Benjamín Constant de Rebecque “DISCURSO SOBRE LA LIBERTAD DE LOS
ANTIGUOS COMPARADA CON LA DE LOS MODERNOS”
Paris, Febrero de
1819
Señores,
Me propongo exponerles algunas distinciones, aún bastante nuevas, entre
dos tipos de libertad, cuyas diferencias han permanecido hasta hoy
inadvertidas, o al menos demasiado poco observadas. Una es la libertad cuyo
ejercicio era tan caro a los más antiguos; la otra, cuyo disfrute es
particularmente precioso a las naciones modernas. Esta investigación será
interesante, si no me equivoco, bajo un doble aspecto.
Primeramente, la confusión de estas dos especies de libertad ha sido
entre nosotros, durante épocas demasiado célebres de nuestra revolución, la
causa de muchos males.
Francia se ha visto cansada de los ensayos inútiles con que sus autores,
irritados por su poco éxito, han intentado constreñirla del bien que no deseaba
y le han disputado el bien que sí quería.
En segundo lugar, invitados por nuestra feliz revolución (la llamo
feliz, a pesar de sus excesos, porque fijo mis observaciones sobre sus
resultados), a disfrutar de los beneficios de un gobierno representativo, es
curioso y útil investigar por qué ese gobierno, el único dentro del cual
podíamos hoy día encontrar alguna libertad y algún reposo, ha sido casi
enteramente desconocido por las naciones libres de la antigüedad. Sé que se ha
pretendido desentrañar sus huellas en algunos pueblos antiguos, por ejemplo en
la república de Lacedemonia y entre nuestros antepasados los galos, pero es
erróneo.
El gobierno de Lacedemonia era una aristocracia monacal, y en ningún
caso un gobierno representativo. El poder de los reyes era limitado, pero lo
estaba por los éforos y no por hombres
investidos de una misión semejante la que la elección confiere en
nuestros días a los defensores de nuestras libertades. Los éforos, sin duda
después de haber sido instituidospor los reyes, eran nombrados por el pueblo.
Pero sólo eran cinco. Su autoridad era tanto religiosa como política; tenían
una parte en la administración, en el gobierno, es decir, en el poder
ejecutivo; y por ahí, su prerrogativa, como la de casi todos los magistrados
populares en las antiguas repúblicas, lejos de ser simplemente una barrera
contra la tiranía, se convertía a veces en una tiranía insoportable.
El régimen de los galos, que se parecía bastante al que un cierto
partido quisiera darnos, era a la vez teocrático y guerrero.
Los sacerdotes disfrutaban de un poder sin límites. La clase militar o
la nobleza poseía privilegios muy insolentes y muy opresores. El pueblo no
tenía derechos ni garantías. En Roma, los tribunales tenían, hasta cierto
punto, una misión representativa. Eran los órganos de esos plebeyos que la
oligarquía (que en todos los siglos es la misma) había sometido, derrocando a
los reyes, a una muy dura esclavitud. El pueblo ejercía sin embargo,
directamente, una gran parte de los derechos políticos. Se reunía en esa
asamblea para votar las leyes, para juzgar a los patricios acusados; no había
pues en Roma más que débiles vestigios del sistema representativo.
Ese sistema representativo es un descubrimiento de los modernos y
veréis, señores, que el estado de la especie humana en la antigüedad no
permitía introducir o establecer allí una constitución de esta naturaleza. Los
antiguos pueblos no podrían ni sentir su necesidad ni apreciar sus ventajas. Su
organización social les conducía a desear una libertad completamente diferente
de la que ese sistema nos asegura. A demostrar esta verdad a vosotros está
consagrada la lectura de esta tarde.
Preguntaros en primer lugar, señores, lo que hoy un inglés, un francés,
un habitante de los Estados Unidos de América, entienden por la palabra
libertad. Para cada uno es el derecho a no estar sometido sino a las leyes, de
no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por
el efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos.
Es para cada uno el derecho de dar su opinión, de escoger su industria y
de ejercerla; de disponer de su propiedad, de abusar de ella incluso; de ir y
venir, si requerir permiso y si dar cuenta de sus motivos o de sus gestiones.
Para cada uno es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para dialogar
sobre sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados
prefieren, sea simplemente para colmar sus días y sus horas de un modo más
conforme a sus inclinaciones, a sus fantasías. Finalmente, es el derecho, de
cada uno, de influir sobre la administración del gobierno, sea por el
nombramiento de todos o de algunos funcionarios, sea a través de representaciones,
peticiones, demandas que la autoridad está más o menos obligada a tomar en
consideración. Comparad ahora esta libertad con la de los antiguos.
Esta consistía en ejercer colectiva pero directamente varios aspectos
incluidos en la soberanía: deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la
paz, celebrar alianzas con los extranjeros, votar las leyes, pronunciar
sentencias, controlar la gestión de los magistrados, hacerles comparecer
delante de todo el pueblo, acusarles, condenarles o absolverles; al mismo
tiempo que los antiguos llamaban libertad a todo esto, además admitían como
compatible con esta libertad colectiva, la sujeción completa del individuo a la
autoridad del conjunto.
No encontraréis entre ellos ninguno de los goces que como vimos forman
parte de la libertad de los modernos. Todas las acciones privadas estaban
sometidas a una severa vigilancia. Nada se abandonaba a la independencia
individual, ni en relación con las opiniones, ni con la industria ni sobre todo
en relación con la religión. La facultad de escoger el culto, facultad que
observamos como uno de nuestros más preciosos derechos, habría parecido a los
antiguos un crimen y un sacrilegio. En las cosas que nos parecen más fútiles,
la autoridad del cuerpo social se interponía y se entorpecía la voluntad de los
individuos. Terpadro no pudo añadir ni una cuerda a su lira sin que los éforos
se ofendieran.
