EMILIO CASTELAR “Para hacer nuestra revolución
verdaderamente popular, es necesario que consagremos de una manera absoluta los
derechos del pueblo”
En
defensa de la democracia, 1854-09-22
Señores:
Voy
a defender las ideas democráticas, si es que deseáis oírlas. Estas ideas no
pertenecen ni a los partidos, ni a los hombres; pertenecen a la humanidad.
Basadas en la razón, son, como la verdad, absolutas, y como las leyes de Dios,
universales. Por eso la persecución no puede ahogarlas, ni la espada del tirano
vencerlas; pues antes que el tiempo desplegara sus alas, fueron escritas en
libros mas inmensos que el espacio, por la mano misma del Eterno. Así, los
hombres que se pierden en el Océano de la vida, los poetas que adoran lo
eternamente bello, los filósofos que leen la verdad absoluta en el puro cielo
de la conciencia, no hacen más que arrojarlas en ondas de luz sobre la menta
del pueblo.
Yo,
señores, lleno de sentimientos, si desnudo de inteligencia, me propongo reseñar
los dogmas del partido democrático, ya como principios eternos de su escuela,
ya como principios de aplicación práctica en las actuales circunstancias.
Convirtamos un instante nuestros ojos a lo pasado. ¡Qué espectáculo, señores,
tan tremendo! ¡La imprenta, ese soldado de Dios que pelea como Ayax por la luz,
encadenada al pié de los tiranos; la tribuna, providencia del pueblo, sujeta al
carro del vencedor; las obras del ingenio humano proscritas porque dan generoso
aliento al pecho de los oprimidos; la idea oculta en el fondo de la conciencia,
estallando en el cerebro sin poder alzar su vuelo y perderse en lo infinito; la
fe vendida por una cartera de ministro, y la razón y la libertad llorando en
ignominioso calvario.
Todos
hemos presenciado el martirio de la libertad. Bravo Murillo intentó matarla con
el puñal del materialismo, sin parar mientes en que las ideas son
invulnerables; Esteban Collantes la insultó con sus sarcasmos; Domenech fue su
Judas, pues cuando la creyó vencida; no dudo un punto en venderla a los seides
del absolutismo: Sartorius escribió su epitafio como antes Donoso había escrito
el evangelio de la reacción, sosteniendo que la razón y el absurdo se aman con
amor invencible, que fuera de las vías católicas nada hay tan despreciable como
el hombre; que el Siglo XVI con su inquisición y sus frailes, es el ideal de la
sociedad; que debíamos por nobleza amar la dictadura del sable: que la
humanidad es la concentración de todos los deberes y la teocracia el mas
perfecto de todos los gobiernos. ¡Insensatos! No sabían que negando la libertad
negaban al hombre, cuya esencia no es sin la libertad; que negando la razón
negaban a Dios, cuya existencia no se comprende sin la razón... Pero hacían
bien. Negando al hombre, negaban: al eterno enemigo de sus conjuraciones;
negando a: Dios, negaban al aterrador espectro de sus conciencias.
(Aquí
el orador empezaba hablando de la libertad de cultos; pero nos hemos visto
obligados a suprimir toda esta parte del discurso, por respeto a las leyes
vigentes)
Enseñad
a un hereje nuestras catedrales: mostradle sus arcos sosteniendo las bóvedas
sembradas de lámparas como el cielo de estrellas; la cúpula que se lanza a lo
infinito y se pierde en los arreboles del aire; el santuario irradiando divina
luz; las vírgenes trazadas por el pincel de nuestros artistas, subiendo al
empíreo en atas de los ángeles, cuyo pecho agita el soplo del amor divino; los
doctores leyendo eternamente la verdad absoluta en sus libros de piedra; los
héroes descansando en los sepulcros, sobre cuya losa se cierne la
bienaventuranza: hacedle oír las notas del órgano que como rocío de vida anima
estatuas y columnas; el cántico del sacerdote, que parece eco perdido de las
armonías que forman las esferas: y bien pronto flaquearán sus rodillas, se
estremecerá su conciencia, cayendo de hinojos ante la realidad de un Dios que
se revela bajo los tres eternos atributos de la divinidad, que son la virtud,
la ciencia y la hermosura. Condenarle a no ver tanta maravilla, es lo mismo que
arrancar los ojos al ateo para que no mire al cielo.
