CONCEPCIÓN ARENAL “La mujer, para ser persona, ha menester hoy y probablemente siempre, necesita
ser más persona que
el hombre y una educación que contribuya a que conozca y cumpla su deber, a que
conozca y reclame su derecho, a dignificar su existencia y dilatar sus afectos
para que traspasen los límites del hogar doméstico”
La
educación de la mujer, congreso pedagógico 1892
I.
Relaciones y diferencias entre la educación de la
mujer y la del hombre
Nos
fijaremos bien en la diferencia que hay entre educación e instrucción.
Un hombre puede ser muy instruido y estar muy mal educado, y estar muy bien
educado y no ser muy instruido.
Esto nos
indica que si la educación no debe prescindir de la inteligencia, no se dirige
exclusivamente a ella, sino a todas las facultades que constituyen el hombre
moral y social; a los impulsos perturbadores para contenerlos, a los armónicos
para fortificarlos, a la conciencia para el cumplimiento del deber, a la
dignidad para reclamar el derecho, a la bondad para que no se apure contra los
desventurados. La educación procura formar el carácter, hacer del sujeto unapersona con
cualidades esenciales generales, de que no podrá prescindir nunca y
necesitará siempre si ha de ser como debe. Al educador del joven no le importa
saber si el educando será un día militar o magistrado, ingeniero o albañil; su
misión es formar un hombre recto, firme y benévolo, y que lo sea constantemente
en la posición social que le depare la suerte o él se conquiste; cualquiera que
sea, su firmeza, su rectitud y su benevolencia son indispensables, si ha de
conducirse bien, al frente de un regimiento o presidiendo un tribunal. Los
accidentes, las exterioridades, las apariencias, podrán variar; pero las
condiciones esenciales que la educación perfecciona son las mismas, cualquiera
que sea la posición social del que las tiene.
Cuando
estas condiciones, esenciales son deficientes en alto grado, se ven grandes
señores, ricos capitalistas, hombres inteligentes e instruidos, de los cuales
se burlan gente ignorante y hasta los criados, que los desprecian por su falta
de carácter; no es raro que este desprecio se convierta en dominio más o menos
ostensible, y que hombres muy medianos manejen al que les es infinitamente
superior por la posición social y por la ciencia, pero al que falta carácter,
personalidad, aquello que es esencial para todo hombre, que la educación debe
fortalecer y que no da el conocimiento de los astros ni de los microbios.
Si la
educación es un medio de perfeccionar moral y socialmente al educando; si
contribuye a que cumpla mejor su deber, tenga más dignidad y sea más benévolo;
si procura fortalecer cualidades esenciales, generales siempre, aplicables cualquiera
que sea la condición y circunstancias de la persona que forma y dignifica; y si
la mujer tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, benevolencia que
ejercer, nos parece que entre su educación y la del hombre no debe haber diferencias.
Si alguna
diferencia hubiere, no en calidad, sino en cantidad de
educación, debiera hacer más completa la de la mujer, porque la necesita más.
No entraremos aquí en la cuestión de si tiene inferioridades, pero
es evidente que tiene desventajas naturales; y agregando a éstas
las sociales, que, aunque no son tantas como eran, son todavía muchas, resulta
que, si no ha de sucumbir moralmente bajo el peso de la existencia, si no ha de
ir a perderse en la frivolidad, en la esclavitud, en la prostitución, en tanto
género de prostituciones como la amenazan y la halagan, necesita mucha virtud,
es decir, mucha fuerza, mucho carácter, mucha personalidad. La mujer, para ser
persona, ha menester hoy y probablemente siempre (porque hay condiciones
naturales que no pueden cambiarse), para tener personalidad, decimos necesita
ser más persona que el hombre y una educación que contribuya a
que conozca y cumpla su deber, a que conozca y reclame su derecho, a dignificar
su existencia y dilatar sus afectos para que traspasen los límites del hogar
doméstico, y llame suyos a todos los débiles que piden justicia o
imploran consuelo.
