JOSE MEJIA LEQUERICA “la América toda, antes se sumergirá en
las cavernas del mar que recibir el yugo de este tirano que ha desagradado al
rey, asolado la patria y profanado la religión”
La
soberania de los pueblos Discurso ante las cortes de Cadiz, 29 de diciembre de
1810
Bastante
circunspecto Vuestra Merced por sí mismo, ha sido más y más ilustrado, los dos
dignos diputados de España, que me han precedido. Oiga Vuestra Merced, por fin,
a la América.
Sé
muy bien dónde hablo, quién es el que viene a hablar y a quién estoy hablando.
Hallóse en la tribuna del Congreso nacional de la poderosa Monarquía Española,
en medio de todas las clases del Estado, y delante de los respetables Ministros
de las potencias aliadas, atentos ahora todos, a mi balbuciente voz. Quisiera
aun figurarme otro género de oyentes, un nuevo orden de circunstante público,
que, soterrado bajo de este salón, sufriera el ardor y el peso de los
sentimientos que la grandiosidad de la causa y los discursos anteriores me han
inspirado... Si rodeado de sus armados satélites, el soberbio Bonaparte sacase
bajo mis pies su amenazadora cabeza, con la misma serenidad, sí señor y acaso
con más valentía, le dijera: "¡coronado Machiavello tiembla sobre el
enorme, pero vacilante trono! Cuando el último de los españoles te habla así,
qué te resta que esperar de la nación entera?"... Pero, felizmente, veo a
la dócil gente castellana, a los venerables padres de la patria y al amado y
adorado rey nuestro... Inviolables representantes del pueblo: ¡mirad y
estremecéos! Ya tocáis el ápice de la sublime dignidad del hombre. Antes de
ahora, grandes príncipes han sujetado sus causas a vuestra decisión soberana:
ahora viene vuestro rey a ser por vosotros juzgado... ¡Qué de riesgos! ¡cuántas
responsabilidades!
Interesantísimas
proposiciones he oído. Todas deben examinarse, y aun la mía también: ¡tal es la
gravedad del asunto! Primera proposición, del señor Barrull: que se declare
nulo todo lo hecho y pactado por los reyes de España que están cautivos, y ceda
en perjuicio del Estado. Segunda del señor Campany: que se declaren nulos todos
los matrimonios que los mismos contraigan sin el consentimiento nacional.
Tercera, del señor Oliveros, que nada se trate con los franceses, sin que
primero evacúen la Península. Cuarta, del señor Pérez de Castro; que se
extienda un decreto, intimando a todos los españoles la obligación de no
obedecer las órdenes del rey, si se nos presenta rodeado de los enemigos o sus
secuaces; y que se forme y circule un manifiesto que exponga y funde los
derechos de esta generosa nación, en las peligrosas circunstancias actuales.
Quinta, del señor Amer: hágase entender al pueblo, que las Cortes están
obligadas y dispuestas a defender, a todo trance, la integridad e independencia
de la monarquía. Sexta del señor Gallegos: declárese traidor a la patria, a
todo el que propague, proteja o apruebe los decretos y proclamas que salgan a
nombre del rey, mientras permanezca en poder o bajo el influjo de Napoleón.
Séptima, finalmente, la mía: que Vuestra Merced así, como pocos días ha,
ratificó su íntima alianza con la Gran Bretaña, también, y siguiendo el
laudable ejemplo de la Junta Central que, cuando se acercaba un devastador
ejército a las frágiles puertas de Madrid, y aunque esto no era necesario, pues
una justa, general y simultánea revolución lo había decretado mucho antes,
declaró solemnemente la guerra a Napoleón; ahora que estamos sobre el último
borde la Península, y cuando tal vez se creerá que vamos a perecer oprimidos
por el tirano, y ser, huyéndole, sumergidos en el océano, declare y ratifique
una guerra eterna, no ya sólo al pérfido Napoleón y su raza, sino a toda la
Francia misma y sus cobardes aliados; intimándolos, de una vez para siempre,
que jamás oirá Vuestra Merced proposición alguna de capitulación o acuerdo,
mientras Fernando VII, con toda su real familia, no sea restituido libre, al
seno de su nación, desembarazada, en todos sus puntos, de las feroces huestes
que la mancillan.
Atrevido
parecerá mi pensamiento a algunos; pero los grandes, los indomables pueblos, a
mayores reveses, a más inminentes peligros, oponen más entera constancia, más
osadas resoluciones. Grande es la causa, y el sólo tratarla, no puede menos de
inspirar grandes ideas. Los que se han manifestado en este augusto Congreso, lo
son, no tanto por la santidad de los designios y la nobleza del valor que
respiran, cuanto por la solidez de las verdades en que se fundan; pues nacen y
se demuestran por las brillantísimas fuentes de la justicia, de la experiencia
y de la política.
La
justicia, no es más que la exacta proporción entre el deber y su desempeño.
