JOHN QUINCY ADAMS
“La
América podría ser la dictadora del mundo; pero cesaría de ser la reguladora de
su propio espíritu”
DISCURSO EN CONMEMORACION DE LA PRIMERA
DECLARACION DE INDEPENDENCIA DE ESTADOS UNIDOS, PRONUNCIADO EL 4 DE JULIO DE
1821 EN EL CAPITOLIO DE WASHINGTON
Conciudadanos:
basta pocos días antes al de hoy, objeto de nuestra alegría y de nuestra
reunión, nuestros antepasados, los pueblos de esta unión , formaban parte de la
nación británica, nación famosa en las artes y en las armas, que supo desde una
pequeña isla del Océano Atlántico, extender su dominio sobre grandes terrenos
situados en cada parte del globo. Los mismos ingleses fueron gobernados por una
raza de reyes, cuyo título de soberanía solo se fundaba en la conquista; fueron
mágicamente encorvados por una serie de siglos, bajo aquel portentoso sistema
de despotismo y de superstición, que se esparció en todo el mundo cristiano a
nombre del dulce y humilde Jesús: la historia de esta nación en una época de
700 años, desde los días de la conquista hasta los nuestros, solo ofrece el
espectáculo de una continua lucha entre las opresiones del poder y las
reclamaciones del derecho.
En
las teorías del altar y del trono no se conocen los derechos del hombre se le
considera como un ente nulo, sin propiedad ni acción para disponer de su cuerpo
ni de su alma. La nación británica parcialmente había salido de la impenetrable
oscuridad de estas tinieblas mentales, de la profunda degradación de tan
vergonzosa esclavitud. Los mártires de la libertad religiosa, arrojados a las
hogueras, fueron convertidos en cenizas; los campeones de la libertad temporal
entregaron sus cabezas en el cadalso, y los manes de tantos y tan sangrientos
días, dejando en los campos de batalla sus térreos despojos, hendieron la
bóveda etérea, y postrados ante el trono del cielo, abogaron la angosta causa
de la libertad. El pueblo británico, en su larga serie de guerras civiles,
había arrancado de sus tiranos, no reconocimientos, sino concesiones de
derecho: se contentaron con estas concesiones, y atajaron los progresos del
entendimiento humano: recibieron su libertad como un don de sus soberanos: para
confirmar sus derechos apelaron a una firma manual, un sello; consiguieron los
títulos de su libertad como los títulos de sus tierras, de la benevolencia o
beneplácito de un hombre; y en su cronología moral y política, el principio del
mundo empezó a constar desde la anegue carta de Runny Mead.
Desde
los más remotos tiempos de le historia conocida, se distinguieron los
habitantes de las islas británicas por su valor y por su inteligencia. No es
esta la ocasión de indagar hasta que grado sofocaron estas dos cualidades,
únicas fuentes de toda mejora humana, los dos principios de sumisión a la
usurpación eclesiástica, y de adquisición de derechos, mirados como dones de
los reyes. Todos los argumentos de la filosofía, y toda la actual experiencia
manifiestan evidentemente su tendencia a paralizar el vigor y debilitar las
facultades del hombre.
Estos
fatales principios no eran, sin embargo, peculiares al pueblo británico, eran
las ilusiones de toda la Europa, la parte entonces más ilustrada y la más
adelanta-da de la tierra. La conquista había remachado los grillos temporales
del pueblo inglés, y la astucia, valiéndose de la superstición, había forjado
la pesada cadena espiritual: mortíferos como eran los efectos de estas máximas,
no pudieron enteramente extinguir en el entendimiento humano la luz de la razón.
El descubrimiento de la brújula abrió una vasta comunicación entre remotas
tierras, que nunca se hubieran conocido sin este resplandeciente gula, que en
medio de las tinieblas indica al hombre su rumbo en el inmenso desierto de los
mares. La invención de la imprenta y la composición de la pólvora mudaron de
repente el arte y ciencia de la guerra, y todas las relaciones de paz: la
revelación de la India por Vasco de Gama, y el descubrimiento del nuevo mundo
por Colon, fueron resultados de la incomprensible energía del espíritu humano,
a pesar de que estaba entonces tan encorvado, atormentado y oprimido bajo el
doble yugo de la impostura eclesiástica y opresión política. La Gran Bretaña no
tuvo parte en estos poderosos agentes de los progresos de nuestra especie; se
los deben los hijos de los hombres a la Italia, a la Alemania, al Portugal y a
la España. Todos ellos, sin embargo, solo consistieron en la feliz indagación
de las propiedades y modificaciones de la naturaleza física: la reforma
religiosa fue el gran adelantamiento que se hizo en la ciencia del
entendimiento; ella enseñó al hombre a comunicar con su creador, a observarse,
a examinarse a sí mismo, y elevarse al sublime grado de conocer sus deberes y
sus derechos. Ese fue el grandioso paso que se dio en la cartera del hombre,
paso muy superiora todos los conocidos anteriormente, y que dejó tan atrás al
magnetismo, la pólvora, los prodigios de las Indias, y aun la misma imprenta;
como un gigante deja en su marcha a un pigmeo. Si en esta transacción la
Alemania puede jactarse de haber producido a un Martín Lutero y un Juan Huss,
la Inglaterra también puede manifestar a su Wikefield, como el primer vengador
de la misma justa causa, y puede insistir en reclamar la gloria de haber
contribuido a mejorar la condición moral del hombre.
Los
primeros reformadores solo se propusieron corregir los abusos y usurpaciones de
la Iglesia; por base de sus esfuerzos reconocieron un principio sencillo, claro
y casi evidente, y este es que el hombre tiene derecho a hacer uso de su razón;
principio que los sofismas y avaricia de la Iglesia, habían casi borrado y
aniquilado, y que solo las divisiones intestinas del clero habían hecho
renacer. El resultado del examen y de la discusión debió ser el triunfo de la
razón. El establecimiento final de semejante principio costó siglos de guerras
asoladoras, por él corrieron océanos de sangre humana; la primera chispa salió
de la oscuridad de un claustro, y el incendio apareció entre los arcos de una
universidad. La discusión de los deberes y derechos religiosos debió natural e
inevitablemente conducir a la indagación de los derechos políticos y de las
relaciones civiles de los hombres unos con otros; en ambos casos los
reformadores se vieron atajados por las armas del poder temporal. Al primer
rayo de las de la razón, hubiera caído la tiara de las sienes del sacerdocio, y
se hubiera arrancado el cetro despótico de las manos del realismo, si no los
hubiera protegido la espada; aquella espada que, semejante al reluciente acero
del Querubín, impedía todo acceso al ÁRBOL DE LA VIDA.