Señores:
Para hacer nuestra revolución verdaderamente popular, es necesario que
consagremos de una manera absoluta los derechos del pueblo. Señores, no es mi
propósito desencadenar las pasiones, ni mi objeto oponerme a la triunfal
carrera del gobierno; pero si me lo permitís, hablaré con la prudencia que
cumple a la libertad de mi sentir respecto a los gobiernos doctrinarios. Hace
ya largos años que un hombre encerrado en el secreto santuario de su propia
conciencia, se propuso regenerar el mundo científico, abriéndole horizontes
infinitos. Este hombre se llamaba Descartes. El demostró que la humanidad era
al mismo tiempo objeto y sujeto de la ciencia, y que debemos reconocer por
único criterio científico la razón, cuyo destino es herir a la autoridad, como
el rayo del cristianismo hirió los ídolos del Capitolio. Estas ideas descendieron
bien pronto de la mente del filósofo a la conciencia del pueblo; porque la
Providencia difunde con su divino soplo en los entendimientos los principios
salvadores que han de regenerar a las naciones. Entonces, entre el principio
basado en las leyes del tiempo y el principio basado en las leyes de la razón,
se entabló una contienda que pone espanto en el ánimo; pero no olvidéis que se
desencadenan en la historia tempestades necesarias, que agitan horriblemente la
atmósfera, sin romper por eso la cadena que une a la tierra con los mundos.
Entonces el pueblo pro¬nunció en su triunfo esta palabra, que no han podido
borrar nunca los gobiernos: Per me Reges regnant. El antiguo principio de
autoridad subió sin comprender su ruina del sólio del poder al sólio del
cadalso; mas después, por razones que no es del momento referir, se firmó un
pacto entre la autoridad vencida y el pueblo vencedor, pacto que ha sellado
generosa y noble sangre. Pero este pacto ha sido mil veces rasgado, y no es
parte a salvarlo la espada de la fuerza, pues lo aniquila hoy la espada de la
justicia. Y si no, poned frente a frente dos principios antitéticos por
naturaleza, y veréis como son contradictorios por consecuencia. El principio de
autoridad solo luce el día de la reacción, como el principio de la libertad
solo luce el día de las revoluciones. Cuando triunfa el primero, condena a su
contrario al ostracismo, pone mordazas en sus labios, grillos en sus plantas,
lo arrastra por el Iodo, fabrica para él sus cárceles y le asesina con la
espada de la dictadura. Cuando triunfa el segundo, suele ser, como en la
revolución de julio hemos visto, más generoso con su enemigo, porque es más
fuerte. ¿Por qué, me diréis, el principio reaccionario es tan tenebroso, y el
principio liberal tan sublime? Porque el primero es un principio muerto, que si
respira, respira el mefítico aire de las tumbas: y el segundo es un principio
lleno de vida, puesto en el trono de la humanidad por la inflexible lógica de
Dios, que se manifiesta centellante en la historia.
Esto
mismo explica cómo en algunas épocas instituciones sagradas, venerandas, caen
en manos de ciertas personas que afrentan a los siglos y manchan a los pueblos.
Los hombres no son mas que puras formas do las ideas. Cuando una idea generosa
y levantada, como la idea liberal, agita la conciencia de la humanidad, y se
presenta a recoger los trofeos de su victoria, tiene poder para sacar centellas
de misteriosa luz de los abismos del tiempo y del seno de la conciencia, y
Rousseau y Kant son sus profetas; Mirabeau, Verngiaud sus sacerdotes; Andrés
Chernier y Byron sus cantores; madama de Stael y de Rollaud sus heroínas; y
Hoche y Napoleón son sus soldados; pero cuando una idea condenada por Dios como
la idea absolutista, se empeña en vivir entre los hombres, sus símbolos se
llaman Carlos IV, Fernando VII, Fernando de Nápoles y Napoleón el chico.