Esto no
es pedir una cosa imposible, puesto que hay mujeres de éstas en todos los
pueblos civilizados, y en los más cultos muchas. La educación de la mujer tiene
un gran punto de apoyo en su fuerza moral, que es grande, puesto que, en peores
condiciones, resiste más a todo género de concupiscencias e impulsos
criminales. Verdad es que esto lo niegan algunos autores, pero sin probar la
negativa, porque no es prueba la prostitución, cuya culpa echan toda sobre las
mujeres, como si no fuera mayor la de los hombres, por muchas causas que no
debemos aquí analizar, ni aun enumerar.
La fuerza
moral de la mujer se revela en la mucha necesaria para el cumplimiento de sus deberes
que exigen una serie de esfuerzos continuos, más veces desdeñados que
auxiliados por los mismos que los utilizan. Cuando el hombre cumple un deber
difícil, recibe aplauso por su virtud; los de las mujeres se ignoran: sin más
impulso que el corazón, sin más aplauso que el de la conciencia, se quedan en
el hogar, donde el mundo no penetra más que para infamar; si hay allí
sacrificio, abnegación sublime, constancia heroica, pasa de largo: sólo entra
cuando hay escándalo.
Se alega
que la frivolidad natural de la mujer es un obstáculo
insuperable para darle una personalidad sólida, grave, firme.
Confesemos
humilde y razonablemente que todo lo que decimos todos respecto
a la mujer debe tomarse, hasta cierto punto, a beneficio de inventario, es
decir, a rectificar por el tiempo; porque, después de lo que han hecho los
hombres con sus costumbres, sus leyes, sus tiranías, sus debilidades, sus
contradicciones, sus infamias y sus idolatrías, ¿quién sabe lo que es la mujer,
ni menos lo que será? Su frivolidad es natural, dicen, pero la afirmación
parece más fácil que la prueba. De todos modos, no por eso debe dejar de
combatirse; natural es el robo y se pena; las cosas se califican por buenas o
por malas, y la mayor propensión a éstas sólo indica la necesidad de medios más
enérgicos para corregirlas. Pero, hay que repetirlo, el natural de la mujer ha
venido a ser un laberinto, cuyo hilo no tenemos.
Lo que se
ha dicho de la vanidad, que se coloca donde puede, es aplicable a
otros defectos: la actividad de la mujer, imposibilitada de emplearse en cosas
grandes, se emplea en las pequeñas, sin que tal vez éstas tengan para ella un
atractivo especial; juzgando por el resultado, se hace subjetivo lo
que es objetivo y no se ve que lo pueril no está exclusiva mente en
la cosa que halaga la vanidad, sino en la vanidad misma, que puede ser tan
frívola buscando aplausos para un discurso en el Parlamento, como para un rico
traje de última moda. No hemos asistido (ya se comprende) a ninguna recepción
de Palacio; pero hemos visto a veces en la calle a los que a ellas iban, y bajo
el punto de vista de la frivolidad, no nos parecía que hubiese diferencia
esencial entre las bandas, las cruces y los bordados de los hombres, y los
encajes, las cintas y las flores de las mujeres.
Dejando al
tiempo que resuelva las cosas dudosas, lo que nos parece cierto es que los
esfuerzos deben dirigirse a satisfacer las necesidades más apremiantes, y que
la más apremiante necesidad de hoy, para el hombre como para la mujer, es la
educación, que forma su carácter, que los convierte en persona. La persona no
tiene sexo: es el cumplimiento del deber, sea el que quiera; la reclamación de
un derecho, sea el que fuere; la dignidad, que puede tenerse en todas las
situaciones; la benevolencia, que, si está en el ánimo, halla siempre medio de
manifestarse de algún modo.