Aun en las relaciones más domésticas, la autoridad intervenía. El joven
lacedemonio no podía libremente visitar a su joven mujer. En Roma, los censores
dirigían un ojo incisivo al interior de las familias. Las leyes regulan las
costumbres y como las costumbres sostienen todo, no había nada que las leyes no
regulasen. Así, entre los antiguos, el individuo habitualmente casi soberano en
los asuntos públicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas. Como
ciudadano, decidía sobre la paz y la guerra, como particular estaba limitado,
observado, reprimido en todos sus movimientos; como parte del cuerpo colectivo,
interrogaba, destituía, condenaba, despojaba, exiliaba, atacaba a muerte a sus
magistrados o a sus superiores; como sometido al cuerpo colectivo, podía ser, a
su vez, privado de su estado, sus dignidades, desterrado a muerte, por la
voluntad discrecional del conjunto del que formaba parte. Entre los modernos,
al contrario, el individuo, independiente en la vida privada, es, aun en los
Estados más libres, sólo soberano en apariencia.
Su soberanía está restringida, casi siempre suspendida; y si en momentos
determinados, pero escasos, ejerce esta soberanía, rodeado de precauciones y
trabas, siempre termina por abdicar de ella.
Debo aquí, señores, detenerme un instante para prevenir una objeción que
se me podría hacer. Hay en la antigüedad una república donde la servidumbre de
la existencia individual al cuerpo colectivo no es tan completa como lo he
descrito. Esta república es la más célebre de todas; adivináis que quiero
hablar de Atenas. Volveré sobre ello más adelante, y conviniendo con la
realidad del hecho, les expondré las causas. Veremos por qué de todos los
Estados antiguos, Atenas es el que más se ha asemejado a los modernos. En todas
partes la jurisdicción social era ilimitada. Los antiguos, como dice Condorcet,
no tenían ninguna noción de los derechos individuales.
Los hombres no eran, por decirlo así, sino máquinas cuyos resortes y
engranajes eran regulados por la ley. La misma sujeción caracterizaba los
hermosos siglos de la república romana; el individuo, de algún modo, se había
perdido en la nación, el ciudadano en la ciudad.
Ahora vamos a remontarnos a la fuente de esta diferencia esencial entre
los antiguos y nosotros.
Todas las antiguas repúblicas estaban encerradas en límites estrechos.
La más poblada, la más poderosa, la más considerable de entre ellas no era
igual en extensión al más pequeño de los Estados modernos. Como consecuencia
inevitable de su poca extensión, el espíritu de esas repúblicas era belicoso,
cada pueblo ofendía continuamente a sus vecinos o era ofendido por ellos.
Empujados así por la necesidad, los unos contra los otros, se combatían o
amenazaban sin cesar. Los que no quería ser conquistadores no podían dejar las
armas bajo pena de ser conquistados. Todos compraban su seguridad, su
independencia, su existencia entera, al precio de la guerra.
Ella era el constante interés, la ocupación casi habitual de los Estados
libres de la antigüedad.
Finalmente, y por un resultado necesario de esta manera de ser, todos
esos Estados tenían esclavos. Las profesiones mecánicas, e incluso en algunas
naciones las profesiones industriales, estaban confiadas a manos cargadas de
grilletes.
El mundo moderno nos ofrece un espectáculo completamente opuesto. Los
Estados menores de
nuestros días so incomparablemente más vastos de lo que fue Esparta o de
lo que fue Roma durante cinco siglos. La división misma de Europa en varios
Estados, gracias al progreso de las luces es menos real que aparente. Mientras
que en otro tiempo cada pueblo formaba una familia aislada, enemiga ancestral
de las otras familias, ahora existe una masa de hombres bajo diferentes nombres
y diversos modos de organización social, pero homogénea en su naturaleza. Ella
es bastante fuerte para no tener nada que temer de las hordas bárbaras. Es lo
bastante lúcida como para que la guerra le sea una carga.
Su tendencia uniforme es hacia la paz.
Esta diferencia trae otra. La guerra es anterior al comercio; pues la
guerra y el comercio no son sino dos medios diferentes de alcanzar la misma
finalidad: el de poseer lo que se desea. El comercio no es sino un homenaje
ofrecido a la fuerza del poseedor por el aspirante a la posesión. Es una
tentativa para obtener paso a paso lo que no espera más que conquistar por la
violencia. Un hombre que siempre fuera el más fuerte, no tendría jamás la idea
del comercio. La experiencia le demuestra que la guerra, es decir, el empleo de
su fuerza contra la fuerza del prójimo, lo expone a diversas resistencias y a
diversos fracasos, y lo lleva a recurrir al comercio, es decir, a un medio más
suave y más seguro de comprometer el interés de otro a consentir lo que
conviene a su interés. La guerra es el impulso, el comercio es el cálculo. Pero
por la misma debe venir una época en que el comercio reemplace a la guerra.
Hemos llegado a esa época.
No quiero decir que no la haya habido entre los antiguos pueblos
comerciantes. Pero esos pueblos han constituido en cierto modo la excepción de
la regla general. Los límites de una lectura no me permiten indicarles todos
los obstáculos que se oponían entonces al progreso del comercio; vosotros los
conocéis de hecho mejor que yo; sólo añadiré uno más. La ignorancia de la
brújula forzaba al máximo a los marinos de la antigüedad a no perder de vista
las costas. Atravesar las columnas de Hércules, es decir, pasar el estrecho de
Gibraltar, era considerado como la empresa más audaz.
Los fenicios y los cartagineses, los más hábiles navegantes, no osaron
hacerlo sino mucho más tarde y su ejemplo permaneció largo tiempo sin ser
imitado. En Atenas, de la que hablaremos pronto, el interés marítimo era de
alrededor del sesenta por ciento, mientras que el interés ordinario no era sino
del doce, a tal punto la navegación remota implicaba riesgos.
