BILL CLINTON
"Este nuevo mundo
ha enriquecido ya las vidas de millones de norteamericanos”
DISCURSO EN EL ACTO
DE TOMA DE POSESION DEL CARGO DE PRESIDENTE DE EE. UU. EL 20 DE ENERO
DE 1993
Conciudadanos:
Hoy celebramos el misterio de la renovación americana. Esta ceremonia
tiene lugar en lo más crudo del invierno. Pero con nuestras palabras y los
rostros que mostramos al mundo, aceleramos la llegada de la primavera.
Una primavera que renace en la más antigua democracia del mundo y que
muestra la clarividencia y la valentía necesarias para reinventar América.
Cuando nuestros fundadores declararon la independencia de América ante
el mundo y nuestros propósitos ante el Todopoderoso, sabían que América, para
poder durar, iba a tener que cambiar. No se trata de un cambio por el cambio,
sino de un cambio para preservarlos ideales de América: la vida, la libertad,
la búsqueda de la felicidad. Aunque marchemos al compás que nos marca el tiempo
en que vivimos, nuestra misión es eterna.
Cada generación de norteamericanos debe definir lo que significa ser
norteamericano.
En nombre de nuestra nación, saludo a mi predecesor, el presidente Bush,
por su medio siglo de servicio a América. Y doy gracias a los millones de
hombres y mujeres cuya tenacidad y sacrificio triunfaron sobre la depresión, el
fascismo y el comunismo.
Hoy, una generación que ha crecido a la sombra de la Guerra Fría asume
nuevas responsabilidades en un mundo calentado por el sol de la libertad, pero
amenazado aún por antiguos odios y nuevas plagas.
Criados en una prosperidad sin parangón, heredamos una economía que es
aún la más fuerte del mundo, aunque hoy se halla debilitada por quiebras en sus
empresas, por salarios estancados, por una creciente desigualdad y profundas
divisiones entre nuestra población.
Cuando George Washington hizo el
juramento de lo que acabo hoy de jurar que cumpliré, la noticia se transmitió
poco a poco por tierra a lomos de caballos y llegó a la otra orilla del océano
por barco. Hoy, las imágenes y el sonido de esta ceremonia son retransmitidos
de forma instantánea a millones de personas en todo el mundo.
Las comunicaciones y el comercio son globales; la inversión es móvil; la
tecnología es casi mágica; la ambición de una vida mejor es ahora universal.
Nos ganamos el sustento en pacífica competición con pueblos de todo el mundo.
Fuerzas profundas y poderosas están sacudiendo y rehaciendo nuestro
mundo, y la cuestión urgente de nuestra época es si podemos hacer que nuestros
amigos, y no nuestros enemigos, cambien.
Este nuevo mundo ha enriquecido ya las vidas de millones de
norteamericanos que son capaces de competir y ganar en él. Pero cuando la
mayoría trabaja con denuedo por menos; cuando el resto no puede trabajar;
cuando el coste de la asistencia médica asola familias y amenaza con hacer que
muchas de nuestras empresas, grandes y pequeñas, quiebren; cuando el miedo a la
delincuencia priva de libertad a los ciudadanos que cumplen la ley, y cuando
millones de niños pobres no puede siquiera imaginarse las vidas que van a tener
que llevar, no hacemos que nuestros amigos cambien.
Sabemos que debemos enfrentarnos a difíciles verdades y tomar medidas
fuertes. Pero no lo hemos hecho, hemos ido a la deriva, y esa deriva ha
erosionado nuestros recursos, fracturado nuestra economía y debilitado nuestra
confianza.
Aunque delante tenemos retos temibles, también lo son nuestras fuerzas.
Y los norteamericanos siempre hemos sido un pueblo inquieto, siempre en pos de
algo, siempre esperanzados. A nuestra misión debemos sumar hoy la visión y la
voluntad de aquellos que nos precedieron. Desde nuestra revolución y guerra
civil, desde la Gran Depresión hasta el movimiento por los derechos civiles,
nuestro pueblo siempre ha mostrado la determinación de construir a partir de
estas crisis los pilares de nuestra historia.
Thomas Jefferson creía que, a fin de preservar los fundamentos mismos de
nuestra nación, iba a ser preciso de vez en cuando un cambio drástico. Bien,
compatriotas míos, esta vez nos toca a nosotros. Aceptémoslo.
Nuestra democracia debe ser no sólo la envidia del mundo, sino el motor
de nuestra renovación. No hay nada malo en América que no pueda curarse a
través de lo que en América va bien.
Y así, en el día de hoy, con este juramento, una época de deriva, un
callejón sin salida termina, y una nueva época de la renovación americana
comienza.
Para renovar América debemos ser audaces.
Debemos hacer lo que ninguna generación ha tenido que hacer antes.
Debemos invertir más en nuestra gente, en sus trabajos, en su futuro, y al
mismo tiempo recortar nuestra enorme deuda. Y debemos además hacerlo en un
mundo en el que debemos competir por cada oportunidad que se presenta.
No va a ser sencillo; exigirá sacrificio, Pero puede hacerse, y hacerse
en buena lid, sin escoger el sacrificio por el sacrificio, sino por nosotros
mismos. Debemos velar por el bienestar de nuestra nación, del mismo modo que
una familia vela por el de sus hijos.
Nuestros Padres Fundadores se vieron a sí mismos con los ojos de la
posteridad. Nosotros no podemos hacer menos. Cualquiera que haya visto los ojos
de un niño moverse mientras duerme sabe qué es la posteridad. La posteridad es
el mundo que viene, el mundo para el que defendemos nuestros ideales, el mundo
al que hemos pedido prestado el planeta, y con el que tenemos una
responsabilidad sagrada.
