JUAN DONOSO CORTÉS
"dictadura del sable”
DISCURSO SOBRE LA DICTADURA EN EL CONGRESO DE DIPUTADOS 4 de Enero de
1849
Señores:
El largo discurso que pronunció ayer el señor Cortina, y a que voy a
contestar, considerándole bajo un punto de vista restringido, a pesar de sus
largas dimensiones, no fue mas que un epílogo; el epilogo de los errores del
partido progresista, los cuales a su vez no son mas que otro epilogo; el
epilogo de todos los errores que se han inventado de tres siglos a esta parte,
y que traen conturbadas mas o menos hoy día todas las sociedades humanas.
El Sr. Cortina, al comenzar su discurso, manifestó con la buena fe que a
S. S. distingue, y que tanto realza su talento, que él mismo algunas veces
había llegado a sospechar si sus principios serian falsos, si sus ideas serían
desastrosas al ver que nunca estaban en el poder, y siempre en la oposición. Yo
diré a S. S. que por poco que reflexione, su duda se cambiará en certidumbre.
Sus ideas no están en el poder, y están en la oposición cabalmente porque son
ideas de oposición; señores, son ideas infecundas, ideas estériles, ideas
desastrosas, que es necesario combatir hasta que mueran, que es necesario
combatir hasta que queden enterradas aquí, en su cementerio natural, bajo de
estas bóvedas, al pié de esa tribuna.
El Sr. Cortina, siguiendo las tradiciones del partido a quien capitanea
y representa; siguiendo, digo, las tradiciones de este partido desde la
revolución de febrero, ha pronunciado un discurso dividido en tres partes, que
yo llamaré inevitables. Primera, un elogio del partido, fundado en una relación
de sus méritos pasados. Segunda, el memorial de agravios presentes del partido.
Tercera, un programa o sea una relación de méritos futuros. Señores de la
mayoría, yo vengo aquí a defender vuestros principios, pero no esperéis de mí
ni un solo elogio: sois los vencedores, y nada sienta en la frente del vencedor
como una corona de modestia.
No esperéis de mí, señores, que hable de vuestros
agravios: no tenéis agravios personales que vengar, sino los agravios hechos a
la sociedad y al trono por los traidores a su Reina y a su patria. No hablaré
de vuestra relación de méritos ¿Para qué fin hablaría de ellos? ¿Para que la
nación los sepa? La nación se los sabe de memoria.
El Sr. Cortina, señores, dividió su discurso en dos cuestiones, que
desde luego se presentan al alcance de todos los señores diputados. S. S. trató
de la política exterior, de la política interior del Gobierno, y llamó política
exterior importante para España la política o los acontecimientos ocurridos en
París, en Londres y en Roma. Yo tocaré también esas cuestiones.
Después descendió S. S. a la política interior, y la política interior,
tal como la ha tratado el Sr. Cortina, se divide en dos partes: una, cuestión
de principios, y otra, cuestión de hechos: una, cuestión de sistema, y otra,
cuestión de conducta. A la cuestión de hechos, a la cuestión de conducta, ya ha
contestado el Ministerio, que esa quien correspondía contestar, que es quien
tiene los datos para ello, por el órgano de los señores ministros de Estado y
Gobernación, que han desempeñado este encargo con la elocuencia que
acostumbran. Me queda para mi casi intacta la cuestión de principios: esta
cuestión solamente abordaré; pero la abordaré, si el Congreso me lo permite, de
lleno.
Señores: ¿cuál es el principio del Sr. Cortina? El principio de S. S.,
bien analizado su discurso, es el siguiente en la política interior: la
legalidad, todo por la legalidad, todo para la legalidad, la legalidad siempre,
la legalidad en todas circunstancias, la legalidad en todas ocasiones : y yo,
señores, que creo que las leyes se han hecho para las sociedades, y no las
sociedades para las leyes, digo : la sociedad, todo para la sociedad, todo por
la sociedad, la sociedad siempre, la sociedad en todas circunstancias, la
sociedad en todas ocasiones.
Cuando la legalidad basta para salvar a la sociedad, la legalidad;
cuando no basta, la dictadura. Señores, esta palabra tremenda, que tremenda es,
aunque no tanto como la palabra revolución, que es la mas tremenda de todas;
digo que esta palabra tremenda ha sido pronunciada aquí por un hombre que todos
conocen : no ha sido hecho por cierto de la madera de los dictadores. Yo he
nacido para comprenderlos, no he nacido para imitarlos. Dos cosas me son
imposibles: condenar la dictadura y ejercerla. Por eso lo declaro aquí alta,
noble y francamente. Estoy incapacitado de gobernar: no puedo aceptar el
gobierno en conciencia: yo no podría aceptarle sin poner la mitad de mí mismo
en guerra con la otra mitad, sin poner en guerra mi instinto contra mi razón,
sin poner en guerra mi razón contra mi instinto.
Por esto, señores, y yo apelo al testimonio de todos los que me conocen,
ninguno puede levantarse ni aquí ni fuera de aquí, que haya tropezado conmigo
en el camino de la ambición, tan lleno de gentes; ninguno. Pero todos me
encontrarán, todos me han encontrado en el camino modesto de los buenos
ciudadanos. Solo así, señores, cuando mis días estén contados, cuando baje al
sepulcro, bajaré sin el remordimiento de haber dejado sin defensa a la sociedad
bárbaramente atacada, y al mismo tiempo sin el amarguísimo, y para mí
insoportable dolor, de haber hecho mal a un hombre.
Digo, señores, que la dictadura en ciertas circunstancias, en
circunstancias dadas, en circunstancias como las presentes, es un gobierno
legítimo, es un gobierno bueno, es un gobierno provechoso como cualquier otro
gobierno, es un gobierno racional, que puede defenderse en la teoría, como
puede defenderse en la práctica. Y si no, señores, ved lo que es la vida
social. La vida social, señores, como la vida humana, se compone de la acción y
de la reacción, del flujo y reflujo de ciertas fuerzas invasoras y de ciertas
fuerzas resistentes.