Señores, si además pudiese entregarme a una digresión que
desgraciadamente sería demasiado larga, les mostraría a través del detalle de
las costumbres, hábitos, modos de traficar de los pueblos comerciantes de la
antigüedad con los otros pueblos, que su comercio mismo estaba, por así decir,
impregnado del espíritu de la época, de la atmósfera de guerra y hostilidad que
les rodeaba. El comercio era entonces un feliz accidente, actualmente es el
estado ordinario, el fin único, la tendencia universal, la verdadera vida de
las naciones. Ellas desean el reposo; con el reposo, la holgura; y como fuente
de la holgura, la industria. La guerra es cada día un medio más ineficaz para
satisfacer sus deseos. La guerra ya no ofrece ni a los individuos, ni a las
naciones, beneficios que igualen los resultados del trabajo apacible y el de
los intercambios regulares. Entre los antiguos, una guerra exitosa aportaba a
la riqueza pública e individuos, con esclavos, tributos y reparto de
territorios. Entre los modernos, una guerra afortunada cuesta infaliblemente
más de lo que ella vale.
En una palabra, gracias al comercio, a la religión, a los progresos
intelectuales y morales de la especie humana, o hay más esclavos en las
naciones europeas. Hombres libres deben ejercer todas las profesiones y proveer
a todas las necesidades de la sociedad. Se percibe claramente, señores, el
resultado necesario de estas diferencias.
Primeramente, la extensión de un país disminuye en relación con la
importancia política que le toca compartir a cada individuo. El más oscuro
republicano de Roma y Esparta era una potencia. No sucede lo mismo con el
simple ciudadano de Gran Bretaña o de los Estados Unidos. Su influencia
personal es un elemento imperceptible de la voluntad social que imprime su
dirección al gobierno.
En segundo lugar, la abolición de la esclavitud ha privado a la
población libre de todo aquel ocio que disfrutaba cuando los esclavos hacían la
mayor parte del trabajo productivo. Sin la población esclava de Atenas, veinte
mil atenienses no habrían podido deliberar cotidianamente en la plaza pública.
En tercer lugar, el comercio no deja, como la guerra, intervalos de
inactividad en la vida del hombre. El perpetuo ejercicio de los derechos
políticos, la discusión diaria de los asuntos de Estado, los conciliábulos,
todo el cortejo y todo el movimiento de las facciones, agitaciones necesarias,
obligado relleno, si oso emplear ese término, en la vida de los pueblos libres
de la antigüedad, que habrían languidecido sin este recurso bajo el peso de una
inacción dolorosa, no ofrecerían sino turbación y cansancio a las naciones
modernas, donde cada individuo ocupado de sus negocios y empresas, de los goces
que obtiene o espera, no quiere ser distraído sino momentáneamente y lo menos
posible. El comercio inspira a los hombres un vivo amor por la independencia
individual. El comercio subviene sus necesidades, satisface sus deseos, sin la
intervención de la autoridad. Esta intervención es casi siempre, y no sé por
qué digo casi, un desarreglo y una molestia. Siempre que el poder colectivo
quiere involucrarse en las especulaciones particulares, veja a los
especuladores. Siempre que los gobiernos pretenden realizar nuestros asuntos,
ellos lo hacen peor y más dispendiosamente que nosotros.
Les he dicho, señores, que les hablaré de Atenas, a la cual se podría
oponer el ejemplo de algunas de mis aserciones y cuyo ejemplo, por el
contrario, las va a confirmar todas. Atenas, como ya lo he admitido, era de
todas las repúblicas la más comerciante; también acordaba a sus ciudadanos
infinitamente más libertad individual que Roma y Esparta. Si yo pudiera entrar
en detalles históricos, les haría ver que el comercio había hecho desaparecer
entre los atenienses varias de las diferencias que distinguen a los pueblos
antiguos de los pueblos modernos. El espíritu de los comerciantes de Atenas era
similar al de los comerciantes de nuestros días. Xenofón nos cuenta que,
durante la guerra del Peloponeso, ellos sacaban sus capitales continentales de
Atica y los enviaban a las islas del Archipiélago. El comercio había creado
entre ellos la circulación. Observamos en Isócrates huellas del uso de las
letras de cambio. También observad cuánto se parecen sus costumbres a las
nuestras. En sus relaciones con las mujeres, veréis (cito aún a Xenofón) que
los esposos satisfechos cuando la paz y una amistad decente reinan al interior
de la pareja, tienen en cuenta la fragilidad de la esposa causada por la
tiranía de la naturaleza, cierran los ojos al irresistible poder de las
pasiones, perdonan la primera debilidad y olvidan la segunda. En sus relaciones
con los extranjeros, se les verá prodigar los derechos de ciudadanía a cualquiera,
trasladándose entre ellos con su familia, estableciendo un oficio o una
fábrica; por último, impactará su excesivo amor por la independencia
individual. En Lacedemonia, dice un filósofo, los ciudadanos corren cuando un
magistrado los llama; pero un ateniense estaría desesperado de que se le
creyera dependiente de un magistrado.
Sin embargo, también en Atenas existían otras circunstancias que
incidían sobre el carácter de las naciones antiguas; había una población
esclava y el territorio era muy pequeño, y por todo ello encontramos allí
vestigios de la libertad propia de los antiguos. El pueblo hace las leyes,
examina la conducta de los magistrados, conmina a Pericles a rendir cuentas,
condena a muerte a todos los generales que habían dirigido el combate de las
Arginusas. Al mismo tiempo el ostracismo, arbitrariedad legal y vanagloriada
por todos los legisladores de la época, el ostracismo, que nos parecía y debe
parecernos una indignante iniquidad, prueba que el individuo estaba aún mucho
más avasallado por la supremacía del cuerpo social en Atenas que hoy en ningún
Estado libre de Europa. Se deduce de lo que vengo de exponer que ya no podemos
disfrutar de la libertad de los antiguos, que consistía en la participación
activa y constante en el poder colectivo.
Nuestra propia libertad debe consistir en el goce apacible de la
independencia privada. En la antigüedad, la parte que cada uno tomaba de la
soberanía nacional no era, en absoluto, una suposición abstracta. La voluntad
de cada uno tenía una influencia; el ejercicio de esta voluntad era un placer
vivo y respetado. En consecuencia, los antiguos estaban dispuestos a hacer
muchos sacrificios para conservar sus derechos políticos y su parte en la
administración del Estado. Cada uno, sintiendo con orgullo cuánto valía su
sufragio, hallaba en esta conciencia de su importancia personal una amplia
compensación.