Pensamos,
por lo tanto:
Que la
educación debe ser la misma para el hombre que para la mujer;
Que es
más urgente aún respecto a la mujer, porque, siendo para ella la personalidad
más necesaria, está más combatida por las leyes y por las costumbres;
Que la
falta de personalidad es un obstáculo para su instrucción y, adquirida, para
que la utilice;
Que, por
más que se ilustre, si no se educa, si no tiene gravedad y dignidad, si no es
un carácter, una persona, aun los que sepan mucho menos que ella procurarán y
hasta lograrán hacerla pasar por marisabidilla;
Que no
hay más que un medio de que las mujeres sean respetadas, y es que sean
respetables: lo cual no se conseguirá con sólo tener instrucción si no tiene
carácter. Hay momentos y países en que la cuestión, como suelen serlo las
sociales, es circular; a la mujer no se la respeta porque no es respetable, y
no es respetable porque no se la respeta. Cuando esto sucede, es difícil, pero
no imposible, que la mujer se blinde, por decirlo así, con una sólida
personalidad; pero si lo consigue ha de dar por bien empleado el trabajo que le
costó, y sabrá cuánto vale tener en sí algo que no esté a merced de nadie.
Como, en
nuestra opinión, no debe haber diferencias esenciales entre la educación del
hombre y de la mujer, las relaciones en la esfera educadora han de ser
necesariamente armónicas.
II.
Medios de organizar un buen sistema de educación
femenina y grados que ésta debe comprender.
Cómo pueden utilizarse los organismos que
actualmente la representan en punto a cultura general
Dados los
pocos recursos pecuniarios e intelectuales con que cuenta la educación de la
mujer, y la indiferencia, si no la prevención, desfavorable con que el público
la mira, sería en vano pedir fondos para crear muchas y bien organizadas
escuelas; lo único práctico nos parece introducir en las actuales algunas
modificaciones, o siquiera la idea de que, si es preciso instruir a la mujer,
no es menos necesario educarla, para que moralmente sea una persona y
socialmente un miembro útil de la sociedad.
Ya se
concede que hay que educar a la mujer lo necesario para que sea buena esposa y
buena madre. Y ¿cuál es lo necesario para eso? No está bien determinado y
aparece con la vaguedad de las cosas que no se ven claramente, ni pueden verse,
porque no tienen existencia real. En efecto; la buena esposa y la buena madre
es una ilusión si se prescinde de la buena persona, y la buena
persona es ilusoria si se prescinde de la personalidad.
Es un
error grave, y de los más perjudiciales, inculcar a la mujer que su misión
única es la de esposa y madre; equivale a decirle que por sí no puede ser nada,
y aniquilar en ella su yo moral a intelectual, preparándola con absurdos
deprimentes a la gran lucha de la vida, lucha que no suprimen, antes la hacen
más terrible los mismos que la privan de fuerzas para sostenerla: cualquiera
habrá notado que los que menos consideran a las mujeres son los que más se
oponen a que se las ponga en condiciones de ser personas, y es natural.
Lo
primero que necesita la mujer es afirmar su personalidad, independiente de su
estado, y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tiene deberes que
cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie, un trabajo
que realizar, e idea de que la vida es una cosa seria, grave, y que si la toma
como juego, ella será indefectiblemente juguete. Dadme una mujer que tenga
estas condiciones, y os daré una buena esposa y una buena madre, que no lo será
sin ellas. ¡Cuánta falta le harán, y a sus hijos, si se queda viuda! Y, si
permanece soltera, puede ser muy útil, mucho, a la sociedad, harto necesitada
de personas que contribuyan a mejorarla, aunque no contribuyan a la
conservación de la especie. La falta de personalidad en la mujer esteriliza
grandes cualidades de miles de solteras o viudas, y no es poco el daño que de
su falta de acción benéfica resulta.
Los que
dirigen, auxilian o influyen en los establecimientos de enseñanza de la mujer
deberían procurar que su educación concurriera eficazmente a formar su
carácter, no contentándose con que saliesen de la escuela alumnas instruidas,
sino aspirando al mismo tiempo a que fueran personas formales.