Esta es la vida social, así como esta es también la vida humana. Pues
bien: las fuerzas invasoras, llamadas enfermedades en el cuerpo humano, y de
otra manera en el cuerpo social, pero siendo esencialmente la misma cosa,
tienen dos estados: hay uno en que están derramadas por toda la sociedad, en el
que estas fuerzas invasoras están reconcentradas solo en individuos: hay otro
estado agudísimo de enfermedad, en que se reconcentran mas, y están
representadas por asociaciones políticas. Pues bien: yo digo que no existiendo
las fuerzas resistentes, lo mismo en el cuerpo humano que en el cuerpo social,
sino para rechazar las fuerzas invasoras, tienen que proporcionarse
necesariamente a su estado. Cuando las fuerzas invasoras están derramadas, las
resistentes lo están también; lo están por el Gobierno, por las autoridades y
por los tribunales, y en una palabra, por todo el cuerpo social; pero cuando
las fuerzas invasoras se reconcentran en asociaciones políticas, entonces
necesariamente, sin que nadie lo pueda impedir, sin que nadie tenga derecho a
impedirlo, las fuerzas resistentes por sí mismas se reconcentran en una mano.
Esta es la teoría clara, luminosa, indestructible de la dictadura.
Y esta teoría, señores, que es una verdad en el orden racional, es un
hecho constante en el orden histórico. Citadme una sociedad que no haya tenido
la dictadura, citádmela. Ved, sino, qué pasaba en la democrática Atenas, lo que
pasaba en la aristocrática Roma, En Atenas, ese poder omnipotente estaba en las
manos del pueblo, y se llamaba ostracismo ; en Roma, ese poder omnipotente
estaba en manos del Senado, que le delegaba en un barón consular, y se llamaba
como entre nosotros dictadura. Ved las sociedades modernas, señores; ved la
Francia en todas sus vicisitudes. No hablaré de la primera república, que fue
una dictadura gigantesca sin fin, llena de sangre y de horrores. Hablo de época
posterior. En la Carta de la Restauración la dictadura se había refugiado o
buscado un asilo en el artículo 14: en la Carta de y 830 se encontró en el
preámbulo; ¿y en la república actual? De esta no digamos nada. ¿Qué es sino la
dictadura con el mote de República?
Aquí se ha citado, y en mala hora, por el Sr. Gálvez Cañero la
Constitución inglesa. Señores, la Constitución inglesa cabalmente es la única
en el mundo, tan sabios son los ingleses, en que la dictadura no es de derecho
excepcional sino de derecho común, y la cosa es clara. El Parlamento tiene en
todas ocasiones, en todas épocas, cuando quiere, pues no tiene más límite que
el de todos los poderes humanos, la prudencia, este poder.
Tiene todas las facultades, y estas constituyen el poder dictatorial, de
hacer todo lo que no sea hacer de una mujer un hombre, o de un hombre una
mujer, como dicen sus jurisconsultos. Tiene facultades para suspender el habeas
corpus, para proscribir por medio de un bill d'attaner: puede cambiar de
constitución, puede variar hasta de dinastía, y no solo de dinastía, sino hasta
de religión, y oprimir las conciencias; en una palabra, lo puede todo. ¿Quién
ha visto, señores, una dictadura más monstruosa?
He probado que la dictadura es una verdad en el orden teórico, que es un
hecho en el orden histórico. Pues ahora voy a decir más: la dictadura es otro
hecho en el orden divino. Señores, Dios ha dejado hasta cierto punto a los
hombres el gobierno de las sociedades humanas, y se ha reservado para sí
exclusivamente el gobierno del universo. El universo está gobernado por Dios,
si pudiera decirse así; y si en cosas tan altas pudieran aplicarse las
expresiones del lenguaje parlamentario, diría que Dios gobierna el mundo
constitucionalmente. Y, señores, la cosa me parece de la mayor claridad, y
sobre todo de la mayor evidencia. Está gobernado por ciertas leyes precisas,
indispensables, a que se llama causas secundarias. ¿Qué son estas leyes sino
leyes análogas a las que se llaman fundamentales respecto de las sociedades
humanas?
Pues bien, señores, si con respecto al mundo físico Dios es el
legislador, como respecto a las sociedades humanas lo son los legisladores, ¿
gobierna Dios siempre con esas mismas leyes que él a sí mismo se impuso en su
eterna sabiduría, y a las que nos sujetó a todos? No, señores, pues algunas
veces, directa, clara y explícitamente manifiesta su voluntad soberana,
quebrantando esas mismas leyes que él mismo se impuso, y torciendo el curso
natural de las cosas. Y bien, señores, cuando obra así, ¿no podría decirse, si
el lenguaje humano pudiera aplicarse a las cosas divinas, que obra
dictatorialmente?
Esto prueba, señores, cuan grande es el delirio de un partido que cree
poder gobernar con menos medios que Dios, quitándose a sí propio el medio,
algunas veces necesario, de la dictadura. Señores, siendo esto así, la
cuestión, reducida a sus verdaderos términos, no consiste ya en averiguar si la
dictadura es sostenible, si en ciertas circunstancias es buena: la cuestión
consiste en averiguar si han llegado o pasado por España estas circunstancias.
Este es el punto más importante, y es al que voy a contraerme exclusivamente
ahora. Para esto tendré que echar una ojeada, y en esto no haré más que seguir
las pisadas de todos los oradores que me han precedido; una ojeada por Europa y
otra ojeada por España.
