THOMAS SANKARA
“La liberación de la mujer: Una exigencia del futuro”
Pronunciado: El
8 de marzo de 1987.
No
es corriente que un hombre se dirija a tantas mujeres a la vez. Tampoco lo es
que un hombre sugiera a tantas mujeres a la vez las batallas que hay que
lidiar.
La primera timidez del hombre surge cuando se
percata de que está mirando a una mujer. Comprenderéis, compañeras militantes,
que a pesar de la alegría y el placer que siento al dirigirme a vosotras, sigo
siendo un hombre que ve en cada una de vosotras a la madre, la hermana o la
esposa. También me gustaría que nuestras hermanas aquí presentes, que han
venido de Kadiogo y no entienden la lengua francesa extranjera en la que voy a
pronunciar mi discurso, sean tan comprensivas como de costumbre, ellas que,
como nuestras madres, aceptaron llevarnos durante nueve meses sin quejarse.
(Intervención en lengua nacional mooré para asegurar a las mujeres que habrá
una traducción para ellas.)
Compañeras, la noche del 4 de agosto alumbró
la obra más saludable para el pueblo burkinabè. Le dio a nuestro pueblo un
nombre y a nuestro país un horizonte.
Irradiados por la savia vivificante de la
libertad, los hombres burkinabè, humillados y proscritos de ayer, fueron
marcados con el signo de lo que más se aprecia en la vida: la dignidad y el
honor. A partir de entonces la felicidad ha estado a nuestro alcance y todos
los días marchamos hacia ella, exaltados por las luchas, pioneras de los
grandes pasos que ya hemos dado. Pero la felicidad egoísta no es más que una
ilusión, y tenemos a una gran ausente: la mujer. Ha quedado excluida de esta
procesión feliz.
Si unos hombres han llegado ya a la linde del
gran jardín de la revolución, las mujeres todavía están confinadas en su
oscuridad ninguneante, desde donde comentan animada o discretamente las
vicisitudes que han agitado Burkina Faso y para ellas, de momento, sólo son
clamores.
La
lucha de clases y la cuestión de la mujer
El materialismo dialéctico es el que ha
arrojado sobre los problemas de la condición femenina la luz más fuerte, la que
nos permite situar el problema de la explotación de la mujer en el seno de un
sistema generalizado de explotación. Es también el que define la sociedad
humana no ya como un hecho natural inmutable, sino como algo antinatural.
La humanidad no padece pasivamente el poder
de la naturaleza. Sabe aprovecharlo. Este aprovechamiento no es una operación
interior y subjetiva. Se efectúa objetivamente en la práctica, si se deja de
considerar a la mujer como un simple organismo sexuado para tomar conciencia,
más allá de los hechos biológicos, de su valor en la acción.
Además, la conciencia que la mujer adquiere
de sí misma no está definida exclusivamente por su sexualidad. Refleja una
situación que depende de la estructura económica de la sociedad, resultado de
la evolución técnica y de las relaciones entre clases a las que ha llegado la
humanidad.
La importancia del materialismo dialéctico
radica en haber sobrepasado los límites esenciales de la biología, en haber
soslayado las tesis simplistas del sometimiento a la especie, para situar todos
los hechos en el contexto económico y social. Por muy lejos que nos remontemos
en la historia humana, el dominio del hombre sobre la naturaleza nunca se ha
realizado directamente, con su cuerpo desnudo. La mano, con su pulgar prensil,
ya se tiende hacia el instrumento que multiplica su poder. De modo que no son
las condiciones físicas, la musculatura, el parto, por ejemplo, lo que consagró
la desigualdad social entre el hombre y la mujer. Tampoco la confirmó la
evolución técnica como tal. En algunos casos, y en algunos lugares, la mujer
pudo anular la diferencia física que la separa del hombre.
El paso de una forma de sociedad a otra es lo
que institucionaliza esta desigualdad. Una desigualdad creada por la mente y
por nuestra inteligencia para hacer posible la dominación y la explotación
concretadas, representadas y experimentadas por las funciones y las atribuciones
a las que hemos relegado a la mujer.
La maternidad, la obligación social de
ajustarse a los cánones de lo que los hombres desean como elegancia, impiden
que la mujer que lo desee se dote de una musculatura considerada masculina.
Según los paleontólogos, durante milenios,
del paleolítico a la Edad del Bronce, las relaciones entre los sexos se
caracterizaron por una complementariedad positiva. Estas relaciones
permanecieron durante ocho milenios bajo el signo de la colaboración y la
interferencia, y no de la exclusión propia del patriarcado absoluto, más o
menos generalizado en la época histórica.
Engels tuvo en cuenta la evolución de las
técnicas, pero también la esclavización histórica de la mujer, que nació con la
propiedad privada, con el paso de un modo de producción a otro, de una
organización social a otra.
Con el intenso trabajo necesario para roturar
los bosques, cultivar la tierra y sacar el máximo provecho a la naturaleza, se
produce una especialización de tareas. El egoísmo, la pereza, la comodidad, el
esfuerzo mínimo para obtener un beneficio máximo surgen de las profundidades
del hombre y se erigen en principios. La ternura protectora de la mujer hacia
su familia y su clan son una trampa que la somete al dominio del macho. La inocencia
y la generosidad son víctimas del disimulo y los cálculos egoístas. Se hace
burla del amor, se mancilla la dignidad. Todos los sentimientos verdaderos se
convierten en mercancía. A partir de entonces el sentido de la hospitalidad y
de compartir que tienen las mujeres sucumbe a la artimañas de los astutos.
Aunque es consciente de las artimañas que
están detrás del reparto desigual de tareas, ella, la mujer, sigue al hombre
para cuidar de todo lo que ama. Él, el hombre, se aprovecha de esa entrega. Más
adelante el germen de la explotación culpable establece unas reglas atroces que
van más allá de las concesiones conscientes de la mujer, históricamente
traicionada.