Convendría
inculcar repetidamente la obligación del trabajo, tarea perseverante, útil,
reproductiva, y no frívolo pasatiempo; del trabajo que dignifica, contribuye a
la felicidad, consuela en la desgracia y es un deber que, cumplido, facilita el
cumplimiento de todos los otros. Con decir esto no se dirá nada nuevo, pero se
recordará mucho olvidado y más no practicado en un país en que, respecto a las
mujeres de las clases bien acomodadas, no se tiene generalmente idea de que
deben trabajar porque no necesitan ganarse la vida. Prescindamos,
que no es poco prescindir, de que estos propósitos de holganza van unidos a los
proyectos de que la vida la ganará un marido que no viene, o que hubiera sido
mejor que no viniese. ¿La vida se reduce a comer? Todo el que no tenga de ella
tan bajo concepto, comprenderá que la vida que no sea solamente material, y con
riesgo de ser brutal, la vida de la conciencia, de la inteligencia, del
corazón, no puede ser obra del trabajo de otro, y tiene que ganársela
uno mismo.
«El que
no trabaja que no coma», ha dicho San Pablo. Muchos comen que no trabajan, pero
ninguno que no trabaja es persona; es cosa, que anda descalza o en coche,
cubierta de galas o de andrajos, pero cosa siempre. La persona es
una actividad consciente y útil; todo lo demás son cosas que, según las circunstancias,
podrán ser más o menos perjudiciales, pero que lo son siempre para sí y para
los demás, porque en el combate de la vida no hay neutralidad posible; hay que
decidirse por el bien o por el mal.
Contribuiría
mucho a formar el carácter serio de la mujer y consolidar su personalidad el
que se interesara y tomase parte activa en las cuestiones sociales. ¡Cómo!
¡Meterse ella en el intrincado laberinto de la oferta y la demanda, de la
concurrencia y el proteccionismo y el libre cambio, de las relaciones del
trabajo y el capital, etc.!
No es
necesario que entre en estas cuestiones, o que entre todavía; pero
todas ellas tienen una fase muy sencilla que no necesita estudiarse y que basta
con sentirla: esta fase es el dolor sin culpa, y ¡ay! casi siempre sin consuelo.
¿Quién más que la mujer puede y debe darlo?
Los
hombres que han calificado el sexo de piadoso no llevarán a mal, antes deben
aplaudir, que tenga piedad de los que sufren y procure consolarlos.
Hay una
huelga: los patronos ven exigencias injustas de los obreros; éstos, tiranías
crueles de los patronos; las autoridades, una cuestión de orden público; los
egoístas indiferentes, un tumulto que turba su sosiego; brotan odios, injurias,
calumnias, abusos de la fuerza, excesos iracundos de la debilidad desesperada.
Y ¿no hay más que eso? Sí; esos miles de hombres, que resuelven no trabajar
para mejorarlas condiciones del trabajo, tienen miles de hijos que carecen de
pan desde el momento que su padre no gana jornal, y en su miserable vivienda
está la fase más terrible de la cuestión: el sufrimiento de los inocentes,
porque los niños lo son, tengan o no culpa los padres. Lo más terrible de las
huelgas (donde no hay fuertes cajas de resistencia, como sucede en España) no
está en los tumultos de las calles y de las plazas; está en casa del obrero,
donde la miseria tortura e inmola sin ruido, porque el llanto de las débiles
criaturas no se oye. La mujer debe oirlo, debe resonar en su corazón; y la
huelga, signifique para los hombres lo que significare, razón o absurdo,
justicia o iniquidad, será para ella dolor inmerecido. Y ¿no le
llevará algún consuelo?
En todo
problema social hay una fase dolorida; y suponiendo que sea la única que puede
entender la mujer, tiene, por desgracia, bastante extensión para ocupar su
actividad bienhechora. Todo el bien que en este sentido haga, se convertirá en
un medio de perfección.
Nada más
propio para dar gravedad al carácter y consistencia a la personalidad que la
contemplación compasiva de tantos dolores como entraña esa cuestión de
cuestiones que se llama la cuestión social.
Cuando se
sabe lo que pasa en las prisiones, en los hospitales, en los manicomios, en los
hospicios, en las inclusas; cuando se ven miles de niños preparándose al vicio
y al crimen en la mendicidad, y cruelmente maltratados si no llevan el mínimo
de limosna que sus verdugos les exigen; cuando se compara el precio de las
habitaciones y de los comestibles con el de los jornales, que tantas veces
faltan; cuando se considera este cúmulo abrumador de dolores que no se
consuelan, de males a que no se busca remedio, ocurre preguntar: ¿Dónde están
las mujeres?