Señores, la revolución de febrero vino como viene la muerte, de
improviso. Dios, señores, había condenado a la monarquía francesa. En vano esta
institución se había trasformado hondamente para acomodarse a las
circunstancias y a los tiempos; ni aun esto la valió: su condenación fue
inapelable, y su pérdida infalible. La monarquía de derecho divino concluyó con
Luis XVI en un cadalso: la monarquía de la gloria concluyó con Napoleón en una
isla: la monarquía hereditaria concluyó con Carlos X en el destierro; y con
Luis Felipe ha concluido la última de todas las monarquías posibles, la
monarquía de la prudencia. ¡Triste y lamentable espectáculo, señores, el de una
institución venerabilísima, antiquísima, gloriosísima, a quien de nada vale, ni
el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia ni la gloria!
Señores, cuando vino a España la grande nueva de esa grande revolución,
todos nos quedamos consternados y atónitos. Nada era comparable a nuestro
asombro y a nuestra consternación, sino la consternación y el asombro de la
monarquía vencida. Digo más: había un asombro mayor, una consternación más
grande que la de la monarquía vencida, y era la de la república vencedora. Aun
ahora mismo: diez meses van pasados ya desde su triunfo; preguntadla cómo
venció; preguntadla por qué venció; preguntadla con qué fuerzas venció, y no
sabrá qué responderos. Esto consiste en que la república no venció, la
república fue el instrumento de victoria de un poder más alto.
Ese poder, señores, cuando esté consumada su obra, así como fue fuerte
para destruir la monarquía con un escrúpulo de república, será fuerte también,
si necesario fuera y conveniente a sus fines, para derribar la república con un
escrúpulo de imperio, o con un escrúpulo de monarquía. Esta revolución,
señores, ha sido objeto de grandes comentarios en sus causas y en sus efectos,
en todas las tribunas de Europa, y entre otras en la tribuna española. Yo he
admirado aquí y allí la lamentable ligereza con que se trata de las causas
hondas de las revoluciones. Señores, aquí, como en otras partes, no se
atribuyen las revoluciones sino a los defectos de los gobiernos. Cuando las
catástrofes son universales, imprevistas, simultáneas, son siempre cosa providencial;
porque, señores, estos y no otros son los caracteres que distinguen las obras
de Dios de las obras de los hombres.
Cuando las revoluciones presentan esos síntomas, estad seguros que
vienen del cielo, y que vienen por culpa y para castigo de todos. ¿Queréis,
señores, saber la verdad, y toda la verdad concerniente a las causas de la
revolución última francesa? Pues la verdad llegó el día de la gran liquidación
de todas las clases de la sociedad con la Providencia, que en ese día tremendo
todas se han encontrado fallidas. En ese día han venido a liquidación con la
Providencia, y repito que todas en esa liquidación se han encontrado fallidas.
Digo más, señores: la república misma, el día mismo de su victoria se declaró
también en quiebra. La república había dicho de sí, que venia a sentar en el
mundo la dominación de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, esos
tres dogmas que no vienen de la república, sino que vienen del Calvario. Y
bien, señores, ¿qué ha hecho después? En nombre de la libertad ha hecho
necesaria, ha proclamado, ha aceptado la dictadura; en nombre de la igualdad,
con el título de republicanos de la víspera, de republicanos del día siguiente,
de republicanos de nacimiento, ha inventado no sé qué especie de democracia
aristocrática, y no sé qué género de ridículos blasones; en fin, señores, en
nombre de la fraternidad ha restaurado la fraternidad pagana, la fraternidad de
Eteocles y Polinices; y los hermanos se han devorado unos a otros en las calles
de París, en la batalla mas gigantesca que dentro de los muros de una ciudad
han presenciado los siglos. A esa república que se llamó de las tres verdades,
yo la desmiento; es la república de las tres blasfemias, es la república de las
tres mentiras.
Viniendo ahora a las causas de esta revolución, el partido progresista
tiene unas mismas causas para todo. El Sr. Cortina nos dijo ayer que hay
revoluciones porque hay ilegalidades, y porque el instinto de los pueblos los
levanta uniforme y espontáneamente contra los tiranos. Antes nos había dicho el
Sr. Ordaz Avecilla: ¿Queréis evitar las revoluciones? dad de comer a los
hambrientos. Véase, pues, aquí la teoría del partido progresista en toda su
extensión: las causas de la revolución son por una parte la miseria, por otra
la tiranía. Señores, esa teoría es contraría, totalmente contraria a la
historia. Yo pido que se rae cite un ejemplo de una revolución hecha y llevada
a cabo por pueblos esclavos o por pueblos hambrientos. Las revoluciones son
enfermedades de los pueblos ricos; las revoluciones son enfermedades de los
pueblos libres. El mundo antiguo era un mando en que los esclavos componían la
mayor parte del género humano; citadme cuál revolución fue hecha por esos
esclavos.
Lo más que pudieron conseguir fue fomentar algunas guerras civiles;
pero, las revoluciones profundas fueron hechas siempre por opulentísimos
aristócratas. No, señores; no está en la esclavitud, no está en la miseria el
germen de las revoluciones: el germen de las revoluciones está en los deseos
sobreexcitados de la muchedumbre por los tribunos que las explotan y
benefician. Y seréis como los ricos: ved ahí la fórmula de las revoluciones
socialistas contra las clases medias; y seréis como los nobles: ved ahí la
fórmula de las revoluciones de las clases medias contra las clases nobiliarias:
y seréis como los reyes; ved ahí la fórmula de las revoluciones de las clases
nobiliarias contra los reyes; por último, señores; y seréis a manera de Dioses:
ved ahí la fórmula de la primera rebelión del primer hombre contra Dios. Desde
Adán, el primer rebelde, hasta Prudhom, el último impío, esa es la fórmula de
todas las revoluciones.
