GEORGE WASHINGTON
“La obligación de tener una conducta neutral, se deduce sin buscar otras razones, de la obligación que la justicia y la humanidad imponen a toda nación que se halla en libertad de determinar y de mantener inviolables las relaciones de paz y amistad con otras naciones”
DISCURSO DE DESPEDIDA AL PUEBLO DE LOS ESTADOS UNIDOS 17 DE
SEPTIEMBRE DE 1796
“Su despedida vino a mis manos por los años de 1805, y
confieso con verdad, que sin embargo de mi corta penetración, vi en sus máximas
la expresión de sabiduría apoyada en la experiencia y constante observación de
un hombre, que se había dedicado de todo corazón a la libertad y felicidad de
su patria” MANUEL BELGRANO
Amigos y Conciudadanos: Nunca me ha parecido más oportuno el
manifestaros la resolución que tomé de separarme del cargo que ocupo, como en
las circunstancias actuales, cuando ya se acerca la fecha de elegir al nuevo
depositario del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos y ha llegado el momento
de resolver a quién debéis confiar tan importante comisión. Y a fin de que la
emisión del voto sea libre y expeditiva por entero, debo anunciaros que no
figuraré yo entre los candidatos sobre quienes ha de recaer vuestra elección.
Os suplico que me dispenséis la justicia de creer que no he
tomado esta resolución sin haber tenido muy en cuenta las obligaciones que
corresponden a un ciudadano sumiso al interés de su patria, y que la
determinación de retirarme no implica merma del celo por vuestros intereses
futuros, ni es falta de gratitud a vuestra constante bondad, sino tan sólo un
efecto del pleno convencimiento que tengo de que este paso no es incompatible
con aquellos objetos.
El haber aceptado y permanecido en el cargo a que dos veces me
llevó vuestro voto fue un sacrificio de mis personales gustos en aras de los
deberes que tengo para con el país, y una expresión de mi respeto a lo que
deseabais. Esperaba constantemente volver al retiro de que salí con
repugnancia, creí que tendría ocasión de hacerlo más pronto sin desatender las
incumbencias puestas a mi cuidado. La persistencia de mis inclinaciones me hizo
preparar un manifiesto antes de la última elección, en el que pensaba
declararos mi deseo; pero al reflexionar maduramente acerca del estado de
nuestras relaciones con otros países, bien crítico e incierto a la sazón, y
cediendo al parecer unánime de las personas de mi confianza, abandoné la idea.
Me complazco ahora de que la nueva situación de los asuntos, así
exteriores como interiores, no haga ya incompatible la realización de mis
propósitos con el cumplimiento de mi deber, ni con el decoro del cargo
presidencial; y estoy persuadido de que en las actuales circunstancias de
nuestra patria, no desaprobaréis la determinación de retirarme, a pesar del
afecto con que miráis los servicios a que vengo consagrado.
Cuando por primera vez fui llamado a desempeñar tan arduo
cargo, os manifesté cuáles son mis ideas: ahora solamente os recordaré que
contribuí con buenas intenciones a la organización y administración del
gobierno, y que hice los mejores esfuerzos permitidos a una corta capacidad
para serlos útil, sin haber ignorado nunca la escasez de mi talento. La
experiencia lograda no reduce los motivos que tengo para desconfiar de mí
mismo; y creciendo cada vez más el peso de mis años, estos mismos me avisan sin
cesar que la sombra del retiro ha de serme tan necesaria como agradable.
Reconociendo que si mis servicios han tenido algún mérito, sólo de las
circunstancias procede su valor, tengo el consuelo de creer que si me separan
de la escena política mi prudencia y vuestro voto, el patriotismo no me prohíbe
la separación que tanto deseo.
Mirando hacia el momento en que concluirá el curso de mi vida
pública no es posible que deje de manifestar el reconocimiento que profeso a
mi amada patria por los muchos honores que hubo de otorgarme, y aún más, si
cabe, por la confianza con que me sostuvo y las oportunidades que me dio de
mostraros mi afecto inquebrantable, con fieles y constantes servicios, muy
desiguales en utilidad a mi celo. Si han resultado beneficiosos a la patria
esos servicios, sean siempre recordados para gloria vuestra y como instructivo
ejemplo en nuestros anales, porque cuando al conjuro de circunstancias adversas
se agitaban las pasiones y parecían prontas a descaminarse, cuando en momentos
dudosos cundió el desaliento y las vicisitudes de la fortuna o la parquedad de
los éxitos favorecía el espíritu de crítica, la constancia mía en sosteneros y
la vuestra en sostenerme ha sido la garantía y el apoyo esencial para que no se
malograsen los esfuerzos encaminados a preservar del fracaso nuestros comunes
planes. Íntimamente penetrado de esta idea, la llevaré hasta el sepulcro como
un estímulo para pedir a los cielos que os sigan prodigando sus beneficios; que
vuestra unión sea perpetua; que se mantenga entre vosotros el afecto
fraternal; que la Constitución establecida, libre trabajo vuestro, se conserve
sagradamente; que resplandezca la sabiduría y la virtud en todos los ramos de
la administración republicana; y que la felicidad del pueblo en todos nuestros
estados sea general y completa, bajo los auspicios de la libertad y del
Todopoderoso, mediante un uso prudente de sus favores, para que logremos la
gloria de obtener el aplauso, el afecto y el amparo de la nación toda, incluso
de aquellos que todavía no conocen la excelsitud de nuestra bandera.