Algunas
están donde deben, pero son pocas; tan pocas, que su actividad benéfica se
pierde en la inercia general. ¿Por qué así? Por muchas causas que aquí no
podemos analizar, ni enumerar siquiera, limitándonos a comprobar el hecho, de
una desdichada evidencia.
No lo
condenamos en nombre de ideas atrevidas, ni de novedades peligrosas; no se
trata de cuestiones intrincadas, de problemas difíciles, de derechos
controvertidos, de aptitudes dudosas; se trata de practicar las obras de
misericordia, ni más, ni menos.
Esta
práctica, que no debe ser alarmante aun para los que son hostiles a la
ilustración de la mujer, contribuiría eficazmente a su educación, como lo
prueba la experiencia en los países en que las mujeres, tomando gran parte, y
muy activa, en las obras benéficas, fortalecen en este trabajo piadoso altas
dotes que sin él se debilitarían, y ennoblecen y consolidan su carácter.
No
podemos tratar aquí de cuánto influiría para el bien en las cuestiones sociales
el que la mujer tomase parte en ellas consolando los dolores que son su causa o
su consecuencia; debemos limitarnos a decir y repetir que la desgracia que se
conoce, se compadece y consuela, enseña, eleva y fortalece mucho; es decir, que
es un grande elemento de educación.
III.
Aptitud de la mujer para la enseñanza.
Esferas a que debe extenderse
La mujer
es paciente, afectuosa, insinuante; no le falta perspicacia; si
convenientemente se la educa e instruye, comprenderá y aun adivinará, si el
discípulo atiende, se distrae o se cansa, hasta dónde entiende ésa y encontrará
medios de que aprenda lo que es capaz de aprender; es decir, que consideramos a
la mujer con aptitud para la enseñanza.
¿Hasta
dónde deberá enseñar? Hasta donde sepa; su esfera de acción pedagógica debe
coincidir exactamente con su esfera moral a intelectual, y aun creemos que las
cosas que sepa tan bien como el hombre las enseñará mejor que
él.
IV.
Aptitud de la mujer para las demás profesiones.
Límites que conviene fijar en este punto
A un
Congreso pedagógico no se puede mandar un libro para que le discuta; las
sesiones son pocas, los asuntos muchos, la discusión está absolutamente
limitada por el tiempo; todo lo cual impone la necesidad de un laconismo más
propio para dar definiciones de lo que se sabe o se cree saber, que para
explicarlo. Por otra parte, la ilustración de los congresistas suple las
explicaciones que no necesitan; con indicaciones basta.
Los
Padres de aquel Concilio que suscitaron la duda de si la mujer tenía alma, no
sospechaban que en la guerra separatista de los Estados Unidos de América,
cuando los federales mal dirigidos estaban en una situación muy comprometida,
los sacó de ella y les dio el triunfo el plan de campaña de una mujer, que
adoptaron los hombres, aunque ocultando su origen femenino para no
desacreditarlo. Tampoco los susodichos Padres hubieran imaginado que en la
Exposición de Chicago, para las grandes construcciones de la Exposición
femenina, veinticuatro arquitectas habían de presentar planos, muchos
notables, todos buenos (dice un periódico profesional inglés redactado
por hombres); ni que en el tercer Congreso de Antropología criminal que acaba
de celebrarse en Bruselas, su Vicepresidente, al hacer el resumen de los
trabajos, dijera: «Madama Tarnowski, en un concienzudo estudio de los órganos
de los sentidos en las mujeres criminales, nos ha demostrado que sabe aplicar
con toda exactitud los principios de la experimentación fisiológica
más ardua; séame permitido felicitarla y darle gracias por haber venido a
nuestra reunión, y presentarla como ejemplo a sus colegas del sexo fuerte.»
Hay
todavía gentes que casi están a la altura de los Padres aludidos; por otra
parte, el mundo intelectual de la mujer puede decirse que es un nuevo mundo,
vislumbrado más que visto, donde cualquiera que sepa mirar comprende que hay
mucho que ver, pero donde todavía se ha visto poco.