Con la propiedad privada la humanidad
instaura la esclavitud. El hombre amo de sus esclavos y de la tierra pasa a ser
propietario también de la mujer. Esta es la gran derrota histórica del sexo
femenino. Se explica por los cambios profundos creados por la división del
trabajo, debido a los nuevos modos de producción y a una revolución en los
medios de producción.
Entonces el derecho paterno sustituye al
derecho materno; la transmisión de la propiedad se hace de padres a hijos, y no
ya de la mujer a su clan. Es la aparición de la familia patriarcal, basada en
la propiedad personal y única del padre, convertido en cabeza de familia. En
esta familia la mujer está oprimida. El hombre, amo y señor, da rienda suelta a
sus caprichos sexuales, se aparea con las esclavas o las hetairas. Las mujeres
son su botín y sus conquistas de mercado. Se aprovecha de su fuerza de trabajo
y disfruta de la diversidad del placer que le deparan.
La mujer, por su parte, cuando los amos hacen
que la reciprocidad sea posible, se venga con la infidelidad. Es así como el
matrimonio conduce de forma natural al adulterio. Es la única defensa de la
mujer contra su esclavitud doméstica. La opresión social es la expresión de la
opresión económica.
En este ciclo de violencia, la desigualdad
sólo acabará con el advenimiento de una sociedad nueva, es decir, cuando los
hombres y las mujeres disfruten de los mismos derechos sociales, producto de
cambios profundos en los medios de producción y en las relaciones sociales. La
suerte de la mujer sólo va a mejorar con la liquidación del sistema que la
explota.
En todas las épocas, allí donde el
patriarcado triunfaba, hubo un estrecho paralelismo entre la explotación de
clase y el sometimiento de las mujeres. Con algunos momentos de mejoría, cuando
algunas mujeres, sacerdotisas o guerreras, lograron sacudirse el yugo opresor.
Pero la tendencia principal, tanto en la prácti
ca
cotidiana como en el plano intelectual, sobrevivió y se consolidó. Destronada
de la propiedad privada, expulsada de sí misma, relegada a la categoría de
nodriza y criada, desestimada por filósofos como Aristóteles, Pitágoras y
otros, y por las religiones más extendidas, desvalorizada por los mitos, la
mujer compartía la suerte del esclavo, que en la sociedad esclavista no era más
que una bestia de carga con rostro humano.
No es de extrañar, entonces, que en su fase
expansiva, el capitalismo, para el que los seres humanos son meras cifras,
fuera el sistema económico que explotó a la mujer con más cinismo y
refinamiento. Como esos fabricantes de la época que sólo empleaban a mujeres en
sus telares mecánicos. Preferían a las mujeres casadas y entre ellas a las que
tenían en casa varias bocas que alimentar, porque eran mucho más cuidadosas y
dóciles que las solteras. Trabajaban hasta el agotamiento para dar a los suyos
los medios de subsistencia indispensables.
Es así como las cualidades propias de la
mujer se adulteran en su detrimento, y todos los elementos morales y delicados
de su naturaleza se utilizan para esclavizarla. Su ternura, el amor a su
familia, su la meticulosidad en el trabajo se utilizan contra ella, mientras
que no se perdonan sus defectos.
A través de los tiempos y los tipos de
sociedades, la mujer siempre ha tenido una triste suerte: la desigualdad,
siempre ratificada, frente al hombre. Las manifestaciones de esta desigualdad
han podido ser muy diversas, pero siempre ha existido.
En la sociedad esclavista, el hombre esclavo
estaba considerado como un animal, un medio de producción de bienes y
servicios. La mujer, cualquiera que fuera su rango, estaba oprimida dentro de
su propia clase y fuera de ella, incluso las que pertenecían a las clases
explotadoras.
En la sociedad feudal, basándose en la
supuesta debilidad física o psíquica de las mujeres, los hombres las sometieron
a una dependencia absoluta del hombre. A la mujer la mantenían, con pocas
excepciones, apartada de los lugares de culto, por considerarla impura o
principal agente de indiscreción.
En la sociedad capitalista, la mujer, que ya
sufría una persecución en el orden moral y social, también está sometida
económicamente. Mantenida por el hombre cuando no trabaja, sigue estándolo
cuando se mata a trabajar. Nunca se insistirá bastante en la miseria de las
mujeres, nunca se hará suficiente hincapié en su semejanza con la miseria de
los proletarios.
Sobre
la especificidad del hecho femenino
Porque la explotación asemeja a la mujer con
el hombre.
Pero esta semejanza en la explotación social
de los hombres y las mujeres, que vincula la suerte de ambos en la Historia, no
debe hacernos perder de vista el hecho específico de la condición femenina. La
condición de la mujer rebasa las entidades económicas y confiere un carácter
singular a la opresión que sufre. Esta singularidad impide establecer
equivalencias que nos llevarían a simplificaciones fáciles e infantiles. En la
explotación, la mujer y el obrero están reducidos al silencio. Pero en el
sistema capitalista, la mujer del obrero debe guardar silencio ante su marido
obrero. En otras palabras, a la explotación de clase que tienen ambos en común
viene a sumarse, para las mujeres, una relación singular con el hombre, una
relación de enfrentamiento y agresión que se escuda en las diferencias físicas
para imponerse.
Debemos admitir que la asimetría entre los
sexos es lo que caracteriza a la sociedad humana, y que esta asimetría define
una relación que nos impiden ver a la mujer, aun en el ámbito de la producción
económica, como una simple trabajadora. Una relación preferente y peligrosa,
merced a la cual la cuestión de la mujer siempre se plantea como un problema.