Debemos hacer lo que América hace mejor: ofrecer más oportunidades a
todos y exigir responsabilidad de todos.
Es hora ya de que rompamos con el mal hábito de esperar algo a cambio de
nada, de nuestro Gobierno o unos de otros. Asumamos todos más
responsabilidades, no sólo por nosotros y nuestras familias, sino por nuestras
comunidades y nuestro país.
Para renovar América debemos revitalizar nuestra democracia.
Esta hermosa capital, al igual que toda capital desde los albores de la
civilización, es a menudo un lugar de intrigas y cálculos. Personas con poder
maniobran en busca de posición, se preocupan sin parar por quién entra y quién
sale, quién asciende y desciende, olvidando a aquellos cuyo trabajo y sudor nos
han hecho llegar hasta aquí y costean nuestra vida.
Los norteamericanos merecen algo mejor y en esta ciudad, hoy, hay personas
que quieren hacerlo mejor. Y por ello os digo, a todos los que estáis aquí
presentes, emprendamos la reforma de nuestra vida política, de modo que el
poder y los privilegios dejen ya de acallar la voz del pueblo. Dejemos de lado
nuestra situación personal aventajada de modo que podamos sentir el dolor y
veamos la promesa de América.
Resolvamos hacer de nuestro Gobierno un lugar para aquello que Franklin
Delano Roosevelt denominó “una experimentación atrevida y persistente”, un
Gobierno para nuestro mañana, no de nuestro ayer.
Devolvamos esta capital al pueblo a quien pertenece.
Para renovar América debemos responder a los desafíos que tenemos
planteados tanto en el exterior como en el interior. Ya no existe división
entre lo que es exterior y lo que es interior, la economía es mundial, el
medioambiente es mundial, la crisis del sida es mundial, la carrera de
armamentos es mundial, y nos afecta a todos.
Hoy, cuando un viejo orden desaparece, el mundo nuevo que surge es más
libre, pero menos estable. El desmoronamiento del comunismo ha dado nueva vida
a antiguas animosidades y nuevos peligros. Sin lugar a dudas, América debe
seguir liderando el mundo que tanto hizo por construir.
Mientras América se reconstruye en lo interior, no debemos abandonar
ninguno de nuestros compromisos, ni dejar de aprovechar las oportunidades de
este nuevo mundo. Junto con nuestros amigos y aliados trabajaremos para dar
forma al cambio, no sea que nos engulla.
Cuando nuestros intereses vítales sean puestos en peligro o se desafíe
la voluntad y la conciencia de la comunidad internacional, actuaremos mediante
la fuerza de la diplomacia siempre que sea posible y con la fuerza cuando sea
necesario. Los valientes norteamericanos que hoy sirven a nuestra nación en el
golfo Pérsico, en Somalia y en cualquier otro lugar en que se hallen, dan
testimonio de nuestra determinación.
Pero nuestra mayor fuerza es el poder de nuestras ideas, que aún son
nuevas en muchas tierras. En todo el mundo vemos cómo las abrazan y nos llena
de regocijo. Nuestras esperanzas, nuestros corazones, nuestras manos están con
aquellos que en cada continente fortalecen la democracia y la libertad. Su
causa es la causa de América.
El pueblo americano ha pedido el cambio que hoy celebramos. Habéis
alzado vuestras voces formando un coro inconfundible. Habéis depositado
vuestros votos en una afluencia histórica a las urnas. Habéis cambiado la forma
del Congreso, de la Presidencia y del propio proceso político. Sí, vosotros,
compatriotas americanos, habéis forzado la llegada de la primavera. Ahora,
debemos hacer el trabajo que la nueva estación nos exige.
Pondré ahora mañosa la obra en esa tarea, con toda la autoridad de mi
cargo. Pido al Congreso que se sume a mí en esa tarea. Pero ningún presidente,
ningún Congreso, ningún Gobierno puede emprender esta misión solo.
Compatriotas americanos, vosotros también tenéis un papel que desempeñar
en esta renovación.
Lanzo el reto a una nueva generación de jóvenes americanos para que os
impliquéis en una nueva época de servicio, para que actuéis tomando como base
vuestro idealismo y ayudéis a los niños con problemas, deis compañía a los
necesitados, volváis a unir nuestras comunidades desgarradas. Queda tanto por
hacer… hay trabajo bastante para millones, para todos aquéllos que son todavía
jóvenes de corazón y quieran colaborar.
Al servir, reconocemos una verdad sencilla pero poderosa, necesitamos
unos de otros. Y debemos cuidar unos de otros. Hoy, hacemos algo más que loar
América; volvemos a consagrarnos a la idea de América.
Una idea nacida en una revolución y renovada a través de dos siglos de
desafío. Una idea templada por el conocimiento de que, nosotros afortunados y
desafortunados, de no ser por el destino, hubiéramos podido ser los otros. Una
idea ennoblecida por la fe en nuestra nación puede lograr de las miríadas que
forman su diversidad el grado más profundo de unidad. Una idea imbuida de la
convicción de que el prolongado y heroico destino de América debe seguir
siempre en alza.
Y así, compatriotas americanos, al filo del siglo XXI, empecemos con
energía y esperanza, con fe y disciplina, y trabajemos hasta que nuestra tarea
quede terminada. “No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desfallecemos, a
su tiempo cosecharemos” dicen las Escrituras.
Desde esta jubilosa cima inmersa en la celebración, oímos la llamada del
servicio que viene del valle. Hemos oído las trompetas. Hemos cambiado la
guardia. Y ahora, cada uno de nosotros a su modo, con la ayuda de Dios, debemos
responder a esa llamada.
Gracias y que Dios os bendiga a todos.
WILLIAM JEFFERSON “Bill” CLINTON
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