Por de
pronto, y para la práctica, podrían bastar algunos breves razonamientos.
¿Todos
los hombres tienen aptitud para toda clase de profesiones?
Suponemos
que no habrá nadie que responda afirmativamente.
¿Algunas
mujeres tienen aptitud para algunas profesiones?
La
respuesta no puede ser negativa sino negándose a la evidencia de los hechos.
¿El
hombre más inepto es superior a la mujer más inteligente?
¿Quién se
atreve a responder que sí? Resulta, pues, de los hechos que hay hombres, no se
sabe cuántos, ineptos para ciertas profesiones; mujeres, no se sabe cuántas,
aptas para esas mismas profesiones; y si al hombre apto no se le prohíbe el
ejercicio de una profesión porque hay algunos ineptos, ¿por qué no se ha de
hacer lo mismo con la mujer? ¿Se dirá que la ineptitud es en ella más general?
Aunque esto se probara, no se razonaría la opinión ni se justificaría el hecho
de vedar el ejercicio de las facultades intelectuales al que las tenga.
Supongamos que no hay en España más que una mujer capaz de aprender medicina,
ingeniería, farmacia, etc. Esa mujer tiene tanto derecho a ejercer esas
profesiones como si hubiese diez mil a su altura intelectual: porque el
derecho, ni se suma ni se multiplica, ni se divide; está todo en todos y cada
uno de los que lo tienen, y entre las aberraciones jurídicas no se ha visto la
de negar el ejercicio de un derecho porque sea corto el número de los que
puedan o quisieran ejercitarle.
El
médico, como hombre, ¿tiene derecho a ejercer su profesión? ¿Se le autoriza para
ejercerla en virtud de su sexo, o de su ciencia. ¿Qué se pensaría del que, sin
haber estudiado quisiera recetar u operar, y dijese al enfermo: «yo no sé
medicina, ni cirugía, pero le curaré a usted porque soy hombre?» Se pensaría en
enviarle a un manicomio; y si el hombre, no por serlo, sino por lo que sabe,
puede ejercer una profesión, a la mujer que sepa lo mismo que él ¿no le
asistirá igual derecho?
No
creemos que pueden fijarse límites a la aptitud de la mujer, ni excluirla a
priori de ninguna profesión, como no sea la de las armas, que repugna a su
naturaleza, y ojalá que repugnara a la del hombre. Sólo el tiempo puede fijar
esos límites, que en el nuestro se han dilatado tanto en algunos países.
Decíamos
más arriba que, para la práctica podrían bastar algunos breves
razonamientos; debemos decir más bien para las necesidades del
discurso, porque la práctica ofrece obstáculos de todo género que no se
vencen con razones. Las leyes, la opinión de los hombres, la que muchas mujeres
tienen de sí mismas, el no hallarse con bastante fuerza (se necesita mucha)
para luchar con la desaprobación y con el ridículo, con resistencias de afuera
y de casa, todo contribuye a limitar la esfera de acción intelectual de la
mujer, a limitarla de hecho, aunque en teoría no se le pongan límites.
No se
crea por lo dicho que en los establecimientos exclusivos para la enseñanza de
la mujer deseamos que haya cátedras de metafísica, filosofía del derecho y
cálculo infinitesimal. Todo lo contrario; quisiéramos que esta enseñanza fuese
encaminada a facilitar y perfeccionar la práctica de profesiones fáciles, de
artes y oficios lucrativos, de que hoy están excluidas las mujeres, y lo
quisiéramos por muchas razones.
1.ª
Porque hoy, aunque no se exprese así, la enseñanza de la mujer viene a ser la
enseñanza de la señorita; y debe procurarse que todas las clases participen de
los beneficios del saber, cada una en la medida y dirección que le conviene.
2.ª
Porque en todo es regla de razón empezar por lo más fácil; y es más fácil
preparar una joven para que sea relojera, pintora de loza, telegrafista,
tenedora de libros, etc., etc., que enseñarle ingeniería o medicina.