El gobierno español, como era su deber, no quiso que esa fórmula tuviese
su aplicación en España; tanto menos lo quiso cuanto la situación interior no
era la mas lisonjera; y era menester prevenirse así contra las eventualidades
del interior como contra las eventualidades exteriores. Para no haberlo hecho
así, era necesario haber desconocido de todo punto la marcha de una corriente
magnética que se desprende de los focos de acción revolucionaria, y que va
inficionándolo todo por el mundo.
La situación interior, en pocas palabras, era esta. La cuestión política
no estaba, no ha estado nunca, no está de todo punto resuelta: no se resuelven
así tan fácilmente cuestiones políticas en sociedades tan soliventadas por las
pasiones. La cuestión dinástica no estaba concluida, porque aunque es verdad
que en ella somos nosotros los vencedores, no teníamos la resignación del
vencido, que es el complemento de la victoria. La cuestión religiosa estaba en
muy mal estado. La cuestión de las bodas, todos lo sabéis, estaba exacerbada.
Yo pregunto, señores, supuesto, como he probado ya, que la dictadura sea en
circunstancias dadas legítima, en circunstancias dadas provechosa, ¿estábamos o
no estábamos en esas circunstancias? Sino habían llegado, decidme cuáles otras
mas graves han aparecido en el mundo. La experiencia vino a demostrar que los
cálculos del Gobierno y la previsión de esta Cámara no habían sido infundados.
Todos lo sabéis, señores: yo en esto hablaré muy de paso, porque todo lo que es
alimentar pasiones, lo detesto; no he nacido para eso; todos sabéis que se
proclamó la república a trabucazos por las calles de Madrid; todos sabéis que
se ganó parte de la guarnición de Madrid y de Sevilla; todos sabéis que sin la
resistencia enérgica, activa del Gobierno, toda España, desde las columnas de
Hércules al Pirineo, de un mar a otro mar, hubiera sido un lago de sangre. Y no
solo España: ¿sabéis qué males, si hubiera triunfado la revolución, se habrían
propagado por el mundo? ¡Ah señores! Cuando se piensa en estas cosas, fuerza es
exclamar que el Ministerio que supo resistir y supo vencer, mereció bien de su
patria.
Esta cuestión vino a complicarse con la cuestión inglesa: voy a decir
antes de entrar en ella, y desde ahora anuncio que no entraré sino para salir
de ella inmediatamente, porque así lo conceptúo conveniente y oportuno; pero
antes de entrar en ella me permitirá el Congreso que exponga algunas ideas
generales que me parecen convenientes.
Señores, yo he creído siempre que la ceguedad es una señal así en los
hombres, como en los gobiernos, como en las naciones, de perdición. Yo he
creído que Dios comienza por cegar siempre a los que quiere perder; yo he
creído que para que no vean el abismo que pone a sus pies, comienza por
turbarles la cabeza. Aplicando estas ideas a la política general seguida de
algunos años a esta parte por la Inglaterra y por la Francia, señores, lo diré
aquí, hace mucho que yo he predicho grandes desventuras y catástrofes: un hecho
histórico, un hecho averiguado, un hecho incontrovertible es que el encargo
providencial de la Francia es ser el instrumento de la Providencia en la
propagación de las ideas nuevas, así políticas como religiosas y sociales. En
los tiempos modernos tres grandes ideas han invadido la Europa: la idea
católica, la idea filosófica, la idea revolucionaria.
Pues bien, señores, en esos tres períodos la Francia se ha hecho siempre
hombre para propagar esas ideas. Carlo- Magno fue la Francia hecha hombre para
propagar la idea católica; Voltaire fue la Francia hecha hombre para propagar
la idea filosófica; Napoleón ha sido la Francia hecha hombre para propagar la
idea revolucionaria. Del mismo modo creo que el encargo providencial de la
Inglaterra es mantener el justo equilibrio moral del mundo, haciendo contraste
perpetuo con la Francia. La Francia es lo que el flujo, la Inglaterra lo que el
reflujo del mar.
Suponed por un momento el flujo sin el reflujo; los mares se extenderían
por todos los continentes: suponed el reflujo sin el flujo, los mares
desaparecerían de la tierra. Suponed la Francia sin la Inglaterra; el mundo no
se movería sino en medio de convulsiones, cada día tendría una nueva
constitución, cada hora una nueva forma de gobierno. Suponed la Inglaterra sin
la Francia: el mundo vegetaría siempre bajo la carta del venerable Juan sin
Tierra, que es el tipo permanente de todas las constituciones británicas. ¿Qué
significa, pues, señores, la coexistencia de estas dos naciones poderosas?
Significa, señores, el progreso limitado por la estabilidad, la estabilidad
vivificada por el progreso.
Pues bien, señores; de algunos años a esta parte, y apelo a la historia
contemporánea y a vuestros recuerdos, esas dos grandes naciones han perdido la
memoria de sus hechos, han perdido la memoria de su encargo providencial en el
mundo. La Francia, en vez de derramar por la tierra ideas nuevas, predicó por
todas partes el statu quo: el statu quo en Francia, el statu quo en España, el
statu quo en Italia, el statu quo en el Oriente. Y la Inglaterra en vez de
predicar la estabilidad, predicó en todas partes las revueltas: en España, en
Portugal, en Francia, en Italia y en la Grecia. ¿Y qué resultó de aquí? Lo que
había de resultar forzosamente; que las dos naciones, representando un papel
que no había sido el suyo nunca, le han representado pésimamente. La Francia
quiso convertirse de diablo en predicador: la Inglaterra de predicador en
diablo.
