CONDE DE SAN LUIS (Luis José Sartorius y Tapia)
¿Ha de ser un crimen que se arrebate a un hombre su
patrimonio material, y no lo será el que se le arrebate su patrimonio moral e
intelectual?
DISCURSO PRONUNCIADO EN EL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS, 9 DE JUNIO DE 1866,CONTRA
EL PROYECTO DE SIETE AUTORIZACIONES
«Pieza oratoria magistral cuando se trata de rebatir a los gobiernos que
sin hacerse cargo de sus propios errores, pretenden descalificar a sus
adversarios, recordándoles sus errores pasados»
El Sr. Conde de SAN LUIS.— Señores: al asistir a estos debates, al ver
su prolongación durante tantos días, al tomar parte en ellos, me he persuadido
de que en política mas que en nada la verdad es a veces inverosímil.
Inverosímil es, en efecto, la tenacidad con que el Gobierno se obstina en continuar
en ese puesto y en mantener unos proyectos universalmente rechazados, y que, si
se aprueban, solo traerán funestos desastres, después de perturbadoras
convulsiones.
¡Oh! Si las palpitaciones del patriotismo no fueran en mi pecho mucho
mas fuertes que las de mi amor propio, ¡con qué placer no vería yo realizarse
cuanto os he pronosticado no hace mucho, Sres. Diputados! Yo os dije que no
teníamos Gobierno representativo; que la contradicción, la hipocresía, la
amenaza y la fuerza, bases de la política vicalvarista, os llevaría por rumbos
desconocidos adonde nadie había ido. Acaso tacharíais de erróneos mis juicios,
de exagerados mis temores, de absurdos mis vaticinios. Desgraciadamente para
todos, yo no podía equivocarme, como nadie equivoca la luz del día con las
tinieblas de la noche.
Os protesto de nuevo que mi pena es tan grande como sincera por el
espectáculo que el Gobierno español está dando. Tomo parte en esta discusión
contra todo el torrente de mi voluntad. Lo he hecho lo mas tarde que me ha sido
posible, en la esperanza, que no quería desechar, de que retrocediese el
Gobierno ante el abismo.
Perdida esa esperanza, voy a entrar en el debate, rogándoos que no
votéis lo que se os pide, porque esa política es una sugestión del despecho,
nacido a su vez de la impotencia. No está inspirada por una gran necesidad,
sino por una serie de desastres que no quieren reconocerse ni que nosotros los
reconozcamos.
Yo, que os disculpo de que dieseis, vuestro apoyo a los que sagazmente
encubrían sus designios, no podría disculparos, ni el país conmigo, después de
haber arrojado con ira el antifaz que los desfiguraba.
Antes se os pedía vuestra cooperación para medidas que, aunque no
formasen un sistema, eran al fin constitucionales, y con ellas se os prometía
la conservación del orden, el desenvolvimiento de la prosperidad pública, el
afianzamiento de las instituciones, la regularidad, la economía, la recta
administración. Ahora se os pide todo, que lo deis todo; con esas mismas
palabras se os ha propuesto. ¿Y en cambio de qué bienes, de qué ventajas se os
pide tan imposible sacrificio? Al derramar la vista de vuestra inteligencia por
todos los horizontes de esas cuestiones morales y materiales, os daréis
respuesta. Ocasión habrá de recordar el estado de las cosas públicas en el
curso de mi peroración.
Entre tanto, hasta el más obcecado de vosotros lo habrá conocido ya.
Aquí no hay más política que la de una rebajada dictadura. Política personal,
caprichosa, obstinada en conservar el poder a toda costa. Omnia pro
dominatione.
Esta política, cuando se planteó en sus períodos de contradicción e
hipocresía, era tratada por amigos y adversarios con cierto desden. Al
calificarla se le aplicaba con preferencia el sarcasmo y hasta el epigrama. Sus
autores, sus auxiliares, y hasta sus impugnadores, solían reírse de la gracia,
aunque algunas de sus evoluciones destilasen sangre y fueran otras repugnantes.
En sus períodos de amenaza y de fuerza se ha invocado unas veces la
suprema ley de la necesidad; otras se ha sacudido la responsabilidad;
resultando, por ejemplo, que las amenazas escritas nadie las ha escrito, como
resultará cuando convenga que las palabras aquí pronunciadas pidiéndolo todo
para el general O'Donnell, y contra las cuales nadie ha protestado, no afectan
ni comprometen a nada ni a nadie.
Pues bien: esas contradicciones que han sido calificadas con la sonrisa,
esa habilidosa hipocresía, esas amenazas y esos alardes de fuerza, tirando la
piedra y escondiendo la mano, son tan dictadura como la que hoy se os pide.
Y no la dictadura grande, salvadora, que surge de las entrañas de una
sociedad necesitada de ella, sino una dictadura raquítica, como planta criada
en estufa al calor de pequeñas ambiciones de mando sin prestigio, y de efímero
poder. (Muy bien.)
Los hábitos y las empresas del Duque de Tatuan lo llevan a la
arbitrariedad. Como ha conseguido que durante algún tiempo todo se le someta,
insensiblemente se va a lo arbitrario.
Procuraré demostraros la exactitud de las anteriores aserciones, que
como veis, son hoy el tema de mi discurso.
Hemos convenido todos, porque en esto no puede haber divergencia entre
amigos y adversarios, en que la idea que ha hecho formar de sí la unión liberal
es ser una transacción, un término medio entre los partidos que existían. Pero
en la contestación al último discurso de la Corona demostré yo, y
ahora se ha corroborado en todos los discursos, que el vicalvarismo en
oposición a un Gobierno moderado se puso decididamente al lado de los
progresistas y demócratas. Si el Gobierno no hubiese sido moderado, el
vicalvarismo habría seguido distinto rumbo.
Pero concretándome al último período, es indudable que la posición
liberal que tomó el vicalvarismo fueron sus títulos para volver al mando.
¿Cuáles fueron los efectos de estas medidas? Los contrarios, a los que ellos
creyeron e hicieron creer en todas las regiones. Los progresistas se
exasperaron más y mas, porque al ver ejecutar sus medidas, eran rechazadas sus
personas como partido.
El deber de una administración así derrotada en la base de su política,
era retirarse; pero no lo hizo, y estalló la insurrección militar.
¿La venció? El Marqués de los Castillejos y sus parciales habrían sido
vencidos, si en vez de un contratiempo o un desengaño hubiesen sufrido un
escarmiento.
¿La ha dominado? ¿Ha extirpado el espíritu revolucionario en el
ejército? ¿Puede hacerlo? En este punto, señores, no quiero contestar yo al
actual Gabinete. Hay ciertas cuestiones que puede creerse que me afectan a mí
demasiado; que las debo yo juzgar por la pasión, con encono; no quiero ser yo
el que de respuesta al importante argumento que presento, importantísimo, de
inmensa trascendencia.
Ha dicho el Sr. Ministro de la Gobernación en varias ocasiones
que en Madrid se ven las cosas por un prisma político apasionado, por la pasión
ofuscada; pero que en las provincias se juzgan con imparcialidad, con recto
criterio, con desapasionado juicio las cualidades del Gobierno. Pues bien: yo
voy a apelar a un breve artículo de un periódico de provincia, a un periódico
que jamás se personaliza y que se distingue entre todos los de España por su
sensatez, El Comercio de Cádiz (Rumores), periódico moderado, sí, es cierto, es
un adversario del Gobierno; pero no soy yo (entiéndase bien cómo presento el
argumento, le presento de buena fe), no soy yo quien así discurre. El Comercio,
periódico de la culta, de la ilustrada Cádiz, en su número de 25 de Mayo último
dice:
«La cuestión de orden público vuelve a estar a la orden del día. Los
periódicos hablan de una conspiración descubierta en Barcelona y de prisiones
hechas en Madrid y en otros puntos del reino, siendo de notar que los presos
son todos militares.
Ahora, como en el mes de Enero, el peligro viene de una parte del
ejército que parece muy minado por la revolución, lo cual hace poco favor a la
perspicacia y a la influencia del general O' Donnell, que después de tantos
años de tener a su cargo, con leves interrupciones, la alta dirección del
ejército, no parece haber ganado en él toda la autoridad moral necesaria para
evitar que se repitan sucesos lamentables entre muchos de sus subordinados.
Es este uno de los males mas graves que pueden afligir a nuestra patria.
Fuera de España no existe hoy en Europa un solo país donde se conciba siquiera
la posibilidad de un movimiento militar, como base, como principio de una
revolución política. Es necesario trasladarse a las desdichadas repúblicas
americanas para encontrar algo igualó parecido a lo que aquí se proyecta quizás
en no sabemos qué conciliábulos revolucionarios. Esto, suponiendo que no sea
una alarma falsa la que los mismos periódicos ministeriales están promoviendo
con sus noticias.
Y sin embargo, lo que pasa o se dice está pasando en el ejército, tiene
una explicación muy sencilla. Es que el general O'Donnell encuentra en sus antecedentes,
en sus compromisos, en la triste necesidad que un día se impuso de alentar las
sediciones militares y de premiar hasta con exceso a sus autores, un obstáculo
insuperable para arrancar esa mala semilla, de la fuerza armada. Esta situación
especial, especialísima del general O'Donnell, neutraliza lo que puedan valer
en otro sentido sus condiciones de carácter, que a fuer de adversarios leales
nos complacemos en reconocer.
Ayudado por su experiencia, por su energía, por su perseverancia, el
Duque de Tetuan ha podido hacer frente con éxito a los gravísimos peligros que
corrió el país en el mes de Enero: podrá, si se quiere, sofocar otra u otras
insurrecciones como la de entonces; pero no conseguirá nunca cortar el mal de
raíz, porque la raíz del mal está precisamente en su nombre, en lo que su
nombre significa en el ejército, como bandera de un partido que es
revolucionario cuando le conviene, y no como elemento de orden puesto al
servicio de todo Gobierno legítimamente constituido.