3.ª
Porque, viendo que los establecimientos de enseñanza de la mujer dan resultados
de esos que se llaman prácticos, que proporcionan medios de vivir y de amparar
a su familia a muchas jóvenes que hubieran sido una carga sin la instrucción
recibida, esto contribuirá muy eficazmente a conquistar la opinión pública en
favor de la enseñanza de la mujer.
4.ª
Porque esta dirección, encaminada a facilitar y perfeccionar las profesiones
fáciles y los oficios y artes de aplicación, contribuiría a combatir muchas
preocupaciones respecto a los trabajos que pueden o no hacerse decorosamente.
5.ª
Porque, vistos los resultados que dan los Institutos de segunda enseñanza, debe
evitarse que tengan ninguna semejanza con ellos los establecimientos para la
instrucción de la mujer.
Y ¿dónde
podrá adquirir la mujer los conocimientos especiales y superiores para esas
profesiones cuyo ejercicio no hay derecho a negarle? Muchos de esos
conocimientos, muchos más de lo que se cree, puede adquirirlos en su casa,
porque es con frecuencia bastante ilusorio el auxilio que presta un profesor
cuando no sabe mucho ni tiene buen método, o, aunque lo tenga y sepa, se
dirige, más que a discípulos, a oyentes (cuando atienden), por ser tanto su
número que no es posible individualizar, ni enseñar a estudiar, y el profesor
poco más puede hacer, si lo hace, que un libro sobre el mismo asunto que con
atención, sosiego y economía de tiempo se leyera en casa. Además, consultando a
personas competentes se puede estudiar en los libros mejores; si las
circunstancias favorecen, se puede buscar un maestro que enseñe; mientras que,
catedrático, hay que tomar el que dan, que no siempre es el mejor.
Con la
enseñanza privada, sin más intervención oficial que los exámenes, hay ahora
facilidades para que las mujeres puedan hacer estudios superiores; respecto a
los que exigen la asistencia a los establecimientos públicos, esperamos que los
hombres se irán civilizando lo bastante para tener orden y compostura en las
clases a que asistan mujeres, como la tienen en los templos, en los teatros, en
todas las reuniones honestas, donde hay personas de los dos sexos.
¡Sería
fuerte cosa que los señoritos respetasen a las mujeres que van a los toros Y
faltaran a las que entran en las aulas!
V.
La educación física de la mujer
Donde,
como acontece en España, la educación física del hombre está descuidada, la de
la mujer ha de estarlo más, y tanto, que respecto a ella no hay sólo descuido,
sino dirección torcida.
Las
mujeres del pueblo se debilitan por exceso de trabajo, las señoras por exceso
de inacción; y los que sin salir de la errónea rutina aspiran a que sean buenas
madres, no lo consiguen ni aun bajo el punto de vista fisiológico.
Las
mujeres del pueblo que se debilitan por exceso de trabajo son las que trabajan
en el campo, en las minas, machacando piedra, etc.
Hay otros
trabajos que no parecen excesivos porque no exigen gran esfuerzo muscular, y
suelen ser los más enervantes y fatales a la salud, ya porque obligan a una
vida sedentaria, ya porque la trabajadora, encerrada en su estrecha vivienda o
en una fábrica, no tiene siquiera la compensación de respirar aire puro como la
mujer de los campos. La miseria estrecha tan de cerca a la trabajadora
sedentaria, le impone condiciones tan terribles en la hora presente, que al
educador le es más fácil enseñar cómo la falta de higiene acaba con su vida,
que evitar que la aniquile y la mate. Esto hoy.
¿Y
mañana? Mañana podría comprenderse el absurdo de que los hombres aprendan un
oficio y las mujeres no; ellas que, con menos fuerza muscular, necesitan, y
pueden suplirla con la destreza, y por falta de educación industrial están condenadas
a ser siempre braceras.