En este mismo punto debiera yo dejar de hablaros, poniendo fin
a este mensaje. Pero mi anhelo por vuestra felicidad —que no se apagará sino
con mi vida—, y el natural temor al peligro, me impelen a ofrecer a vuestra consideración
y a recomendaros que meditéis sobre algunas ideas, fruto de reflexiones y experiencias,
que me parecen de toda importancia para el bienestar nacional. Os la brindo con
tanta más libertad cuanto que sólo habréis de ver en ellas los avisos y advertencias
de un amigo que se despide y que no tiene ningún interés personal en aconsejaros
como lo hago, animándome a ello la indulgencia con que acogíais mis ideas en
anteriores oportunidades.
Tan enraizado está en vuestros corazones el santo amor a la
Libertad, que no creo necesario el recomendaros que cada día lo afirméis y
reafirméis más y más.
También es de alto aprecio la unidad de gobierno en que descansa
la nación, según justamente lo habéis reconocido, viendo en ella la columna
principal de la verdadera independencia y el sostén de la tranquilidad interna,
de la paz exterior, de vuestra propia seguridad y de las libertades que tanto
amáis. Pero como es fácil augurar que por diferentes motivos, desde puntos
diversos y mediante numerosos artificios se pretenda debilitar el
convencimiento que tenéis de tan gran verdad: y siendo este punto de vuestro
baluarte político el que atacarán con más obstinación las baterías de los
enemigos externos e internos (oculta e insidiosamente cuando no a plena luz),
es de suma importancia que sepáis bien cuánto interesa la unión nacional a
vuestra felicidad colectiva y privada. Conviene, pues, que fomentéis un afecto
cordial y constante hacia ella, acostumbrándoos a pensar y hablar de la unión
como el eje de vuestra seguridad y de vuestro florecimiento político; velando
por su conservación con celo y eficacia; rechazando cuanto pueda excitar la más
mínima sospecha de tibieza; no abandonando nunca la necesaria vigilancia; y
mirando con indignación cualquier intento, cualquier insinuación que se hiciere
para separar una parte del país de las restantes, o para debilitar los lazos
sacrosantos que actualmente unen a todos los estados.
Para observar esta conducta tenéis a favor vuestras razones de
simpatía y de interés. Ciudadanos por nacimiento, o por libre opción de una
patria común, asiste a ésta el derecho de que todos vuestros afectos se dirijan
a ella. El nombre de americano, que es para vosotros un nombre nacional, debe
suscitar un orgullo patriótico superior al de cualquier otro nombre vinculado
al lugar concreto en que habéis nacido. Con pocas variaciones, vuestra
religión, costumbres y principios políticos son iguales en unos y otros.
Juntos habéis peleado y triunfado por una causa común. La
independencia y la libertad ya conquistadas son obra conjunta de vuestros
consejos, de los esfuerzos comunes, de unos mismos peligros, sufrimientos y
beneficios.
Pero estas consideraciones, que tan poderosamente deben guiar
vuestro ánimo, son de mucha menor entidad que las concernientes al interés
común: aquí es donde cada sector del país encuentra los más imperiosos motivos
para mantener cuidadosamente la unidad del todo.
Comunicándose los países septentrionales con los meridionales,
sin discontinuidad ninguna, y estando regidos por un gobierno común, bajo la
protección de iguales leyes, unos hallan en las producciones de los otros, inestimables
recursos para sus empresas marítimas, mercantiles e industriales. Beneficiados
aquéllos y éstos por una fácil comunicación, verán aumentar su agricultura y
comercio los países del Sur, utilizando en sus propios canales a los marineros
del Norte. Vigorizada de tal modo la navegación particular, se contribuirá
también a crear una navegación nacional, bajo la protección de fuerzas marítimas
proporcionadas, lo cual no podrían lograr por sí mismos. Los países orientales
podrán tener comunicaciones iguales a las que ya tienen las zonas norteñas
merced al adelantamiento de la comunicación interior, tanto por agua como por
tierra, encontrando así más y mejores vías para los productos que llegan del
extranjero o elaboran nuestras fábricas. El poniente recibe de los nacientes
renglones necesarios a su incremento y comodidad; y lo que acaso es de mayor
importancia: la seguridad de la extracción indispensable de sus productos,
condicionada por el vigor e influjo marítimo de los sectores atlánticos,
factores subordinados a la indisoluble comunidad de intereses que fomenta la
unión. De cualquier otro modo que posea esa ventaja la parte occidental, ya por
su propia fuerza, independiente del Sur, ya por su conexión espuria con alguna
potencia extranjera, sería intrínsecamente precaria e indeseable.
Mientras cada parte de nuestro territorio vea su interés
inmediato y particular en la unión, todas ellas, combinadas entre sí,
encontrarán en la masa reunida de sus medios y esfuerzos mayor volumen de
recursos y mayor seguridad contra los peligros exteriores, así como una
interrupción menos frecuente de su tranquilidad por parte de países
extranjeros. La unión —y esto es lo que más importa— los librará también de las
disensiones intestinas que afligen con tanta frecuencia a los países vecinos no
unidos por un mismo gobierno: disensiones cuya propia índole bastaría para
excitarlas progresivamente, y que opuestas alianzas con países extraños,
amistades e intrigas diferentes, fomentarían de continuo, haciéndolas todavía
más amargas. Mediante la unión política y económica se podrá evitar asimismo
la necesidad de mantener crecidas fuerzas militares, que tan perjudiciales son
para la libertad, bajo cualesquiera gobiernos, y que se deben mirar
particularmente como enemigas de la libertad republicana. Debéis, pues,
considerar la unión como el baluarte principal de vuestra libertad, y conservar
aquélla para mantener vivo el amor a ésta.