Esta es, señores, la historia contemporánea; pero hablando solamente de
la Inglaterra, porque es de la que me propongo hablar muy brevemente, diré que
yo pido al cielo, señores, que no vengan sobre ella, como han venido sobre la
Francia, las catástrofes que ha merecido por sus errores; porque nada es
comparable al error de la Inglaterra de apoyar en todas partes los partidos
revolucionarios. ¡Desgraciada! ¿No sabe que el día del peligro esos partidos
con mas instinto que ella la habrán de volver las espaldas? ¿No ha sucedido
esto ya? Y ha debido suceder, señores, porque todos los revolucionarios del
mundo saben que cuando las revoluciones van de veras, que cuando las nubes se
agrupan, que cuando los horizontes se oscurecen, que cuando las olas suben a lo
alto, el navío de la revolución no tiene más piloto que la Francia.
Señores, esta fue la política seguida por la Inglaterra, o por mejor
decir, por su gobierno y sus agentes durante la última época. Yo he dicho, y
repito, que no quiero tratar esta cuestión; me mueven a ello grandes
consideraciones. Primera: la consideración del bien público, porque debo
declarar aquí solemnemente que yo quiero la alianza más íntima, la unión más
completa entre la nación española y la nación inglesa, a quien admiro y respeto
como la nación quizá más libre, mas fuerte y mas digna de serlo en la tierra.
No quisiera, pues, con mis palabras exacerbar esta cuestión, y no quisiera
tampoco perjudicar o embarazar ulteriores declaraciones. Hay otra consideración
que me mueve a no hablar más de este asunto. Para hablar de él tendría que hacerlo
de un hombre de quien fui amigo, mas amigo que el señor Cortina; pero yo no
puedo ayudarle hasta el punto que el Sr. Cortina le ayudaba; la honra no me
permite más ayuda que el silencio.
El Sr. Cortina al tratar esta cuestión, permítame que se lo diga con
franqueza, tuvo una especie de vahído, y se le olvidó quién era, dónde estaba y
quiénes somos. S. S. creyó que era un abogado, y no era un abogado, que era un
orador del Parlamento. S. S. creyó que hablaba ante jueces, y hablaba ante
diputados. S. S. creyó que hablaba en un tribunal, y hablaba en una asamblea
deliberante; creyó que hablaba de un pleito, y hablaba de un asunto político,
grande, nacional, que si pleito era, era pleito entre dos naciones. Ahora bien,
señores; ¿debe doler profundamente al Sr. Cortina haber sido el abogado de la
parte contraria a la nación española? ¡Y qué, señores! ¿Es eso patriotismo por
ventura? ¿Es eso ser patriota? ¡Ah! no. ¿Sabéis lo que es ser patriota? Ser
patriota, señores, es amar, es aborrecer, es sentir como ama, como aborrece
nuestra patria.
Dije, señores, que pasaría muy de ligero por esta cuestión, y ya he
pasado.
El Sr. SECRETARIO Lafuente Alcántara: Pasadas las horas de
reglamento, se pregunta al Congreso si se prorroga la sesión. (Muchas voces:
Sí, sí.) Se acordó afirmativamente.
El Sr. marques de VALDEGAMAS: Pero, señores, ni las
circunstancias interiores que eran tan graves, ni las circunstancias exteriores
que eran tan complicadas y peligrosas, son bastantes para disminuir la
oposición en los señores que se sientan en aquellos bancos. ¡Y la libertad! nos
dicen. ¡Pues qué! la libertad, ¿no es sobre todo? Y la libertad, a lo menos la
individual, ¿no ha sido sacrificada? ¡La libertad, señores! ¿Saben el principio
que proclaman y el nombre que pronuncian los que pronuncian esa palabra
sagrada? ¿Saben los tiempos en que viven? ¿No ha llegado hasta nosotros,
señores, el ruido de las últimas catástrofes? ¡Qué! ¿No saben a esta hora que
la libertad acabó? Pues qué, ¿no han asistido como he asistido yo con los ojos
de mi espíritu a su dolorosa pasión? Pues qué, señores, ¿no la habéis visto
vejada, escarnecida, herida alevemente por todos los demagogos del mundo? ¿ No
la habéis visto llevar su angustia por las montañas de la Suiza, por las
orillas del Sena, por las riberas del Rin y del Danubio, por la» márgenes del
Tíber? ¿No la habéis visto subir al Quirinal, que ha sido su calvario?
Señores, tremenda es la palabra; pero no debemos retraernos de
pronunciar palabras tremendas si dicen la verdad, y yo estoy resuelto a
decirla. ¡La libertad acabó! No rematará, señores, ni al tercer día, ni al
tercer año, ni al tercer siglo quizá. ¿Os gusta, señores, la tiranía que
sufrimos? De poco os asustáis; veréis cosas mayores. Y aquí os ruego, señores,
que guardéis en vuestra memoria mis palabras, porque lo que voy a decir, los
sucesos que voy a anunciar en un porvenir mas próximo o mas lejano, pero muy
lejano nunca, se han de cumplir a la letra.
El fundamento, señores, de todos vuestros errores (dirigiéndose a los
bancos de la izquierda) consiste en no saber cuál es la dirección de la
civilización y del mundo. Vosotros creéis que la civilización y el mundo van,
cuando la civilización y el mundo vuelven. El mundo, señores, camina con pasos
rapidísimos a la constitución de un despotismo el mas gigantesco y asolador de
que hay memoria en los hombres. A esto camina la civilización, y a esto camina
el mundo. Para anunciar estas cosas no necesito ser profeta. Me basta
considerar la combinación pavorosa de los acontecimientos humanos desde su
único punto de vista verdadero, desde las alturas católicas.