Este resarcimiento no existe hoy para nosotros. Perdido en la multitud,
el individuo no percibe casi nunca la influencia que él ejerce. Jamás su
voluntad se marca sobre el conjunto; nada constata su cooperación ante sus
propios ojos. Así pues, el ejercicio de los derechos políticos no nos ofrece
sino una parte de los goces que los antiguos encontraban en ellos, y al mismo
tiempo los progresos de la civilización, la tendencia comercial de la época, la
comunicación de los pueblos entre sí, han multiplicado y variado hasta el
infinito los medios de felicidad particular.
Resulta de ello que debemos estar mucho más ligados que los antiguos a
nuestra independencia individual. Pues los antiguos, cuando sacrificaban esta
independencia a los derechos políticos, sacrificaban menos para obtener más;
mientras que haciendo el mismo sacrificio nosotros daríamos más para obtener
menos.
La finalidad de los antiguos era compartir el poder social entre todos
los ciudadanos de una misma patria. Estaba ahí lo que ellos llamaban libertad.
La finalidad de los modernos es la seguridad de los goces privados; y ellos
llamaba libertad a las garantías acordadas a esos goces por las instituciones.
He dicho al comenzar que, por no haber percibido esas diferencias,
hombres bien intencionados, de hecho, habían causado infinitos males durante
nuestra larga y tormentosa revolución. Dios no permita que yo les dirija
reproches demasiado severos: su error, incluso, era excusable. No sabríamos
leer las bellas páginas de la antigüedad, ni recordar las acciones de los
grandes hombres sin experimentar no sé qué emoción de un tipo particular, que
nada de lo que es moderno nos hace sentir. Los viejos elementos por así decir,
de una naturaleza anterior a la nuestra, parecen despertarse en nosotros con
esos recuerdos. Es difícil no echar de menos esos tiempos donde las facultades
del hombre se desarrollaban en una dirección trazada de antemano, pero con un horizonte
tan vasto, fortalecido por sus propias fuerzas y con tal sentimiento de energía
y dignidad, que cuando uno se entrega a estas nostalgias, es imposible no
querer imitar lo que se echa de menos.
Esta impresión era profunda, sobre todo cuando vivíamos bajo gobiernos
abusivos, los que sin ser fuertes eran vejatorios, absurdos por sus principios,
miserables por sus acciones; gobiernos que tenían por resorte la arbitrariedad
y por finalidad el empequeñecimiento de la especie humana, y que ciertos
hombres osan todavía vanagloriarnos hoy día, como si pudiéramos olvidar alguna
vez que hemos sido testimonios y víctimas de su obstinación, de su impotencia y
de su derrocamiento. La finalidad de nuestros reformadores fue noble y
generosa. ¿Quién de nosotros no ha sentido latir su corazón de esperanza a la
entrada del camino que ellos querían abrir? ¡Y desgracia hoy, en el presente, a
quien no sienta la necesidad de declarar que reconocer algunos errores
cometidos por nuestros primeros guías no es mancillar su memoria ni repudiar
opiniones que los amigos de la humanidad han profesado de generación en
generación!
Pero esos hombres habían tomado varias de sus teorías de las obras de
dos filósofos que no cuestionan los cambios acontecidos por disposiciones del
género humano. Yo, quizás, examinaría una vez más el sistema de J. J. Rousseau,
el más ilustre de esos filósofos, y mostraría que transportando a nuestros
tiempos modernos una ampliación del poder social, de la soberanía colectiva que
pertenecía a otros siglos, ese genio sublime a quien animaba el más puro amor
por la libertad, ha proporcionado no obstante funestos pretextos a más de un
tipo de tiranía. Sin duda, al revelar lo que yo considero como un error
importante, sería circunspecto en mi refutación y respetuoso en mi reprobación.
Evitaría, sin duda, unirme a los detractores de un gran hombre. Cuando el azar
hace que coincida con ellos sobre un único punto, desconfío de mí mismo; y para
consolarme de parecer por un instante de su misma opinión sobre una cuestión
única y parcial, necesito repudiar y condenar e lo que de mí depende a esos
pretendidos auxiliares.
Si embargo, el interés por la verdad debe primar sobre consideraciones
que vuelven tan potentes el brillo de un talento prodigioso y la autoridad de
un inmenso prestigio. No es de hecho a Rousseau, como se verá, a quien debemos
atribuir principalmente el error que voy a combatir; pertenece más bien a uno
de sus sucesores, menos elocuente pero no menos austero y mil veces más
exagerado. Este último, el abate de Mably, puede ser considerado como el
representante del sistema que, conforme a las máximas de la libertad antigua,
quiere que los ciudadanos estén completamente sometidos para que la nación sea
soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre. El abate
de Mably había confundido, como Rousseau y como muchos otros, siguiendo a los
antiguos, la autoridad del cuerpo social con la libertad, y todos los medios le
parecían buenos para extender la acción de esta autoridad sobre esta parte recalcitrante
de la existencia humana de la cual él deplora la independencia.
El disgusto que expresa en todas sus obras es que la ley no pueda
alcanzar más que a las acciones.
Habría querido que la autoridad del cuerpo social persiguiese al hombre
sin descanso y sin dejarle un asilo donde pudiese escapar de su poder. Apenas
percibía, en cualquier pueblo, una medida vejatoria, él pensaba haber hecho un
descubrimiento que proponía como modelo; detestaba la libertad individual como
se detesta a un enemigo personal; y en cuanto encontraba en la historia una
nación que estaba completamente privada de ella, no podía impedirse de
admirarla. Se extasiaba con los egipcios, porque, decía, todo en ellos era
regulado por la ley, hasta las distracciones, hasta las necesidades; todo se
doblegaba bajo el imperio del legislador; todos los momentos de la jornada
estaban ocupados por algún deber. Incluso el amor estaba sujeto a esta
intervención respetada, y era la ley la que abría y cerraba el lecho nupcial.
Esparta, que unía la forma republicana y la servidumbre de los individuos,
excitaba en el espíritu de este filósofo un entusiasmo más vivo aún.
Aquel vasto convento le parecía el ideal de una perfecta república.