No es solamente el recuerdo de 1854 lo que desautoriza al general
O'Donnell para matar el espíritu revolucionario en el ejército. Lo que
principalmente le desautoriza es esa tendencia fatal del vicalvarismo a pasar
por encima de los principios de orden cuando no puede explotarlos en favor de
sus propios intereses. Hiciera el general O'Donnell lo que hacen otros
generales dignísimos, que es pronunciarse enérgicamente, en el poder lo mismo
que en la oposición, contra toda especie de revoluciones, y mas todavía contra
las revoluciones militares, y el general O'Donnell tendría la autoridad moral
de que hoy carece para impedir que diese sus frutos de vez en cuando la mala
semilla que él ha sembrado en el ejército.
¡Dios quiera que no tengamos que llorar, cuando sea ya tarde, las funestas
consecuencias de esa política escéptica y egoísta que ha llevado a todas las
regiones del poder la acción demoledora y disolvente del vicalvarismo!»
Yo no añadiré, señores, una sola palabra; solo diré al Sr. Duque de
Tetuan que creo ha echado sobre sí una inmensa responsabilidad, ya que no se
retiró del poder en la primera época cuando vio que no había realizado lo que a
todo el mundo hizo esperar de las medidas liberales que adoptó después de
haberlas proclamado en la oposición; ya que entonces no quiso retirarse del
poder, repito, dobló su responsabilidad cuando no se retiró al internarse los
sublevados en Portugal, y no quedar un solo hombre armado contra el Gobierno en la
Península.
Lejos de eso, se apela a toda clase de medidas reaccionarias. El
despecho que empezó a germinar porque no habían salido los progresistas de su
retraimiento, se exasperó con la insurrección militar, y llegó a su colmo
cuando no han querido declararse vencidos. En este punto, señores, se presenta
por todos los oradores de la mayoría y por los individuos del Gabinete, que han
tomado parte en esta discusión, un argumento que se cree de una fuerza inmensa.
Pues qué, se dice, ¿no tiene el Gobierno del Duque de Tetuan el derecho que
tienen todos los Gobiernos del mundo en todas las circunstancias? ¿Han de haber
combatido el desorden los republicanos, todos los Gobiernos en sus diferentes
formas, y negáis ese derecho al Duque de Tetuan? No, señores; de ninguna
manera: ¿cómo he de negar yo ese derecho a este ni a ningún Gobierno? Pero el
Sr. Duque de Tetuan confunde dos cosas muy distintas, el Gobierno y la persona
que lo desempeña; el Gobierno tiene, no solo el derecho, sino el deber de
rechazar la fuerza con la fuerza, pero los Ministros tienen además el
compromiso de honor de ajustar sus medidas a los principios que han proclamado.
En el momento de ser atacado un Gobierno a mano armada, se rechaza la
fuerza con la fuerza; pero cuando hay que apelar a leyes u otras medidas de
esta especie, el hombre público que no toma esas medidas dentro de sus
principios y de sus doctrinas, pierde completamente la fuerza moral.
Por eso, cuando se ha recorrido toda la línea desde la ley electoral y
el reconocimiento de Italia hasta la ley de imprenta y la de asociaciones, no
se tiene la fuerza moral necesaria para hacer esos alardes de autoridad que se
hacen en este sitio y fuera de este sitio.
El hombre que así procede, comete una usurpación, un acto que quiero que
califiquéis vosotros con un ejemplo que os pondré. Presente está en vuestra
memoria lo que ha pasado hace poco en las aguas del Pacífico: una nave española
surcaba aquellos mares; ve venir otra nave en dirección suya, otra nave que
tremolaba al viento la bandera de una nación amiga; como amiga la espera, y
cuando se le acerca y no es ya tiempo de defenderse, se encuentra con un aleve
enemigo que le ha tendido una indigna asechanza. ¡Plegue a Dios, señores, que
rescatemos la nave y a nuestros hermanos! Pero la gloria de la inicua hazaña no
se la disputaremos jamás a los chilenos. (Muy bien.)
¿Mas qué necesidad tenemos de símiles y de comparaciones? ¿Queréis saber
la calificación que merece, el nombre que tiene la política que el actual
Gobierno está ejerciendo? ¿Queréis saberlo? Yo os presentaré una autoridad que
no podréis recusar; la del Sr. Calderón Collantes, actual Ministro de Gracia y
Justicia. Él va a calificar esa política. Era en la sesión del 10 de Enero de
1865, el período de la oposición de los hombres que actualmente forman el
poder, y como habréis observado, dentro de este período me encierro; no he
traspasado sus límites.
Decía el Sr. Calderón Collantes dirigiéndose al Gabinete del Duque de
Valencia, y muy particularmente al Ministro dela Gobernación, lo que vais a
oír;
«La Corona en su alta sabiduría tuvo por conveniente llamar a su
Consejo al respetable Sr. Duque de Valencia. Al ejercer su prerrogativa la
Corona en este sentido, ¿qué quiso? ¿Dar una muestra puramente personal de
su Real aprecio al señor general Narváez? No: no se nombran de esa manera los
Ministros en las monarquías constitucionales. Al llamar la Corona a
su Consejo al Sr. Duque de Valencia, llamó al partido moderado; y en su persona
llamó al jefe ilustre, al jefe histórico, al jefe tradicional de ese partido;
de la misma manera que si mañana u otro día, andando el tiempo... y en su alta
sabiduría y elevada imparcialidad considerara conveniente llamar al Sr. Duque
de la Victoria, no habría ningún español ni extranjero que dudase que a
quien llamaba en la referida persona era al partido progresista.
Tenía el Sr. Duque de Valencia el deber de rodearse de Ministros
pertenecientes al partido moderado, y tenía otro deber mas alto o tan alto como
ese, que era practicar una política moderada, realizar en la esfera del Gobierno
y en la esfera de la administración los principios constantes, tradicionales
del partido moderado: ¿Es esto cierto, Sres. Senadores? ¿Puede por nadie
ponerse en duda?»
Y continuaba diciendo:
«¿Qué quiere decir Ministerio moderado? ¿Que se llamen moderados los
individuos que lo compongan? No. El Ministerio moderado es aquel que practica
los principios del partido moderado.
»Decía el Sr. González Brabo, y tenía razón, que los hombres políticos,
cuando hablan en este sitio y dan su voto, contraen un compromiso de honor de
realizar en la esfera del poder, cuando a él les llame la Coronaen uso de
su prerrogativa, las mismas doctrinas y principios que profesaron y
sostuvieron. Y decía, abundando en estos principios el Sr. González Brabo en
una sesión célebre: “El que falta a este compromiso, falta a su palabra y a su
honor.”»
Y mas adelante concluyó:
«Pero la cuestión es mas alta; se trata de si un hombre que viene a
renunciar de sus antecedentes políticos, a practicar una doctrina enteramente
opuesta a la que ha estado preconizando como buena durante cuatro o cinco años,
tiene la dignidad política y la autoridad moral necesaria, y sin la cual no se
puede gobernar un país tan digno y noble como la España. Ciertamente que
no la tiene; la dignidad política, la autoridad moral que es indispensable en
los hombres de gobierno, ha de buscarse en su consecuencia y lealtad a su
partido, y esta no existe, sin duda alguna, renegando en el poder de las
doctrinas sostenidas en la oposición.
Pero todavía es mas grave y profunda esta cuestión que estoy examinando,
que no tiene nada de personal, que es eminentemente política. No solamente,
según el juicio del Sr. González Brabo, falta a su palabra de honor el que no
cumple las promesas que ha hecho en la oposición cuando se le llama por la
Corona al poder, sino que, usando de la palabra mas suave que he
encontrado, diré que comete una decepción para con altísimas instituciones a
las cuales todos debemos veneración y respeto; porque si la Corona llama
a un hombre político notable, ¿en virtud de qué lo hace? En virtud de las ideas
que ha sustentado y que conoce todo el mundo; en virtud de los actos que ha
ejecutado. Si llama al jefe del partido progresista, le llama para que
practique las doctrinas del partido progresista en las esferas de la
administración y del Gobierno. ¿Y no cometerla una decepción para con la
Corona si después de llamado intentase practicar una política
reaccionaria? Es indudable.
Esta sería una verdadera decepción para con su partido, para con todos
los hombres políticos del país, y para con otra cosa que está mucho más alta
que los partidos y los hombres políticos.
Yo digo que el hombre político que falta, como decía el señor González
Brabo, a su palabra de honor haciendo traición a sus principios, queda
completamente tan deshonrado, como el que en la vida pública falte a su palabra
de honor con un amigo o con una persona política con quien tiene relaciones.»
Estas palabras, señores, que sin razón ninguna se aplicaban a mi ilustre
amigo el Sr. González Brabo, estas palabras deben meditarlas perfectamente los
Ministros actuales y ver si practican en el Gobierno las soluciones que
proclamaban en la oposición, y si no las practican, que se apliquen la
calificación que el Sr. Calderón Collantes, sin motivo alguno, aplicaba a otra
administración.
En efecto, señores: ¿ha de ser un crimen que se arrebate a un hombre su
patrimonio material, y no lo será el que se le arrebate su patrimonio moral e
intelectual? Un día se preguntaba desde esos bancos que si las ideas son
patrimonio de determinados partidos. Lo son desde el momento en que se formulan
en cuerpo de doctrinas y de principios, en programas de gobierno. ¿Ha de haber
aquí, repito, una clase de hombres llenos de abnegación, de decencia, que
esperen un mes y otro mes, un año y otro año, a que la opinión venga a decir:
las doctrinas que habéis proclamado son las que deben aplicarse a la
gobernación del Estado, y entre tanto estaias privados de todas las ventajas
del poder, y hasta haréis un papel ridículo, porque en esta sociedad política
tan degradada, cuando a un hombre se le ve en la desgracia y alejado del poder
se le cree en la abyección, y entre tanto ha de haber otros hombres que digan:
nosotros servimos para todos los momentos, para aplicar toda clase de
principios y de doctrinas, para realizar toda clase de sistemas, para formar
toda clase de gobiernos? Eso no puede ser, señores. (Muy bien.)