El hombre, por tanto, se escuda en la
complejidad de esta relación para sembrar la confusión entre las mujeres y
sacar partido de todas las artimañas de la explotación de clase para mantener
su dominio sobre las mujeres. De un modo similar, en otras ocasiones, unos
hombres dominaron a otros porque consiguieron imponer la idea de que en virtud
de la estirpe, la cuna, el «derecho divino», unos hombres eran superiores a
otros. Es el dominio feudal. Del mismo modo, en otras ocasiones, otros hombres
consiguieron someter pueblos enteros porque el origen y la explicación del
color de su piel les dieron una justificación supuestamente «científica» para
dominar a quienes tenían la desgracia de ser de otro color. Es el dominio
colonial. Es el apartheid.
No podemos pasar por alto esta situación de
las mujeres, porque es la que lleva a las mejores de ellas a hablar de guerra
de sexos, cuando se trata de una guerra de clanes y de clases en la que debemos
pelear juntos y complementarnos. Pero hay que admitir que es la actitud de los
hombres lo que propicia la alteración de los significados y con ello fomenta
todos los excesos semánticos del feminismo, algunos de los cuales no han sido
inútiles en el combate de hombres y mujeres contra la opresión. Un combate que
podemos ganar, que vamos a ganar si recuperamos la complementariedad, si
sabemos que somos necesarios y complementarios, si sabemos, en definitiva, que
estamos condenados a la complementariedad.
Por ahora, hemos de reconocer que el
comportamiento masculino, tan cargado de vanidad, irresponsabilidad, arrogancia
y violencia de todo tipo para con la mujer, es incompatible con una acción
coordinada contra la opresión de esta. Y qué decir de esas actitudes que
denotan estupidez, pues no son más que desahogos de machos oprimidos que, con
el trato brutal a su mujer, pretenden recuperar por su cuenta una humanidad que
el sistema de explotación les niega.
La estupidez masculina se llama sexismo o
machismo, formas de indigencia intelectual y moral, incluso de impotencia
física más o menos declarada, que muchas veces hace que las mujeres
políticamente conscientes consideren necesario luchar en dos frentes.
Para luchar y vencer, las mujeres deben
identificarse con las clases sociales oprimidas: los obreros, los campesinos…
Un hombre, por oprimido que esté, siempre
encuentra a alguien a quien oprimir: su mujer. Esa es la terrible realidad.
Cuando hablamos del infame sistema del apartheid nuestro pensamiento y nuestra
emoción se dirigen a los negros explotados y oprimidos. Pero nos olvidamos,
lamentablemente, de la mujer negra que soporta a su hombre, ese hombre que,
provisto de su passbook (salvoconducto), se permite unas correrías culpables
antes de volver con la compañera que le espera dignamente, con su sufrimiento y
su pobreza.
Pensemos también en la mujer blanca de África
del Sur, aristócrata, seguramente rodeada de bienes materiales, pero por
desgracia máquina de placer de esos hombres blancos lúbricos que para olvidar
sus fechorías contra los negros se entregan a un desenfreno desordenado y
perverso de relaciones sexuales bestiales.
Tampoco faltan ejemplos de hombres
progresistas que viven alegremente en adulterio, pero serían capaces de matar a
su mujer por una simple sospecha de infidelidad. ¡Entre nosotros abundan esta
clase de hombres, que van a buscar un supuesto consuelo en brazos de
prostitutas y cortesanas de todo tipo! Por no hablar de los maridos
irresponsables, cuyos sueldos sirven para mantener queridas y engrosar sus
deudas en el bar. Y qué decir de esos hombrecillos, también progresistas, que
se congregan en un ambiente lascivo para hablar de mujeres de las que han
abusado. Creen que así se miden con sus semejantes o que les humillan cuando
andan detrás de las mujeres casadas.
En realidad solo son unos jovenzuelos
lamentables de los que no valdría la pena hablar si no fuera porque su
comportamiento delincuente pone en cuestión la virtud y la moral de mujeres de
gran valor que habrían sido sumamente útiles a nuestra revolución.
Luego están todos esos militantes más o menos
revolucionarios, mucho menos revolucionarios que más, que no permiten que sus
mujeres militen o sólo se lo permiten de día, pero golpean a sus mujeres porque
han salido a reuniones o manifestaciones nocturnas. ¡Ay de los desconfiados y
celosos! ¡Qué pobreza de espíritu, qué compromiso tan limitado, tan
condicionado! Porque vamos a ver: ¿una mujer despechada y decidida sólo puede
engañar a su marido por la noche? ¿Y qué clase de compromiso es ese, que
pretende que la militancia se suspenda al caer la noche y no recupere su valor
y sus exigencias hasta que no sale el sol?
¿Y qué pensar, por último, de esas palabras
sobre las mujeres oídas de labios de los militantes más revolucionarios?
Palabras como «materialistas, aprovechadas, teatreras, mentirosas, chismosas,
intrigantes, celosas, etc., etc…». Cosas que pueden ser verdad, ¡pero aplicadas
a las mujeres y también a los hombres! ¿Qué puede esperarse de nuestra sociedad,
si agobia metódicamente a las mujeres, las aparta de todo lo que se considera
serio, determinante, de todo lo que esté por encima de las relaciones
subalternas y mezquinas?
Cuando alguien está condenado, como las
mujeres, a esperar a su amo y marido para darle de comer, y recibir de él
autorización para hablar y vivir, sólo le quedan, para entretenerse y crearse
una ilusión de utilidad o importancia, los chismes, el cotilleo, las
discusiones, las trifulcas, las miradas de soslayo y envidiosas seguidas de
maledicencias sobre la coquetería de las otras y su vida privada. Los varones
que están en las mismas condiciones adoptan las mismas actitudes.