Las anteriores reflexiones persuadirán a todo ciudadano que
piense y sea virtuoso que el mantenimiento de la unión merece ser tenido como
el primordial y más patriótico deseo. ¿Dudáis quizá de que un gobierno común
sea capaz de abarcar un círculo tan dilatado? Preguntadlo a la experiencia,
pues el decidir oyendo solamente a la especulación sería un dislate gravísimo.
La experiencia nos dice que una organización adecuada tanto de la unión como de
los gobiernos locales auxiliares de aquélla, es susceptible de dar felices
resultados. Este asunto reclama que sea completa y exacta la unión, siendo tan
poderosos y obvios los motivos que juegan a favor de la misma en todas las
partes del país; debiendo desconfiarse del patriotismo de aquellos que intentan
debilitar los lazos de la unión mientras no haya demostrado la experiencia que
es impracticable.
Al reflexionar sobre las causas que pudieran perturbar nuestra
unión, se presenta como un riesgo el que hubiese algún fundamento en la naturaleza
de nuestro territorio para caracterizar a los diferentes distritos por medio de
distinciones o zonas geográficas, tales como: septentrional y meridional,
atlántica y occidental, merced a las cuales algunos hombres malintencionados
intentasen persuadir a las gentes de que existe una oposición de intereses y de
miras entre unas y otras regiones. Uno de los medios que utilizan los facciosos
para lograr influjo en los distritos particulares consiste en desfigurar las
opiniones y deseos de los otros. Toda cautela será escasa contra los celos y
discordias que originan estos manejos, dirigidos a disociar el afecto mutuo de
los que deben estar unidos como hermanos. Los habitantes del país occidental
han recibido recientemente una provechosa lección respecto a esta cuestión, al
ver en las negociaciones de nuestro gobierno, en la rectificación unánime por
parte del Senado de nuestro tratado con España y en la universal satisfacción
que ha producido este acontecimiento en todos los Estados Unidos una prueba decisiva
de cuán infundadas eran las sospechas de que la política general del gobierno
y de los estados atlánticos fuese opuesta a los intereses del Mississippi. Los
dos tratados hechos con España e Inglaterra les aseguran cuanto pudieran
desear en materia de relaciones exteriores para el desarrollo de su
prosperidad. ¿No será prudente seguir confiando en la unión para conservar las
ventajas que ya hemos logrado gracias a ella? ¿No dejaremos en lo futuro de
volver la espalda a esos malos consejeros que intentan separar a los hermanos
y unir con los extranjeros a unas regiones contra otras?
La estabilidad y la utilidad de la Unión dependen necesariamente
de un gobierno general, al que no pueden sustituir alianzas de ninguna clase,
porque éstas experimentarían las alternativas e interrupciones que
inevitablemente se han registrado siempre. Ese gobierno, elegido libremente por
vosotros mismos, no su jeto a extrañas influencias, obediente a una
Constitución adoptada después de tranquilas deliberaciones y que reúne la
seguridad y energía de sus bien divididos poderes, tiene un innegable derecho a
vuestra confianza y apoyo. El respeto a su autoridad, ejercida conforme a las
leyes, y la conformidad a las medidas que adopte, son deberes que se confunden
con los principios esenciales de la verdadera libertad. La base de nuestro
sistema político es el derecho del pueblo para formar o modificar las
constituciones de sus gobiernos; pero la Constitución votada, mientras exista,
es sagrada y obligatoria para todos hasta tanto que se cambie por el voto
explícito del pueblo. Esta misma idea del poder y derecho del pueblo a
establecer un gobierno implica también la obligación en cada individuo de
obedecer al gobierno establecido.
Todo obstáculo que se oponga a la ejecución de las leyes, toda
asociación que tenga por objeto entorpecer o paralizar la acción de las
autoridades constituidas, cualquiera que sea el carácter que revista, es
directamente contrario a los principios expuestos y de resultados muy
peligrosos. Tales medios sólo sirven para suscitar facciones y darles fuerza,
para sustituir la fuerza de la nación por la voluntad de un partido, muchas
veces de una pequeña parte, audaz y emprendedora del país, a todo él, y para
que los alternados triunfos de los diferentes partidos hagan de la
administración pública un fiel espejo de los desconcertados y monstruosos
designios de las facciones, en lugar de ser el órgano de planes provechosos y
consecuentes, dirigidos por la conciencia común y siempre atentos al interés de
todos.
Sin embargo de que a veces puedan satisfacer las necesidades
populares, esas asociaciones y combinaciones están expuestas a que las mudables
circunstancias del tiempo las conviertan en poderosos instrumentos susceptibles
de servir a hombres ambiciosos, astutos e inmorales para destruir el poder del
pueblo y usurpar la autoridad del gobierno, desde donde luego ellos mismos
suprimirían los medios que los elevaron a tan injusta dominación.