Señores, no hay mas que dos represiones posibles, una interior y otra
exterior; la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando
el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión política
está bajo; y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político,
la represión política, la tiranía está alta. Esta es una ley de la humanidad,
una ley de la historia. Y si no, señores, ved lo que era el mundo, ved lo que
era la sociedad que cae al otro lado de la Cruz, decid lo que era cuando no
había represión interior, cuando no había represión religiosa. Entonces aquella
era una sociedad de tiranías y de esclavos. Citadme un solo pueblo donde no
haya esclavos y donde no haya tiranía. Este es un hecho incontrovertible, este
es un hecho incontrovertido, este es un hecho evidente. La libertad, la libertad
verdadera, la libertad de todos y para todos no vino al mundo sino con el
Salvador del mundo. Este también es un hecho incontrovertido, es un hecho
confesado hasta por los mismos socialistas que lo confiesan. Los socialistas
llaman a Jesús un hombre divino, y los socialistas hacen mas, se llaman sus
continuadores. ¡Sus continuadores, Santo Dios! ¿Ellos, los hombres de sangre y
de venganzas, continuadores del que no vivió sino para hacer bien; del que no
abrió la boca sino para bendecir; del que no hizo prodigios sino para librar a
los pecadores del pecado, a los muertos de la muerte; el que en el espacio de
tres años hizo la revolución mas grande que han presenciado los siglos, y la
llevó a cabo sin haber derramado mas sangre que la suya?
Señores, os ruego me prestéis atención; voy a poneros en presencia del
paralelismo mas maravilloso que ofrece la historia. Vosotros habéis visto que
en el mundo antiguo, cuando la represión religiosa no podía bajar mas porque no
existía ninguna, la represión política subió hasta no poder mas, porque subió
hasta la tiranía. Pues bien, con Jesucristo, donde nace la represión religiosa,
desaparece completamente la represión política. Es esto tan cierto, que
habiendo fundado Jesucristo una sociedad con sus discípulos, fue aquella la
única sociedad que ha existido sin gobierno. Entre Jesús y sus discípulos no
había mas gobierno que el amor del Maestro a los discípulos y el amor de los
discípulos al Maestro. Es decir, que cuando la represión era completa, la
libertad era absoluta.
Sigamos el paralelismo. Llegan los tiempos apostólicos, que los
extenderé, porque así conviene ahora a mi propósito, desde los tiempos
apostólicos propiamente dichos, hasta la subida del cristianismo al Capitolio
en tiempo de Constantino el Grande. En este tiempo, señores, la religión
cristiana, es decir la represión religiosa interior, estaba en todo su apogeo;
pero aunque estaba en todo su apogeo, sucedió lo que sucede en todas las
sociedades compuestas de hombres, que comenzó a desarrollarse un germen, nada
más que un germen de licencia y de libertad religiosa. Pues bien, señores,
observad el paralelismo: a este principio de descenso en el termómetro
religioso corresponde un principio de subida en el termómetro político. No hay
todavía gobierno, no es necesario el gobierno, pero es necesario ya un germen
de gobierno. Así en la sociedad cristiana entonces no había de hecho verdaderos
magistrados, sino jueces árbitros y amigables componedores, que son el embrión
del gobierno. Realmente no había más que eso; los cristianos de los tiempos
apostólicos no tuvieron pleitos, no iban a los tribunales, decidían sus
contiendas por medio de árbitros. Obsérvese, señores, cómo con la corrupción va
creciendo el gobierno.
Llegan los tiempos feudales, y en estos la religión se encuentra todavía
en su apogeo, pero hasta cierto punto viciada por las pasiones humanas. ¿Qué es
lo que sucede, señores, en este tiempo en el mundo político? Que ya es
necesario un gobierno real y efectivo, pero que basta el más débil de todos, y así
se establece la monarquía feudal, la más débil de las monarquías.
Seguid observando el paralelismo. Llega, señores, el siglo XVI. En este
siglo, con la gran reforma luterana, con ese grande escándalo político y
social, tanto como religioso, con ese acto de emancipación intelectual y moral
de los pueblos, coinciden las siguientes instituciones. En primer lugar, en el
instante, las monarquías, de feudales, se hacen absolutas. Vosotros creeréis,
señores, que más que absoluta no puede ser una monarquía: un gobierno, ¿qué
puede ser más que absoluto? Pero era necesario, señores, que el termómetro de
la represión política subiera mas, porque el termómetro religioso seguía
bajando; y con efecto subió mas. ¿Y qué nueva institución se creó? La de los
ejércitos permanentes. ¿Y sabéis, señores, lo que son ejércitos permanentes?
Para saberlo, basta saber lo que es un soldado: un soldado es un esclavo con
uniforme. Así, pues, veis que en el momento en que la represión religiosa baja,
la represión política sube al absolutismo, y pasa más allá. No bastaba a los
gobiernos ser absolutos; pidieron y obtuvieron el privilegio de ser absolutos y
tener un millón de brazos.
A pesar de esto, señores, era necesario que el termómetro político
subiera mas, porque el termómetro religioso seguía bajando; y subió mas. ¿Qué
nueva institución, señores, se creó entonces? Los gobiernos dijeron: tenemos un
millón de brazos y no nos bastan; necesitamos mas, necesitamos un millón de
ojos; y tuvieron la policía, y con la policía un millón de ojos. A pesar de
esto, señores, todavía el termómetro político y la represión política debían
subir, porque a pesar de todo, el termómetro religioso seguía bajando; y
subieron.
A los gobiernos, señores, no les bastó tener un millón de brazos; no les
bastó tener un millón de ojos; quisieron tener un millón de oídos, y los
tuvieron con la centralización administrativa, por la cual vienen a parar al
gobierno todas las reclamaciones y todas las quejas.
Y bien, señores; no bastaba esto, porque el termómetro religioso siguió
bajando, y era necesario que el termómetro político subiera mas. ¡Señores,
hasta dónde! Pues subió más.