Os proclamasteis liberales, y estáis ahora en el extremo opuesto: ¿qué
fuerza queréis que tengan vuestros alardes de autoridad? Le habéis dicho al
pueblo que tendría libertad, y le dais la tiranía; esto trae las conmociones.
La libertad así disputada, ha dicho un gran pensador, es la agitación
permanente. No preguntéis, después de estos antecedentes, qué motivos dais para
esa perturbación, para ese desasosiego que sentís y notáis por todas partes.
¡Ah! Puede no haber motivo para trastornar la sociedad, pero no basta. Ha
dejado de estimarse la virtud de la consecuencia: las contradicciones de los
Ministros quitan el carácter de formalidad, de respetabilidad a la gobernación
del Estado; y los revoltosos dicen: si los Ministros violan los preceptos de la
moral política, en pro de los que mandan, rasguemos nosotros el código de
nuestros deberes en pro de los que obedecen.
¡Terrible situación! ¡Terrible situación aquella en que solo impera la
ley feroz de las represalias! Yo la maldigo; yo no me asocio ni por un momento
a esas ideas revolucionarias; pero vosotros, antes de aceptar la situación en
que os encontráis, habéis debido renunciar mil veces el poder.
Ahora venís a ensalzar, si no abiertamente y de palabra, con vuestros
hechos, la política de resistencia. Tarde habéis conocido que la vigilancia que
da seguridad y tranquilidad a los ánimos, evita la represión que los exaspera y
encona. Al venir a este sistema, que no es el vuestro, os han faltado la fuerza
moral y vuestros auxiliares: en tan trabajosa peregrinación, unos se han
cansado antes, otros des-pues; todos os cansareis, señores, porque os asfixia
la atmósfera en que vivís, rodeados de universales complicaciones; estáis en
ese terrible período; no me lo negareis.
En el terreno político os encontráis abandonados de una gran parte de
vuestra mayoría, como acabo de decir. Esto os coloca en una situación muy
crítica; podréis tener mayoría para que este proyecto sea ley en el Congreso;
pero no tenéis la mayoría de vuestra mayoría. Es decir, que en un Congreso
elegido bajo vuestros auspicios hace seis meses, no tenéis ya a vuestro lado la
mitad de los que lo componen.
Habéis visto después que la gangrena ha corroído el ejército hasta un
punto que espanta: pero como de esto sabe más que yo el señor Duque de Tetuan,
y como esta es una materia que yo no me permitiré nunca tratar sino con la
mayor circunspección y prudencia, no diré sobre ella ni una palabra más.
¿Y en la Hacienda, señores? ¿Estáis satisfechos de lo que ha pasado
y está pasando en todo lo relativo a la Hacienda? ¿Qué os ha parecido la
tardía presentación de los presupuestos, después de cuarenta días de estar
constituido el Congreso? Ahora se acusa a las oposiciones de que el Gobierno no
tenga votados los presupuestos, y que a eso se debe que abandonando su sistema
venga al de las autorizaciones. Hay que responder a esto con un hecho
sencillísimo. Si los cuarenta días que tardasteis en traer los presupuestos,
después de llevar siete meses en el poder, los hubierais aprovechado, ya
escarian discutidos y aprobados en el Congreso, y no necesitaríais haber
apelado al lamentable recurso de las autorizaciones.
Y la confección de los presupuestos, ¿os enamora? No será mucho, cuando
el Gobierno mismo viene prometiendo después que los nivelará, que rebajará los
gastos hasta ajustarlos a los ingresos; cuando habréis advertido que se os
ponen unos sobrantes de Ultramar que no sé cómo calificar, y que si llegan a
venir, será porque se hagan allí operaciones de crédito semejantes a las que se
han intentado aquí; y cuando por último no sabemos todavía a qué capítulos se
van a aplicar los gastos de la escuadra del Pacífico desde 1° de Julio.
Además, señores, no habréis olvidado el célebre contrato celebrado con
el Credit Lyonnais y otras casas extranjeras, en que para l8 millones de
francos se han hecho catorce escrituras y se han sacado por primera vez de
España las garantías, y no habréis olvidado tampoco la venta ilegal, y de que no
tuvimos noticia, de los billetes hipotecarios para obtener otra pequeña suma.
Yo apelo a vuestra imparcialidad; si estos hechos que acabo de reseñar y
en que de ninguna manera insistiré, porque no son de mi gusto, y mucho menos
después de haberlos examinado detenidamente los oradores que me han precedido;
si estos hechos, digo, los hubierais encontrado en otra administración, ¿a
dónde hubieran llegado vuestros gritos? Se hubiera estado hablando de todos
estos negocios hasta la consumación de los siglos, porque a perseverantes en
ese terreno no os gana nadie. Se aduce por nuestros adversarios un cargo contra
cualquiera administración; se rechaza, se demuestra que es infundado; hay sobre
ello debates solemnes, todo cuanto puede haber en un país en que la luz de la
discusión alumbra por todas partes; el cargo queda desvanecido; pero al día
siguiente se reproduce con una pertinacia digna de mejor causa. Y por el
contrario, dirigimos nosotros un cargo contra nuestros dominadores: ¿qué se nos
contesta? o no se contesta; o se reproduce una contestación estereotipada: «la
historia nos juzgará a todos.»
Ampliando lo que acabo de indicar, os recordaré que la táctica en este
punto de la unión liberal es la siguiente: se le dirigen cargos; la
contestación es, si salen del partido progresista, el partido progresista en
tal época hizo lo mismo; y de una manera análoga si salen del partido moderado.
Yo pregunto, señores: la razón de vuestra existencia, ¿no es precisamente el
haber venido a ser los redentores de esta sociedad perturbada por nosotros? ¿No
habéis venido a purgarla de nuestros enormes, enormísimos pecados? Entonces, si
toda vuestra defensa es decir: asomos tan malos como los progresistas o los
moderados,» es una tristísima defensa. (Muy bien.)
Además ¿de dónde venís? Exceptuando unos cuantos jóvenes cuya posición
especial yo respeto, ¿de dónde venís? Del partido moderado, del partido
absolutista, del progresista, del democrático; y si venís de esos partidos, y
si durante la administración de ellos habéis tenido una gran parte de
responsabilidad y en muchos períodos la mayor responsabilidad, ¿cómo con frente
serena venís a decirnos: estos han sido malos, aquellos peores? ¿Cómo venís a
decir lo que se ha dicho hace pocas noches desde ese banco sobre los errores de
los antiguos partidos? ¿Cuándo conocieron esos errores? No quiero personalizar
la cuestión; pero indudablemente es de extrañar ese desenfado con que se
proclaman exentos de toda responsabilidad hombres que han pertenecido a
diversos partidos, que de ellos han nacido, que en ellos han vivido, y que de
ellos han recibido mercedes sin cuento.
Vais en esto mucho más allá que un amigo mío a quien yo he querido
siempre, a quien aprecio en todo lo que vale, pero cuya imaginación volcánica
le lleva a veces a la exageración. Este amigo mío tuvo por conveniente y por
motivos que de ninguna manera le deshonran, pasar de las filas del partido
moderado a las del progresista, y en el año de 1850 exclamaba: «¡yo que llevo
siete años de martirio y de persecuciones!» […] Nosotros le escuchábamos y
recordábamos que en los siete años había sido Subsecretario, Ministro, gran
cruz, y habla sufrido otras penalidades por este estilo. Pues todavía, repito,
va mucho más allá el Duque de Tetuan cuando recuerda el bienio. ¿Qué hacían los
progresistas en el bienio? suele preguntar S. S. cuando es reconvenido e
censurado. Y yo a mi vez me pregunto: pero, ¿quién mandaba en España en el
bienio? En realidad el Duque de Tetuan.
Antes de esta digresión me estaba ocupando del estado de la Hacienda,
que creo yo que os satisface a vosotros menos que a mí, porque al fin y al cabo
tenéis la responsabilidad del mando y los apuros que el estado del Erario trae
consigo; y las operaciones que he indicado que se habían hecho después de la
presentación de los presupuestos, revelan hasta que punto creía el Gobierno su
situación desesperada, puesto que tenia que ir de una manera que no le hacia
mucho favor a los ojos de la Europa, a pedir poquísimos millones con
condiciones que no quiero recordar. Pero se nos ha dicho con voz de trueno
desde el banco ministerial: ¿qué culpa tenemos nosotros de eso? ¿Hemos creado
nosotros esos conflictos? ¿Hemos dado nosotros lugar a esos apuros? También a
esto voy a contestar.
Siento molestar con repetidas lecturas al Congreso, pero en este
discurso me he propuesto aducir datos de la misma unión liberal, que para esto
es un arsenal inagotable. Decía el Sr. Alonso Martínez en la sesión del 20 de
Febrero de este año, en el Senado, lo siguiente:
«Señores: es triste condición la de los pueblos meridionales; son tan
impresionables en la época de la fortuna y de bonanza, que se creen trasladados
a una especie de edad de oro, y creen que el bienestar que en aquel momento
sienten es inacabable; y eso es lo que nos ha sucedido durante algunos años en
que han venido en abundancia capitales extranjeros a fecundarnos. Sobreviene
una crisis, ocurre un contratiempo, una de esas crisis que se presentan de
continuo en los pueblos de Europa, sobre todo después del desarrollo prodigioso
que ha tomado la industria y el comercio: una de esas crisis que son naturales
y necesarias, que Inglaterra, ese gran pueblo tan rico, tan floreciente, lleva
en lo que va de siglo hasta diez, y al menor contra tiempo estos pueblos
meridionales, obedeciendo siempre a la impresión del momento, se creen ya
definitivamente perdidos y que para ellos no hay salvación ni remedio.
No exageremos las cosas, señores; estudiemos con calma el estado de la
Hacienda, y veamos si es cierto que la necesidad obliga a desahuciar como S. S.
desahució; veamos si es cierto que yo infundo esperanzas mentidas e ilusiones
engañosas en el ánimo de los pueblos.