Para conservar nuestro gobierno y que sea duradera la felicidad
actual, no sólo es necesario que rechacéis toda oposición irregular a la
legítima autoridad de aquél, sino que resistáis cuidadosamente toda innovación
de sus principios básicos, cualquiera que sea el pretexto invocado. Uno de los
modos de asaltar el gobierno podrá ser, introducir en la Constitución pequeñas
mutaciones que, debilitando la energía del sistema, vayan minando así lo que
directamente no podrían obtener. Siempre que se os proponga alguna innovación,
tened presente que el tiempo y las costumbres son cuando menos tan necesarios
para conocer el verdadero carácter de los gobiernos como el de las demás
instituciones humanas; que la experiencia es el más seguro medio para conocer
la bondad de la Constitución de un país; que los cambios fundados en simples
hipótesis y opiniones aventuradas exponen a constantes variaciones, porque las
opiniones se suceden unas a otras sin descanso. Acordaos, sobre todo, que en un
país tan dilatado como el nuestro, es indispensable para la eficaz dirección de
los intereses generales que los gobiernos tengan todo el vigor que sea
compatible con el perfecto ejercicio de la libertad. La libertad misma
encontrará su más segura garantía en gobiernos cuyos poderes estén bien
distribuidos y consolidados, porque la libertad es como una sombra cuando el
gobierno es demasiado débil para resistir los designios de las facciones o para
contener a los individuos dentro de los límites que señalan las leyes y
garantizar a todos el goce pacífico de sus derechos individuales y de la
propiedad.
Expresado ya el peligro de las parcialidades dentro del Estado,
especialmente las que se fundan en distinciones geográficas, trataré ahora con
más extensión de cómo debéis preservaros contra los inconvenientes del espíritu
de partido en general.
Por desgracia, dicho espíritu es inseparable de nuestra naturaleza,
pues tiene sus raíces en las pasiones más fuertes del corazón humano. Bajo
diversas formas existe en todos los gobiernos, más o menos sofocado, y más o
menos contenido. Sus vicios se descubren, en toda su extensión, en los
gobiernos populares, de los cuales es el peor enemigo.
La dominación alternativa de las pasiones políticas, agitadas
entre sí por el espíritu de venganza y las disensiones de partido es causa del
espantoso despotismo que ha cometido los más horribles excesos durante muchos
siglos en diferentes países.
Esa dominación conduce a otro despotismo más visible y permanente,
pues los desórdenes y miserias de aquél predisponen el espíritu a buscar
seguridad y descanso en el poder absoluto de un individuo; y, tarde o temprano,
el jefe de algún sector dominante, más hábil o más afortunado que sus rivales,
acaba por aprovechar esa inclinación de los ánimos para elevar su poderío sobre
las ruinas de la libertad pública.
Sin contraer nuestras previsiones a extremos tales que, sin
embargo, nunca deberán ser perdidos de vista totalmente, los continuados y
generales males que trae consigo el espíritu partidista son lo bastante
dolorosos para que un pueblo prudente mire con interés la obligación de
contener sus estragos.
El espíritu de partido trabaja constantemente por desorientar
al pueblo y corroer la regularidad de los servicios públicos; agita la opinión
con celos infundados y falsas alarmas; enardece las animosidades de unos contra
otros; da ocasión a tumultos e insurrecciones; y abre los caminos por donde
fácilmente penetran hasta el mismo gobierno las corrupciones e influjos extraños
a través de las pasiones facciosas, sujetando a la política de otros la
voluntad del país.
Muchos opinan que los partidos que actúan en países libres son
un freno útil para los gobiernos y contribuyen a conservar el espíritu de
libertad. Esto es quizá verdad hasta cierto punto. En los gobiernos monárquicos
el patriotismo puede mirar el espíritu de partido, si no con favor, al menos
con indulgencia.
Pero en los de carácter popular, en los gobiernos puramente
electivos, no se debe fomentar ese espíritu, porque a la disposición natural
de los mismos nunca faltará el espíritu de partido suficiente para todos los
efectos en que sea laudable. Y como siempre hay peligro de que traspase sus
límites, debe ponerse un discreto empeño en disminuirlo y mitigarlo mediante la
fuerza de la opinión pública. El espíritu de partido jamás debe apagarse del
todo; pero deberá ser objeto de una vigilancia constante para que no devore con
sus llamas en lugar de caldear.
Importa igualmente que los hombres encargados del gobierno de
un país libre limiten su acción a las respectivas esferas constitucionales,
evitando que en el ejercicio de los poderes ningún departamento usurpe las
funciones de otro. El espíritu de usurpación tiende a concertar los poderes en
uno solo, y crea de tal modo un verdadero despotismo, sea cual fuere la forma
de gobierno. Está demostrado por la experiencia, tanto de los tiempos pasados
como de los nuestros, y aun en nuestro mismo país, la necesidad de sujetar el
ejercicio del poder político, dividirlo entre diferentes depositarios que se
vigilen recíprocamente y que cada uno se constituya en protector del bien común
contra las invasiones de los demás poderes, porque su conservación es tan
importante como la institución del poder. Si el pueblo encuentra viciosa la
distribución de los poderes constitucionales y desea modificarla, dejad que se
corrija por el procedimiento que señale la Constitución. Jamás debe hacerse la
reforma por medios ilegales, ni por usurpaciones que aunque pretendan el bien,
destruyen a los gobiernos y causan el mal permanente de su ejemplo, superior a
cualquier parcial o pasajero beneficio que reporten.
La religión y la moral son apoyos necesarios para fomentar las
disposiciones y costumbres que conducen a la prosperidad de los estados. En
vano se llamaría patriota el que intentase derribar esas dos grandes columnas
de la felicidad humana, donde tienen sostén los deberes del hombre y del
ciudadano. Tanto el devoto como el mero político debe respetarlas y amarlas.