Sentía hacia Atenas un profundo desprecio y gustosamente habría dicho de esta
nación, la primera de Grecia, lo que un académico y gran señor decía de la
Academia Francesa: “¡Qué espantoso despotismo! Todo el mundo hace allí lo que
quiere.” Debo agregar que ese gran señor hablaba de la Academia tal como ella
era hace treinta años. Montesquieu, dotado de un espíritu más observador porque
había tenido una cabeza menos ardiente, no cayó exactamente en los mismos
errores. El quedó impactado por las diferencias que he referido, pero no ha
discernido la verdadera causa. “Los políticos griegos –dice– que vivían bajo el
gobierno popular, no reconocían otra fuerza que la de la virtud. Los de hoy día
no nos hablan más que de manufactura, comercio, finanzas, riquezas e incluso de
lujo.” Montesquieu atribuye esta diferencia a la república y a la monarquía;
pero hay que atribuirla al espíritu diferente de los tiempos antiguos y de los
tiempos modernos. Ciudadanos de las repúblicas, súbditos de monarquías, todos
quieren goces y nadie puede, en el estado actual de las sociedades, no desearlo.
El pueblo más sujeto actualmente a su libertad, antes de la liberación de
Francia, era también el pueblo más ligado a todos los disfrutes de la vida, y
cuidaba su libertad, sobre todo porque veía en ella la garantía de los goces
que él amaba. En otro tiempo, cuando había libertad, se podían soportar las
privaciones; ahora en todas partes donde hay privación, es necesaria la
esclavitud para resignarse a ella.
Hoy día sería más fácil hacer de un pueblo de esclavos un pueblo de
espartanos, que formar espartanos para la libertad. Los hombres que se vieron
arrastrados por la oleada de sucesos a la cabeza de nuestra revolución, estaban
imbuidos por las opiniones antiguas y ya falsas que habían honrado los
filósofos de los que he hablado, como consecuencia necesaria de la educación
que habían recibido.
La metafísica de Rousseau, en medio de la cual aparecen de golpe, como
relámpagos, verdades sublimes y pasajes de una elocuencia arrasadora; la
austeridad de Mably, su intolerancia, su odio contra todas las pasiones
humanas, su avidez por sojuzgarlas todas, sus principios exagerados sobre la
competencia de la ley, la diferencia de lo que él recomendaba y de lo que había
existido, sus declaraciones contra las riquezas y aun contra la propiedad,
todas esas cosas debían fascinar a hombres inflamados por una reciente
victoria, y quienes, conquistadores del poder legal, estaban muy dispuestos a
extender este poder sobre todas las cosas. Para ellos era una autoridad
preciosa la de dos escritores, quienes, desinteresados en el asunto, y
pronunciando anatema contra el despotismo de los hombres, habían redactado en
axiomas los textos de la ley. Quisieron, así pues, ejercer la fuerza pública,
como habían aprendido de sus guías que antaño ella habría sido ejercida en los Estados
libres. Creyeron que todo debía ceder ante la voluntad colectiva y que todas
las restricciones a los derechos individuales serían ampliamente compensadas
por la participación en el poder social.
Sabéis, señores, lo que de ello resultó. Instituciones libres, apoyadas
sobre el conocimiento del espíritu del siglo, habrían podido subsistir. El
renovado edificio de los antiguos se derrumbó, a pesar de muchos esfuerzos y
muchos actos heroicos que merecen toda la admiración.
Es que el poder social hería en todo sentido la independencia individual
sin destituir de él la necesidad.
La nación no encontraba que una parte ideal de una soberanía abstracta
valiera los sacrificios que se le pedía. Se le repetía inútilmente con Rousseau
que las leyes de la libertad son mil veces más austeras que duro el yugo de los
tiranos. Ella no quería esas leyes austeras y, en ese hastío, creía a veces que
sería preferible el yugo de los tiranos. Llegó la experiencia y la desengañó.
Vio que la arbitrariedad de los hombres era peor aún que las malas leyes. Pero
las leyes deben tener sus límites.
Si he logrado, señores, haceros compartir la opinión que, en mi
convicción, esos hechos deben producir, reconoceréis conmigo la verdad de los
siguientes principios. La independencia individual es la primera de las
necesidades modernas.
En consecuencia, jamás hay que pedir su sacrificio para establecer la
libertad política. Se deduce que ninguna de las numerosas y alabadas
instituciones que en las repúblicas antiguas perturbaban la libertad individual,
es admisible e los tiempos modernos.
Esta verdad, señores, a primera vista parece superflua de establecer.
Algunos gobernantes de hoy no parecen en nada inclinados a imitar las
repúblicas de la antigüedad. No obstante por muy poco gusto que ellos tengan
por las instituciones republicanas, hay ciertas costumbres republicanas por las
que ellos experimentan no sé qué afecto. Es molesto que esos sean precisamente
los que se permiten rechazar, exiliar, despojar. Recuerdo que en 1802 se
deslizó en una ley sobre los tribunales especiales un artículo que introducía
en Francia el ostracismo griego; ¡y sabe Dios cuántos elocuentes oradores, para
hacer admitir este artículo que sin embargo fue retirado, nos hablaron de
libertad, de Atenas y de todos los sacrificios que los individuos debían hacer
para conservar esta libertad! Lo mismo que en una época más o menos reciente,
cuando autoridades temerosas intentaron con mano tímida dirigir las elecciones
a su voluntad, un periódico, que no obstante no es tachado de republicanismo,
propuso hacer revivir la censura romana para apartar a los candidatos
peligrosos.
Así pues, no creo empeñarme en una digresión inútil, si para apoyar mi
aserción digo algunas palabras sobre esas dos instituciones tan alabadas.