La
doble lucha contra los opresores de la Iglesia y del Estado era demasiado
gran-de, demasiado vasta para el vigor y fuerzas de los reformadores del
continente europeo, solo se emprendió en Inglaterra, y allí solo tuvo sucesos
parciales.
En
medio de esta fermentación del entendimiento, que produjo la mortal lucha entre
el derecho y el poder, se reunieron en una sola cabeza las dos coronas rivales
de las dos partes de las islas británicas. Libres ya entonces de los grillos
del poder eclesiástico, empezaron los hombres, a investigar las bases del
gobierno civil. La masa de la nación examinó la fábrica de sus instituciones;
solo vio que existían de hecho; pero como éstas estaban fundadas en la
conquista, y cimentadas en la esclavitud, estaban ya tan amoldados y
acostumbrados a su degradante condición los entendimientos de aquel inteligente
y esforzado pueblo, que en lugar de buscar sus derechos en los primitivos
elementos de la sociedad, recurrieron a la conquista, como único origen de sus
libertades, y solo reclamaron sus derechos como dones o concesiones de sus
reyes.
No
se puede hacer cargo a toda la nación de haber admitido esta vacilante base de
libertad; no faltaron genios superiores capaces de formar gobiernos solo
fundados en la naturaleza finca y moral del hombre; pero la conquista y los
elementos del servilismo estaban tan íntimamente combinados en cada partícula
de la existencia social de la nación, que eran virtualmente indispensables a su
existencia, así como una parte del fluido, por sí solo destructor de la vida,
está indispensablemente mezclado con el aire vital de la atmósfera que
respiramos.
Conciudadanos:
en aquella época, en el calor de esta guerra de elementos morales, que condujo
a un Stuart al cadalso, y burló a otro de su trono; fue cuando nuestros
antepasados, para evitar sus furias, buscaron un asilo en los campos, entonces
desiertos, de este mundo occidental.
Ellos
gustosamente se desterraron de un país que amaban más que la vida, fueron las
víctimas desterradas de la libertad y de la conciencia, objetos para ellos más
caros que su patrio. Vinieron también aquí con cartas de sus reyes; porque aun
al despedirse del otro hemisferio, lo miraban con ojos de ternura, y lo
abandonaban con pesar y tristeza. Deseaban ardientemente no separarse nunca de
la tierra natal, y cifrando sus dulces esperanzas en el solemne pacto de una
carta, se lisonjeaban conservar la unión por los lazos de la fidelidad, y
protección.
Pero
según el sentido que daban a la palabra derecho, la carta era únicamente
obligatoria entre ellos, su país y su rey. Trasladados a un nuevo mundo,
tuvieron relaciones unos con otros, las tuvieron con los indios indígenas del
país, para los cuales no se había formado una carta real. Los primeros
pobladores de la colonia de Plymouth, la víspera de saltar en tierra, se
ligaron todos por un pacto escrito, y después de haberse desembarcado,
compraron a los indios nativos el derecho de establecerse en su suelo.
De
este modo hubo aquí un pacto formal, en el que no tuvo la menor intervención la
conquista ni la servidumbre; todo estuvo fundado en los principios elementales
de la sociedad civil; la brutal fuerza no manchó este pacto social; todo fue
voluntario, todo arreglado de común acuerdo, y todo terminado con el
consentimiento del alma con el alma.
Otras
colonias se fueron sucesivamente formando, y otras cartas se fueron
concediendo, en el espacio de siglo y medio: trece provincias británicas
distintas unas de otras, poblaron con dos millones de hombres libres las
orillas atlánticas del continente del Norteamérica; ellos poseyeron por sus
cartas los mismos derechos que los súbditos británicos, y se empaparon por
educación y localidad en las máximas más extensivas, y doctrinas más originales
de los derechos del hombre. Desde su infancia los trató la madre patria con
desprecio, rigor e injusticia. Sus cartas fueron olvidadas y violadas, su
comercio restringido y coartado, sus intereses ridícula y maliciosamente
sacrificados, de modo que apenas conocieron los efectos de la mano paterna,
sino en la alternativa aplicación del látigo y castigos.
Cuando
a pesar de todas estas persecuciones , solo por el vigor natural de su
constitución, ellos iban llegando a la madurez de la juventud política; un
Parlamento británico, despreciando las más claras máximas de la equidad
natural, desafiando los principios fundamentales en que se apoyaba la libertad
británica cimentada con sangre británica, intentó, por su propia autoridad, y
sobre la impudente pretensión de un poder absoluto e incontrovertible, imponer
derechos al pueblo americano sin representación ni consentimiento suyo, a favor
del pueblo de la Gran Bretaña. Solo se oyó un grito de indignación y de
resistencia cuando llegó a las colonias la noticia de este enorme proyecto de
publica depredación: lo abandonaron por un tiempo, lo volvieron a adoptar y a
ejecutar, mandándonos escuadras y ejércitos que con caracteres de fuego, de
sangre y de hambre, nos recordasen la sabiduría transatlántica de la
legislación inglesa, y los tiernos e indulgentes sentimientos del parentesco
británico.
Conciudadanos:
estoy hablando de una época ya remota; siempre fieles a los sentimientos
publicados en el documento de independencia que os voy a leer, y que os ofrece
la historia de lo pasado, y la esperanza de lo futuro, vosotros consideraréis
al pueblo británico como al resto del género humano: enemigos en la guerra,
amigos en la paz. La lucha de la independencia pertenece ya a los recuerdos de
la historia; para siempre deben quedar sepultados en el olvido los
resentimientos de aquella época. Los valientes héroes que sostuvieron la guerra
con tan prodigioso vigor, yacen fríos bajo las flores del prado. Lejos de mi
todo pensamiento que excite de sus calientes cenizas pasiones rencorosas. No deja
de tener un objeto de justicia y de utilidad la lectura anual y solemne de este
documento, que manifestó al mundo la causa de vuestra existencia como nación.
No
nos toca celebrar el gran triunfo moral con que el Supremo Criador del mundo ha
coronado felizmente la causa de la patria, con la primitiva repetición de los
agravios que padecieron nuestros antepasados; no debemos evocar del sepulcro
del tiempo los manes de la extinguida tiranía, ni sacar de la tremebunda
mansión de la muerte las fragilidades de un desventurado monarca que yace en el
panteón de sus padres, y cuyos padecimientos en los últimos días de su vida han
alcanzado gracia ante el tribunal de la misericordia divina, por todos los
pecados y cargos insertos en este documento de independencia, que al salir de
este mundo le ha leído el ángel acusador. No; la causa porque escucháis siempre
con nueva delicia la lectura de este papel, tiene un origen más noble y más
sublime. La declaración de la independencia no está manchada por el recuerdo de
la venganza, no está degradada por el rencor y resentimiento, ni exaltada por
la vana y pueril alegría de la victoria: ella fue al principio un simple papel
de estado, debido a las circunstancias; fue la solemne exposición que se hizo
al mundo de las causas que impelieron a una pequeña porción del imperio
británico a sacudir el yugo, a renunciar a la protección de los reyes
británicos, y a disolver los lazos sociales que los unían al pueblo inglés.