Por de pronto, como yo hago alarde de cierto espíritu de formalidad y de
veracidad, estoy en el caso de hacer una declaración que me parece importante,
diciendo que todos los españoles pueden saber tanto como el Gobierno después de la
Memoria presentada en el Congreso acerca del estado de la Hacienda.»
Y continúa:
«El que en adelante después de esta declaración diga que el estado de la
Hacienda es peor del que se presenta en la exposición de los presupuestos
(me refiero a los datos, no a las apreciaciones), ese, lo declaro solemnemente,
y estoy dispuesto a sostenerlo, ese es un mal español, ese es un hijo
desnaturalizado que clava el puñal en las entrañas de su madre.
Y después de esto, yo pregunto al Sr. Barzanallana: ¿por qué me acusa S.
S. de infundir esperanzas locas en el ánimo de los pueblos, de ocultarles la
verdad, de arrojarles polvo a los ojos para que no vean la sima adonde va ir a
parar la Hacienda? Yo diré a S. S. el medio sencillísimo por el cual he
llegado a formar el convencimiento de que nadie tiene motivos para desesperar
de la situación de la Hacienda española. Yo me he preguntado a mí
mismo: ¿por qué se asegura que está la Hacienda tan mal? Cuando eso
se dice, será porque la Hacienda española debe mucho.
Ahora bien: como la ciencia del Gobierno es eminentemente práctica,
estas cosas solo se estudian como es debido haciendo comparaciones. Pues vamos
a ver lo que debe España en relación con su presupuesto y en qué relación está
lo que deban las demás naciones con sus presupuestos respectivos, y esto y no
más es lo que dije en el Congreso
[…]
Resulta por consiguiente que a lo menos en cuanto a la deuda, la nación
española, fuera de la Prusia, es la que debe menos; pero mucho menos,
muchísimo menos, incomparablemente menos que las demás naciones de Europa.
Pues si el estado de la Hacienda española no es desesperado
porque debe mucho, ¿será porque su presupuesto este en déficit? Me parece que este
es el orden lógico, el procedimiento más natural para averiguar si el estado de la
Hacienda es bueno o malo. También es preciso que juzguemos por comparación
[…]
Es decir, que mientras no hemos estado privados de los sobrantes de
Ultramar, el presupuesto español ha sido el que ha tenido menos déficit entre
todos los presupuestos de Europa, si se exceptúa el de la Gran Bretaña. No
hay más que esperar a que circunstancias normales restablezcan los ingresos de
Ultramar, y en rigor habrá desaparecido el déficit.
De aquí se deduce una consideración importante para apreciar si es o no
desesperado el estado de la Hacienda española. ¿Es que hay menos
facilidad en España que en otras partes de Europa para formar un presupuesto
completamente nivelado? Sres. Senadores: esto tiene mas importancia de la que a
primera vista parece, porque la verdad es que la base sólida e inquebrantable
del crédito de las naciones es y debe ser la nivelación di su presupuesto.
Cuando una nación no gasta más que su presupuesto, esa nacían no puede menos de
tener crédito.
Pues bien: yo sostengo, y lo sostengo con datos en mi sentir
irrecusables, que no hay en Europa, fuera dela Gran-Bretaña, un presupuesto de
mas fácil y sólida nivelación que el presupuesto español; y no hay necesidad de
quebrantar los servicios que exige su organización administrativa; basta hacer
economías prudentes y realizables que el Gobierno está dispuesto a introducir,
para que el presupuesto español quede nivelado de una manera que solo con los
ingresos ordinarios pueda hacer frente a todas las atenciones del Estado.
Aquí viene bien el hacerme cargo del desden con que hablaba el Sr.
Barzanallana de los cuatro mil millones y pico con que yo contaba para sacar de
su actual situación a la Hacienda española. Ya he dicho antes, y
repito ahora, que el mal de nuestra Hacienda no es que deba mucho, no es que el
déficit de su presupuesto sea una cosa inusitada que no alcance del mismo modo
a otros pueblos de Europa; no es que haya grandes dificultades para nivelar ese
mismo presupuesto. Entonces, ¿a qué está reducido el mal de la situación de la
Hacienda española? A la deuda flotante, a los 1,400 millones que
constituyen el saldo a favor de la Caja de depósitos.
Si el Gobierno tiene el propósito de no contraer nuevas deudas, de no
aumentar mas los déficits, y de ello ha dado muestras muy claras; si no piensa
en aumentar la deuda que representa el saldo a favor de la Caja de
depósitos, todo el mal de la Hacienda española, como dije días
pasados en el Congreso, que es lo que indudablemente ha sorprendido a S. S.,
está en esa cifra tan antigua como excesiva de la deuda flotante. Y decía yo, y
repito en este momento: vamos a examinar ese saldo para ver si realmente
debemos impresionarnos.
El Tesoro español ya sabemos que no tiene más pasivo que ese saldo de
1,400 millones a favor de la Cajade depósitos.
Pero, señores, aunque computemos en toda su extensión esa cifra de 1,400
millones, ¿que vale ese pasivo para una Hacienda que tiene un activo en su
cartera, entre pagarés que ya están entregados al Tesoro y los que han de
entregarse por las ventas sucesivas, la cantidad de 4,600 millones?
El Sr. Barzanallana es dueño de desdeñar todo esto del modo que le
parezca; pero francamente, si esto es objeto de desden para S. S., yo no
entregarla a S. S. la dirección de una casa o de una compañía en que hubiera
que formar un inventario exacto del activo y pasivo, y sobre ese inventario
formar cálculos y cuentas.»
De esta manera tan halagüeña presentaba el Sr. Ministro el 10 de Febrero
de este año, en el Senado, el estado de la Hacienda española. Sin
embargo, se hacían al mismo tiempo o poco después las operaciones que antes he
señalado, y luego vino a sorprendernos el proyecto del Banco Nacional. Acerca
del Banco Nacional yo podría decir alguna cosa, pero es muy difícil tratar esta
cuestión en serio, y a mí me duele mucho hacer reír a costa del crédito del
país.
No diré por lo tanto nada acerca de ese en mi concepto abandonado Banco,
por más que el Presidente del Consejo de Ministros haya indicado otra cosa días
pasados: únicamente diré que conceptúo tan importante y de tal naturaleza la
derrota que sufrió el Gobierno con este motivo, que para mí, volviendo a
repetir las palabras que al principio he pronunciado, raya en lo inverosímil
que este ministerio se conserve todavía en ese sitio.
Pues bien, señores; en esta situación precisamente, cuando el Señor
Duque de Tetuan experimenta un desengaño respecto a la situación del ejército;
cuando por todas partes está rodeado de reveses y de dificultades; cuando en la
cuestión de Hacienda tiene un fracaso que yo no quiero calificar, pero de que
creo que no hay ejemplo en el mundo, porque no es posible haber llevado la
candidez al extremo a que se ha llevado en ese asunto, en esta situación casi
desesperada para el Gobierno, es cuando se le ocurre al Sr. Duque de Tetuan
venir a pedir a las Cortes poderes discrecionales; en esta situación es cuando
viene a pediros una verdadera dictadura.
Las grandes dictaduras han surgido siempre en medio de terribles
convulsiones y a favor de hombres afortunados en el apogeo de su gloria y de su
prestigio.
César llegó a la dictadura después de grandes conquistas y después de
haber vencido a su rival Pompeyo; Cromwell después de la batalla de Worcester
en que derrotó al ejército realista mandado por el mismo Rey; Napoleón después
de las batallas de las Pirámides, del monte Tabor y de Aboukir, y cuando era la
esperanza de aquella Francia tan agitada y tan necesitada de paz, orden y
sosiego. Solo al Sr. Duque de Tetuan se le ocurre pedir una dictadura
precisamente cuando el ejército, cuando todas las clases de la sociedad, que
veían antes en él un escudo contra la revolución, han perdido y debido perder
la confianza que inspiraba; cuando el encono de los partidos avanzados, cuando
la oposición misma que nosotros nos vemos obligados a hacerle, le tienen
completamente postrado y casi exánime. En vano se rebela contra todos y contra
todo: muerto caerá por la fatiga y el cansancio. Pedir la dictadura en el ocaso
de su prestigio, de su poder y de su fortuna; pedir la dictadura diciendo que
todo está perdido y que solo en su persona encontrará la patria salvación, a
los tres meses de haber dicho que todo se habla salvado, puesto que S. S.
estaba en el poder, pedir la dictadura en estas circunstancias, es una cosa que
no necesita calificación: basta con enunciarla. (Muy bien.)
En este proyecto está todo lo que es el vicalvarismo, es la esencia del
vicalvarismo. Está la contradicción porque las medidas que contiene han sido
combatidas, ya por unos, ya por otros de los actuales Ministros. Está la
hipocresía, porque no solo hay lo que se pide, sino lo que se toma. Con efecto,
no se pide la dictadura política; pero se ha tomado, prolongando los estados de
sitio, estado de sitio que se ha levantado en Madrid para que nos olvidemos de
que existen en otras partes, como si pudiéramos olvidar que se hallan en esa situación
excepcional las mas importantes provincias de la monarquía. Está la amenaza,
porque no otra cosa es pedir y tomarse el Gobierno toda clase de facultades
discrecionales. Está la fuerza, que se necesita para la realización de esas
amenazas. Y está además el error; porque después de esas medidas, y a pesar de
ellas, ¿qué haréis? ¿Creéis que con esas medidas os recobrareis de vuestra
debilidad y adquirís fuerzas? ¡Qué ilusión, señores! Suponed que sea ley el
proyecto de autorización: ¿qué habréis conseguido? Un arma que vuestras débiles
manos no podrás manejar. Habéis elegido un arma tan pesada, cuando estáis
como os he dicho en el ocaso de vuestro poder, cuando la debilidad os tiene
extenuados. Los poderes débiles nada pueden llevar a cabo. Con un poder débil
todo se subvierte, todo peligra, nada es sólido ni duradero.