También decimos que las mujeres, ay, son
negligentes. Por no decir cabezas de chorlito. Pero tengamos en cuenta que la
mujer, agobiada o incluso atormentada por un esposo ligero, un marido infiel e
irresponsable, un niño y sus problemas, abrumada por la administración de toda
la familia, en estas condiciones tendrá una mirada extraviada, reflejo de la
ausencia y la distracción de la mente. Para ella el olvido es un antídoto de la
fatiga, una atenuación de los rigores de la existencia, una protección vital.
Pero también hay hombres negligentes, y
mucho; unos por el alcohol y los estupefacientes, otros por varias formas de
perversidad a las que se entregan a lo largo de su vida. Pero nadie dice que
estos hombres sean negligentes. ¡Cuánta vanidad, cuántas vulgaridades!
Vulgaridades con que se complacen para
justificar las imperfecciones del mundo masculino. Porque el mundo masculino,
en una sociedad de explotación, necesita mujeres prostitutas. Estas mujeres, a
las que se deshonra y sacrifica después de usarlas en el altar de la
prosperidad de un sistema de mentiras y robos, son chivos expiatorios.
La prostitución es la quintaesencia de una
sociedad donde la explotación es la norma. Simboliza el desprecio del hombre
hacia la mujer. Hacia una mujer que no es otra que la figura dolorosa de la
madre, la hermana o la esposa de otros hombres, y por tanto de cada uno de
nosotros. Es, en definitiva, el desprecio inconsciente hacia nosotros mismos.
Sólo hay prostitutas donde hay «prostituyentes» y proxenetas.
¿Quiénes van con las prostitutas?
Ante todo, los maridos que obligan a su mujer
a ser casta y descargan en la prostituta su lascivia y sus instintos de
violación. Así pueden tratar con respeto aparente a sus esposas y dar rienda
suelta a su verdadera naturaleza cuando están con la chica llamada de vida
alegre. Así, en el plano moral, la prostitución es simétrica del matrimonio.
Los ritos, las costumbres, las religiones y las morales se adaptan a ella. Ya
lo decían los padres de la Iglesia: «Para mantener la salubridad de los
palacios hacen falta cloacas».
Luego están los clientes impenitentes e
intemperantes que tienen miedo de asumir la responsabilidad de un hogar con
todos sus problemas y huyen de las cargas morales y materiales de la
paternidad. Entonces explotan la dirección discreta de una casa de tolerancia
como el precioso filón de una relación sin consecuencias.
También está la cohorte de quienes censuran a
las mujeres, al menos públicamente y en los lugares decentes. Ya sea por un
despecho que no tienen el valor de confesar y les ha hecho perder la confianza
en todas las mujeres y considerarlas un instrumentum diabolicum, ya sea por
hipocresía, por haber proclamado de forma repetida y tajante un desprecio por
el sexo femenino que procuran asumir ante una sociedad de la que han adoptado
el respeto a la falsa virtud. Todos ellos frecuentan a escondidas los lupanares
hasta que, a veces, se descubre su doblez.
Luego está esa debilidad del hombre que
consiste en la búsqueda de situaciones poliándricas. Lejos de nosotros hacer
juicios de valor sobre la poliandria, una forma de relación entre el hombre y
la mujer que han preferido algunas civilizaciones. Pero en los casos que
denunciamos, estamos pensando en los gigolós codiciosos y holgazanes mantenidos
generosamente por señoras ricas.
En este mismo sistema, la prostitución, en el
aspecto económico, puede igualar a la prostituta con la mujer casada
«materialista». Entre la que vende su cuerpo prostituyéndolo y la que se vende
en el matrimonio, la única diferencia consiste en el precio y la duración del
contrato.
Al tolerar la existencia de la prostitución,
rebajamos a todas nuestras mujeres al mismo rango: prostitutas o casadas. La
única diferencia es que la mujer legítima, aunque está oprimida, disfruta como
esposa de la honorabilidad que confiere el matrimonio. En cuanto a la
prostituta, sólo le queda la valoración monetaria de su cuerpo, una valoración
que fluctúa con los valores de las bolsas falocráticas.
¿Acaso no es un artículo que se valoriza o
desvaloriza según el grado de marchitamiento de sus encantos? ¿No se rige por
la ley de la oferta y la demanda? La prostitución es un compendio trágico y
doloroso de todas las formas de esclavitud femenina. Por lo tanto, en cada
prostituta debemos ver una mirada acusadora dirigida a toda la sociedad. Cada
proxeneta, cada cliente de prostituta escarba en la herida purulenta y abierta
que afea el mundo de los hombres y lo lleva a la perdición. Si combatimos la
prostitución, si tendemos una mano amiga a la prostituta, salvamos a nuestras
madres, hermanas y mujeres de esta lepra social. Nos salvamos a nosotros mismos.
Salvamos al mundo.
La
condición de la mujer en Burkina
Si a juicio de la sociedad un niño que nace
es un «don de Dios», el nacimiento de una niña se recibe, si no como una
fatalidad, en el mejor de los casos como un regalo que servirá para producir alimentos
y reproducir el género humano.
Al hombrecito se le enseña a querer y
conseguir, a decir y ser servido, a desear y tomar, a decidir y mandar. A la
futura mujer, la sociedad, como un solo hombre y nunca mejor dicho, le impone,
le inculca unas normas inapelables. Unos corsés psíquicos llamados virtudes
crean en ella un espíritu de enajenación personal, desarrollan en esa niña el
afán de protección y la predisposición a las alianzas tutelares y a los tratos
matrimoniales. ¡Qué fraude mental tan monstruoso!
Así, niña sin infancia, desde los tres años
de edad tendrá que responder a su razón de ser: servir, ser útil. Mientras su
hermano de cuatro, cinco o seis años juega hasta el cansancio o el
aburrimiento, ella se incorpora, sin contemplaciones, al proceso de producción.
Ya tiene un oficio: ayudante doméstica. Una ocupación, por supuesto, sin
remuneración, pues ¿acaso no se dice que la mujer, en su casa, «no hace nada»?