Para establecer las conexiones que tienen con la felicidad privada y pública
necesitaríamos llenar un tomo entero. Pero únicamente preguntaré: ¿Dónde hallar
la seguridad de los bienes, el fundamento de la reputación y de la vida si no
se creyera que son una obligación religiosa los juramentos prestados? Sólo a
base de una gran cautela podríamos lisonjearnos con la suposición de que la
moralidad pueda sostenerse sin la religión. Por mucho que influya en los
espíritus una educación refinada, la razón y la experiencia nos impiden confiar
que la moralidad nacional pueda existir eliminando los principios de la
religión.
Es una verdad, que la virtud o moralidad es un resorte necesario
del gobierno popular. Esta regla se extiende ciertamente con más o menos fuerza
a toda clase de gobierno libre. Siendo amigo verdadero de éste, ¿cómo se podrá
ver con indiferencia las tentativas que se hagan para minar las bases de su
establecimiento?
Promoved, pues, como un objeto de la mayor importancia las
instituciones para que se difundan los conocimientos. Es esencial que la opinión
pública se ilustre en proporción de la fuerza que adquiere por la forma de
gobierno.
Es también condición importante para el sostenimiento de un
gobierno conservar el crédito público, manantial de fuerza y seguridad. Uno de
los medios para conseguirlo es usar de él lo menos posible y eludir gastos
innecesarios, procurando mantener la paz, pero sin olvidarse de que haciendo
algunos desembolsos para conjurar el peligro, se ahorran luego mayores gastos
para repelerlo; también evitar que se acumulen deudas, no sólo huyendo de las
ocasiones de gastar, sino haciendo vigorosos esfuerzos en tiempo de paz para
pagar las deudas que hayan ocasionado las guerras inevitables, y no cargar a la
prosperidad, de un modo poco generoso, con un peso que nosotros debemos soportar.
Si bien la ejecución de estos principios corresponde a vuestros representantes
debe sin embargo cooperar a ello la opinión pública. Para que puedan estos
cumplir con sus obligaciones con más facilidad es indispensable que tengáis
presente siempre, que para pagar deudas se necesitan rentas, que para tener
estas son necesarios impuestos; que no hay impuesto que no sea más o menos
incómodo o desagradable; que la dificultad intrínseca que acompaña la elección
de los objetos que se han de gravar (elección siempre difícil), debe servir de
un motivo decisivo para juzgar con prudencia de las intenciones del gobierno
que la hace, e igualmente para reposar en ella y soportar los medios que las
necesidades públicas pueden exigir en cualquier tiempo, a fin de obtener rentas
para obtenerlas.
Observad con todas las naciones los principios de la buena fe y
de la justicia. Cultivad la paz y armonía con todas ellas. Es la conducta que
ordena la religión y la mora; ¿y sería posible que no la ordenase igualmente la
buena política? Digna será esta conducta de un país ilustrado y libre, que no
está muy distante del momento en que ha de ser grande, y que debe dar al
género humano el ejemplo magnífico de guiarse constantemente por la justicia y
la benevolencia más elevadas. ¿Quién puede dudar de que, con e curso del tiempo
y las cosas, no compensasen los frutos de un plan semejante los perjuicios
pasajeros que resultasen se su adopción? ¿Será posible que la Providencia no
haya vinculado la felicidad de una nación a su virtud? Los sentimientos que más
ennoblecen a la naturaleza humana nos aconsejan al menos hacer la experiencia.
¡Ah! ¿La hará tal vez nuestros vicios impracticable?
Nada sería tan esencial para la ejecución de semejante plan como
cultivar unos sentimientos justos y amistosos hacia todas las naciones
extranjeras, excluyendo toda clase de antipatías y ciegas pasiones. La nación
que quiere o que aborrece sistemáticamente a otra es de algún modo esclava de
ella. Es esclava de su odio o de su afecto, lo cual basta para desviarla de su
interés y de sus obligaciones. La antipatía entre dos naciones las predispone
con mayor facilidad a insultar y agraviar, a ser altivas e intratables cuando
sobreviene alguna disputa, por leve que sea. De aquí resultan choques frecuentes
y feroces guerras, envenenadas y sangrientas. Una nación dominada por el odio o
resentimiento, obliga a la vez al gobierno a entrar en una guerra opuesta a los
mejores cálculos de la política. El gobierno participa unas veces de esta
propensión nacional, y adopta por la pasión lo que la razón repugnaría; otras
veces instigado por el orgullo, la ambición u otros motivos siniestros y
perniciosos hacer servir la animosidad nacional a los proyectos hostiles. Por
esta causa muchas veces la paz de las naciones se ha sacrificado, y acaso
también, en algunas ocasiones su libertad.
La pasión excesiva de una nación a otra produce una variedad de
males. El afecto a la nación favorita facilita la ilusión de un interés común
imaginario donde verdaderamente no existe, e infunde en la una las enemistades
de la otra y la hace entrar en sus guerras sin justicia ni motivo. Impele,
también, a conceder a la nación favorita privilegios que se niegan a otras, lo
cual es capaz de perjudicar de dos modos a la nación que hace las concesiones;
a saber, desprendiéndose sin necesidad de los que debe conservar y excitando
celos, mala voluntad y disposición de vengarse en aquellas a quienes rehúsa
este privilegio. Da también a los ciudadanos ambiciosos, corrompidos o
engañados (que se ponen a la devoción de la nación favorita), la facilidad de
entregar o sacrificar los intereses de su patria sin odio y aún algunas veces
con popularidad, dorando una condescendencia baja o ridícula de ambición,
corrupción o infatuación con las apariencias de un sentimiento virtuoso de
obligación, de un respeto recomendable a la opinión pública o un celo laudable
por el bien general.
