LEOPOLDO LUGONES
“La gloria y la
dignidad son hijas gemelas del riesgo; y en el propio descanso del verdadero
varón yergue su oreja el león dormido”
DISCURSO EN EL
CENTENARIO DE LA BATALLA DE AYACUCHO 9 de Diciembre
de 1924
Señoras, Excelentísimo Señor Presidente de la República, Señores:
Tras el huracán de
bronce en que acaban de prorrumpir los clarines de la epopeya, precedidos
todavía por la noble trompa de plata con que anticipó la aclamación el más alto
espíritu de Colombia, el Poeta ha dispuesto, dueño y señor de su noche de
gloria, que yo cierre, por decirlo así, la marcha, batiendo en el viejo tambor
de Maipo, a sincero golpe de corazón, mi ronca retreta.
Válgame eso por disculpa en la inmensa desventaja de semejante comisión, ya que siempre hay algo de marchito en el laurel de la retirada.
Válgame eso por disculpa en la inmensa desventaja de semejante comisión, ya que siempre hay algo de marchito en el laurel de la retirada.
Dejadme deciros solamente, señores, que trataré de poner mi tambor al
ritmo viril de vuestro entusiasmo; y vosotras, señoras, puesto que estáis aquí
para mi consuelo, en la nunca desmentida caridad de vuestros ojos hermosos,
permitidme que como quien le pasa una cinta argentina por adorno distintivo,
solicite, en amable símbolo blanco y azul, el amparo de la gracia y la belleza.
Ilustre Capitán del Verbo y Señor del Ritmo.
Habéis dado de prólogo al Magno Canto lo único que sin duda
correspondía: la voz de la tierra en el estruendo del volcán; la voz del aire
en el viento de la selva; la rumorosa voz del agua en el borbollón de la
catarata.
Así os haré a mi vez el comentario que habéis querido. Os diré el
Ayacucho que vemos desde allá, en el fuego que enciende sobre las cumbres cuya
palabra habéis sacado a martillazo de oro y hierro, el sol de los Andes; y como
tengo por el mejor fruto de una áspera vida el horror de las palabras vanas,
procuraré dilucidar el beneficio posible que comporta para los hombres de hoy
esa lección de la espada.
Tal cual en tiempo del Inca, cuando por justo homenaje al Hijo del Sol
traíanle lo mejor de cada elemento natural las ofrendas de los países, la
República Argentina ha enviado al glorioso Perú de Ayacucho todo cuando
abarca el señorío de su progreso y de su fuerza.
Y fue, primero, la inolvidable emoción de aquel día, cuando vimos
aparecer sobre la perla matinal del cielo limeño al fuerte mozo que llegaba,
trayéndose de pasada un jirón de cielo argentino prendido a las alas
revibrantes de su avión.
Y fue el cañón argentino del acorazado que entraba, al saludo de los
tiros profundos en que parece venir batiendo el corazón de la patria: lento,
sombrío, formidable, rayado el casco por la mordedura verde del mar, pero
tremolando el saludo del Plata inmenso en la sonreída ondulación del
gallardete.
Y fueron los militares que llegaban, luciendo el uniforme de los
granaderos de San Martín, y encabezados -permiso mi general- por la más
competente, limpia y joven espada del comando argentino, por supuesto que sin
mengua de ninguna, para traer en homenaje la montaña de los cóndores y la pampa
de los jinetes.
Y es la inteligencia argentina que va llegando en la persona de sus más
eminentes cultores, y que me inviste por encargo de anticipo, que no por
mérito, con la representación de la Academia Nacional de Ciencias de
Córdoba, la Universidad de La Plata, el Círculo Argentino de
Inventores, el Círculo de la Prensa, el Conservatorio Nacional de Música, la
Asociación de Amigos del Arte, y el Consejo Nacional de Educación que
adelanta, así, al Perú el saludo de cuarenta mil maestros.
Y por último, que es mi derecho y el más precioso, porque constituye mi
único bien personal, aquel jilguero argentino que en el corazón me canta la
canción eternamente joven del entusiasmo y del amor.
Por él me tengo yo sabida como si hubiese estado allá la belleza heroica
de Ayacucho. El embajador argentino general Justo, ministro de Guerra.
Al son de cuarenta dianas despierta el campo insurgente bajo la claridad
de oro y la viva frescura de una mañana de combate. Deslumbra en el campo
realista el lujo multicolor de los arreos de parada. En el patriota, el paño
azul obscuro uniforma con pobreza monacal la austeridad de la república. Apenas
pueden, allá, lucir al sol tal cual par de charreteras; y con su mancha
escarlata, provocante el peligro, la esclavina impar de Laurencio Silva, el
tremendo lancero negro de Colombia.
Mas he aquí que restableciendo por noble inclinación las costumbres de
la guerra caballeresca, los oficiales de ambos ejércitos desatan sus espadas y
vienen al terreno intermedio para conversar y despedirse antes de dar la
batalla. Con que, amigos de otro tiempo y hermanos carnales, que también los
hay, abrázanse allá a la vista de los ejércitos, sin disimular sus lágrimas de
ternura. Y baja de la montaña Monet, el español arrogante y lujoso, peinada
como a tornasol la barba castaña, para prevenir a Córdova el insurrecto que va
a empezar el combate.
Aquel choque foral es un modelo de hidalguía y de bravura. Concertado
como un torneo, dirigida la victoria con precisión estética por el joven
mariscal, elegante y fino a su vez como un estoque, nada hubo más sangriento en
toda la guerra: como que, en dos horas, cayó la cuarta parte de los
combatientes. Mientras la división de Córdova acomete al son sentimental del
bambuco, el batallón Caracas, esperando su turno, que será terrible, juega bajo
las balas los dados de la muerte.