¿No se escribe «labores domésticas» en sus documentos de identidad para indicar
que no tienen empleo? ¿Que «no trabajan»?
Con la ayuda de los ritos y las obligaciones
de sumisión, nuestras hermanas van creciendo, cada vez más dependientes, cada
vez más dominadas, cada vez más explotadas y con menos tiempo libre.
Mientras que el hombre joven encuentra en su
camino las ocasiones para desarrollarse y forjar su personalidad, la camisa de
fuerza social aprieta aún más a la muchacha en cada etapa de su vida. Por haber
nacido niña pagará un fuerte tributo durante toda su vida, hasta que el peso
del trabajo y los efectos del abandono físico y mental la lleven al día del
Gran Descanso. Factor de producción al lado de su madre, más patrona que mamá,
nunca la veremos sentada sin hacer nada, nunca libre, olvidada con sus
juguetes, como él, su hermano.
Adondequiera que miremos, de la Meseta
Central al Nordeste, donde predominan las sociedades con un poder muy
centralizado, al Oeste, donde viven las comunidades aldeanas con un poder sin
centralizar, o al Suroeste, territorio de las colectividades llamadas
segmentarias, la organización social tradicional tiene al menos una cosa en
común: la subordinación de las mujeres. En este ámbito nuestros 8.000 pueblos,
nuestras 600.000 concesiones y nuestro millón y pico de hogares tienen
comportamientos idénticos o parecidos. En todas partes la condición de la
cohesión social definida por los hombres es la sumisión de las mujeres y la
subordinación de los segundones.
Nuestra sociedad, todavía demasiado
primitivamente agraria, patriarcal y polígama, explota a la mujer por su fuerza
de trabajo y de consumo, y por su función de reproducción biológica.
¿Cómo experimenta la mujer esta curiosa
identidad doble: la de ser el nudo vital que ata a todos los miembros de la
familia, que garantiza con su presencia y sus desvelos la unidad fundamental, y
la de estar marginada, relegada? Es una condición híbrida donde las haya, en la
que el ostracismo impuesto sólo tiene parangón con el estoicismo de la mujer.
Para vivir en armonía con la sociedad de los hombres, para someterse a la
imposición de los hombres, la mujer encierra en una ataraxia degradante,
negativa, entregándose por completo.
Mujer fuente de vida, pero también mujer
objeto. Madre pero criada servil. Mujer nodriza pero mujer excusa. Trabajadora
en el campo y en casa, pero figura sin rostro y sin voz. Mujer bisagra, mujer
confluencia, pero mujer encadenada, mujer sombra a la sombra del hombre.
Pilar del bienestar familiar, es partera,
lavandera, barrendera, cocinera, recadera, matrona, cultivadora, curandera,
hortelana, molendera, vendedora, obrera. Es una fuerza de trabajo con
herramienta en desuso, que acumula cientos de miles de horas con rendimientos
desesperantes.
En los cuatro frentes de combate contra la
enfermedad, el hambre, la indigencia y la degeneración, nuestras hermanas
soportan cada día la presión de unos cambios en los que no pueden influir.
Cuando cada uno de nuestros 800.000 emigrantes varones se va, una mujer se
carga con más trabajo. Los dos millones de burkinabès que viven fuera del
territorio nacional han contribuido así a agravar el desequilibrio de la
proporción de sexos, de modo que hoy en día las mujeres constituyen el 51,7% de
la población total. De la población residente potencialmente activa, son el
52,1%.
La mujer, demasiado ocupada para atender como
es debido a sus hijos, demasiado agotada para pensar por sí misma, sigue
trajinando: rueda de fortuna, rueda de fricción, rueda motriz, rueda de
repuesto, noria.
Las mujeres, nuestras mujeres y esposas,
apaleadas y vejadas, pagan por haber dado la vida. Relegadas socialmente al
tercer rango, después del hombre y el niño, pagan por mantener la vida. Aquí
también se ha creado arbitrariamente un Tercer Mundo para dominar, para
explotar.
Dominada y transferida de una tutela
protectora explotadora a una tutela dominadora y más explotadora aún, primera
en la tarea y última en el descanso, al lado de la lumbre pero última en apagar
su sed, autorizada a comer sólo cuando queda algo; y, detrás del hombre, sostén
de la familia que carga sobre sus hombros, en sus manos y con su vientre a esta
familia y a la sociedad, la mujer recibe en pago una ideología natalista
opresiva, tabúes y prohibiciones alimentarias, más trabajo, malnutrición,
embarazos peligrosos, despersonalización y muchos otros males, por lo que la
mortalidad maternal es una de las taras más intolerables, más inconfesables,
más vergonzosas de nuestra sociedad.
Sobre este substrato alienante, la irrupción
de unos seres rapaces llegados de lejos agrió aún más la soledad de las mujeres
e hizo aún más precaria su condición.
La euforia de la independencia olvidó a las
mujeres en el lecho de las esperanzas rotas. Segregada en las deliberaciones,
ausente de las decisiones, vulnerable y por tanto víctima previsible, siguió
soportando a la familia y la sociedad. El capital y la burocracia se pusieron
de acuerdo para mantener a la mujer sometida. El imperialismo hizo lo demás.
Las mujeres, escolarizadas dos veces menos
que los hombres, analfabetas en un 99%, con escasa formación profesional,
discriminadas en el empleo, relegadas a funciones subalternas, las primeras en
ser acosadas y despedidas, abrumadas por el peso de cien tradiciones y mil excusas,
siguieron haciendo frente a los desafíos que se presentaban. Tenían que
permanecer activas, a cualquier precio, por los hijos, por la familia y por la
sociedad. A través de mil noches sin auroras.
