducidas una y otra vez hasta el siglo dieciocho, cada
vez que Inglaterra estuvo en peligro, como el Discurso Dorado de la Reina
Isabel.
Varias
versiones sobrevivieron, incluyendo un panfleto impreso, el cual se cree que Isabel
pudo haber revisado y corregido, pero su texto es inferior al escrito por el
diarista, Hayward Townshend, quien estaba entre aquellos arrodillados ante
ella, aquella tarde de noviembre en la Cámara de la Presencia.
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