Esta separación de un pueblo en dos partes es un acontecimiento raro en los
anales de la raza humana.
La
feliz resistencia de un pueblo contra la opresión, la caída del tirano, y de la
misma tiranía, es la lección de todos los siglos, y de casi todos los climas;
está impresa en los venerandos anales de la Sagrada Escritura, y resplandece en
las brillantes páginas de la historia profana. Los nombres de Faraón y Moisés,
de Tarquino y Junio Bruto, de Gesler y Tell, de Christiern y Gustavo Vasa, de
Felipe II de Austria y Guillermo de Orange, se presentan a la inspección del
tiempo en dos opuestos rangos de batalla, como el genio del mal en contrario
bando del genio del bien, desde la más remota antigüedad, hasta la reciente
memoria de nuestros antepasados, desde las ardientes llanuras de la Palestina
hasta el helado polo de la Escandinavia.
En
las leyes de la naturaleza física y moral se encuentran grandes y suficientes
causas para justificar la independencia de toda la América. El lazo de la
sumisión colonial solo es compatible con el objeto esencial del gobierno civil,
cuando la condicione del estado subordinado es tan débil por sí, que no puede
atender a su misma protección. ¿No es la administración de justicia el mayor
objeto moral del gobierno civil? Y si a verdadera definición de la justicia es
la voluntad constante y perenne de asegurar a cada uno sus derechos, ¿cuán
absurda e impracticable es esta forma de gobierno en donde el dispensador de la
justicia vive en una parte del globo, y el que la ha de recibir en otra? en
donde es preciso contar las revoluciones de la Luna , y experimentar las furias
del Océano entre la orden y su ejecución? en donde es preciso aniquilar el
tiempo y el espacio para asegurar a cada uno sus derechos? El lazo colonial
solo puede existir entre un gran poder naval y los pobladores de una isla
remota y pequeña en la infancia de la sociedad; pero ¿cómo los ingleses con su
inteligencia y su buen sentido de equidad llegaron a imaginarse y aun a desear
que el enjambre de hombres libres, que habían de civilizar estos países, y
habían de llenar de vida humana los desiertos de este continente, habían de
sujetar para siempre su destino a las órdenes del gabinete de S. James, y
habían de pasar una serie innumerable de siglos postrados ante la omnipotencia
de la capilla de S. Estévan? ¿No es el principal objeto del gobierno atender a
las necesidades, y ayudar a sostener la debilidad del hombre solitario, unir
los nervios de innumerables brazos y combinarlos con el espíritu y voluntad
general de la mayoría, para promover la felicidad de todos? Luego la simpatía
es en esta composición el primer elemento moral que liga a los miembros de una
comunidad; el segundo elemento es la simpatía entre el que da la ley y el que
la recibe.
Las
simpatías de los hombres empiezan con los afectos de la vida doméstica: están arraigadas
en las relaciones naturales de marido y mujer, de padre e hijo, de hermano y
hermana; de allí se difunden por los lazos morales y sociales al vecino, al
amigo; después se ensanchan y se entienden al paisano y conciudadano, y se
terminan, en fin, en la circunferencia de nuestro globo, convirtiéndose en
aquella coextensiva caridad que es accidental a la naturaleza común del hombre.
Las leyes de la naturaleza han asignado diferentes grados de simpatías a cada
una de estas relaciones. Las simpatías de la vida doméstica no son más sagradas
y obligatorias que las de vecindad y amistad; pero son más inmediatas, más
fuertes y poderosas. El lazo que nos une al prójimo es tan sagrado a los ojos
de Dios, como el que nos une a la patria; pero este último está más
profundamente ligado a nuestra naturaleza, está identificado con nuestro cariño
y ternura.
Un
gobierno común es el que constituye nuestra patria; pero en esta asociación
están combinadas todas las simpatías de la vida doméstica, del parentesco,
amistad y vecindad, con aquel instinto, con aquella misteriosa conexión entre
el hombre y la naturaleza física, que liga con simpático lazo las primeras
percepciones de la infancia y el último suspiro de la moribunda senectud, al
suelo, al punto de nuestro nacimiento y a los objetos exteriores que lo rodean.
Estas simpatías pertenecen y son indispensables a las relaciones establecidas
por la naturaleza entre el hombre y su patria; vivas siempre en su memoria, son
indelebles en los corazones de los primeros pobladores de una colonia distante.
Estos eran los sentimientos de los hijos de Israel, cuando sentados a orillas
del río de Babilonia lloraban al acordarse de Sión: estas eran las simpatías
que los excitaban a colgar sus harpas de los sauces, y en lugar de cantos de
alegría, exclamaban: ¡Oh Jerusalén: si yo te puedo olvidar, que mi mano derecha
pierda todo su uso! Pero estas simpatías jamás pueden existir por un país que
nunca hemos visto: varían también en los pechos de las sucesivas generaciones;
pasan del país de donde vinieron las instituciones al país de nuestro
nacimiento, de la tierra de que hemos oído hablar al suelo que hemos visto al
abrir los ojos. Se cortan las relaciones del vecindario, nunca se pueden formar
las de la amistad con un Océano por medio: los lazos naturales de la vida
doméstica, las simpatías irresistibles del amor, los vínculos indisolubles del
matrimonio, el tierno y cariñoso afecto del parentesco, se relajan y perecen en
el transcurso de pocas generaciones; se disuelven todos los elementos que
forman la base de esta simpatía entre el individuo y su patria. Mucho dotes de
la declaración de la independencia, el pueblo americano era enteramente
extranjero al pueblo británico; solo era conocido en Inglaterra por las
transacciones mercantiles, por los cargamentos de madera, de lino, de añiles y
tabaco. Solo era conocido del gobierno por media docena de agentes coloniales,
de humildes cortesanos acostumbrados a arrastrarse a los pies del poder, o de
gobernadores reales, o favoritos, que dejando las gradas del trono, atravesaban
los mares para venir a gobernar países que no conocían, como si un habitante de
la luna viniera del cielo para dar leyes a los moradores de la tierra. Tal cual
literato o político instruido en la historia sabía algo de América como de la
Cochinchina o del Japón. ¿Quién creería que el primer ministro de Inglaterra,
insistiendo sobre las leyes de su omnipotente Parlamento para reducir las
colonias a la obediencia, pudo hablar sin asombro o risa de sus oyentes de la
isla de Virginia? El mismo Edmundo Burke, hombre de más sublimes luces,
defendiendo a los habitantes de Bristol del gran pecado de simpatizar a las
desgracias de nuestro país puesto a fuego y sangre por los bretones, solo
estuvo estimulado por un sentimiento general de humanidad, y públicamente
declaró que los americanos eran extranjeros para él, y que no estaba seguro de
tener entre ellos un solo conocido. Luego las simpatías más esenciales a la
unión de un país, no existían ya entre el pueblo británico y el americano:
aquellas más indispensables a las justas relaciones de soberano y súbdito,
nunca existieron ni pudieron existir entre el gobierno británico y el pueblo
americano. La unión fue siempre contraria a la naturaleza, y el acto de
separación estaba escrito en el orden moral, como en los decretos positivos de
la providencia.