Pero decís que además de la cuestión de Hacienda, que es preciso
resolver, necesitáis esa autorización para la paz armada. ¡La paz armada!
¿Sabéis lo que costó la paz armada cuando la pasada guerra entre Italia y
Austria? El señor Salaverría nos lo ha dicho: se votaron nuevos créditos que
importaban 13 millones de reales, resultando un déficit de más de 53 millones,
gastados no sabemos todavía en qué atenciones de la paz armada.
¿Sabéis para qué serviría también ahora esa autorización? Ya se os ha
indicado desde estos bancos: para empresas como la de Santo Domingo, que como
ha dicho el mismo Sr. Salaverría, ha disminuido en 100 millones de reales los
ingresos del Tesoro, donde no han entrado esos sobrantes de las cajas de
Ultramar, y al mismo tiempo ha salido una suma igual de la circulación
monetaria del país, causando acaso todos los males que lamentamos. Estas son
las palabras textuales del Sr. ex-Ministro.
Y todavía dice el Sr. Duque de Tetuan que si la unión liberal hubiera
continuado, Santo Domingo no se hubiera perdido!... ¡Valiera mas que nunca lo
hubiéramos, recobrado! Sí: el Sr. Duque de Tetuan cayó en la mala tentación de
aceptar el don que se le ofrecía. En los documentos que se han presentado sobre
la mesa del Congreso habréis visto, Sres. Diputados, que durante veinte años a
todos los Gobiernos de España se nos estuvo ofreciendo esa alhaja, y nosotros
no quisimos aceptarla. Decid después, decid por los resultados, aun suponiendo que
la conserváramos todavía, decid qué ventajas habríamos sacado de la célebre
anexión.
¡La paz armada! La paz armada es casi siempre o la revolución o la
dictadura del sable. Aumentad, aumentad el ejército sin que lo apliquéis a las
faenas de la guerra; pero tened entendido que el día en que el partido
progresista pierda la esperanza de atraerse al ejército, ese día dejará de ser
revolucionario en un país en donde nada hay que reformar en favor del pueblo,
A eso dice el Sr. Duque de Tetuan: que salgan a las calles. ¡Qué
palabras tan imprudentes, señores! ¿Qué haría con todo su brío el Sr. Duque de
Tetuan si lo dejaran solo, ya que solo provoca? El señor duque de Tetuan quiere
morir en las calles o tenerlo todo. Pues qué, ¿no hay ya mas salida que la
arbitrariedad en el Gobierno, el esfuerzo de un hombre y las barricadas en las
calles? Yo no niego el amago de la revolución, el desasosiego; pero ¿cuál será
el resultado del remedio que se os propone? ¿Podrán los intereses conservadores
colocarse al lado de un hombre? No ciertamente; y verificado así el divorcio
entre él y la nación, la exasperación será mayor en esta; el amor propio de él
se verá cada día mas interesado: con la exasperación cunde el espíritu de
rebeldía; con el amor propio ofendido, crece la desesperación de la impotencia,
y esta lucha de sentimientos no puede terminar sino con lágrimas y sangre.
Hace mucho tiempo que se vienen aflojando los lazos de la solidaridad de
intereses y sentimientos entre el gobierno y sus gobernados; pero este
proyecto, si fuera ley, acaso acabaría de romperlos. No es una amenaza, no; es
un vaticinio que se debe tomar en cuenta cuando se encuentra la opinión tan
llena de sobreexcitación y alarma.
Habíamos creído hacer una gran conquista despojando del poder absoluto
al Monarca, que es una institución augusta; ¡y pretende el poder discrecional
un Ministro, y un Ministro tan falible como el Sr. Duque de Tetuan! (Rumores en
diversos sentidos.) Tan falible, si, señores, porque no creo que S. S. se
resienta de que yo le llame el burlador de todos los partidos. (Muy bien.)
Pues bien: contra esa pretensión todos debemos oponernos en nombre del
pueblo y del ejército, que llevaron a cabo esa conquista, y en nombre del Trono
que la hizo suya en los campos de Vergara. (Muy bien.)
Solo en los casos extremos en que no haya absolutamente otra salida, es
cuando debe jugarse, Sr. Duque de Tetuan, el todo por el todo; pero eso no
puede hacerlo un ministro constitucional. Precisamente la primera, la más
importante de las ventajas de este Gobierno que sostenemos y hemos sostenido
con nuestra sangre y a costa de toda clase de sacrificios, es dar fácil
solución a las más graves complicaciones. ¿Por qué, pues, poner en conflicto al
Trono? ¿Os creéis los únicos? Sí, porque absurdamente, ridículamente, nos
preguntáis todos los días: «¿qué hay detrás de nosotros?» Señores, ¿moriría
acaso la nación porque muriera el Sr. Duque de Tetuan?
¡Los únicos! ¡Qué presunción! La presunción crea la impotencia, y
la impotencia las revoluciones.
¡Los únicos!... Enhorabuena que os creyerais los mejores, vosotros, que
matando la fe en las doctrinas, habéis extinguido la emulación que eleva el
alma, reemplazándola con la rivalidad que engendra la lucha y aviva los
rencores.
¡Los únicos! ¿Tan satisfechos estáis de vuestra obra? ¿Creéis que
cualquiera de los partidos no puede hacer tanto, al menos, como vosotros en la
gestión de la Hacienda, en el desenvolvimiento de los intereses públicos,
en el afianzamiento de las instituciones? ¡Los únicos!... Si así fuera, bien
podíamos envolvemos en un manto de luto. (Muy bien.)
¡Oh! Esa ingratitud vuestra, individual y colectiva, con los partidos
que han derramado su sangre y han gastado sus hombres, es horrible y
repugnante!
Contened, Sres. Diputados, esa intemperancia de poder, no accediendo a
la abdicación que se os pide; yo no puedo creer que deis ese voto ciego de
confianza. Las mayorías, que todo lo conceden, están corrompidas, y la
corrupción es la muerte.
Considerad vuestra situación: se están tomando medidas represivas muy
severas, y vosotros nada sabéis: hemos pedido aquí uno y otro día, acerca de
ellas, explicaciones que se nos han negado: estamos, hasta cierto punto, como
en aquellos tiempos de la república de Venecia, que vosotros mejor que yo
conocéis.
Preguntad, al menos, qué se quiere con esa concentración de poder, y sí
se os contesta desde aquellos bancos, con galana frase, que es para cortar el
nudo, preguntad dónde está el Alejandro: no basta que haya nudo y que haya
espada; es menester que exista el héroe. Que la nación y el ejército lo
señalen; señaládmelo vosotros. (Muy bien.)
El poder discrecional tiene que buscar su base en la fuerza. ¿Es un
misterio para nadie lo que está pasando entre la fuerza y el Sr. Duque de
Tetuan? Tenemos ojos para verlo, oídos para escucharlo, y patriotismo bastante
para sentirlo. (Muy bien.) ¡Quiera Dios que no llegue el momento en que las
instituciones, en que la patria, tengan que maldecir el imprudente reto aquí
lanzado por el Sr. Duque de Tetuan; que no tengan que pedirle cuenta de sus
mejores hijos, de sus defensores, tan inútilmente como el día funesto para
Roma, en que cubiertos y blanqueados los pantanos del Ems y del Lippe con los
huesos de los soldados romanos, recorría el César su palacio, roto el manto, la
veste desceñida, exclamando: «¡Varo, Varo, dame mis legiones!» (Bien, bien.)
No más retos, no; soluciones pacíficas dentro de la Constitución.
No más obstinación; patriotismo y sumisión ante las leyes. (Muy bien.)
Yo bien sé, Sres. Diputados, que pierdo completamente el tiempo; pero
cumplo con un deber sagrado. Sé que me esfuerzo en vano; porque después de
haber sido acogidos los proyectos que están a discusión de la manera que todos
conocéis, y que no puede ocultársele a la penetración del Sr. Duque de Tetuan,
ha sufrido S. S. otra derrota importantísima, y permanece impertérrito y firme
sobre las ruinas.
Recordareis que hace pocos días he querido pedir aquí explicaciones
acerca de la salida del Sr. Ministro de Hacienda. Yo no sé por qué después de
tantos años de gobierno representativo, sentimos esta especie de repulsión
hacia todo lo que sea discutir los actos de un Gobierno, que el país tiene
derecho a que se sepan y esclarezcan. No tan solamente se me escatimó el
derecho por un Sr. Vicepresidente que a la sazón ocupaba ese sitio, y sin duda
creyó que estaba dentro del Reglamento al no permitirme hablar, sino que el Sr.
Duque de Tetuan se levantó en seguida y me increpó, asómbrense los que me
escuchan, ¡por que yo atacaba la regia prerrogativa! (Sensación.) Algunas
palabras del Sr. Bermúdez de Castro vendrán, como último documento que tengo
que leer, a demostrar lo que antes dije, que es un arsenal inagotable el de la
unión liberal para los argumentos que tenemos que usar desde los bancos de la
oposición.