Señores
la revolución no puede ser popular si el sufragio no es amplio; mejor diré, si
no es completo. Dicen que el pueblo no conoce sus derechos. ¡Ay! el jornalero
que abandona su hogar, desoye el lloro de mujer y de sus hijos, únicos lazos
que le atan a la tierra, se lanza a la calle ofreciendo desnudo pecho al plomo
asolador del despotismo, lucha con denuedo y muere con gloria, el pueblo
siempre esclavo, ¿se verá halagado el día tremendo de las contiendas
sangrientas, y vilmente proscripto el día feliz de las contiendas
legales?
¿Su
voz no ha de resonar sino entre el estruendo de las fraticidas armas, y su
majestuosa figura no ha de lucir sino al pálido resplandor de las hogueras? El
pueblo da su vida por la libertad pero no puede dar por la libertad su voto;
¡qué sofisma!
Dicen
que no es ilustrado; no lo creáis. Si no temiera cansaros, desenvolvería una
teoría a mi entender lógica y razonable; pero renuncio a ello por el temor de
seros inoportuno. El señor Castelar: No tengo derecho a distraer por tanto
tiempo la atención del auditorio. Señores, la humanidad es como él hombre. Tres
facultades intelectuales descubrimos en el hombre; la sensibilidad que le
relaciona con el mundo exterior; la inteligencia, esfera donde se forman las
nociones; y la razón, último extremo de nuestras facultades, hermoso templo de
las ideas.
A
estas tres facultades pertenecen tres periodos históricos. Cuando la
sensibilidad predominó en los pueblos, el feudalismo los cautivó
amedrentándolos con su tajante espada y deslumbrándolos con su colosal poder;
pero cuando la inteligencia dominó a la sensibilidad, la tiranía perdió su
fuerza, los magnates perdieron sus fueros, y el trono, institución veneranda,
institución antiquísima, concentró en sí todos los derechos; hasta que la
razón, soberana del mundo, levantó el pueblo al absoluto ejercicio de la
soberanía que por derecho le corresponde. Señores: ¡el pueblo del siglo XIX no
es ilustrado! Eso es mentira. Ese pueblo tiene por cetro el rayo, por mensajero
el relámpago. Ese pueblo mandó un día en la Convención que la victoria le
obedeciera, y le obedeció la victoria. Ese pueblo ha recibido la herencia de
todos los siglos, y ha reconquistado con la fuerza de sus ideas la completa
serie de todos sus derechos; ese pueblo, en fin, ha visto los fantasmas de lo
pasado caer trémulos de espanto a sus pies pidiendo un ósculo de paz.
Necesita
educación, ¡quién lo duda! He aquí, señores, el instante oportuno para hablar
libremente de la libertad de enseñanza. Yo la admito como principio absoluto,
yo la rechazo hoy como principio de aplicación. Señores, no dudareis que la
Francia nos ha precedido en muchos periodos de civilización, aunque después
haya abandonado vergonzosamente su gloriosa obra. ¿Sabéis, pues, quién defendía
en Francia la libertad de enseñanza? La defendía Montalembert. ¿Sabéis quién
atacaba en Francia la libertad de enseñanza? La atacaba Víctor Hugo. El mismo
programa que estamos discutiendo ha comprendido esta verdad al pedir que la
enseñanza sea gratuita, pues si es gratuita no puede ser libre, y si es libre
no puede ser gratuita; porque ¿con qué derecho forzaríais al hombre que
necesita del trabajo para vivir a que enseñase gratuitamente? Entonces el pobre
pueblo, ese rey sin corona, caería en las tinieblas de la ignorancia, y de
consiguiente en las cadenas de la esclavitud. Hoy las nuevas inteligencias que
se despiertan a la triste lucha de la ida, deben ser educadas por el Estado y
para el Estado. De otra suerte, la enseñanza vendría a parar a nuestros
enemigos, y nuestros enemigos, de seguro, no le dirían al pueblo que son
soldados de su inmortal cruzada el divino Homero, creador de los Dioses;
Esquilo, que desafiaba a los tiranos en el campo y en la escena; Sófocles, que
cantó las miserias de los reyes; el justo Sócrates; el angelical Platón; y el
triste Lucrecio; no le recordarían, no, que la libertad cuenta entre sus
cantores al Dante, entre sus apóstoles a Santo Tomás, y entre sus mártires a
Dios.