Los gobiernos dijeron: no me bastan para reprimir, un millón de brazos;
no me bastan para reprimir, un millón de ojos; no me bastan para reprimir, un
millón de oídos; necesitamos más: necesitamos tener el privilegio de hallarnos
a un mismo tiempo en todas partes. Y lo tuvieron; y se inventó el telégrafo.
Señores, tal era el estado de la Europa y del mundo cuando el primer
estallido de la última revolución vino a anunciarnos, a anunciarnos a todos,
que no había bastante despotismo en el mundo; porque el termómetro religioso
estaba por bajo de cero. Ahora bien, señores, una de dos...
Yo he prometido, y cumpliré mi palabra, hablar hoy con toda franqueza.
Pues bien, una de dos : o la reacción religiosa viene o no : si hay
reacción religiosa, ya veréis, señores, como subiendo el termómetro religioso
comienza a bajar natural, espontáneamente, sin esfuerzo ninguno de los pueblos,
ni de los gobiernos, ni de los hombres, el termómetro político, hasta señalar
el día templado de la libertad de los pueblos : pero si por el contrario,
señores, y esto es grave (no hay la costumbre de llamar la atención de las
asambleas deliberantes sobre las cuestiones hacia donde yo la he llamado hoy;
pero la gravedad de los acontecimientos del mundo me dispensa, y yo creo que
vuestra benevolencia sabrá también dispensarme); pues bien, señores, yo digo
que si el termómetro religioso continúa bajando, no sé adonde hemos de parar. Yo,
señores, no lo sé, y tiemblo cuando lo pienso. Contemplad las analogías que he
puesto a vuestros ojos; y si cuando la represión religiosa estaba en su apogeo
no era necesario ni gobierno ninguno siquiera, cuando la represión religiosa no
exista, no habrá bastante con ningún género de gobierno, todos los despotismos
serán pocos.
Señores, esto es poner el dedo en la llaga, esta es la cuestión de
España, la cuestión de Europa, la cuestión de la humanidad, la cuestión del
mundo.
Considerad una cosa, señores. En el mundo antiguo la tiranía fue feroz y
asoladora, y sin embargo esa tiranía estaba limitada físicamente, porque todos
los Estados eran pequeños, y porque las relaciones internacionales eran
imposibles de todo punto; por consiguiente en la antigüedad no pudo haber
tiranías en grande escala, sino una sola, la de Roma. Pero ahora, señores,
¡cuan mudadas están las cosas! Señores, las vías están preparadas para un
tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso; todo está preparado para ello:
señores, miradlo bien; ya no hay resistencias ni físicas ni morales: no hay
resistencias físicas, porque con los barcos de vapor y los caminos de hierro no
hay fronteras; no hay resistencias físicas, porque con el telégrafo eléctrico
no hay distancias; y no hay resistencias morales, porque todos los ánimos están
divididos y todos los patriotismos están muertos. Decidme, pues, si tengo o no
razón cuando me preocupo por el porvenir próximo del mundo: decidme si al
tratar de esta cuestión no trato de la cuestión verdadera.
Una sola cosa puede evitar la catástrofe, una y nada mas: eso no se
evita con dar mas libertad, mas garantías, nuevas constituciones; eso se evita
procurando todos, hasta donde nuestras fuerzas alcancen, provocar una reacción
saludable, religiosa. Ahora bien, señores: ¿es posible esta reacción? Posible
lo es: pero ¿es probable? Señores, aquí hablo con la más profunda tristeza: no
la creo probable. Yo he visto, señores, y conocido a muchos individuos que
salieron de la fe y han vuelto a ella: por desgracia, señores, no he visto
jamás a ningún pueblo que haya vuelto a la fe después de haberla perdido.
Si aun me quedara alguna esperanza, la hubieran disipado, señores, los
últimos sucesos de Roma: y aquí voy a decir dos palabras sobre esta cuestión,
tratada también por el Sr. Cortina.
Señores, los sucesos de Roma no tienen un nombre: ¿cómo los llamaríais,
señores? ¿Los llamaríais deplorables? Deplorables, todos los que he citado lo
son; esos son mucho más. ¿Los llamaríais horribles? Señores, esos
acontecimientos son sobre todo horror.
Había en Roma, ya no le hay, sobre el trono más eminente el varón más
justo, el varón más evangélico de la tierra. ¿Qué ha hecho Roma de ese varón
evangélico, de ese varón justo? ¿Qué ha hecho esa ciudad en donde han imperado
los héroes, los Césares y los pontífices? Ha trocado el trono de los pontífices
por el trono de los demagogos. Rebelde a Dios, ha caído bajo la idolatría del
puñal. Eso ha hecho. El puñal, señores, el puñal demagógico, el puñal
sangriento, ese es el ídolo de Roma. Ese es el ídolo que ha derribado a Pió IX.
Ese es el ídolo que pasean por las calles tropas de caribes. ¿Dije caribes?
dije mal, que los caribes son feroces, pero los caribes no son ingratos.
Señores, me he propuesto hablar con toda franqueza, y hablaré. Digo que
es necesario que el rey de Roma vuelva a Roma, o que no quede en Roma, aunque
pese al Sr. Cortina, piedra sobre piedra.
El mundo católico no puede consentir, y no consentirá en la destrucción
virtual del cristianismo por una ciudad sola entregada al frenesí de la locura.
La Europa civilizada no puede consentir, y no consentirá que se desplome,
señores, la cúpula del edificio de la civilización europea. El mundo, señores,
no puede consentir, y no consentirá que en Roma, esa ciudad insensata, se verifique
el advenimiento al trono de una nueva y extraña dinastía, la dinastía del
crimen. Y no se diga, señores, como dice el Sr. Cortina, como dicen en
periódicos y discursos los señores que se sientan en aquellos bancos, que hay
dos cuestiones allí, una temporal y otra espiritual, y que la cuestión ha sido
entre el rey temporal y su pueblo. Que el pontífice ha sido respetado, que el
pontífice existe todavía. Dos palabras sobre esta cuestión, dos palabras,
señores, lo explicarán todo.
