JUAN PABLO II Karol Josef Wojtyla
“¿Cómo puede el hombre mostrar tanto
desprecio por el hombre?”
DISCURSO EN EL MEMORIAL DEL HOLOCAUSTO DE ISRAEL 23 de Marzo de 2000
Brotan de nuestros corazones las palabras del antiguo Salmo: «He llegado
a ser como una vasija rota. Oigo el susurro de muchos —terror por todos lados—
que conspiran contra mí y planean matarme. Pero confío en ti, Señor. Yo digo:
tú eres mi Dios».
En este lugar de recuerdos, la mente, el alma y el corazón sienten una
absoluta necesidad de silencio. Silencio en el que tratar de encontrar algún
sentido a los recuerdos que nos inundan de nuevo. Silencio porque las palabras
carecen de la fuerza necesaria para deplorar la terrible tragedia de Shoah.
Mis propios recuerdos personales son de todo lo que ocurrió cuando los
nazis invadieron Polonia durante la guerra. Recuerdo a mis amigos y vecinos
judíos, algunos de los cuales perecieron mientras otros lograron sobrevivir. He
venido a Yad Vashem para rendir homenaje a los millones de judíos que,
despojados de todo, especialmente de su dignidad humana, fueron asesinados en
el Holocausto. Ha pasado más de medio siglo pero los recuerdos permanecen.
Aquí, como en Auschwitz y en muchos otros lugares de Europa, estamos
desbordados por el eco de los lamentos de tantos corazones dolientes. Hombres,
mujeres y niños, nos gritan desde las profundidades del horror que
experimentaron. ¿Cómo podríamos dejar de hacer caso a sus gritos? Nadie puede
olvidar o ignorar lo que pasó. Nadie puede infravalorar su alcance.
Deseamos recordar. Pero deseamos recordar con un
propósito: principalmente asegurar que nunca más prevalecerá el mal, como
ocurrió para millones de inocentes víctimas del nazismo.
¿Cómo puede el hombre mostrar tanto desprecio por el hombre? Porque ha
llegado al punto del desprecio a Dios. Sólo una ideología sin Dios pudo planear
y llevar a cabo el exterminio de todo un pueblo.
El honor concedido a los «simples paganos», «simplemente no judíos » por
el Estado de Israel en Yad Vashem por haber actuado heroicamente al salvar
judíos, a veces hasta el extremo de entregar sus propias vidas, es un
reconocimiento de que ni en los momentos más oscuros se apagan todas las luces.
Por ello, los Salmos y la Biblia en su conjunto, aun siendo muy conscientes de
la capacidad humana para el mal, también proclaman que el mal nunca tendrá la
última palabra.
Desde las profundidades de la pena y el dolor, el corazón de los
creyentes grita: «Confío en ti, Señor. Y digo: Tú eres mi Dios».
Los judíos y los cristianos comparten un inmenso patrimonio espiritual
que fluye de la auto-revelación de Dios. Nuestras enseñanzas religiosas y
nuestra experiencia espiritual nos piden que venzamos al mal con el bien.
Nosotros recordamos, pero sin ningún deseo de venganza; tampoco como incentivo
para el odio. Para nosotros, recordar es rezar por la paz, por la justicia, y
por nuestro compromiso con su causa. Sólo un mundo en paz, con justicia para
todos puede evitar que repitamos los errores y los terribles crímenes del
pasado.
Como Obispo de Roma y sucesor de Pedro, el Apóstol, aseguro al pueblo
judío que la Iglesia católica, motivada por la ley del amor y la verdad del
Evangelio, y ausente de consideración política alguna, está profundamente
entristecida por los odiosos actos de persecución, y las muestras de
antisemitismo dirigidas por los cristianos en contra de los judíos en todo
tiempo y lugar.
La Iglesia rechaza cualquier forma de racismo, que siempre constituye
una negación de la imagen del Creador grabada en todo ser humano.
En este lugar de solemne recuerdo, rezo con fervor para que nuestra pena
por la tragedia sufrida por el pueblo judío en el siglo XX, nos lleve a una
nueva relación entre cristianos y judíos. Construyamos un futuro nuevo en el
que no haya más sentimientos antisemitas entre los cristianos, o sentimientos
anticristianos entre los judíos, sino un mutuo respeto, necesario para quienes
adoran a un único Señor y Creador, y ven en Abraham a nuestro común padre en la
fe.
El mundo debe considerar la advertencia que nos llega de las víctimas
del Holocausto y del testimonio de los supervivientes. Aquí en Yad Vashem
permanece su recuerdo y arde sobre nuestras almas. Nos hace gritar: «Oigo el
rumor de muchos —terror por todos lados—. Pero confío en ti, Señor. Y digo: “Tú
eres mi Dios”».
JUAN PABLO II
Juan Pablo II, planteó una
nueva relación entre el cristianismo y el judaísmo; éste es en definitiva el
tema subyacente al discurso sobre la Shoah que pronunció en su viaje a Tierra
Santa. Fue el primer Papa en poner los pies de manera oficial en un templo
judío, en 1986 en la Gran Sinagoga de Roma. Fue allí justamente cuando se
refirió a los hebreos como: «Nuestros hermanos y, en cierto modo, podría decir
que sois nuestros hermanos mayores en la fe». Más adelante, en 1994, entabló
plenas relaciones diplomáticas entre el Estado Vaticano y el israelí para
finalmente, ya durante su viaje a Israel en aquel simbólico año 2000, mostrar
su profunda tristeza por los odiosos actos de persecución y las muestras de
antisemitismo dirigidas por los cristianos en contra de los judíos en todo
tiempo y lugar. El objetivo último de Juan Pablo II fue doble: promover el
auténtico diálogo interreligioso y afianzar las raíces de la paz verdadera,
especialmente en una región tan castigada por la violencia como Oriente
Próximo. Los gestos y palabras del Papa aparentemente no cayeron en saco roto,
pues en su funeral se produjo un hecho ciertamente insólito: durante la Misa de
cuerpo presente —oficiada por el entonces cardenal Ratzinger— y celebrada en la
Plaza de San Pedro, a la que asistieron multitud de primeras figuras de la
política internacional, los mandatarios de Irán, Siria e Israel se saludaron
entre sí. Un gesto tímido, sí, pero que nos deja un resquicio para la
esperanza.
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