El capitalismo necesitaba algodón, karité y
ajonjolí para sus industrias, y fue la mujer, fueron nuestras madres quienes,
además de lo que ya estaban haciendo, tuvieron que hacerse cargo de la
recolección. En las ciudades, donde se suponía que estaba la civilización
emancipadora de la mujer, ella se vio obligada a decorar los salones de los
burgueses, a vender su cuerpo para vivir o a servir de señuelo comercial en las
producciones publicitarias.
Sin duda las mujeres de la pequeña burguesía
de las ciudades viven mejor que las mujeres de nuestros campos en el orden
material. Pero ¿son más libres, más respetadas, están más emancipadas, tienen
más responsabilidades? Más que una pregunta, se impone una afirmación. Sigue
habiendo muchos problemas, ya sea en el empleo o en el acceso a la educación,
en la consideración de la mujer en los textos legislativos o en la vida diaria.
La mujer burkinabè sigue siendo la que llega detrás del hombre, y no a la vez
que él.
Los regímenes políticos neocoloniales que se
han sucedido en Burkina Faso han abordado el asunto de la emancipación de la
mujer con el planteamiento burgués, que no es más que ilusión de libertad y
dignidad. La política de moda sobre la «condición femenina», o más bien el
feminismo primario que reclama para la mujer el derecho a ser masculina, sólo
tuvo repercusión en las escasas mujeres de la pequeña burguesía urbana. La
creación del ministerio de la Condición Femenina, dirigido por una mujer, se
proclamó como una victoria.
Pero ¿existía una conciencia real de esa
condición femenina? ¿Se tenía conciencia de que la condición femenina es la
condición del 52% de la población burkinabè? ¿Se sabía que esta condición
estaba determinada por estructuras sociales, políticas y económicas, y por las
ideas retrógradas dominantes, y que por consiguiente la transformación de esta
condición no era labor de un solo ministerio, aunque tuviera a una mujer al
frente?
Tan es así que las mujeres de Burkina,
después de varios años de existencia de este ministerio, comprobaron que su
condición no había cambiado en absoluto. Y no podía ser de otro modo, porque el
planteamiento de la emancipación de las mujeres que había desembocado en la
creación de ese ministerio-coartada no quería ver ni poner en evidencia las
verdaderas causas de la dominación y la explotación de la mujer. No es de
extrañar, entonces, que pese a la existencia de ese ministerio, la prostitución
aumentara, el acceso de las mujeres a la educación y el empleo no mejorara, los
derechos civiles y políticos de las mujeres siguieran en el limbo y las
condiciones de vida de las mujeres, tanto en la ciudad como en el campo
,
no hubieran mejorado.
¡Mujer florero, mujer coartada política en el
gobierno, mujer sirena clientelista en las elecciones, mujer robot en la
cocina, mujer frustrada por la resignación y las inhibiciones impuestas a pesar
de su apertura mental! Sea cual sea su sitio en el espectro del dolor, sea cual
sea su forma urbana o rural de sufrir, ella sigue sufriendo.
Pero bastó una noche para situar a la mujer
en el centro del progreso familiar y de la solidaridad nacional.
La aurora siguiente del 4 de agosto de 1983,
portadora de libertad, alumbró el camino para que todos juntos, iguales,
solidarios y complementarios, marcháramos codo con codo, en un solo pueblo.
La revolución de agosto encontró a la mujer
burkinabè en una situación de sumisión y explotación por una sociedad
neocolonial muy influida por la ideología de las fuerzas retrógradas. Tenía que
romper con la política reaccionaria, preconizada y aplicada hasta entonces
también en el ámbito de la emancipación de la mujer, y definir claramente una
política nueva, justa y revolucionaria.
Nuestra
revolución y la emancipación de la mujer
El 2 de octubre de 1983 el Consejo Nacional
de la Revolución expuso claramente en el Discurso de Orientación Política cuál
era el eje principal del combate por la liberación de la mujer. Se comprometió
a trabajar por la movilización, la organización y la unión de todas las fuerzas
vivas de la nación y de la mujer en particular. El Discurso de Orientación
Política precisaba, acerca de la mujer: «Se incorporará a todos los combates
que entablemos contra los obstáculos de la sociedad neocolonial y por la
construcción de una sociedad nueva. Se incorporará en todos los noveles de
planificación, decisión y ejecución para la organización de la vida de toda la
nación».
Esta empresa grandiosa se propone construir
una sociedad libre y próspera donde la mujer sea igual al hombre en todos los
ámbitos. No puede haber una forma más clara de concebir y enunciar la cuestión
de la mujer y la lucha emancipadora que nos espera.
«La verdadera emancipación de la mujer es la
que responsabiliza a la mujer, la incorpora a las actividades productivas, a
las luchas del pueblo. La verdadera emancipación de la mujer es la que propicia
la consideración y el respeto del hombre.»
Esto indica claramente, compañeras
militantes, que la lucha por la liberación de la mujer es ante todo vuestra
lucha por el fortalecimiento de la revolución democrática y popular. Una
revolución que os da la palabra y el poder de decir y obrar para la edificación
de una sociedad de justicia e igualdad, donde la mujer y el hombre tengan los
mismos derechos y deberes. La revolución democrática y popular ha creado las
condiciones para este combate libertador. Os corresponde a vosotras obrar con
responsabilidad para, por un lado, romper las cadenas y trabas que esclavizan a
la mujer en sociedades atrasadas como la nuestra, y por otro, asumir la parte
de responsabilidad que os corresponde en la política de edificación de la
sociedad nueva, en beneficio de África y de toda la humanidad.
En las primeras horas de la revolución
democrática y popular ya lo decíamos: «la emancipación, como la libertad, no se
concede, se conquista. Corresponde a las propias mujeres plantear sus demandas
y movilizarse para hacerlas realidad». Nuestra revolución no sólo ha marcado
una meta en la lucha por la emancipación de la mujer, sino que ha señalado el
camino a seguir, los medios necesarios y los principales actores de este
combate. Pronto hará cuatro años que trabajamos juntos, hombres y mujeres, para
cosechar victorias y avanzar hacia el objetivo final.