El ostracismo de Atenas reposaba sobre la hipótesis de que la sociedad
tiene total autoridad sobre sus miembros. Esta hipótesis podía justificarse en
un pequeño Estado, donde la influencia de un individuo, basada en su crédito,
clientela y gloria, compensa a menudo el poder del pueblo; allí el ostracismo
podría tener una apariencia de utilidad. Pero, entre nosotros, los individuos
tienen derechos que la sociedad debe respetar, y la influencia individual está
tan perdida en una multitud de influencias, iguales o superiores, que toda
vejación, motivada por la necesidad de disminuir esta influencia, es inútil y
por consecuencia injusta. Nadie tiene derecho a exiliar un ciudadano si no es
condenado por un tribunal regular, según una ley formal que liga la pena del
exilio a la acción de la que él es culpable.
Nadie tiene derecho de arrancar al ciudadano de su patria; el
propietario tiene sus tierras, el negociante su comercio, el esposo su esposa,
el padre sus hijos, el escritor sus meditaciones estudiosas, el viejo sus costumbres.
Todo exilio político es un atentado político. Todo exilio pronunciado por una
asamblea a causa de pretendidos motivos de salvación pública, es un crimen de
esta asamblea contra el bien público, que no existe jamás sino en el respeto de
las leyes, en el acatamiento de las formas y en la conservación de las
garantías. La censura romana suponía, como el ostracismo, un poder
discrecional.
En una república en la que todos los ciudadanos, mantenidos por la
pobreza en una simplicidad extrema de costumbres, habitaban la misma ciudad, no
ejercían ninguna profesión que desviara su atención de los asuntos de Estado, y
se hallaban así constantemente espectadores y jueces del uso del poder público.
La censura, de un lado, podía tener más influencia, y del otro, la
arbitrariedad de los censores estaba contenida por una especie de vigilancia
moral ejercida contra ellos. Pero tan pronto como la extensión de la república,
la complicación de las relaciones sociales y los refinamientos de la
civilización hubieran quitado a esta institución lo que servía a la vez de base
y de límite, la censura degeneró incluso en Roma. Así pues, no era entonces la
censura la que había creado las buenas costumbres, era la simplicidad de las
costumbres lo que constituía la potencia y la eficacia de la censura.
En Francia, una institución tan arbitraria como la censura sería a la
vez ineficaz e intolerable. En el presente estado de la sociedad, las
costumbres se componen de finas sutilezas ondulantes, inasibles, que se
desnaturalizarían de mil maneras si se intentara darles más precisión.
Únicamente la opinión puede herirles, sólo ella puede juzgarlas, porque es de
igual naturaleza.
Ella se sublevaría contra toda autoridad positiva que quisiera darle
mayor precisión. Si el gobierno de un pueblo quisiera, como los censores de
Roma, censurar a un ciudadano con una decisión discrecional, la nación entera
reclamaría contra este fallo no ratificando las decisiones de la autoridad.
Lo que vengo de decir sobre el trasplante de la censura en los tiempos
modernos se aplica a muchas otras zonas de la organización social, en las que
se nos cita la antigüedad aún más frecuentemente y con mucho más énfasis. Tal
como la educación, por ejemplo, cuando se nos dice que hemos de permitir que el
gobierno se apodere de las generaciones nacientes para formarlas a su voluntad.
¿Y cuántas alusiones eruditas apoyan esta teoría? ¡Los persas, los egipcios,
Grecia e Italia vienen a figurar por turno en nuestros registros! ¡Eh!,
señores, no somos ni persas sometidos a un déspota, ni egipcios subyugados por
sacerdotes, ni galos pudiendo ser sacrificados por sus druidas, ni finalmente
griegos y romanos cuya parte en la autoridad social consolidaba la servidumbre
privada. Somos modernos que queremos disfrutar cada uno de nuestros derechos;
desarrollar cada una nuestras facultades como mejor nos parece, sin perjudicar
al prójimo; velar por el desarrollo de esas facultades en los hijos que la
naturaleza confíe a nuestro afecto, que será tanto más ilustrada cuanto más
viva, sin necesidad de ninguna autoridad si no es para conseguir de ella los
medios generales de instrucción que puede proporcionarnos, como los viajeros
aceptan la autoridad vial, sin ser por ello dirigidos en el camino que quieren
seguir. La religión también está expuesta a estos recuerdos de otros siglos.
Valientes defensores de la unidad de doctrina nos citan las leyes de los
antiguos contra los dioses extranjeros y apoyan los derechos de la Iglesia
católica con el ejemplo de los atenienses, que hicieron perecer a Sócrates por
haber quebrantado el politeísmo, y el de Augusto, que quería permanecer fiel al
culto de sus padres, lo que hizo que poco después se entregara a los primeros
cristianos a las bestias.
Desconfiemos, señores, de esta admiración por ciertas reminiscencias
antiguas. Puesto que vivimos en los tiempos modernos, deseo la libertad
conveniente a los tiempos modernos; y puesto que vivimos bajo monarquías,
suplico humildemente a esas monarquías no pedir prestado a las repúblicas
antiguas medios para oprimirnos. La libertad individual, repito, he ahí la
verdadera libertad moderna. La libertad política es por consecuencia
indispensable. Pero pedir a los pueblos actuales sacrificar, como los de antaño,
la totalidad de su libertad individual a su libertad política, es el medio
seguro de separarles de una de ellas; y cuando eso se haya conseguido, no se
tardará en arrebatarles la otra.
Veis, señores, que mis observaciones no tienden en absoluto a disminuir
el precio de la libertad política. Yo no deduzco en nada de los hechos que he
puesto ante vuestros ojos las consecuencias que algunos hombres sacan de ello.
Del hecho que los antiguos hayan estado libres, y que nosotros no podamos ser
libres como los antiguos, ellos concluyen que estamos destinados a ser
esclavos. Quisieran constituir el nuevo estado social con un pequeño número de
elementos de los que ellos dicen ser los únicos dueños en la actual situación
del mundo. Esos elementos son los prejuicios para espantar a los hombres, el
egoísmo para corromperlos, la frivolidad para aturdirles, los placeres groseros
para degradarles, el despotismo para dirigirles; y, para servir más hábilmente
al despotismo, son muy necesarios los conocimientos positivos y las ciencias
exactas. Sería extraño que tal fuera el resultado de cuarenta siglos durante
los cuales el espíritu humano ha conquistado tantos medios morales y físicos,
yo no lo puedo imaginar.