Había ocurrido una crisis en el Ministerio del Sr. Duque de Valencia; se
pidieron explicaciones en el Senado o se habló de ella, trayendo también al
debate algunas interioridades de la regia cámara; ya ven los Sres. Diputados
cuán distinto es el caso en favor mío; y habiéndose quejado aquel Gobierno de
la forma en que se presentaba la cuestión, el Sr. Bermúdez de Castro, ardiente,
ardentísimo liberal entonces, dijo:
«El Monarca es inviolable, y por eso tiene sus Ministros Consejeros
responsables.» Esta teoría, señores, es la teoría común en todos los países
regidos constitucionalmente. No voy a entretener al Senado con ejemplos; me
bastará citar uno brevísimamente. El año de 1845, a fines de
Diciembre, hubo una disensión en el Ministerio que presidía Sir Roberto Peel en
Inglaterra, y el Ministerio presentó su dimisión. Llamó la Reina a
Lord John Rusell. Este no pudo formar Gabinete, y la Reina volvió a
encomendar la formación de otro a Sir Roberto Peel, el cual, cuando se abrió el
Parlamento se levantó, y dijo: “Voy a anticiparme a dar las explicaciones que
las Cámaras me podrán exigir dentro de algunas horas.” Si todavía pedía perdón
a las Cámaras, si se anticipaba a dar las explicaciones, era porque sabia que
las Cámaras tenían el derecho de exigirlas y el Gobierno la obligación de
darlas. No solamente se refirió todo por Sir Roberto Peel, que se había vuelto
a encargar del Ministerio, sino que por el mismo Lord Jhon Rusell, que no pudo
formarle, se dio cuenta de todo lo que había pasado, y hasta se leyeron
(téngalo entendido el Senado) las cartas que hablan mediado entre Sir Roberto
Peel y la Reina durante el curso de aquella crisis, y a nadie se le
ocurrió tachar aquella conducta ni aquella teoría de poco monárquica.»
Pues, señores: en España donde no hemos visto nunca ataques a la
prerrogativa (Risa), se presenta el Gobierno un día sin Ministro de Hacienda, y
porque un Diputado pide que sepa el país la causa de haber dejado ese Ministro
su cartera, el presidente del Consejo se levanta y dice aquí: «En esa pregunta
se ataca la regia prerrogativa.» ¡Vamos adelantando en las prácticas del
gobierno constitucional!
Firme yo en mi propósito, tengo que insistir en este punto. ¿Por qué ha
salido el Sr. Alonso del ministerio de Hacienda? El Sr. Duque de Tetuan, al ser
reconvenido por haber faltado a un compromiso solemne aquí contraído, contestó
con un candor y sencillez que yo envidio a S. S., que no podía responder ni de
la vida ni de la salud de los Ministros; que el Sr. Alonso Martínez estaba
malo, y que en uso de su derecho individual y autonómico se había retirado.
Se rieron algunos de los que oyeron al Sr. Duque de Tetuan, y S. S. se
indignó, interpretando esas risas en contra del Sr. Alonso Martínez. El Sr.
Duque de Tetuan se equivocó: ¿cómo se habla de reír nadie de las dolencias de
un compañero, de las dolencias de una persona apreciabilísima? Aun cuando no lo
fuera, a nadie asiste derecho para reírse de los males que aquejan a sus
semejantes. De lo que algunos se rieron, fue de que el Presidente del Consejo
desde toda su altura y con toda su autoridad nos dijera, creyendo que el país
lo tomaría como cosa seria, que el Sr. Alonso Martínez se retiraba del poder
porque estaba enfermo, y que sus dolencias llegaban a tal extremo, que por la
noche se trastornaba su cerebro.
Ahora bien: yo no creo esto cosa de risa: yo no creo que esto sea una
cosa insignificante sobre la cual no deba llamar la atención del Parlamento.
Los asuntos serios deben tratarse seriamente. El señor Alonso Martínez no ha
salido del Ministerio por causa de su salud; no puede ser eso. El Sr. Alonso
Martínez estaba aquella tarde paseando en la fuente Castellana, y lo mismo que
estaba allí podía haber venido aquí a dar explicaciones sobre su conducta. El
Sr. Alonso Martínez me dicen que está aquí en este momento, aunque por mi
cortedad de vista yo no alcance a verle. Si pues era una enfermedad de pocos
días, ¿cómo se dice seriamente que el Sr. Alonso Martínez se ha ausentado del
Ministerio por causa de enfermedad? ¿No hemos estado enfermos todos los que
hemos sido Ministros?
Como he dicho que los asuntos serios deben tratarse seriamente, no
quiero decir lo que acerca de esto se me ocurre. Yo no dudo de que el Sr.
Alonso Martínez ha tenido padecimientos que le han afligido física y
moralmente, padecimientos que respeto y lamento; pero la enfermedad que el Sr.
Alonso Martínez ha tenido para no poder continuar en el Ministerio podrá ser una
indigestión de autorizaciones, manjar del cual han comido los demás señores
Ministros; quiere decir que la diferencia de resultados dependerá de la
constitución física, de las fuerzas digestivas. (Risas.)
Insisto de nuevo en que el país, el Parlamento, tienen derecho a saber
los motivos por qué ha abandonado el Sr. Alonso Martínez el Ministerio; y yo
desde luego declaro que no acepto como valederos los motivos que se alegan de
enfermedad, porque aquello que está contra mi razón, contra mis sentimientos, no
puedo creerlo. Yo sé que un hombre de honor como lo es el Sr. Alonso Martínez,
comprometido en una empresa de gran magnitud y colosales proporciones, si se
hubiese visto calorosamente apoyado y secundado, hubiera seguido en el
Ministerio, y en él hubiera sabido morir si era preciso. Esto es lo que mi
razón me dice, y contra esto no acepto subterfugio de ninguna especie.
Y otra anomalía es, porque no hay aquí nada que no sea digno de censura,
que en medio de la discusión de este proyecto, en medio de una discusión
económica de esta importancia, el puesto está vacante, está desempeñado
interinamente.
Y todavía más, señores: se anuncia como lo más probable para tomar esa
cartera definitivamente después de esta discusión, a un hombre competente, a un
hombre lleno de merecimientos para ese puesto, pero que ha combatido casi todas
las disposiciones del proyecto que se discute respecto a su oportunidad, a la
justicia de las cantidades destinadas a las deudas amortizables, al compromiso
contraído por el Gobierno sobre la nivelación del presupuesto, y que ha
combatido también la creación del Banco Nacional; de manera que está en
completa disidencia con todos los antecedentes económicos del actual
Ministerio.
Por eso sin duda, señores, para que no podamos hacer ciertos argumentos
durante esta discusión, se tiene interinamente en el Ministerio a una persona
ajena del todo a los conocimientos especiales que ese departamento requiere.
Ved, pues, que si algunas veces se han concedido votos de confianza a
los Gobiernos para salvar la sociedad, es la primera vez que se pide uno para
subvertirla en todos sus extremos. (Muy bien.)
Pero el remedio que el Sr. Duque de Tetuan nos propone, no creo que
trate S. S. de aplicarle. Yo no puedo menos de repetirle que no comprendo por
qué personaliza ciertas cuestiones. ¿Porque ama cierta responsabilidad? ¿Quién
le impulsa a ello? ¿Qué necesidad, ni política, ni social, ni personal, tiene
para proceder con tanto encono? S. S., en los muchos años que ha ejercido el
mando, sin ser sanguinario, ha tenido que derramar la -sangre de todos los
partidos, de paisanos y de soldados; ¿y todavía habla de lanzar y de recoger
guantes de desafío? Basta de sangre, basta de lucha, cuando se puede apelar
decorosamente a esas fáciles soluciones de que he hablado antes.
Basta de sangre. Acerca de esto no quiero hacer ningún cargo a S. S.;
pero me importa, como a todo hombre público le importa, dejar aquí consignadas
mis opiniones. En los delitos colectivos, y especialmente en los delitos
políticos, el legislador y el Gobierno, pero el Gobierno mucho mas, que toma
sobre su responsabilidad el ejercicio de altísimas y envidiables prerrogativas,
no pueden proponerse mas que una cosa: evitar que se repitan esos delitos, y
producir el necesario escarmiento.
Pues bien: en esos terribles trances en que las sociedades suelen
encontrarse, y desgraciadamente mucho más la sociedad española, creo que se
debe ser muy parco en derramar la sangre de esos que el Sr. Duque de Tetuan
llamaba con razón instrumentos. Cuando no puede un Gobierno apoderarse de la
cabeza, del corazón que impulsa, debe tener muy en cuenta esa impunidad en que
otros quedan para no ser excesivamente severo con los que han tenido la
desgracia de caer bajo el poder de la justicia. Esta es mi opinión. Vuelvo a repetir
al Sr. Duque de Tetuan que no le hago cargo ninguno por nada de lo que haya
ocurrido. Pero sí le digo que yo habría dejado que ese noble cuerpo de la
Guardia civil, que manifestó por medio de uno de sus individuos los
generosos sentimientos de que nos ha hablado aquí el Sr. Figuerola, los hubiese
llevado hasta los pies del Trono, y se hubiera salvado aquel desgraciado que no
se salvó. Yo creo que eso habría enaltecido mucho mas a esa digna institución
que no el castigo que se impuso.
Respecto a los militares, diré también a S. S. que yo no me habría
opuesto a que se hubiese ejercido la regia prerrogativa, teniendo en cuenta los
principios que en general he asentado antes, teniendo en cuenta la
Impunidad en que quedaban esos que con razón llamaba S. S. la cabeza y el
corazón. Yo como Ministro de la Guerra, como Presidente del Consejo de
Ministros, habría accedido sin vacilar a lo que una augusta persona quería, y
le habría propuesto que enviase con ese noble perdón al mismo hijo de sus
entrañas, sargento también del ejército, para que penetrando en el cuadro fatal
hubiese ido a llevar la vida a aquellos desgraciados en los umbrales mismos de
la muerte. (Grandes aplausos en las tribunas.)
(Un Sr. Diputado. — ¿Y el año 48?)
El Sr. Conde de SAN LUIS. —En el año 48 no se derramó una sola gota de
sangre después de los sucesos de Marzo. (Rumores en diversos sentidos.)
El Sr. PRESIDENTE. —Orden; recomiendo a los Sres. Diputados que
escuchen.
El Sr. Conde de SAN LUIS.—En el año 48, la mitad de los que os sentáis
en estos bancos sabéis que yo en la Puerta del Sol, como Ministro de la
Gobernación, vi tomar las barricadas, y entrar a centenares los que venían del
mismo modo que describía el Sr. Duque de Tetuan a otros criminales, venían con
la boca llena de la pólvora con que hablan roto los cartuchos, y yo los hacia
entrar en los sótanos del Ministerio de la Gobernación, ayudado por el
señor brigadier Calonge, hoy teniente general, y después se les daba libertad a
la mayor parte, y a muchos de ellos se les hacia acompañar a sus casas. Diez y
siete individuos del pueblo de Madrid comprometidos en aquellos sucesos los
tuve albergados en mi casa, donde buscaron asilo y lo encontraron.