Debemos ser conscientes de las batallas
reñidas, los éxitos alcanzados, los fracasos sufridos y las dificultades
encontradas para preparar y dirigir los combates futuros. ¿Qué es lo que ha
hecho la revolución democrática y popular por la emancipación de la mujer?
¿Cuáles
son los logros y los obstáculos?
Uno de los mayores aciertos de nuestra
revolución en la lucha por la emancipación de la mujer ha sido, sin duda, la
creación de la Unión de las Mujeres de Burkina (UFB por sus siglas en francés).
La creación de esta organización es un gran acierto porque ha dado a las
mujeres de nuestro país un marco y unos medios seguros para entablar el combate
victoriosamente. La creación de la UFB es uan gran victoria, porque une a todas
las mujeres militantes con objetivos concretos, justos, para el combate libertador
dirigido por el Consejo Nacional de la Revolución. La UFB es la organización de
las mujeres militantes y responsables, dispuestas a trabajar para transformar
la realidad, a luchar para vencer, a caer y volver a levantarse cada vez para
avanzar sin retroceder.
Ha surgido una conciencia nueva entre las
mujeres de Borkina, y todos debemos estar orgullosos de ello. Compañeras
militantes, la Unión de las Mujeres de Burkina es vuestra organización de
combate. Tendréis que afilarla bien para que sus tajos sean más cortantes y os
deparen cada vez más victorias. Las iniciativas que el gobierno ha tenido desde
hace algo más de tres años para lograr la emancipación de la mujer son sin duda
insuficientes, pero han permitido cubrir una etapa del camino, y nuestro país
puede presentarse hoy en la vanguardia del combate libertador de la mujer.
Nuestras mujeres participan cada vez más en las tomas de decisión, en el
ejercicio efectivo del poder popular.
Las mujeres de Burkina están allí donde se
construye el país, están en las obras: el Sourou (valle irrigado), la
reforestación, la vacunación, las operaciones «Ciudades limpias», la batalla
del tren, etc. Poco a poco, las mujeres de Burkina ocupan espacios y se
imponen, haciendo retroceder las ideas falocráticas y retrógradas de los
hombres. Y seguirán así hasta que la mujer de Burkina esté presente en todo el
tejido social y profesional. Nuestra revolución, durante estos tres años y
medio, ha trabajado por la eliminación progresiva de las prácticas que
desvalorizan a la mujer, como la prostitución y otras lacras, como el
vagabundeo y la delincuencia de las jóvenes, el matrimonio forzoso, la ablación
y las condiciones de vida especialmente difíciles de la mujer.
La revolución procura resolver en todas
partes el problema del agua, instala molinos en los pueblos, mejora las
viviendas, crea guarderías populares, vacuna a diario, promueve una
alimentación sana, abundante y variada, y con ello contribuye a mejorar las
condiciones de vida de la mujer burkinabè.
Esta debe comprometerse más a aplicar las
consignas antiimperialistas, a producir y consumir burkinabè, imponiéndose como
un agente económico de primer orden, tanto productor como consumidor de
productos locales.
La revolución de agosto, sin duda, ha
avanzado mucho por la senda de la emancipación de la mujer, pero lo hecho hasta
ahora es insuficiente. Nos queda mucho por hacer.
Para llevarlo a cabo debemos ser conscientes
de las dificultades con que tropezamos. Los obstáculos y las dificultades son
muchos. Ante todo el analfabetismo y el bajo nivel de conciencia política,
agravados por la poderosa influencia de las fuerzas retrógradas en nuestras
sociedades atrasadas.
Debemos trabajar con perseverancia para
superar estos dos obstáculos principales. Porque mientras las mujeres no tengan
conciencia clara de la justeza de nuestra lucha política y de los medios
necesarios, corremos el riesgo de tropezar e incluso de retroceder.
Por eso la Unión de las Mujeres de Burkina
tiene que cumplir plenamente su función. Las mujeres de la UFB tienen que
trabajar para superar sus insuficiencias, para romper con las prácticas y el
comportamiento que siempre se han considerado propios de mujeres y
lamentablemente se sigue dando a diario en los comportamientos y los
razonamientos de muchas mujeres. Son todas esas mezquindades como la envidia, e
l
exhibicionismo, las críticas incesantes y gratuitas, negativas y sin
fundamento, la difamación mutua, el subjetivismo a flor de piel, las
rivalidades, etc. Una mujer revolucionaria debe vencer estos comportamientos,
especialmente acentuados en la pequeña burguesía. Porque son perjudiciales para
el trabajo en grupo, dado que el combate por la liberación de la mujer es un
trabajo organizado que necesita la contribución del conjunto de las mujeres.
Juntos debemos trabajar por incorporar a la
mujer al trabajo. A un trabajo emancipador y liberador que garantice a la mujer
su independencia económica, un peso social mayor y un conocimiento más justo y
completo del mundo.
Nuestra noción del poder económico de la
mujer debe apartarse de la codicia vulgar y de la avidez materialista que
convierten a algunas mujeres en bolsas de valores especuladoras, en cajas
fuertes ambulantes. Son mujeres que pierden la dignidad, el control y los
principios en cuanto oyen el tintineo de las joyas o el crujido de los
billetes. Algunas de estas mujeres, lamentablemente, hacen que los hombres
caigan en los excesos del endeudamiento o incluso de la corrupción. Estas
mujeres son peligrosas arenas movedizas, fétidas, que apagan la llama
revolucionaria de sus esposos o compañeros militantes. Se han dado tristes
casos de ardores revolucionarios que se han apagado y el compromiso del marido
se ha apartado de la causa del pueblo por tener una mujer egoísta y arisca,
celosa y envidiosa.