Sin
embargo, conciudadanos, estas no fueron las causas de la separación que están
hacinadas en el documento que os voy a leer. La unión entre diferentes partes
de un mismo pueblo en un pueblo y su gobierno, es una unión de deberes como de
derechos. En la larga, lucha de doce años, que precedió y condujo a la
declaración de la independencia, nuestros antepasados no fueron menos fieles en
el cumplimiento de sus deberes, que tenaces en la defensa de sus derechos. Su
resistencia no fue rebelión, no la produjo un espíritu desordenado de ambición,
reventando entre las cadenas del sistema colonial; fue solo el profundo
sentimiento de tantos agravios recibidos, la dolorosa experiencia de ver sus
quejas solo atendidas para agravar sus males, de considerar el insulto de
repeler sus representaciones con ultraje, lo que les impelió a trepar y a
fijarse sobre la roca diamantina de los derechos humanos.
Quince
meses después de las carnicerías de Lexington y Bunker Hill, después que los
mismos ingleses incendiaron y redujeron a montones de cenizas las ciudades de
Charleston y Falmouth, después que el monstruo real apartó sus oídos de las
sucesivas súplicas dirigidas al trono, después de dos manifiestos enviados al
pueblo de la Gran Bretaña, apelando a sus sentimientos como amigos, paisanos y
hermanos, a los cuales no contestó ninguna voz de simpático afecto; sino que en
medio del estruendo de los tambores y timbales desoyeron los gritos de sus
hijos, cuando pasaban por medio de las llamas para ser ofrecidos en holocausto
al horrendo ídolo: entonces fue cuando las trece colonias unidas de América
reunidas por medio de sus delegados en un congreso, ejerciendo el primer acto
de soberanía inherente a todo pueblo; del que no es preciso usar sino en la
tremenda crisis en que vuelve !a sociedad a sus primeros elementos; se
declararon Estados libres e independientes: dos días después para justificar
este acto, publicaron esta unánime declaración de los trece Estados Unidos de
América.
DECLARACIÓN
DE INDEPENDENCIA [1]
EN
CONGRESO DE 4 DE JULIO DE 1776, POR LOS REPRESENTANTES DE LOS ESTADOS UNIDOS DE
AMERICA, JUNTOS EN CONGRESO
_____________
Cuando en el
curso de los acontecimientos humanos se hace necesario para un pueblo disolver
los vínculos políticos que lo han ligado a otro y tomar entre las naciones de
la tierra el puesto separado e igual a que las leyes de la naturaleza y el Dios
de esa naturaleza le dan derecho, un justo respeto al juicio de la humanidad
exige que declare las causas que lo impulsan a la separación.
Sostenemos
como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que
son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos
están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar
estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus
poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que
una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene
el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde
en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio
ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La
prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por motivos leves y transitorios
gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha
demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males
sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está
acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida
invariablemente al mismo objetivo, evidencia en designio de someter al pueblo a
un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y
proveer de nuevas salvaguardas para su futura seguridad.
Tal ha sido
el paciente sufrimiento de estas colonias; y tal es ahora la necesidad que las
compele a alterar su antiguo sistema. La historia del presente Rey de la Gran
Bretaña, es una historia de repetidas injurias y usurpaciones, cuyo objeto principal
es y ha sido el establecimiento de una absoluta tiranía sobre estos estados.
Para probar esto, sometemos los hechos al juicio de un mundo imparcial.
Él ha
rehusado asentir a las leyes más convenientes y necesarias al bien público de
estas colonias, prohibiendo a sus gobernadores sancionar aun aquellas que eran
de inmediata y urgente necesidad a menos que se suspendiese su ejecución hasta
obtener su consentimiento, y estando así suspensas las ha desatendido
enteramente.
Ha reprobado
las providencias dictadas para la repartición de distritos de los pueblos,
exigiendo violentamente que estos renunciasen el derecho de representación en
sus legislaturas, derecho inestimable para ellos, y formidable solo para los
tiranos.
Ha convocado
cuerpos legislativos fuera de los lugares acostumbrados, y en sitos distantes
del depósito de sus registros públicos con el único fin de molestarlos hasta
obligarlos a convenir con sus medidas, y cuando estas violencias no han tenido
el efecto que se esperaba, se han disuelto las salas de representantes por
oponerse firme y valerosamente a las invocaciones proyectadas contra los
derechos del pueblo, rehusando por largo tiempo después de desolación semejante
que se eligiesen otros, por lo que los poderes legislativos incapaces de
aniquilación, han recaído sobre el pueblo para su ejercicio, quedando el estado
entre tanto, expuesto a todo el peligro de una invasión exterior y de
convulsiones internas.
Él se ha
esforzado a estorbar los progresos de la población en estos estados, obstruyendo
a este fin las leyes para la naturalización de los extranjeros, rehusando
sancionar otras para promover su establecimiento en ellos, y prohibiéndoles
adquirir nuevas propiedades en estos países.
En el orden
judicial ha obstruido la administración de justicia, oponiéndose a las leyes
necesarias para consolidar la autoridad de los tribunales, creando jueces que
dependen solamente de su voluntad, por recibir de él el nombramiento de sus
empleos y pagamento de sus sueldos, y mandando un enjambre de oficiales para
oprimir nuestro pueblo y empobrecerlo con sus estafas y rapiñas.