Señores:
Toda libertad no puede existir sin que tenga por límite otra libertad. Así es
que la libertad de enseñanza podrá realizarse cuando la libertad de cultos sea
completa, cuando la libertad de imprenta sea absoluta; y aquí, señores, llamo
vuestra atención. La imprenta que, entre nosotros es una organización, un
poder, debe perder esa forma, porque los poderes nos abruman. Sus ideas deben
ser consideradas como ideas individuales; así, señores, la imprenta no tendrá
fuerza para derribar a los gobiernos. Esto sucede en todos los pueblos libres.
En Inglaterra la imprenta dice todo lo decible del gobierno sin que la sociedad
se conmueva; en los Estados Unidos la imprenta sostiene todo lo sostenible
contra el presidente, sin que el presidente caiga. Aquí, señores, mientras la
imprenta tenga fuero propio, mientras preste un depósito, será, fuerza es
decirlo, será una aristocracia; y tened entendido que siendo de esta forma, la
aristocracia del capital representa por lo mismo a la mas temible y a la menos
gloriosa de todas las aristocracias. Señores, yo, por ejemplo, puedo tener la
cabeza llena de ideas levantadas, y el corazón rebosando en generosos sentimientos;
pero como soy pobre, como no tengo dos mil duros para un depósito, me
arrastraré en la impotencia y moriré en el olvido.
Señores:
Solo el partido democrático puede llevar a su cima nuestra gloriosa revolución.
Todos los principios que le han servido de bandera forman nuestros dogmas y
nuestros principios. Yo le diría al partido progresista: ¿Qué quieres?
¿Soberanía del pueblo? Pues cédenos el puesto, porque nosotros queremos esa
soberanía con todas sus lógicas consecuencias; porque nosotros damos al pueblo
por corona el derecho, y por cetro la ley.
¿Economías'?
Nadie sino el partido democrático puede salvaros de la bancarrota que os
amenaza, porque el partido democrático, con su abnegación, realizará profundas
economías sin lastimar, por eso el crédito del país, sin oponerse a todos los
derechos, que son sagrados. ¿Libertad? Nosotros la alzaremos, en nuestros
brazos, sin límites que la nieguen; sin barreras que la detengan, sin
instituciones que la limiten. He aquí por qué la unión que proclamáis es
viciosa: y esta es, la ocasión de hablar cuatro palabras sobre la encomiada
unión liberal, que aquí se ha tratado de una manera lastimosa.
Las
ideas no se unen, porque entre ideas opuestas no debe haber lógicamente
armonía; los partidos no se unen, porque el partido que renuncia a sus ideas es
apóstata. El antiguo partido liberal, por mas esfuerzos que haga, está ya
muerto. Ha puesto en práctica toda la serie posible de sus ideas, y no ha
podido después, señores, ni por breve espacio sostenerlas. Hoy dice que
olvidemos el pasado. Un partido viejo, un partido decrépito, renuncia a la
historia que debiera ser hoy su único título a la consideración de las gentes.
Señores, tres Constituciones ha dado el partido liberal; la Constitución del
12, que enaltecía el principio de libertad; la Constitución del 45, que
enaltecía el principio monárquico; y la Constitución del 37, término medio
entre estos dos puntos extremos. Ahora bien: la Constitución del 12, que corrió
azares de varia fortuna, fue rasgada por los hombres que la habían apoyado con
sus ideas y defendido con su sangre: la Constitución del 37 ni fue respetada ni
fue temida, y no la valió el instinto de prudencia que había presidido a su
elaboración y nacimiento para libertarla, de los tremendos golpes, que
ocasionaron su muerte; y la Constitución del 45, que la suprema inteligencia
del partido moderado había compuesto, fue arrastrada sin piedad por sus
prohombres, y conducida al abismo de su perdición por sus mismos autores. El
partido liberal, está, pues, muerto; ya no hay ni puede haber en su corazón
sentimientos; ya no hay ni puede haber en su cerebro nuevas ideas. Si avanza,
es nuestro el triunfo; si retrocede, el triunfo es del absolutismo. ¡Qué elija!