Tales pasiones son temibles particularmente al patriota
ilustrado e independiente, que ve en ellas innumerables entradas al influjo
extranjero. ¡Cuántos medios no proporcionan para mezclarse entre las facciones
domésticas, para ejercitar las artes de la seducción, para desviar la opinión
pública y para influir y dominar los consejos!
Un afecto de esta clase de nación pequeña, o débil, a otra
grande y poderosa irremediablemente la constituye su satélite.
Conciudadanos míos: Les suplico que me creáis; la vigilancia de
una nación libre debe estar siempre despierta contra las artes insidiosas del
influjo extranjero, pues la historia y la experiencia prueban que este es uno
de los enemigos más mortales del gobierno republicano. Mas esta vigilancia debe
ser imparcial para que sea útil, pues de otro modo viene a ser el instrumento
de aquel mismo influjo que intenta evitar. El afecto excesivo a una nación, así
como el odio excesivo contra otra, no dejan ver el peligro sino por un lado a
los que predominan, y sirven de capa y aun ayudan a las artes del influjo de
una u otra. Los verdaderos patriotas que resisten las intrigas de la nación favorita,
están expuestos a hacerse sospechosos y odiosos, mientras sus instrumentos y
aquellos a quienes alucinan, usurpan el aplauso y confianza del pueblo cuando
venden sus intereses.
La gran regla de nuestra conducta respecto a las naciones
extranjeras, debe reducirse a tener con ellas la menor conexión política que
sea posible, mientras extendemos nuestras relaciones comerciales. Que los
tratos que hemos hechos hasta ahora, se cumplan con la más perfecta buena fe.
Pero no pasemos de aquí.
La Europa tiene particulares intereses que no nos conciernen en
manera alguna o que nos tocan muy de lejos. De ahí el que se vea envuelta en
disputas frecuentes que son esencialmente ajenas a nosotros. Sería, pues,
imprudente mezclarnos a las vicisitudes de su política o entrar en las
alternativas y choques inherentes a su amistad o enemistad sin tener nosotros
un interés directo.
Nuestra situación geográfica nos aconseja y permite seguir un
rumbo diferente. No está distante la época en que podamos vengar los ataques anteriores,
si permanecemos bajo un gobierno activo en que podamos tomar una actitud que
haga respetar escrupulosamente la neutralidad a que nos hubiésemos determinado;
en que las potencias beligerantes, imposibilitadas de hacer conquistas sobre
nosotros, no se arriesgarán con ligereza a provocarnos; en que podemos elegir
la guerra o la paz, según lo aconsejare nuestro interés dirigido a la justicia.
¿Por qué perder las ventajas nacidas de nuestra especial
situación en el globo? ¿Por qué unir nuestros destinos a los de cualquiera
parte de Europa, comprometiendo nuestra paz y prosperidad en las redes de las
rivalidades, intereses y caprichos europeos? Nuestra política debe consistir
en retraernos de alianzas permanentes hasta donde seamos libres de hacerlo, sin
que por esto patrocine yo la infidelidad a los tratados existentes. Tengo por
máxima, igualmente aplicable a todos los asuntos públicos o privados, que la
honradez es siempre la mejor política. Teniendo cuidado de impulsar las medidas
y los establecimientos adecuados a fin de mantenernos en estado de defensa,
podremos luego apelar a momentáneas alianzas en los casos de apuro
extraordinario.
La política, la humanidad y el interés común recomiendan la
buena armonía y amistosas relaciones con todos los países. Nuestra política
mercantil se debe apoyar en la igualdad e imparcialidad, sin solicitar ni
conceder beneficios especiales ni preferencias: consultando el orden natural
de las cosas difundiendo y diversificando por medios suaves los manantiales del
comercio, sin forzar cosa alguna; estableciendo para dar al comercio una
dirección estable, definir los derechos de nuestros comerciantes y proporcionar
al gobierno los medios de sostenerlos, reglas convencionales de comunicación,
las mejores que permitan las actuales circunstancias y la opinión mutua, pero
momentáneas y susceptibles de variarse y abandonarse según lo exigiesen las
circunstancias; teniendo siempre presente que es una locura esperar de otra
nación favores desinteresados; que lo que acepte bajo este concepto será
preciso que lo pague con una parte de su independencia; que admitiéndolos se
ponen en precisión de corresponder con valores reales por favores nominales, y
aun a que se les trate de ingratos porque no dan más. No puede haber error mayor
que esperar o contar con favores verdaderos de nación a nación. Es una ilusión
que la experiencia debe curar, que un justo orgullo debe arrojar.
Cuando os ofrezco, paisanos míos, estos consejos de un viejo y
apasionado amigo, no me atrevo a esperar que hagan una impresión tan duradera
como quisiera, ni que contengan el curso común de las pasiones o impidan que
nuestra nación experimente el destino que han tenido hasta aquí las demás
naciones; pero si puedo solamente lisonjearme que produzcan alguna utilidad
parcial, algún bien momentáneo, que alguna vez contribuyan a moderar la furia
del espíritu de partido, a cautelaros contra los males de la intriga extranjera
y preservaros de las imposturas del patriotismo fingido; esta esperanza
compensará suficientemente mi anhelo de vuestra felicidad, único móvil que me
ha estimulado a dictarlos.