Ha atentado
a la libertad civil de los ciudadanos, manteniendo en tiempo de paz entre
nosotros tropas armadas, sin el consentimiento de nuestra legislatura:
procurando hacer al militar independiente y superior al poder civil: combinando
con nuestros vecinos, con plan despótico para sujetarnos a una jurisdicción
extraña a nuestras leyes y no reconocida por nuestra constitución: destruyendo
nuestro tráfico en todas las parte del mundo y poniendo contribuciones sin
nuestro consentimiento: privándonos en muchos casos de las defensas que
proporciona el juicio por jurados [2]: transportándonos más allá de los mares
para ser juzgados por delitos supuestos: aboliendo el libre sistema de la ley
inglesa en una provincia confinante: alterando fundamentalmente las formas de
nuestros gobiernos y nuestras propias legislaturas y declarándose el mismo
investido con el poder de dictar leyes para nosotros en todos los casos,
cualesquiera que fuesen.
Él ha
abdicado el derecho que tenía para gobernarnos, declarándonos la guerra y
poniéndonos fuera de su protección: haciendo el pillaje en nuestros mares:
asolando nuestras costas: quitando la vida a nuestros conciudadanos y
poniéndonos a merced de numerosos ejércitos extranjeros para completar la obra
de muerte, desolación y tiranía comenzada y continuada con circunstancias de
crueldad y perfidia totalmente indignas del jefe de una nación civilizada.
Ha compelido
a nuestros conciudadanos hechos prisioneros en alta mar a llevar armas contra
su patria, constituyéndose verdugos de sus hermanos y amigos: excitando
insurrecciones domésticas, y procurando igualmente irritar contra nosotros a
los habitantes de las fronteras, los indios bárbaros y feroces cuyo método
conocido de hacer la guerra, es la destrucción de todas las edades, sexos y
condiciones [3].
A cada grado
de estas opresiones, nosotros hemos suplicado por la reforma en los términos
más humildes: nuestras súplicas han sido contestadas solamente por repetidas
injurias. Un príncipe, pues, cuyo carácter está así marcado por todos los actos
que pueden definir a un tirano, no es apto para ser el gobernador de un pueblo
libre.
Tampoco
hemos faltado a la consideración debida hacia nuestros hermanos los habitantes
de la Gran Bretaña: les hemos advertido de tiempo en tiempo el atentado
cometido por su legislatura en extender una ilegítima jurisdicción sobre las
nuestras, les hemos recordado las circunstancias de nuestra emigración y
establecimiento en estos países: hemos apelado a su natural justicia y
magnanimidad, conjurándolos por los vínculos de nuestro origen común a
renunciar esas usurpaciones que inevitablemente acabarían por interrumpir
nuestra correspondencia y conexiones. Ellos han sido también sordos a la voz de
la justicia y consanguinidad. Nosotros debemos por tanto someternos a la
necesidad que anuncia nuestra separación, y mirarlos como al resto del género
humano: enemigos en guerra, y en paz amigos.
Los
representantes, pues, de los Estados-nidos, juntos en Congreso general,
apelando al Juez supremo del universo, por la rectitud de nuestras intenciones,
en el nombre y con la autoridad del pueblo de estas colonias, publicamos y
declaramos: que ellas son, y por derecho deben ser estados libres e independientes:
que están absueltas de toda obligación de fidelidad a la corona británica: que
toda conexión política entre ellas y el estado de las Gran-Bretaña, es y debe
ser totalmente disuelta, y que como estados libres e independientes, tienen un
pleno poder para hacer la guerra, concluir la paz, contraer alianzas,
establecer comercio y hacer todos los otros actos que los estados
independientes pueden por derecho efectuar. Y para sostener esta declaración,
con una firme confianza en la protección divina, nosotros empeñamos mutuamente
nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro sagrado honor.
= Firmado
por orden y en favor del Congreso: John Hancock, presidente; Charles Thompson,
secretario. Nueva Hampshire: Josiah Bartlett, William Whipple, Matthew Thornton; Massachusetts:
Samuel Adams, John Adams, Robert Treat Paine, Elbridge Gerry; Rhode Island:
Stephen Hopkins, William Ellery; Connecticut: Roger Sherman, Samuel Huntington,
William Williams, Oliver Wolcott; Nueva York: William Floyd, Philip Livingston,
Francis Lewis, Lewis Morris; Nueva Jersey: Richard Stockton, John Witherspoon,
Francis Hopkinson, John Hart, Abraham Clark; Pennsylvania: Robert Morris,
Benjamin Rush, Benjamin Franklin, John Morton, George Clymer, James Smith,
George Taylor, James Wilson, George Ross; Delaware: George Read, Caesar Rodney,
Thomas McKean; Maryland: Samuel Chase, William Paca, Thomas Stone, Charles
Carroll of Carrollton; Virginia: George Wythe, Richard Henry Lee, Thomas
Jefferson, Benjamin Harrison, Thomas Nelson Jr., Francis Ligthfoot Lee, Carter
Braxton; Carolina del Norte: William Hooper, Joseph Hewes, John Penn; Carolina
del Sur: Edward Rutledge, Thomas Heyward Jr., Thomas Lynch Jr., Arthur
Middleton, Georgia: Button Gwinnett, Lyman Hall, George Walton.
-Continúa
el discurso-
Conciudadanos,
permitidme que vuelva a repetiros, que la causa de vuestra deliciosa alegría,
en la celebración de este aniversario, no proviene del recuerdo de los
innumerables e intolerables agravios contenidos en esta declaración, ni del
melancólico catálogo de la alternativa entre la opresión y la súplica, entre el
ultraje y la queja: ni tampoco de que el Dios de las batallas ha vengado la
justicia de vuestra causa: en el conflicto de siete años, la historia de la
guerra que sostuvisteis por esta declaración, ha llegado a ser la historia del
mundo civilizado; la voz unánime de la ilustrada Europa, y la sentencia de las
edades futuras han sancionado el rango que habéis tomado en el poder soberano,
y el nombre de vuestro Washington ocupa en los anales del tiempo el primer
lugar en la gloriosa línea de la virtud heroica. Ni tampoco proviene de que el
mismo monarca que fue vuestro opresor, se vio compelido a reconoceros como
pueblo soberano e independiente, y que la nación cuyos sentimientos de
fraternidad se habían adormecido en el seno del orgullo, despertó en los brazos
de la humillación para reconocer vuestros incontestables derechos. El principal
objeto de esta declaración, el manifiesto dado al mundo de las causas de
nuestra revolución es anterior a los años del diluvio. Ya no es de ningún
interés para nosotros, como sucede con la castidad de Lucrecia, o la manzana
sobre la cabeza del hijo de Guillermo Tell: cerca de cuarenta años han corrido
desde que se terminó la lucha de la independencia: otra generación se ha
levantado, y en el congreso de las naciones nuestra república ocupa el rango de
una matrona de prematura edad. La causa de vuestra independencia no es ya
objeto de ensayos o especulaciones; muchos años ha que su final sentencia está
pronunciada sobre la tierra, y ratificada en el cielo.