Sin duda ninguna el poder espiritual es lo principal en el Papa, el
temporal es accesorio; pero ese accesorio es necesario: el mundo católico tiene
el derecho de exigir que el oráculo infalible de sus dogmas sea libre e
independiente: el mundo católico no puede tener una ciencia cierta, como se
necesita, de que es independiente y libre, sino cuando es soberano, porque solo
el soberano no depende de nadie. Por consiguiente, señores, la cuestión de
soberanía, que es una cuestión política en todas partes, es en Roma además una
cuestión religiosa; el pueblo que puede ser soberano en todas partes, no puede
serlo en Roma; asambleas constituyentes que pueden existir en todas partes, no
pueden existir en Roma; en Roma no puede haber mas poder constituyente que el poder
constituido. Roma, señores, los Estados pontificios, no pertenecen al Estado de
Roma, no pertenecen al papa; los Estados pontificios pertenecen al mundo
católico; el mundo católico se los ha reconocido al papa para que fuera libre e
independiente, y el papa mismo no puede despojarse de esa soberanía, de esa
independencia.
Señores, voy a concluir, porque el Congreso está muy cansado y yo lo
estoy también.
(Varios señores: No, no.)
Señores, francamente tengo que declarar aquí, que no puedo extenderme
mas porque tengo la boca mala, y ha sido un prodigio que yo pueda hablar, pero
lo principal que tenia que decir lo he dicho ya.
Después de haber tratado las tres cuestiones exteriores que trató el Sr.
Cortina, vuelvo, para concluir, a la interior. Señores , desde el principio del
mundo hasta ahora ha sido una cosa discutible si convenía mas el sistema de la
resistencia o el sistema de las concesiones, para evitar las revoluciones y los
trastornos; pero afortunadamente, señores, esa que ha sido una cuestión desde
el primer año de la creación hasta el año 48, en el año de gracia de 48 ya no
es cuestión de ninguna especie, porque es cosa resuelta : yo, señores, si me lo
permitiera el mal que padezco en la boca, haría aquí una reseña de todos los
acontecimientos desde febrero hasta ahora, que prueban estas aserciones; pero
me contentaré con recordar dos : el de la Francia, señores : allí la monarquía,
que no cedió, fue vencida por la república que apenas tenia fuerza para
moverse; y la república que apenas tenia fuerza para moverse, porque resistió,
venció al socialismo.
En Roma, que es otro ejemplo que quiero citar, ¿qué ha sucedido? ¿No
estaba allí vuestro modelo? Decidme: si vosotros fuerais pintores y quisierais
pintar el modelo de un rey, ¿encontraríais otro modelo que no fuera su original
Pió IX? Señores, Pió IX quiso ser, como su divino Maestro, magnífico y
dadivoso: halló proscriptos en su país, y les tendió la mano y los devolvió a
su patria: había reformistas, señores, y les dio reformas: había liberales, señores,
y los hizo libres: cada palabra suya, señores, fue un beneficio: y ahora,
señores, decidme, ¿sus beneficios no igualan, si no exceden, a sus ignominias?
Y en vista de esto, señores, ¿el sistema de las concesiones no es una cosa
resuelta?
Señores, si aquí se tratara de elegir, de escoger entre la libertad por
un lado y la dictadura por otro, aquí no habría disenso ninguno; porque ¿quién,
pudiendo abrazarse con la libertad, se hinca de rodillas ante la dictadura?
Pero no es esta la cuestión. La libertad no existe de hecho en Europa; los
gobiernos constitucionales que la representaban años atrás, no son ya en casi
todas partes, señores, sino una armazón de un esqueleto sin vida. Recordad una
cosa, recordad a Roma imperial. En la Roma imperial existen todas las
instituciones republicanas, existen los omnipotentes dictadores, existen los
inviolables tribunos, existen las familias senatorias, existen los eminentes
cónsules; todo esto, señores, existe; no falta más que una cosa, y no sobra más
que otra cosa: sobra un hombre, y falta la república.
Pues esos son, señores, en casi toda Europa los gobiernos
constitucionales; sin pensarlo, sin saberlo el señor Cortina, nos lo demostró
el otro día. ¿No nos decía V. S. que prefiere, y con razón, lo que dice la
historia a lo que dicen las teorías? A la historia apelo. ¿Qué son, señor
Cortina, esos gobiernos con sus mayorías legítimas, vencidas siempre por las
minorías turbulentas, con sus ministros responsables que de nada responden, con
sus reyes inviolables siempre violados? Así, señores, la cuestión, como he
dicho antes, no está entre la libertad y la dictadura; si estuviera entre la
libertad y la dictadura, yo votaría por la libertad, como todos los que nos
sentamos aquí. Pero la cuestión es esta, y concluyo : se trata de escoger entre
la dictadura de la insurrección y la dictadura del Gobierno ; puesto en este
caso yo escojo la dictadura del Gobierno, como menos pesada y menos afrentosa :
se trata de escoger entre la dictadura que viene de abajo y la dictadura que viene
de arriba; yo escojo lo que viene de arriba, porque viene de regiones mas
limpias y serenas: se trata de escoger, por último, entre la dictadura del
puñal y la dictadura del sable; yo escojo la dictadura del sable, porque es mas
noble. Señores, al votar nos dividiremos en esta cuestión, y dividiéndonos
seremos consecuentes con nosotros mismos. Vosotros, señores, votaréis, como
siempre, lo mas popular; nosotros, señores, como siempre, votaremos lo mas
saludable.
JUAN DONOSO CORTÉS,
Marqués de Valdegamas.
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