Señores: Todos dicen que nuestra patria camina a la retaguardia de la
civilización. No lo creáis. España está destinada a ponerse a la cabeza del
mundo. En su privilegiado suelo, bajo ese hermoso horizonte que sonríe como un
ángel de paz, debe ensayar las grandes ideas que mas tarde han de realizarse en
todos los pueblos de la tierra. ¿Quién puede poner en duda este privilegio,
cuando Portugal nos tiende sus brazos, cuando estamos en el deber de realizar,
no la unión de los partidos, sino la unión de los pueblos?
Hoy
somos los soldados de la libertad, y, por consecuencia los soldados de Dios.
Los individuos ensayan en sus conciencias ideas que aplican a los pueblos; los
pueblos ensayan en su conciencia ideas que aplican a la humanidad. El sol,
pues, el sol, sujeto en otro tiempo a iluminar eternamente nuestro suelo,
bendice hoy con sus rayos de oro la bandera de nuestra victoriosa revolución,
que hace estremecer de gozo a los oprimidos. Somos la nación salvadora. Si no,
tended los ojos conmigo por Europa. Inglaterra ha comerciado con la libertad;
Francia, levantando a los pueblos de su postración, los ha vendido en el amargo
día que mas necesitaban de su espada; Alemania ¡parece imposible! Alemania, que
ha pretendido la confederación universal de todos los pueblos; que ha elevado
en alas de la libertad del pensamiento a todas las inteligencias a las últimas
esferas de la filosofía; Alemania, patria de Schiller y de Hegel, es hoy
esclava de Juliano el apóstata.
La
democracia es antigua, muy antigua en nuestro suelo. Nuestros pueblos de la
edad media entendían el derecho de petición mejor que lo entienden los
liberales de nuestros días.
¿Sabéis
donde está nuestro porvenir? Nuestro porvenir está en África. Allá deben ir
nuestros ejércitos permanentes a ganar sus grados.
No
olvidéis que fuimos un día pueblo civilizador. Nosotros llevamos la
civilización a la América. Verdad es que América fue ingrata; pero los pueblos
tienen que ser ingratos con los pueblos, para ser agradecidos con la humanidad.
Un día recorrió España a la sombra del Trono, el espacio que separa Covadonga
de Granada; se lanzó a lo infinito, y nuevos mundos le tributaron homenaje;
pobló los mares con innumerables escuadras que merecieron tener por enemigo la
cólera de Dios: que no otro pudiera vencer a la invencible. Levantó el
Escorial, símbolo de nuestras instituciones, padrón de nuestras artes. ¿Pues
por qué ahora con progresos mas grandes no hemos de alcanzar días mas
felices?
Señores:
voy a concluir, estoy muy fatigado y el auditorio lo estará también. Señores,
algún día irán nuestros hijos a registrar en las páginas de la historia los
colosales poderes que han vivido en apartados siglos, y les causará el espanto
y la admiración que a nosotros nos causan las pirámides de Egipto; y en su
espanto no sabrán que admirar mas, si la inmensa grandeza de esos poderes, o la
afrentosa esclavitud de sus progenitores.
Señores:
Pidamos que se realice la fraternidad entre todos los hombres, y la fraternidad
entre todos los pueblos, porque todos nos encaminarnos a una patria que es el
cielo. Pidamos que se realice en todas sus aplicaciones la verdad cristiana;
que la Justicia sea el sol de nuestras esferas sociales; que las clases
menesterosas reciban el pan de la inteligencia, no del Estado sino de la
libertad de su trabajo. El trabajo, señores, que es a la propiedad lo que el
cincel de Fidias es al mármol, debe recibir de la justicia la debida
recompensa. En fin, señores, pidamos a Dios que Inglaterra sea verdaderamente
aliada de la libertad; que Alemania, mente del mundo, nos revele nuevos
misterios de la ciencia, nuevos secretos del arte; que Francia sacuda su
letargo y vuelva a ser el tribuno de los pueblos; que Hungría y Polonia rasguen
sus túnicas de esclavas, y que Italia, esa prodigiosa artista que regala con
dulces armonías el sueño de sus señores, se levante herida de sus recuerdos y
recoja del suelo la rota lanza de Bruto y Cincinnato; porque con ideas tan
grandes, y con tan denodados guerreros, el triunfo de la libertad será, sí
eterno.
He
dicho.
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