Concluyo de las diferencias que nos distinguen de la antigüedad consecuencias
completamente opuestas. No es en absoluto la garantía lo que hay que abolir, es
el goce lo que hay que extender. No es la libertad política a lo que quiero
renunciar; es la libertad civil lo que reclamo con las otras formas de libertad
política. Los gobiernos no tienen derecho hoy como ayer de arrogarse un poder
ilegítimo. Pero los gobiernos que proceden de una fuente legítima tienen menos
derecho que antaño de ejercer sobre los individuos una supremacía arbitraria.
Todavía hoy poseemos los derechos que tuvimos desde siempre, esos derechos
eternos de consentir las leyes, de deliberar sobre nuestros intereses, de ser
parte integrante del cuerpo social del cual somos miembros. Pero los gobiernos
tienen nuevos deberes. Los progresos de la civilización, los cambios producidos
por los siglos, ordenan a la autoridad más respeto por las costumbres, por los
afectos, por la independencia de los individuos. Ella debe tratar con una mano
más prudente y leve estas cuestiones.
Esta reserva de la autoridad que consta en sus estrictos deberes está
igualmente bien comprendida en sus intereses, pues si la libertad que conviene
a los modernos es diferente de la que convenía a los antiguos, el despotismo
que era posible entre los antiguos ya no lo es más entre los modernos. Somos a
menudo menos atentos que los antiguos a la libertad política, y menos
apasionados por ella, de este hecho se puede concluir que descuidemos, a veces
demasiado y siempre por error, las garantías que nos asegura. Pero al mismo
tiempo como nos apegamos mucho más a la libertad individual que los antiguos,
la defenderemos si es atacada con mucho más tino y persistencia; y para
defenderla tenemos medios que los antiguos no tenían.
El comercio les confiere a las arbitrariedades un carácter más humillante
para nuestra existencia que en el pasado, cuando no existía. Con el comercio
las transacciones son más variadas; por lo mismo, se multiplican las ocasiones
para las arbitrariedades. No obstante, el comercio también permite eludir más
fácilmente las acciones arbitrarias, porque él cambia la naturaleza misma de la
propiedad, que gracias al cambio se transforma en algo prácticamente inasible.
El comercio da a la propiedad una nueva cualidad: la circulación; sin
circulación, la propiedad no es sino un usufructo; la autoridad puede siempre
influir sobre el usufructo, pues puede retirar el goce; pero la circulación
pone un obstáculo invisible e invencible a esta acción del poder social. Los
efectos del comercio se extienden aún más lejos, no sólo libera a los
individuos, sino que, creando el crédito, vuelve dependiente a la autoridad.
El dinero, dice un autor francés, es el arma más peligrosa del
despotismo, pero al mismo tiempo es su freno más poderoso; el crédito está
sometido a la opinión; la fuerza es inútil, el dinero se oculta o se desvanece;
todas las operaciones del Estado están suspendidas. El crédito no tenía la
misma influencia entre los antiguos; sus gobiernos eran más fuertes que los
particulares; hoy los particulares son más fuertes que los poderes políticos;
la riqueza es un poder más disponible en todos los momentos, más aplicable a
todos los intereses, y, por consecuencia, mucho más real y mejor obedecida; el
poder amenaza, la riqueza recompensa, escapamos al poder engañándoles; para
obtener los favores de la riqueza hay que servirla. La riqueza siempre gana.
A consecuencia de las mismas causas, la existencia individual está menos
englobada en la existencia política. Los hombres transportan lejos sus tesoros;
se llevan con ellos todos los goces de la vida privada; el comercio ha
aproximado a las naciones, y les ha dado costumbres y hábitos más o menos
similares; los jefes pueden ser los enemigos; los pueblos son compatriotas. Así
pues, que el poder se resigne a ello: necesitamos la libertad y la tendremos;
pero como la libertad que no es precisa es diferente a la de los antiguos, es
necesario a esta libertad otra organización que la que podría convenir a la
antigua libertad.
En ésta, cuanto más consagraba el hombre su tiempo y fuerza al ejercicio
de sus derechos políticos, más libre se creía. En la clase de libertad que nos
corresponde, cuanto más tiempo para nuestros intereses privados nos deje el
ejercicio de nuestros derechos políticos, más preciosa será la libertad.
De ahí, señores, la necesidad del sistema representativo. El sistema
representativo no es otra cosa que una organización con cuya ayuda una nación
descarga en algunos individuos lo que ella no puede o no quiere hacer por sí
misma. Los individuos pobres realizan ellos mismos sus asuntos; los hombres
ricos contratan a administradores. Es la historia de las antiguas naciones y de
las modernas. El sistema representativo es una procuración dada a un cierto
número de hombres por la masa del pueblo que quiere que sus intereses sean
defendidos y que no obstante no tiene tiempo de defenderlos él mismo.
Pero, a menos que sean insensatos, los hombres ricos que tienen
administradores examinan con atención y severidad si esos administradores
cumplen su deber, si no son descuidados, ni corruptos, ni incapaces, y para
juzgar la gestión de esos mandatarios, los comisionados que tienen prudencia se
aplican muy bien a los asuntos en los que se les confía la administración. Del
mismo modo, los pueblos, que con el fin de gozar de la libertad que les conviene,
recurren al sistema representativo, deben ejercer una vigilancia activa y
constante sobre sus representantes, y reservarse, en épocas que no estén
separadas por intervalos demasiado largos, el derecho de apartarles si han
equivocado sus votos, y de revocar los poderes de los que ya han abusado. Del
hecho que la libertad moderna difiere de la libertad antigua, se deduce que
esta última estaba también amenazada por otra especie de peligro.
El peligro de la libertad antigua consistía en que los hombres, atentos
únicamente a asegurarse el poder social, no apreciaban los derechos y los goces
individuales. El peligro de la libertad moderna es que absorbidos por el
disfrute de nuestra independencia privada, y en la gestión de nuestros
intereses particulares, renunciamos demasiado fácilmente a nuestro derecho de
participación en el poder político.