El
gran interés que ha sobrevivido en este papel a la ocasión que lo produjo, el
interés que es de todos los siglos y de todos los climas, el interés que
acelera el curso de los años, que se aumenta en razón del tiempo y brilla en
razón inversa de la distancia, coexiste en los principios que proclama. Fue la
primera solemne declaración, hecha al mundo de las únicas bases legítimas del
gobierno civil, la piedra angular de una nueva fábrica que ha de cubrir la
superficie del globo; destruyó de un golpe la ilegalidad de todos los gobiernos
fundados sobre la conquista; hizo desaparecer todas las pestilencias de siglos
acumulados de esclavitud; anunció prácticamente al mundo la transcendental
verdad de la inajenable soberanía del pueblo; probó que el pacto social no es
una ficción de la imaginado sino un vínculo verdadero, sólido y sagrado de la
unión social. Desde el día de esta declaración no fue ya más el pueblo del
Norteamérica el fragmento de un imperio distante; no tuvo ya que reclamar
justicia pedir gracia a un amo o tirano situado en otro hemisferio; no fueron
ya hijos que reclaman en vano las caricias de una madre desnaturalizada,
súbditos, apoyados en las rotas columnas de las promesas reales, invocando la
fe de un pergamino para asegurar sus derechos. Se constituyeron en nación,
afianzando en sus derechos su propia existencia, y defendiéndola con la guerra.
En un día salió del caos una nación.
Este
ejemplo puede imitarse, pero nunca volverse a repetir tan solemne acto. Es un
fanal colocado sobre la cima de una montaña, al cual vuelven los ojos todos los
habitantes de la tierra, considerándolo como el foco del genio y de la
felicidad, su luz permanecerá hasta que el tiempo se pierda en le eternidad, y
el mismo globo se disuelva y no sobreviva a sus ruinas ningún mortal: siempre
será una luz que alumbre a los jefes de los hombres, una luz de esperanza y
salvación para los oprimidos. Esta declaración presentará eternamente al
soberano y al súbdito la extensión límites de sus respectivos derechos y
deberes, fundados en las leyes de la naturaleza y en la naturaleza de Dios;
permanecerá mientras siga este planeta habitado por seres humanos, mientras
siga el hombre el orden social, mientras el gobierno sea necesario al gran objeto
moral de la sociedad, y mientras por un abuso se le quiera convertir en
instrumento de opresión. Cuarenta y cinco años ha que nuestros antepasados
publicaron esta declaración: gozando hoy de la plenitud de sus frutos, nos
reunimos, conciudadanos, para alabar al autor de nuestro ser, que en la bondad
de su providencia nos ha hecho nacer en esta feliz tierra, para recordar con
toda la efusión de nuestra gratitud a los sabios que la escribieron, a los
héroes que la defendieron con su sangre, para renovar con la lectura de este
documento la comunión de las almas, la verdadera SANTA ALIANZA de sus
principios, para reconocerlos como eternas verdades, obligarnos a sostenerlas,
y ligar nuestra posteridad a su invariable y fiel adhesión.
Conciudadanos:
antes que nosotros, nuestros padres fueron fieles a estos principios: cuando en
corto número los delegados se reunieron, que solo confiados en la divina
protección, se obligaron a sostener esta declaración, y mutuamente prometieron
sacrificar sus vidas, sus fortunas y su sagrado honor, resonó un grito de
alegría de cada casa, calle y plaza pública de vuestras populosas ciudades; y
si se hubiera podido oír el silencioso lenguaje del corazón, cada sierra de la
superficie de este continente, a donde ha impreso su planta el hombre
civilizado, cada valle que sacado del desierto se ha convertido por la
industria de nuestros antepasados en un paraíso, con voz unísona y más fuerte
que la de los truenos, y más suave que la armonía del cielo hubieran contestado
con estas solemnes palabras: SÍ, LO JURAMOS.
La
prenda está rescatada; seis dios de guerra asoladora, pero heroica; cuarenta
años de la más gloriosa paz han afianzado los principios de esta declaración,
defendida con los esfuerzos, vigilias y sangre de vuestros padres y la vuestra.
El conflicto de la guerra empezó por parte del opresor con el más formidable
aparato de poder humano; nuestro enemigo manejaba a su voluntad la fuerza
colectiva de la nación más poderosa de Europa, y sin ser ficción poética sino
tristísima verdad, se había apoderado del tridente de Neptuno. El poder a cuya
injusta usurpación vuestros padres desafiaron, y del que se burlaron, y el que
vencieron, desarrollando toda la energía de este continente; ha sido bastante
grande, y adecuado, para dar leyes a aquella parte de su hemisferio, para
amoldar a su antojo los destinos del mundo europeo. Con una honda en la mano
vuestros antepasados marcharon al encuentro de este vigoroso y tremendo Goliat.
Lanzaron la piedra dirigida por una invisible y celestial mano, y cayó el
monstruoso gigante con terrible estruendo. En las aclamaciones de la victoria y
vivas de alegría, vuestra causa halló pronto amigos y aliados en los rivales de
vuestros enemigos. La Francia reconoció vuestra independencia como existiendo
de hecho, e hizo causa común con vosotros. España y Holanda, sin adoptar
vuestros principios, inclinaron a vuestro favor el peso de la balanza. La
Semíramis del Norte, sin convertirse a vuestras doctrinas, insistía siempre
sobre la neutralidad marítima de Europa, para contrarrestar las usurpaciones de
vuestros antagonistas en el imperio de los mares. Mientras el cordial afecto y
simpatía fraternal de los bretones talaba nuestros campos, entregaba a las
llamas nuestros pueblos y ciudades, violaba la pureza de la inocencia virginal,
manchaba la castidad de la virtud matrimonial, y conducía al cadalso a los que
no perecían en el campo de batalla: las aguas del Océano atlántico, y las aguas
que bañan las orillas de ambas Indias, estaban teñidas con la mezclada sangre
de los campeones que combatían por la causa de la independencia americana. En
el transcurso del tiempo se agotó la copa del enojo y del furor. Después de
siete años de hazañas y heroicidades, como las que acabo de referir, ejecutadas
por orden del rey británico, se terminó la contienda, habiendo (según el
lenguaje del tratado de paz), dignándose la Divina Providencia mudar el corazón
del más potente príncipe Jorge III, por la gracia de Dios rey de la Gran
Bretaña, de Francia, de Irlanda, defensor de la fe, duque de Brunswick y
Lunnebourg, archi-tesorero y príncipe elector del Sagrado Imperio Romano, etc.:
y de los Estados Unidos de América ha consentido … en qué? En olvidar las
desavenencias que desgraciadamente han interrumpido la correspondencia y amistad
que ambas partes desean restablecer ... Y ¿de qué modo se restablece?