Los archivos públicos y otras pruebas de mi conducta acreditan
hasta qué punto los principios que acabo de recordaros me guiaron en el
desempeño de mi cargo. Por lo que a mí me toca mi conciencia me asegura que por
lo menos he creído haberme dirigido por ellos.
Con respecto a la guerra, que todavía subsiste en Europa, mi
proclama del 22 de abril de 1793 es el índice de mi plan. El espíritu de esta
medida sancionada por vuestra aprobación y por la de vuestros representantes en
ambas salas del congreso continuamente me ha gobernado, sin que haya influido
cosa alguna para obligarme a abandonarlo.
Después de un maduro examen auxiliado de los mejores
conocimientos que pude adquirir, me persuadí de que en todas las circunstancias
del caso, nuestro país tenía derecho y estaba precisado por la obligación y el
interés a tomar una posición neutral. Habiéndola tomado resolví mantenerla con
moderación, constancia y firmeza.
No hay necesidad de exponer aquí los pormenores y
consideraciones relativas al derecho de guardar esta conducta. Sólo diré, que,
según mi modo de entender en la materia, lejos de habérsenos negado este derecho
por algunas de las potencias beligerantes, ha sido reconocido virtualmente por
todas.
La obligación de tener una conducta neutral, se deduce sin
buscar otras razones, de la obligación que la justicia y la humanidad imponen a
toda nación que se halla en libertad de determinar y de mantener inviolables
las relaciones de paz y amistad con otras naciones.
Los motivos de interés que tenemos para esta conducta será mejor
dejarlos a vuestra propia reflexión y experiencia. Una razón dominante para mí
ha sido el ganar tiempo, a fin de que se consoliden en nuestro país sus
instituciones todavía nuevas, y que progrese, sin interrupción, el grado de
fuerza y consistencia necesarias para que disponga, hablando humanamente, de su
propia suerte.
Aunque revisando los actos de mi administración, no me parece
haber cometido ningún error voluntario, sin embargo, por conocer bastante bien
mis defectos, reconozco que acaso incurrí en muchos yerros. Cualesquiera que
fuesen, ruego al Todopoderoso que mitigue los males a que puedan haber dado
lugar, y aun abrigo la esperanza de que mi país se mostrará en esta parte
indulgente conmigo. Los servicios que por espacio de cuarenta y cinco años le
he prestado con el mayor celo y rectas intenciones, me inducen a creer que se
legarán al olvido mis involuntarias culpas, al retirarme de la vida pública.
Confiando en esa bondad de mi país, y poseído de un ardiente
amor hacia él, tan natural en el hombre que en esta tierra tuvo su cuna y la
de sus padres por muchas generaciones, me regocijo anticipadamente al pensar en
el tranquilo retiro donde pienso entregarme al reposo, a fin de disfrutar,
entre mis queridos conciudadanos, de la benéfica influencia de sabias leyes,
bajo un gobierno libre, objeto favorito de mis constantes deseos y la más dulce
recompensa que puedan alcanzar nuestros mutuos afanes y peligros.
GEORGE WASHINGTON
[1] Después de servir dos períodos en el cargo, George Washington
pronunció este discurso de despedida en 1796, cediendo la presidencia y
ofreciendo mediante él sus palabras de sabiduría que han probado ser
perdurables en su valor y aplicables en su contenido; importancia que advierte
luego en nuestro país, el mismo Manuel Belgrano, ni bien llega este a sus
manos. El mismo nos recuerda del gran honor y privilegio que los funcionarios
tienen de servir al país y a una causa más grande, que como allí, aquí también
está establecida por nuestra Constitución, cual es la fundación de una nación
entera. No deja además de poner énfasis en la importancia de la unión, que en
todos los países muchas veces damos todos por sentado. En cualquier caso, tal
ha sido su trascendencia en el tiempo, que en febrero de 1862, mientras EE.UU.
estaba enfrascado en la Guerra Civil, los ciudadanos de Filadelfia, queriendo
encontrar una manera apropiada para celebrar el aniversario del nacimiento de
Washington y levantar el espíritu de la nación, iniciaron una tradición
solicitando al Congreso que se lo conmemorara leyendo este ante una sesión
conjunta de los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado. Y tal es
así que esta costumbre quedó consolidada en 1896 y, desde entonces, este
discurso es leído anualmente en el hemiciclo del Senado por un miembro nominado
de partidos que se alternan.[2] Introducción Manuel Belgrano: “El ardiente deseo, que
tengo de que mis conciudadanos, se apoderen de las verdaderas ideas, que deben
abrigar si aman la patria, y desean su prosperidad bases sólidas y permanentes,
me ha empeñado a emprender esta traducción en medio de mis graves ocupaciones,
que en tiempos más tranquilos la había trabajado, y se entregó a las llamas con
todos mis papeles en mi peligrosa y apurada acción del 9 de marzo de 1811 en el
Tacuarí.
Washington, ese héroe digno de la admiración de nuestra edad y de las generaciones venideras, ejemplo de moderación, y de verdadero patriotismo, se despidió de sus conciudadanos, al dejar el mando dándoles lecciones las más importantes y saludables, y hablando con ellos, habló con cuantos tenemos, y con cuantos puedan tener la gloria de llamarse americanos, ahora, y mientras el globo no tuviese ninguna variación.