A poco de aquellos sucesos, ya que me habéis interrumpido, a poco de
aquellos sucesos se dictó una disposición por la cual ni uno solo de los
condenados a muerte sufrió la última pena, ni uno solo. Pasó un día y otro día
en medio de la convulsión general del mundo ¿qué tienen que ver estas
raquíticas circunstancias con aquellas gigantescas convulsiones, cuando rodaba
el Trono del desgraciado Rey Luis Felipe; cuando el Ministro de la Guerra de
Austria era ahorcado de un farol; cuando todos los Monarcas corrían graves
peligros! ¿Queréis comparar aquellas circunstancias con las de ahora? Una
guerra de inmoderadas ambiciones que con una o dos batallas puede terminarse,
¿se quiere comparar con la conspiración hirviente en toda Europa, con los
grandes medios que entonces tenían los revolucionarios de todas partes? (Muy
bien.)
« ¡Que se enviaron algunos conspiradores a Filipinas!» Yo presenté a las
Cortes la lista de los que fueron deportados. ¿Por qué el señor Duque de Tetuan
no nos presenta aquí una lista de las medidas que ha tomado, y se niega
obstinadamente a dar esta satisfacción al país? Y yo creo que el Sr. Duque de
Tetuan habrá procedido con tanta razón como nosotros enviamos a Filipinas al Sr.
Hazañas, que repetidamente nos ha dicho que fue con justísimos motivos.
El año de 1848, después de varios meses de una tenaz conspiración,
estalló una sublevación militar: rendido y cogido con las armas en la mano todo
el regimiento comprometido en ella, se fusilaron solo cinco individuos de él. Y
nos faltó tiempo para dar la amnistía más amplia que jamás se ha dado.
Y yo, señores, yo después, siendo Presidente del Consejo, ¿qué hice? ¿No
fue hecho prisionero el coronel Garrigó al frente de su regimiento de Farnesio?
Pero como no pude apoderarme de los cabezas, del corazón de aquella
sublevación, a pesar de que era un jefe de graduación, inmediatamente accedí a
los deseos de S. M. de salvarle la vida. ¿No eran para mí más críticas aquellas
circunstancias que lo son ahora las actuales para el Sr. Duque de Tetuan? Y
sobre todo, señores, habéis corroborado, un momento después de pronunciar mis
palabras, lo que antes dije:
«¿Y vosotros?» Esa es vuestra única manera de discutir. ¿Cree el Sr.
Duque de Tetuan conveniente que yo contara los individuos de esta mayoría que
son responsables de aquella política?... Sea aquella política lo que vosotros
queráis, no me quita a mí el derecho de juzgar de hechos concretos en
determinadas circunstancias. El Sr. Duque de Tetuan dejó que se fusilase a un
distinguido general: ¿le he dirigido yo alguna reconvención por eso? Pues era
un amigo mío; lo había sido durante muchos años; era un hombre simpático, y yo
no me he levantado nunca a reconvenir a S. S. por ese hecho.
He sentado primero una teoría después de unas circunstancias
determinadas, la teoría que empezó a sentar el otro día el Sr. Duque de Tetuan,
y de la cual he sacado yo la consecuencia que hace al caso para mi propósito.
El Sr. Duque de Tetuan decía con razón: «no llevéis más instrumentos a su
perdición, que los que son cabezas, que los que son el corazón de las
conspiraciones, suelen evadirse, ocultarse, ponerse en salvo; los que están
detrás de la cortina, estarán lanzando los instrumentos que han de ir al patíbulo.»
Pues bien: en este caso yo digo al Sr. Duque de Tetuan, y puede que
serenado su ánimo algún día de la razón al Conde de San Luis, que como no podía
de ninguna manera proponerse derramar sangre, si solo quería un escarmiento, en
lo cual tiene razón, puesto que tiene la responsabilidad del mando, lo apoyo en
su deseo, pero no en los medios que empleó para alcanzarlo. Y le repito que en
estas circunstancias determinadas, no como regla general, pero como estaba la
población de Madrid respecto a esa sublevación a que me refiero, si hubiera
aconsejado el ejercicio de la regia prerrogativa en el sentido que he indicado,
inmediatamente la inmensa muchedumbre que cabria los alrededores de Madrid se
hubiese trasladado bajo los balcones de Palacio y hubiera llenado el espacio
con gritos de gratitud y de entusiasmo a la noble, a, la magnánima Reina que
así había patentizado sus generosos sentimientos. (Muy bien.) Esto es lo que yo
creo; y creo además que S. S. mismo se habría granjeado muchas mas simpatías en
el ejército que con el escarmiento que hizo.
Y acerca de esto tengo encargo, y lo cumplo con mucho gusto, de reparar
una injusticia del señor fiscal de imprenta. El otro día manifestó el señor
duque de Tetuan que no se habla pedido por los sargentos fusilados de la misma
manera que se habla pedido por el capitán. El Sr. Duque de Tetuan verá que en
medio del calor con que me expreso no enveneno las cuestiones. (Risas.) Ríanse
enhorabuena los señores de la mayoría; no serán de su gusto las razones que de,
pero no son insultos ni palabras que no puedan decorosamente contestarse.
(Bien.)
El Sr. PRESIDENTE. —Orden, orden.
El Sr. Conde de SAN LUIS. —Son juicios, son apreciaciones a que se
contesta con otros juicios y otras apreciaciones, y cada uno queda en su lugar.
(Bien.)
Por eso digo que el Sr. Duque de Tetuan no quiso, en mi concepto,
dirigir una ofensa al pueblo de Madrid en ninguna de sus clases sociales,
suponiendo que se había interesado por el capitán y no por los sargentos. Un
periódico de esta corte hizo al día siguiente acerca de esto una rectificación
que creyó necesaria.
Y yo pregunto, señores: ¿por qué se han de recoger esta clase de
artículos? Nadie me tachará de apasionado con exageración de la libertad de
imprenta; yo estoy siempre dentro de mis principios; pero si el Sr. Duque de
Tetuan había formado un juicio acerca de esto, ¿por qué no se deja explicar eso
mismo en términos diferentes? Aquel periódico manifestaba que la sentencia de
los sargentos se había pronunciado a las once de la noche, que una hora mas
tarde había sido aprobada, que fueron puestos inmediatamente en capilla, y que
al alumbrar el día aquellos desgraciados hablan pagado con su vida el delito
que habían cometido. De tal manera, que sorprendió a la población de Madrid; y
de eso soy yo mismo testigo, que suelo saber lo que pasa, y nada supe de
aquella triste escena hasta muy entrada la mañana. Pues esto mismo sucedió a
los parientes, a la madre misma de una de las víctimas, que supo el castigo
cuando el sacerdote que habla auxiliado a su hijo en los últimos momentos llegó
a decirle que habla aquel dejado de existir.
Esta sencilla explicación, señores, que quita de encima del pueblo de
Madrid la calificación de apático e indiferente ante la desgracia de unos
conciudadanos suyos, o cuando menos de veleidoso y caprichoso, puesto que se
interesaba, según el Sr. Duque de Tetuan, por la suerte del capitán y no por la
de los sargentos, esta explicación, que de ninguna manera podía subvertir el
orden en el ejército ni en el pueblo, ni hacer daño al Gobierno, ¿por qué no ha
de dejarse circular?
El Sr. PRESIDENTE. —Sr. Conde, ¿piensa V. S. extenderse mucho todavía?
El Sr. Conde de SAN LUIS.--No, Sr. Presidente; estoy para terminar;
estoy en las últimas palabras; las últimas palabras para el señor Duque de
Tetuan sobre esto mismo, recordándole un hecho histórico, ya que S. S. tiene a
su alrededor personas aficionadas a la historia. Después, dos palabras a la
mayoría.
Cumplido el encargo que me habla dado un periódico que no es de mi
comunión política. La Iberia, y cito su nombre para que así se sepa, le
diré al Sr. Duque de Tetuan que soy de la opinión, y quisiera que lo fuese S.
S. también, de un general a quien puede que S. S. haya alcanzado a conocer. El
general Longa, general español, como lo es el Sr. Duque de Tetuan, habiendo
vencido a los insurrectos de Cataluña en 1827, dentro ya del territorio de su
mando, los trató con blandura y generosidad. Menos compasivo el Conde de
España, no aprobó la conducta del general español. El general Longa replicó al
Conde de España, cuando supo que motejaba su conducta: «Si yo fuera capitán
general en Francia, puede que pensara como él.» Esos son los sentimientos que
yo deseo que resplandezcan en el general español Duque de Tetuan.
He concluido con el Sr. Duque de Tetuan. (Risas.) A
vosotros, señores Diputados de la mayoría, aun cuando desoigáis mi voz, es mi
deber rogaros de nuevo que no deis vuestro voto a la abdicación que se os pide.
El poder discrecional es aborrecible porque acarrea grandes males a los
pueblos; pero lo es mucho más porque su ejercicio revela el envilecimiento de
las naciones. No contribuyáis de ninguna manera a ese envilecimiento; realzad,
por el contrario, la dignidad de las Cortes españolas. La posteridad excusa las
pretensiones de Octavio después de vencido Antonio; pero no ha perdonado jamás
al Senado sus vergonzosas condescendencias ni aun después de la batalla de
Accio. (Muy bien, muy bien.)
___________
A este discurso contestó en seguida el Sr. Bermúdez de Castro, Ministro
de Estado, replicándole en estos términos
El Sr. Conde de SAN LUIS. —Me habían anunciado que el Sr. Ministro de
Estado iba a hablar de los sucesos del año 54, y rechacé la suposición
rotundamente. ¿Cómo había yo descreer que el señor Bermúdez de Castro (cuyo
carácter conozco, pero S. S. conoce también el mío) había de traer a discusión
los sucesos de 1854, cuando yo en uso de mi derecho he encerrado esta discusión
dentro del círculo de los últimos actos de la unión liberal?