Desprovistos de artillería los patriotas y perdida pronto la realista
cuyos cañones del centro domina al salto, como a verdaderos potros de bronce,
el sargento Pontón, la batalla no es más que una cuádruple carga de sable,
lanza y bayoneta.
Carga de Córdova, el de la célebre voz de mando, que, alta la espada,
lánzase a cabeza descubierta, encrespándosele en oro la prosapia de Aquiles al
encenderle el sol su pelo bermejo. Carga de Laurencio Silva que harta su lanza
en el estrago de ocho escuadrones realistas. Carga de Lara que cierra el cerco
de muerte, plantando en el corazón del ejército enemigo el hierro de sus
moharras.
Cuando he aquí que la última carga va a decidir la victoria. Son los
Húsares Peruanos de Junín, al mando del coronel argentino Suárez. Y entre
ellos, a las órdenes de Bruix, los ochenta últimos Granaderos a Caballo. De los
cuatro mil hombres que pasaron los Andes con San Martín, sólo esos quedan.
Pintan ya en canas los más: sus sables hállanse reducidos por mitad al rigor de
la amoladura que saca filo hasta la guarda Y en ese instante, desde la reserva
que así les da la corona del postrer episodio, meten espuela y se vienen.
Véanlos cruzar el campo, ganando la punta de su propio torbellino. Ya llegaron,
ya están encima. Una rayada, un relámpago, un grito: ¡Viva la Patria!...―
y al tajo, volcada en rosas de gloria la última sangre de los soldados del rey.
Esas lágrimas de Ayacucho van a justificar el recuerdo de otras que me
atrevo a mencionar, animado por la cordialidad de vuestra acogida.
Y fue que una noche de mis años, allá en mi sierra natal, el adolescente
que palidecía sobre el libro donde se narraba el crucero de Grau, veía
engrandecérsele el alma con las hazañas del pequeño monitor, embellecidas
todavía por la bruma de la desgracia. Y sintiendo venírsele a la garganta un
llanto en cuya salumbre parecía rezumar la amargura del mar lejano, derramaba
en el seno de las montañas argentinas, sólo ante la noche y las estrellas de la
eternidad, lágrimas obscuras lloradas por el Huáscar.
Señores: Dejadme procurar que esta hora de emoción no sea inútil. Yo
quiero arriesgar también algo que cuesta mucho decir en estos tiempos de
paradoja libertaria y de fracasada, bien que audaz ideología.
Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada.
Así como ésta hizo lo único enteramente logrado que tenemos hasta ahora,
y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la jerarquía
indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada,
porque ésa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el socialismo. Pero
sabemos demasiado lo que hicieron el colectivismo y la paz, del Perú de los
Incas y la China de los mandarines.
Pacifismo, colectivismo, democracia, son sinónimos de la misma vacante
que el destino ofrece al jefe predestinado, es decir al hombre que manda por su
derecho de mejor, con o sin la ley, porque ésta, como expresión de potencia,
confúndese con su voluntad.
El pacifismo no es más que el culto del miedo, o una añagaza de la
conquista roja, que a su vez lo define como un prejuicio burgués. La gloria y
la dignidad son hijas gemelas del riesgo; y en el propio descanso del verdadero
varón yergue su oreja el león dormido.
La vida completa se define por cuatro verbos de acción: amar, combatir,
mandar, enseñar. Pero observad que los tres primeros son otras tantas
expresiones de conquista y de fuerza. La vida misma es un estado de fuerza. Y
desde 1914 debemos otra vez a la espada esta viril confrontación con la
realidad.
En el conflicto de la autoridad con la ley, cada vez más frecuente,
porque es un desenlace, el hombre de espada tiene que estar con aquélla. En
esto consisten su deber y su sacrificio. El sistema constitucional del siglo
XIX está caduco. El ejército es la última aristocracia, vale decir la última
posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución
demagógica. Sólo la virtud militar realiza en este momento histórico la vida
superior que es belleza, esperanza y fuerza.
Habría traicionado, si no lo dijera así, el mandato de las espadas de
Ayacucho. Puesto que este centenario, señores míos, celebra la guerra
libertadora; la fundación de la patria por el triunfo; la imposición de nuestra
voluntad por la fuerza de las armas; la muerte embellecida por aquel arrebato
ya divino, que bajo la propia angustia final siente abrirse el alma a la gloria
en la heroica desgarradura de un alarido de clarín.
Poeta, hermano de armas en la esperanza y la belleza: ahí está lo que
puede hacer.
Gracias, dulce ciudad de las sonrisas y de las rosas. Laureles rindo a
tu fama, que así fueran de oro fino en el parangón de homenaje, y palmas a tu
belleza que hizo flaquear ― dichoso de él en su propia dimensión ― al Hombre de
los Andes con su estoicismo. ¿Pues quién no sabía por su bien ― y por su mal ―
que ojos de limeña eran para jugarles, no ya el infierno, puesto que en penas
lo daban, sino la misma seguridad del Paraíso? En el blanco de tus nubes veo
embanderarse el cielo con los colores de mi Patria, y dilatarse en el tierno
azul la caricia de una mirada argentina. Y generosas me ofrecen la perla de la
intimidad y el rubí de la constancia, tus sonrisas de amistad y tus rosas de
gentileza.
Y tú, nación de Ayacucho, tierra tan argentina por lo franca y por lo
hermosa; patria donde no puedo ya sentirme extranjero, Patria mía del Perú:
vive tu dicha en la inmortalidad, vive tu esperanza, vive tu gloria.
LEOPOLDO LUGONES
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