Reconociendo S. M. Británica ser los dichos Estados Unidos, estados libres,
soberanos e independientes, compuestos de los Estados de Nueva Hampshire,
Massachusetts-Bay, Rhode Island y Providance plantations, Connecticut, Nueva
York, Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del
Norte, Carolina del Sur y Georgia; tratándolos como tales, y renunciando para sí,
sus herederos y sucesores a todos los títulos de gobierno, propiedad y derechos
territoriales de dichos países.
Recelo,
conciudadanos, que algunas partes de este extracto, citado a la letra como se
halla en el tratado de paz de 1783, haya turbado la serenidad de vuestro
carácter. Lejos de mí todo pensamiento que pueda excitar sensaciones que no son
dignas de este augusto y solemne día. Pero este tratado de paz es el ramillete
propio del suntuoso banquete de la declaración. Es el epílogo del drama sin
igual, al que sirve de prólogo la declaración. Observad, paisanos y amigos, que
bien guardadas están las reglas de la unidad, establecidas por los grandes
maestros del teatro ficticio, en esta tragedia de compasión y terror,
representada en el verdadero círculo de la vida. Esta única y gran acción tiene
principio, medio y fin. El principio es la declaración que acabamos de leer: el
medio la guerra sangrienta y terrible, pero gloriosa, que debe ser descripta
con colores más vivos y pinceles más brillantes que los mies; y el fin, la
disposición de la Divina Providencia, de esta misma Providencia en cuya
protección pusieron nuestros padres tan solemne confianza, que mudó el corazón,
del más sereno y más poderoso príncipe, inclinándolo a reconocer nuestra
independencia en toda la extensión de los términos en que la proclamamos. Aquí
no hubo gran carta de Runny Mead, concedida y aceptada como donación de la
bondad real. Los principios que se fijaron en esta declaración, que costó siete
años de cruel guerra, fueron reconocidos sin restricción e interpretación
variación de términos. ¿Y cómo sucedió esto? Por la simple disposición del
corazón del más sereno y más poderoso príncipe.
La
declaración de la independencia pronunció el irrevocable decreto de la
separación política entre los Estados Unidos y su pueblo por una parte, y por
la otra entre el rey, gobierno y nación británica. Proclamó los primeros
principios que sirven de base a todo gobierno civil, y por ellos se justificó
en el cielo y en la tierra este acto de soberanía; pero quedó el pueblo de la
unión individual y colectivamente sin un gobierno organizado. Un profundo
político inglés, contemplando este estado de cosas, exclamó en un rapto de
admiración. “En fin la anarquía ha encontrado abogados!!!” ¿Pero dónde estaba
esta anarquía? Desde el mismo día de la declaración, el pueblo de la unión y
sus Estados constituyentes formaron asociaciones de hombres civilizados y
cristianos, que se hallaron en el estado de naturaleza, pero no de anarquía.
Estaban ligados por las leyes de Dios y las máximas del Evangelio, que casi todos
reconocen y siguen como únicas reglas de su conducta; estaban ligados por las
tiernas y caras simpatías, que no existiendo en el gobierno inglés habían
producido la atroz lucha. Estaban ligados por las benéficas instituciones y
leyes que sus padres habían traído de la madre patria, no como títulos de
esclavitud, sino como derechos. Estaban ligados por los hábitos de una
industria activa, por las costumbres frugales y hospitalarias, por un
sentimiento general de igualdad social, por principios de virtud y moral; y en
fin, por los fuertísimos lazos de iguales padecimientos, bajo el yugo de la
opresión. ¿Dónde estaban, pues los materiales de la anarquía? Si no hubieran
tenido leyes, ellos mismos las hubieran constituido.
A
más de sostener la independencia que habían declarado, tenían en su nueva
posición tres grandes objetos que llenar: 1.° Cimentar y perpetuar la unión
común de su posteridad. 2.° Erigir y organizar gobiernos civiles y municipales
en sus respectivos estados; y 3.° formar tratados de alianza y comercio con las
naciones extranjeras. Todo lo habla ya provisto el mismo Congreso que declaró
la independencia: encargó a cada Estado de formar su gobierno civil, con la más
prudente y madura deliberación; formó una confederación para toda la unión, y
preparó los tratados de comercio que habían de presentarse a las potencias
marítimas del mundo; todo esto se ejecutó en medio del estrépito de las armas,
y cuando una parte del país estaba asolada por las furias de la invasión. Los
estados organizaron su gobierno bajo los principios republicanos proclamados en
la declaración; trece Estados adoptaron unánimemente la confederación. Se
concluyeron los tratados de comercio con la Francia y la Holanda, y por la
primera vez se reconocieron los justos, grandes y magnánimos principios
estampados en la Declaración de Independencia, en tanto que eran abarcables al
mutuo comercio de nación en nación.
Cuando
la experiencia hizo ver que la confederación no correspondía al gran objeto
nacional del país, el pueblo de los Estados Unidos sin tumulto, sin violencia,
por sus delegados elegidos con igualdad de derechos, formó una unión más
perfecta, estableciendo la constitución federal; esta ha pasado por el crisol
de una generación humana, y nunca el gobierno ha variado sus principios
fundamentales en todas las mudanzas que ha habido de hombres y partidos.
Nuestros usos, nuestras costumbres, nuestros sentimientos son todos
republicanos; si cuando proclamamos nuestros principios pudieron parecer
dudosos al oído de la razón; o sentido de la humanidad, ya se han conciliado
todos los ánimos, y con su práctica experiencia se han ganado todas las
voluntades a todos los corazones. Desde ahora cuarenta años que se publicó la
independencia hemos tenido varias modificaciones en el gobierno interior, al
paso que hemos experimentado todas las vicisitudes de la paz y de la guerra con
otras naciones poderosas: pero nunca por un solo instante se han renunciado o
abandonado los principios admirables, consignados en la declaración de éste
día.