La
educación física de la mujer del pueblo no puede intentarse sin hacer su
trabajo más productivo por medio de su instrucción industrial y de su mayor
consideración social: porque debe notarse que a veces la misma obra, y aun
mayor, se paga menos porque es una mujer la que la hace. El difícil remedio de
este grave mal es asunto de discusión pedagógica, en cuanto la dignificación de
la mujer de una clase influye indirectamente en el bien de todas, y porque la
instrucción en general, y la industrial en particular, contribuiría a que la
mujer, menos abrumada por la miseria, pudiese tener higiene y recibir educación
física.
Esta
educación respecto a la mujer de las clases acomodadas no halla imposibilidad
material, pero sí grandes dificultades, que oponen la rutina y la ignorancia, y
un cúmulo de preocupaciones que consideran la debilidad física como una parte
de las gracias y de los atractivos de sexo. Si una niña que conserva aún el
instinto de conservación quiere ejercitar sus músculos con alguna energía, se
la reprende, diciéndole que esos juegos son de muchachos; las niñas han de
jugar de modo que no se rompan el vestido (tan fácil de romper), ni se
despeinen, etc. Han de pasear como en procesión, andar acompasadamente con los
brazos colocados de cierto modo y poco menos rígidos que los de un cadáver.
Cuando es ya señorita y no ya al colegio, no sale de casa sino a misa y a
paseo, y esto pocas veces, porque no tiene quien la acompañe, porque hay que
hacer visitas, recibirlas, prepararse para ir al teatro o a alguna reunión, dar
la lección de piano, estudiarla, concluir una labor para un día determinado, o
una novela prestada que hay que devolver, etc., etc. ¡Y qué paseo! Sale tarde,
no va al campo a respirar el aire libre, sino donde hay gente, y cuanta más
mejor; no hace apenas ejercicio, y la molesta el calor, el frío, el viento, la
lluvia, todo. Ya perdiendo el gusto natural de ejercitar las fuerzas, de
arrostrar la intemperie, debilitándose y haciéndose completamente sedentaria;
así llega a ser madre de hijos más débiles que ella, sus nietos lo serán aún
más todavía, y la degeneración es indefectible y visible para cualquiera que
observe. Con la inacción física o intelectual se quiere tener buenas madres, y
se tienen mujeres que no pueden criar a sus débiles hijos ni saben educarlos.
Muchos
defectos físicos e intelectuales de la mujer se han convertido en el ideal de
la belleza, al menos para un número de personas que, según todas las
apariencias, constituyen una gran mayoría. Los que comprenden la necesidad de
la educación física de la mujer y la quieren, tienen que luchar con fuerzas muy
superiores en número; pero no deben desalentarse, porque todo progreso empieza
con la lucha de pocos contra muchos.
Entre
varios medios que pueden ponerse en práctica hay uno propio de la Pedagogía,
con el concurso de ciencias auxiliares. En las escuelas normales primero, y
después en todas, debería enseñarse a la mujer la importancia de la higiene,
siendo una parte esencial de esa higiene el ejercicio ordenado de sus músculos,
y, acomodándose a las circunstancias, establecer alguna especie de gimnasia.
Lo
aprendido en las escuelas sería letra muerta, al menos por mucho tiempo, si
fuera de ellas no recibía un apoyo eficaz con la publicación de libros y de
cartillas que generalizaran conocimientos, de que hoy carecen aun las personas
muy ilustradas en otros conceptos.
Para
disipar ignorancias, vencer rutinas y contrarrestar hábitos nada sería tan
eficaz como la asociación, que da medios de que el individuo aislado carece y
que, en la resistencia como en el ataque, agrupa las fuerzas y las multiplica.
Debe
anotarse que a tantas causas como conspiran contra la salud y la robustez en
las sociedades modernas, hay que añadir, heredada de las antiguas, una muy
poderosa: el desprecio, casi el horror del cuerpo como materia vil, de que debe
prescindirse en lo posible para no ocuparse más que del alma. Los ascetas no
sabían, y muchos que no lo son ignoran hoy, que el mayor enemigo del alma es un
cuerpo débil.
Si se ha
dicho mens sana in corpore sano, bien se dirá «carácter débil en
cuerpo enfermizo»; y los trastornos, puede decirse los estragos, del histerismo
serían tan raros como hoy son frecuentes si se atendiese a la educación física
de la mujer.
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