Los depositarios de la autoridad no dejan de exhortarnos a ello. ¡Están
tan dispuestos a evitarnos todo tipo de pena, excepto la de obedecer y de
pagar! Nos dirán: “¿Cuál es en el fondo la finalidad de vuestros esfuerzos, el
motivo de vuestros trabajos, el objeto de vuestras esperanzas? ¿No es la
felicidad? Y bien, esa dicha, dejadnos actuar y os la daremos.” No, señores, no
dejemos que actúen. Por muy conmovedor que sea ese interés tan tierno, rogamos
a la autoridad que permanezca en sus límites.
Que se limite a ser justa, nosotros nos encargaremos de ser felices.
¿Podríamos serlo con goces si estos goces estuvieran separados de las
garantías? ¿Dónde encontraríamos esas garantías si renunciáramos a la libertad
política? Renunciar a ellas, señores, sería una demencia similar a la de un
hombre que bajo el pretexto que no ocupa el primer piso, pretendiera construir
sobre la arena un edificio sin fundamentos.
Por lo demás, señores, ¿tan cierto es que la felicidad, cualquiera ella
sea, es la única finalidad de la especie humana? En ese caso, nuestra carrera
sería muy estrecha, y nuestro destino muy poco señalado, no hay ninguno de
nosotros que si quisiera descender, restringir sus facultades morales, reducir
sus deseos, abjurar a la actividad, la gloria, las emociones generosas y
profundas, pudiera embrutecerse y ser feliz. No, señores, yo atestiguo sobre
esta excelente parte de nuestra naturaleza, esta noble inquietud que nos
persigue y que nos atormenta, este ardor de extender nuestras luces y
desarrollar nuestras facultades: no es sólo la felicidad, es al
perfeccionamiento que nuestro destino nos llama; y la libertad es la más
poderosa, el más enérgico medio de perfeccionamiento que el cielo nos haya
dado.
La libertad política sometiendo a todos los ciudadanos, sin excepción,
el examen y el estudio de sus intereses más sagrados, engrandece su espíritu,
ennoblece sus pensamientos, establece entre todos ellos un tipo de legalidad
intelectual que constituye la gloria y la potencia de un pueblo.
Por tanto, ved cómo una nación se engrandece con la primera institución
que le restituye el ejercicio regular de la libertad política. Ved a nuestros
conciudadanos de todas las clases, profesiones, sacados de la esfera de sus
trabajos habituales y de su industria privada, encontrarse de pronto en el
nivel de las funciones importantes que la constitución les confía, escoger con
discernimiento, resistir noblemente a la seducción. Ved el patriotismo puro,
profundo y sincero, triunfando en nuestras ciudades y vivificando hasta
nuestras aldeas, atravesando nuestros talleres, reanimando nuestros campos,
penetrando del sentimiento de nuestros derechos y de la necesidad de garantías
el espíritu justo y recto del labrador útil y del negociante industrioso, que
sabiendo de los males que ellos han padecido, y no menos iluminados sobre los
remedios que esos males exigen, abarcan con una mirada a Francia entera y,
dispensadores del reconocimiento nacional, recompensan con sus sufragios,
después de treinta años, la fidelidad a los principios, en la persona del más
ilustre de los defensores de la libertad.
Lejos entonces, señores, de renunciar a ninguna de las dos clases de
libertad de las que les hablé, es preciso, lo he demostrado, aprender a
combinar la una con la otra. Las instituciones, como dice el célebre autor de
la historia de las repúblicas de la Edad Media, deben cumplir los destinos de
la especie humana; ellas alcanzan tanto mejor su finalidad cuanto mayor es el
número posible de ciudadanos que elevan a la más alta dignidad moral.
La obra del legislador no está totalmente completa cuando sólo ha
tranquilizado al pueblo. Incluso cuando ese pueblo está contento queda mucho
por hacer. Es preciso que las instituciones concluyan la educación moral de los
ciudadanos. Respetando sus derechos individuales, cuidando de su independencia,
no perturbando para nada sus ocupaciones, ellas deben no obstante consagrar su
influencia sobre la cosa pública, llamarles a concurrir con sus determinaciones
y sus sufragios al ejercicio del poder, garantizarles un derecho de control y
de vigilancia por la manifestación de sus opiniones, y formándoles de este
modo, por la práctica, para esas elevadas funciones, dándoles a la vez el deseo
y la facultad de satisfacerlas.
Paris, febrero de 1819.
BENJAMIN CONSTANT DE REBECQUE
[1] En febrero de 1819,
Benjamin Constant, liberal francés de origen suizo, pronunció este famoso
discurso en el Ateneo de París que se convertiría en una célebre pieza del
pensamiento político y en el manifiesto fundacional del liberalismo
decimonónico. En él explicó la diferencia entre la sociedad clásica de los
griegos y los romanos y la nueva sociedad que emergía de las revoluciones
norteamericana y francesa del siglo XVIII, alerta sobre las amenazas de la
democracia, proponiendo contra esas amenazas un modelo político en el que
articula dos conceptos de libertad: la libertad moderna o negativa y la
libertad republicana o positiva. La libertad negativa corresponde a la idea del
debido proceso. Nadie puede ser juzgado, detenido, ni preso, sino de acuerdo a
leyes preexistentes, en consonancia con procedimientos establecidos por la ley
y por las autoridades instituidas.
Constant identifica la libertad moderna con la experiencia personal de
la seguridad, con aquello que Montesquieu denominó la tranquilidad de espíritu
resultante de que ningún ciudadano pueda temer nada de otro.
Pero además introduce una segunda dimensión de la libertad cuando habla
del derecho de tomar parte en el gobierno. La libertad moderna sería incompleta
si se redujera a su dimensión negativa. Contra este peligro, reclama además el
fortalecimiento de la democracia, el cual se debe concretar en el ejercicio de
las libertades políticas. Es decir en la práctica de la libertad de prensa, el
control por la sociedad civil de las actividades de los funcionarios públicos
mediante una opinión pública crítica y deliberante, el desempeño de una
vigilancia activa y constante sobre los representantes elegidos para ver si
cumplen exactamente con su encargo.
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