Ahora,
pues, amigos, paisanos y conciudadanos, si los sabios, los filósofos del
antiguo mundo, les primeros observadores de la mutación y aberración, los
descubridores del fluido magnético y planetas invisibles, los inventores de las
bombas de Congreve y Shrapanel quisieren preguntar: ¿qué ha hecho la América en
beneficio de la especie humana? Nosotros contestaremos de este modo. La América
con la misma voz con que proclamó su existencia como nación, publicó en el
mundo los derechos inajenables de la naturaleza humana, y los únicos principios
verdaderamente legales de todo gobierno. Desde que tomó su asiento en la
asamblea de las naciones, siempre ha presentado a todas, aunque a veces
inútilmente, la mano de la honrosa amistad, de la libertad igual y reciprocidad
generosa. Entre ellas siempre ha hablado, aunque a oídos sordos o
frecuentemente orgullosos, el lenguaje de la igualdad de derechos de libertad y
de justicia. Por medio siglo, sin la menor excepción ha respetado la
independencia de las demás naciones, al paso que ha sostenido y afianzado la
suya. Se ha abstenido de intervenir en el gobierno interior de los pueblos, aun
cuando la lucha ha sido por principios que le son tan caros como la última gota
vital que circula en su corazón. Ha visto que probablemente por muchos siglos
todavía el mundo europeo será el teatro de la continua lucha entre el poder
inveterado, y el renacimiento de los derechos. Donde tremole o tremolare el
estandarte de la libertad e independencia, allí irán sus votos, sus deseos y
sus bendiciones: no va en busca de monstruos, se contenta con desear la
independencia de todos; solo es la vengadora y sostenedora de su propia
libertad: con su voz y la benigna simpatía de su ejemplo recomendará a todos la
causa general. Sabe muy bien, que alistándose bajo de otras banderas que las
suyas, aunque fuesen bajo las banderas de la independencia extranjera, se
hallaría perdida en un laberinto inextricable, envuelta en todas las guerras
del interés, de la intriga, de la avaricia individual, de la envidia y
ambición, que cubriéndose del manto de patriotismo usurpan la bandera de la
libertad. Variarían insensiblemente las máximas fundamentales de su política;
pasarían de la libertad a la fuerza; la venda que cubre su frente no brillaría más
con el inefable esplendor de la libertad e independencia; en su lugar ceñida un
imperial diadema, despidiendo un falso y malhadado brillo en el obscuro radio
del poder y del dominio. Podría ser, en fin, la dictadora del mundo; pero
cesaría de ser la reguladora de su propio espíritu.
Levantaos,
oh vosotros campeones de la Gran Bretaña, dominadora de las olas; presentaos,
ilustres caballeros de libertades coartadas con cartas, y vosotros, señores de
pueblos en ruinas; venid también, oh vosotros todos, que os vanagloriáis del
genio de la invención, grandes maestros riel pincel y colorido animado,
vencedores en escultura de los mármoles de Elgin, inagotables autores de
novelas pomposas y lascivos líricos, venid también y preguntad: ¿qué ha hecho
la América en beneficio de sus semejantes, desde medio siglo que ha proclamado
su independencia? ¿qué ha hecho a favor del género humano?
Un
gran músico del siglo de Temístocles; preguntando a este hombre de un modo
satírico si sabía pulsar la lira, le contestó que no; pero que sí sabía hacer
de un pueblo pequeño una gran ciudad. No distraeremos la estática ansiedad de
vuestros químicos, ni desviaremos del cielo el ardiente mirar de vuestros
astrónomos no os preguntaremos quien fue el último presidente de vuestra real
academia, ni porque combinaciones mecánicas vuestros barcos de vapor atajan la
corriente de vuestros ríos; y vencen en vuestros mares la oposición de los
vientos: no os nombraremos al inventor, de la máquina de algodón, porque
recelaríamos que nos preguntaseis el sentido de esta palabra, y decidieseis que
es un barbarismo provincial: no os citaremos al artista cuyo superior gravado
no teniendo imitación, ahorra todo trabajo a vuestros verdugos, impidiendo que
vuestros grandes genios de latrocinio cometen el crimen de falsificar los
billetes de banco; ese mismo artista se halla entre vosotros, y desde que
vuestros filósofos le han permitido probarles la compresibilidad del agua, lo
podéis quizás reclamar como vuestro. ¿Queréis volar al templo de la fama sobre
un cohete a la Congreve, o reventar en una bomba en el dominio de la gloria? Os
dejaremos consultar la opinión de vuestros héroes navales sobre la batería de
vapor y el torpedo. La América no desea recomendar su genio inventivo a la
admiración y gratitud de la posteridad, ni por los agentes de la destrucción,
ni tampoco por el descubrimiento de los secretos de la naturaleza física, o
composición de nuevas modificaciones.
Excudent
alli spirantia mollius.
Ni
tampoco aspira a la gloria de la ambición Romana, recordando siempre a sus
hijos: tu regere imperio populos; su gloria no es el dominio, sino la libertad.
Su marcha es la del entendimiento humano. Lleva una asta y un broquel, en donde
están escritas estas palabras: LIBERTAD, INDEPENDENCIA, PAZ. Esta fue su
declaración, y esta ha sido siempre su práctica en cuanto lo ha permitido su
necesario comercio con las demás naciones.
Paisanos,
conciudadanos y amigos: si pudiera el genio que dictó la declaración que
acabamos de leer, aquel genio que prefiere a todos los santuarios, el corazón
puro del hombre honrado; si ese genio, digo, pudiera bajar de su celestial
mansión, y hablar en voz inteligible a todos los mortales, dirigiéndose a cada
uno de nosotros, a nuestra amada patria, a la Inglaterra, dominadora de los
mares, y a todos los desgraciados que gimen bajo el cetro de los tiranos del
mundo, sus palabras serian: CAMINAD, IMITADLOS.
JOHN
QUINCY ADAMS
Fuente:
“Ideas
necesarias a todo pueblo americano independiente, que quiera ser libre”,
Vicente Rocafuerte, Págs. 85/127. Philadelphia.
Published by D. Huntington T. & W. Mercein, printers - 1821.
* Ortografía modernizada.
**
Entonces Ministro de James Monroe, a quien sucede como 6º Presidente de los
Estados Unidos.
[1]
No se ha seguido la traducción original de la Declaración de Independencia,
sino la actual.
[2]
El Jury en inglés es un tribunal que se forma, cuando lo exige el caso, de doce
personas, que se llaman entonces pares, elegidas por el reo, que de treinta y
seis que le presentan, tiene derecho para recusar doce alegando causa, y otras
tantas sin alegarla. Este Jury examina los testigos y oye las partes. El juez,
ante el cual se ha seguido la causa, le hace un epílogo de ella, y expone su
parecer para que decida. Su decisión es sentencia que en el momento se cumple
por el juez. En los pleitos civiles, las partes, conviniéndose entre sí, pueden
recusar, cada una dos individuos o pares. Una vez formado el Jury, no se
disuelve sin que el asunto haya sido terminado. Se llama así del juramento que
se hace de obrar en justicia.
[3]
A todo esto se puede añadir a favor de los americanos del Sur, y con relación a
los últimos gobiernos de España en Europa: ellos nos quieren gobernar, sin más
derecho que el que tenemos nosotros para gobernarlos a ellos.
PUBLICADO ANTERIORMENTE POR DRES. JUAN O.
PONS Y N. FLORENCIA PONS BELMONTE
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