Volvemos a lo de siempre: la autorización, señores, debéis votarla,
porque el Conde de San Luis ha cometido grandes errores, ha cometido grandes
faltas. Ya lo sabéis: es un argumento que os debe dejar convencidos. El Sr.
Bermúdez de Castro os presenta este dilema: o el sistema que siguió en
determinadas circunstancias el Conde de San Luis, o el sistema que nosotros os
proponemos; no hay término medio.
Señores: esto se dice seriamente a una Cámara de representantes del
país. El Conde de San Luis, si cometió esos errores, está dispuesto a no
volverlos a cometer; el Conde de San Luis aceptó una batalla: en eso hizo bien,
o hizo mal; no está dispuesto a volverla a aceptar con aquellas condiciones.
Mientras vea que en España puede haber generales rebeldes, generales que se
esconden en las buhardillas y se sustraen a la acción del Gobierno; mientras
vea lo que después de eso ha sucedido, el Conde de San Luis procurará no ser
Gobierno con semejantes circunstancias.
El Sr. PRESIDENTE. —Sr. Conde, V. S. tiene la palabra para rectificar.
El Sr. Conde de SAN LUIS. —Pues estoy rectificando.
El Sr. PRESIDENTE. —Está V. S. replicando.
El Sr. Conde de SAN LUIS. —¿Por qué se evocan aquí todos los días
ciertos recuerdos? ¿Por qué todos los ataques han de ser contra mí y no contra
los que los provocaron? Si culpa hay por mi parte, y empiezo diciendo que no me
creo exento de errores, culpa hay también por alguna otra parte. (Muy bien.)
El Conde de San Luis ha callado. Eso significa que no ha querido
promover cuestiones inútiles; pero en el Sr. Bermúdez de Castro es el colmo de
la osadía venirme a decir a mí eso en este sitio.
Cuando sepáis por qué lo digo, me daréis la razón contra el Ministro de
Estado.
En este sitio me levanté un día a sostener una proposición para hablar
de los sucesos de 1854 ampliamente: lo he recordado en otra ocasión. Pero por
no suscitar tempestades; por no hacer hablar a aquellas personas que tuviesen
necesidad de intervenir en este debate, no lo he dicho nunca; lo digo ahora que
está frente de mí: el Sr. Bermúdez de Castro presentó sobre esa mesa una
proposición para no dejarme hablar. (El Sr. Elduayen. —Para poder discutir.)
Para no dejarme hablar; porque era una proposición de no haber lugar a
deliberar.
Mi proposición se hubiera tomado en consideración, y hubiera hablado el
Sr. Bermúdez de Castro y todos los que hubieran querido tomar parte en el
debate. Para eso la presentaba yo; no hay que desfigurar -la historia. ¡El Sr.
Bermúdez de Castro motejando mi silencio! Pues ¿qué mas prueba puedo yo dar de
patriotismo que hablar ahora, y hablar atacando y no defendiéndome? ¡Tendría
que ver, señores, que me levantase en este sitio a hablar contra la
autorización que el gobierno pide, y empezara diciendo: yo, que en 1854 hice
esto; y os entretuviera con la historia de aquellos acontecimientos!
¿Qué mas castigo queréis contra mí, después del resultado de aquellos
acontecimientos? ¿Qué más exigís? ¿Qué mas queréis que ese mismo silencio?
El Sr. PRESIDENTE. — Sr. Conde, el Presidente de ninguna manera intenta
escatimar a S. S. el uso de su derecho; pero S. S. comprende que usa y abusa de
él. Siento habérselo tenido que advertir dos veces. S. S. está replicando, y S.
S. conoce que no tiene derecho a replicar.
El Sr. Conde de SAN LUIS. —Sr. Presidente; si no se me ha contestado a
nada absolutamente de mi discurso; si lo que se ha hecho ha sido personalizarse
contra mí, ¿no quiere S. S. que conteste a las alusiones personales? ¿Sabe S.
S. lo que diría el Sr. Bermúdez de Castro? Que había enmudecido porque no tenía
que contestar. Si el Reglamento me lo prohíbe, callaré; pero tenga en cuenta S.
S., no lo olvide, y espero de su benevolencia que use de toda la indulgencia
posible, que he pedido la palabra, no solo para rectificar, sino también para
alusiones personales. Yo no tengo la culpa de que el Sr. Bermúdez de Castro, en
lugar de contestar a la serie de argumentos que he presentado, haya venido a
hablar de los acontecimientos de 1854, y de las divisiones del partido
moderado.
El Sr. PRESIDENTE. —Enhorabuena; está S. S. haciéndose cargo de
alusiones personales.
El Sr. Conde de SAN LUIS. —Y seré muy breve. El Sr. Bermúdez de Castro
ha supuesto que en el año de 1848 apliqué las medidas extraordinarias, de que
estaba aquel gobierno revestido por las artes, con dureza, extralimitándome. ¿Y
dónde estaba el Sr. Bermúdez de Castro entonces? ¿En qué filas militaba S. S.?
¿No era S. S. de aquella mayoría? ¿No era además mi amigo íntimo? ¿Me advirtió
alguna vez el peligro? ¿Me advirtió alguna vez de mis supuestos excesos? ¿Es
justo que venga S. S., después de dieciocho años y después de las desgracias
que han caído sobre mi cabeza, a recordarlo en este sitio, cuando de mi boca no
ha salido nada con relación a S. S. sino el recuerdo de unas palabras de libre
y franca discusión? (Muy bien, muy bien.)
Que el año 51 estuvimos en el comité; que el Sr. Bravo Murillo me
combatió a mí.
El Sr. Bravo Murillo no me combatió a mí. Si yo hubiera querido ser
ministerial, aquella situación no tenia motivo para rechazarme. Yo había sido
compañero del Sr. Bravo Murillo; yo había ayudado a su engrandecimiento y a la
gloria que alcanzó con su indisputable talento, y si el Sr. Bravo Murillo tenia
motivo de agravio, fundado o no, con algunas personas, no era ciertamente con
el Conde de San Luis.
Que el año 52 y el 53 estuvimos en los comités constitucionales. ¿Y qué
hizo el Sr. Bermúdez de Castro el día que yo me separé de los comités?
Separarse el mismo día. Entonces, señores, ¿a qué se traen estas historias?
¿Qué significan? ¿Qué significa el presentar los hechos de la manera que a cada
uno conviene? Si yo fuera a sacar deducciones, ¿a dónde iríamos a parar? Pero
se dice que el Conde de San Luis, que se ostenta en estos bancos como jefe de
la oposición, puede mañana formar un Gabinete, y que es bueno sepa el país lo
que hay que esperar de él. En primer lugar, yo, que declaro siempre con
franqueza, abiertamente, mis intenciones y mis pensamientos mas ocultos, le
digo al Sr. Ministro de Estado que no lucho aquí por el poder; ni aquí ni fuera
de aquí; yo lucho porque no puedo renunciar a la vida pública. El día que pueda
hacerlo renunciaré a ella. Pero yo no vengo aquí como jefe de la minoría; he
declarado ya con repetición -que esta minoría no se ha dado jefe; no lo quiere.
Yo vengo representando los principios que siempre he representado; pero
diciendo respecto a mi conducta: «no quiero que nadie responda de actos que han
sido ya juzgados y que han sido castigados revolucionariamente en mi persona.»
¡Buena calificación merecería yo de mis contemporáneos si volviera otra vez a
buscar, y mucho menos con ansia, el embarcarme en este mar proceloso del poder!
Si yo repito hasta cansar a los que me escuchan, que no puedo comprender al
Duque de Tetuan por la perseverancia con que está en ese sitio; si digo yo esto
de S. S. y no por deprimirle, sino admirando esa constancia que tiene, ¿iría a
ponerme en contradicción con lo que estoy diciendo, viniendo aquí a pronunciar
discursos para conquistar el mando? ¡Qué equivocación! Si mis amigos dejaran
llevarse de mis consejos, tampoco ellos lo aceptarían en estos momentos;
tampoco aceptarían la herencia que dejan el Sr. Ministro de Estado y sus
compañeros.
No quiero continuar más, Sr. Presidente; doy gracias a S. S. por la
benevolencia con que me ha concedido el derecho de rectificar, del que he
procurado usar dentro de ciertos límites, y se las doy también al Congreso, a
quien sin duda habré cansado.
Fuente: “Discurso pronunciado por el Excmo. Sr. Conde de San Luis en el
Congreso de los Diputados el 9 de Junio de 1866, contra el proyecto de las
siete autorizaciones. Con los comentarios de la prensa política de Madrid”,
Imprenta de Manuel Tello. 1866.
* Luis José Sartorius y Tapia. (1820-1871). Conde de San Luis.
Periodista y político español de origen polaco durante el reinado de Isabel II.
Fundó el Heraldo, a través del cual se opuso a Espartero, convirtiéndose en el
principal órgano de prensa del Partido Moderado. Diputado en 1843, fue Ministro
de Gobernación (1847-1851) con Narváez. En 1853 formó gobierno, pero luego de
un voto de censura en el senado, suspendió las sesiones de Cortes, e inició una
persecución de los jefes militares moderados, que fue la chispa que precipitó
la «Vicalvarada» y la revolución de julio de 1854; obligando a la reina a
llamar a Baldomero Espartero y proponerle un Gobierno de coalición con
O'Donnell. Dicho suceso puso fin a la Década Moderada y el paso al
llamado Bienio Progresista. Este discurso en circunstancias idénticas que
remite a esos hechos, pero con la diferencia que esta vez el Conde esta en la
oposición, constituye una pieza oratoria magistral cuando se trata de
rebatir a los gobiernos que sin hacerse cargo de errores propios, pretenden
descalificar a sus adversarios, recordándoles sus pasados errores.
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