La educación y la emancipación económica mal
entendidas y enfocadas pueden ser motivo de desdicha para las mujeres y por
tanto para la sociedad. Solicitadas como amantes, son abandonadas cuando llegan
las dificultades. La opinión común sobre ellas es implacable: la intelectual
está «fuera de lugar», y la que es muy rica resulta sospechosa. Todas están
condenadas a un celibato que no sería grave si no fuera la expresión misma de
un ostracismo generalizado de toda una sociedad contra unas personas, víctimas
inocentes porque desconocen por completo cuál es su delito y su defecto,
frustradas porque día a día su afectividad se transforma en hipocondría. A
muchas mujeres el saber sólo les ha dado desengaños, y la fortuna ha producido
muchos infortunios.
La solución de estas paradojas aparentes
consiste en que las desdichadas cultas o ricas pongan al servicio de su pueblo
su gran instrucción, sus grandes riquezas. Así se granjearán el aprecio y hasta
la adulación de todas las personas a las que darán un poco de alegría. En estas
condiciones ya no podrán sentirse solas. La plenitud sentimental se alcanza
cuando se consigue que el amor a uno mismo y de uno mismo se convierta en el
amor al otro y el amor de los otros.
Nuestras mujeres no deben retroceder ante las
luchas multiformes que les permitirán asumirse plenamente, con valentía, y
experimentar así la felicidad de ser ellas mismas, y no la domesticación de
ellas por ellos.
Todavía hoy, para muchas de nuestras mujeres,
la protección de un hombre es la mejor garantía contra el qué dirán opresor. Se
casan sin amor y sin alegría de vivir con un patán, un insulso alejado de la
vida y las luchas del pueblo. Es frecuente que las mujeres exijan una gran
independencia y reclamen al mismo tiempo la protección, peor aún, estar bajo el
protectorado colonial de un varón. Creen que no pueden vivir de otro modo.
¡No! Tenemos que decirles a nuestras hermanas
que el matrimonio, si no aporta nada a la sociedad y no las hace felices, no es
indispensable, e incluso se debe evitar. Al contrario, mostrémosles cada día el
ejemplo de unas pioneras osadas e intrépidas que en su celibato, con o sin
hijos, están de un humor excelente y prodigan riquezas y disponibilidad a los
demás. Incluso despiertan la envidia de las casadas desdichadas, por las
simpatías que se granjean, la felicidad que les depara su libertad, su dignidad
y su disponibilidad.
Las mujeres han dado sobradas muestras de
capacidad para mantener s su familia, criar a los niños, en una palabra, ser
responsables sin necesidad de estar sometidas a la tutela de un hombre. La
sociedad ha evolucionado lo suficiente para que se acabe la marginación injusta
de la mujer sin marido. Revolucionarios, debemos lograr que el matrimonio sea
una opción enriquecedora, y no esa lotería de la que se sabe lo que se gasta al
principio, pero no lo que se va a ganar. Los sentimientos son demasiado nobles
para jugar con ellos.
Otra dificultad, sin duda, es la actitud
feudal, reaccionaria y pasiva de muchos hombres, que tienen un comportamiento
retrógrado. No quieren que se cuestione el dominio absoluto sobre la mujer en
el hogar o en la sociedad en general. En el combate por la edificación de la
sociedad nueva, que es un combate revolucionario, estos hombres, con sus
prácticas, se sitúan en el lado de la reacción y la contrarrevolución. Porque
la revolución no puede tener éxito sin la emancipación verdadera de las
mujeres.
Por eso, compañeras militantes, tenemos que
ser muy conscientes de todas estas dificultades para afrontar los combates
futuros.
La mujer, lo mismo que el hombre, tiene
cualidades pero también defectos, lo que demuestra que la mujer es igual al
hombre. Si destacamos deliberadamente las cualidades de la mujer, no es porque
tengamos de ella una visión idealizada. Simplemente queremos poner de relieve
sus cualidades y habilidades, que el hombre y la sociedad siempre han ocultado
para justificar la explotación y el sometimiento de la mujer.
¿Cómo podemos organizarnos para acelerar la
marcha hacia la emancipación?
Nuestros medios son irrisorios, pero nuestra
ambición es grande. Nuestra voluntad y nuestra firme convicción de avanzar no
bastan para alcanzar la meta. Debemos sumar fuerzas, todas nuestras fuerzas,
coordinarlas para que la lucha tenga éxito. Desde hace más de dos décadas se
habla mucho de emancipación en nuestro país, hay mucho debate al respecto. Hoy
se trata de abordar el asunto de la emancipación de forma global, evitando las
irresponsabilidades que impidieron reunir todas las fuerzas en la lucha y quitaron
importancia a esta cuestión crucial, y evitando también las huidas hacia
delante que dejarían atrás a aquellos y sobre todo aquellas que deben estar en
primera línea.
(…)
Por eso, compañeras, os necesitamos para una
verdadera liberación de todos nosotros. Sé que siempre hallaréis la fuerza y el
tiempo necesarios para ayudarnos a salvar nuestra sociedad.
Compañeras, no habrá revolución social
verdadera hasta que la mujer se libere. Que mis ojos no tengan que ver nunca
una sociedad donde se mantiene en silencio a la mitad del pueblo. Oigo el
estruendo de este silencio de las mujeres, presiento el fragor de su borrasca,
siento la furia de su rebelión. Tengo esperanza en la irrupción fecunda de la
revolución, a la que ellas aportarán la fuerza y la rigurosa justicia salidas
de sus entrañas de oprimidas.
Compañeras, adelante por la conquista del
futuro. El futuro es revolucionario. El futuro pertenece a los que luchan.
¡Patria o muerte, venceremos!
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