Su despedida vino a mis manos por los años de 1805, y confieso con verdad, que sin embargo de mi corta penetración, vi en sus máximas la expresión de sabiduría apoyada en la experiencia y constante observación de un hombre, que se había dedicado de todo corazón a la libertad y felicidad de su patria.
Pero como viese la mía en cadenas, me llenaba de un justo furor, observando la imposibilidad de despedazarlas, y me consolaba con que la leyesen algunos de mis conciudadanos, o para que se aprovechasen algún día, si el Todopoderoso los ponía en circunstancias, o transmitiesen aquellas ideas a sus hijos para que les sirviesen, si les tocaba la suerte de trabajar por la libertad de América.
Un conjunto de sucesos que no estaban al alcance nuestro, pues vivíamos sabiendo únicamente lo que nuestros tiranos querían que supiésemos, nos trajo la época deseada, y por una confianza que no merecía, mis conciudadanos me llamaron a ser uno de los individuos del gobierno de Buenos Aires, que sucedió a la tiranía.
Las obligaciones no me daban lugar a repasar la traducción, para que se imprimiese, ya que teníamos la gloria de poder comunicar los conocimientos, y que se hicieran generales entre nosotros, y creído de que en la expedición al Paraguay podría haberla examinado y concluido, tuve la desgracia que ya he referido.
Mas observando que nadie se había dedicado a este trabajo, o que si lo han hecho no se ha publicado, ansioso de que las lecciones del héroe americano se propaguen entre nosotros y se manden, si es posible, a la memoria por todos mis conciudadanos, habiendo recibido un librito que contiene su despedida, que me ha hecho el honor de remitirme el ciudadano don David C. de Forest, me apresuré a emprender su traducción.
Para ejecutarla con más prontitud me he valido del americano doctor Redheah, que se ha tomado la molestia de traducirla literalmente, y explicarme algunos conceptos; por este medio he podido conseguir mi fin, no con aquella propiedad, elegancia y claridad que quisiera, y que son dignos tan amplios consejos; pero al menos los he puesto inteligibles, para que mejores plumas les den todo aquel valor, que ni mis talentos, ni mis acciones me permiten.
Suplico sólo al gobierno, a mis conciudadanos y a cuantos piensen en la felicidad de América, que no se separen de su bolsillo este librito, que lo lean, lo estudien, lo mediten, y se propongan imitar a este grande hombre, para que se logre el fin que aspiramos, de constituirnos en nación libre e independiente”. Fdo. MANUEL BELGRANO - Alurralde, 2 de febrero de 1813.
Washington, ese héroe digno de la admiración de nuestra edad y de las generaciones venideras, ejemplo de moderación, y de verdadero patriotismo, se despidió de sus conciudadanos, al dejar el mando dándoles lecciones las más importantes y saludables, y hablando con ellos, habló con cuantos tenemos, y con cuantos puedan tener la gloria de llamarse americanos, ahora, y mientras el globo no tuviese ninguna variación.
Su despedida vino a mis manos por los años de 1805, y confieso con verdad, que sin embargo de mi corta penetración, vi en sus máximas la expresión de sabiduría apoyada en la experiencia y constante observación de un hombre, que se había dedicado de todo corazón a la libertad y felicidad de su patria.
Pero como viese la mía en cadenas, me llenaba de un justo furor, observando la imposibilidad de despedazarlas, y me consolaba con que la leyesen algunos de mis conciudadanos, o para que se aprovechasen algún día, si el Todopoderoso los ponía en circunstancias, o transmitiesen aquellas ideas a sus hijos para que les sirviesen, si les tocaba la suerte de trabajar por la libertad de América.
Un conjunto de sucesos que no estaban al alcance nuestro, pues vivíamos sabiendo únicamente lo que nuestros tiranos querían que supiésemos, nos trajo la época deseada, y por una confianza que no merecía, mis conciudadanos me llamaron a ser uno de los individuos del gobierno de Buenos Aires, que sucedió a la tiranía.
Las obligaciones no me daban lugar a repasar la traducción, para que se imprimiese, ya que teníamos la gloria de poder comunicar los conocimientos, y que se hicieran generales entre nosotros, y creído de que en la expedición al Paraguay podría haberla examinado y concluido, tuve la desgracia que ya he referido.
Mas observando que nadie se había dedicado a este trabajo, o que si lo han hecho no se ha publicado, ansioso de que las lecciones del héroe americano se propaguen entre nosotros y se manden, si es posible, a la memoria por todos mis conciudadanos, habiendo recibido un librito que contiene su despedida, que me ha hecho el honor de remitirme el ciudadano don David C. de Forest, me apresuré a emprender su traducción.
Para ejecutarla con más prontitud me he valido del americano doctor Redheah, que se ha tomado la molestia de traducirla literalmente, y explicarme algunos conceptos; por este medio he podido conseguir mi fin, no con aquella propiedad, elegancia y claridad que quisiera, y que son dignos tan amplios consejos; pero al menos los he puesto inteligibles, para que mejores plumas les den todo aquel valor, que ni mis talentos, ni mis acciones me permiten.
Suplico sólo al gobierno, a mis conciudadanos y a cuantos piensen en la felicidad de América, que no se separen de su bolsillo este librito, que lo lean, lo estudien, lo mediten, y se propongan imitar a este grande hombre, para que se logre el fin que aspiramos, de constituirnos en nación libre e independiente”. Fdo. MANUEL BELGRANO - Alurralde, 2 de febrero de 1813.
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