Pero, ¿cuál es el deber de los reyes? ¿Cuál el de los pueblos? Erigiéronse
aquellos para que cuidaran de éstos; pues éstos no fueron creados por el
imparcial cuanto omnipotente autor de la naturaleza, para el servicio de ningún
hombre. ¿Y quién ignora que, siendo todos iguales, pues constan de iguales
principios, las respectivas necesidades e insuficientes recursos de cada uno, les
inspiraron a muchos la idea de unirse y de oponer a sus comunes enemigos y
males, la conjunta fuerza e industria de todos; conviniéndose para
reconcentrarlas y darles actividad y energía, en depositar en una o pocas
personas el saludable ejercicio del poder y derechos populares, conforme a los
pactos y reglas que voluntariamente establecieron? Sacrificaron, pues, la gente
una pequeña parte de su libertad, para conservar tranquilos el resto; y,
prestando obediencia a unos jefes, cuya subsistencia y respetos aseguraban, les
impusieron la obligación de dirigirlas al bien común, y de velar y sacrificarse
por ellas. Tal es el origen de la Sociedad. En la Tierra y entre los
escarmentados hombres nació: Jamás han llovido reyes del cielo; y es propio
sólo de los oscuros y aborrecidos tiranos, de esas negras y ensangrentadas aves
de rapiña, el volar a esconderse entre las pardas nubes, buscando
sacrílegamente en el trono del Altísimo los rayos desoladores del despotismo en
que transforman su precaria y ceñidísima autoridad, toda destinada, en su
establecimiento y fin, a la felicidad general.
Bien
persuadidos de esto, los españoles, desde la fundación de la monarquía, han
regulado la institución y sucesión de sus reyes, por el solo santo principio de
ser la suprema, la única inviolable ley, la salud del estado. Así es que, en
Aragón se les decía, al colocarlos sobre el trono: nosotros, que cada uno por
sí somos iguales a vos, y todos juntos muy superiores a vos, etc., y la corona
de Castilla no dejó la augusta frente de los infantes de la Cerda, para ceñir
la del príncipe don Sancho, su tío; ni el conde de Trastamara fue preferido al
legítimo sucesor don Pedro el Cruel (de cuyos troncos desciende, y por cuya
sucesión reinan los Borbones de España) sino por la utilidad y exigencia
públicas, manifestada la decisiva voluntad de las Cortes, aunque débil
representación entonces de la soberanía del pueblo... ¿Quién es, pues, entre
nosotros el rey? El primero de los ciudadanos, el padre de los pueblos, el
supremo administrador del Estado, responsable esencialmente a la nación, de sus
desgracias y desaciertos y deudor a cualquier súbdito, de la seguridad, la
justicia y la paz. ¿Sería, después de esto, justicia que, por llevar adelante
las funestas consecuencias de la involuntaria situación lastimosa de un
príncipe tan inexperto como amable, se perdiese la Nación Española? Pregunto:
¿representándonos en la mano del destino un pero equilibrado; si en un platillo
se pone un hombre; y en otro, veinticinco millones de ellos, a que lado se
inclinará la balanza?... Mas: aun prescindiendo de la justicia inherente de la
naturaleza de las cosas, y atendiendo sólo a la que dan las circunstancias de
los sucesos, vuelvo a preguntar: ¿si en una dolorosa, pero inevitable
coyuntura, hubiese de perecer un hombre a quien nada deben los pueblos, aparte
de la compasión y el respeto consiguiente a su desventura y persecuciones no
merecidas, a trueque de que no perezca una nación generosa que está
heroicamente sacrificándose por aliviarle, debería ésta perderse, porque no
dejasen de triunfar los caprichos, la ignorancia o la flaqueza de aquel?...
¡Ah! perezca una y mil veces por la salud de su pueblo, a quien le debe tanto
amor, tantas privaciones y tantas vidas... Y pues a nombre de él se exige, tres
años ha, de todos los españoles, que estén siempre dispuestos a perecer antes
que recibir otro rey, la inflexible justicia pide a Vuestra Merced que ya no se
tarde más en declarar, de una vez, que este rey mismo debe perecer y ser
sacrificado, antes que concurrir a sacrificar, con la más negra ingratitud, a
la benemérita España, mártir, sin ejemplo, de lealtad y de honor.
Por
esta misma resolución clama la voz de la experiencia. No hablo de aquella que
es fruto de los acontecimientos de todos los siglos, sino de la hija de
nuestros propios estudios: de la que siéndonos más dolorosa, debe hacer más
impresión. ¿A qué fin acudir a la historia, cuando tenemos a la vista el mayor
de los tiranos y el más dócil de los príncipes? ¿Por qué nos hallamos en este
sitio, reducida la España libre, a tan estrechos rincones? porque nuestro joven
monarca en el lleno de su candor, besó la cadena con que un falso amigo le
ataba, y corrió precipitado a perderse... ¡Ojalá hubiera escuchado los ruegos
del pueblo fiel que, previendo la triste suerte que le esperaba, no temió
incurrir en su desagrado, por hacerse acreedor a su agradecimiento!... ¡Nobles
vecinos de Victoria! ¡Heroica plebe de Madrid; reina de todos los pueblos!
¡Cuánto de amargura y sangre os costó la respetuosa, pero imperturbable
entereza con que os arrojasteis a detener el despeño de vuestro rey! Dijo que
iba a traernos la felicidad... y no volvimos a verle... ¿Cómo había de volver
del lago de los leones, de ese averno donde no hay redención? Pero, aun cuando
hubiérese vuelto a nosotros, ¿qué felicidad podía traernos, de la mazmorra de
la esclavitud, de la fragua de los fraudes, la impiedad y la muerte? ¿No vio
toda la Europa, empeñado al tirano común en obligar a Fernando a publicar que
restituía, como si fuere robada, una corona que había pasado a sus sienes por
la abdicación más espontánea y justa? ¿Ignora Vuestra Merced lo que en el
palacio de Aranjuez pasó, en su memorable revolución entre el astuto
Beaujarnais y el desgraciado Carlos IV, en cuyo ánimo pudo más el tedio a los
trabajadores del mundo, y decidida y antigua dedicación a las materias
privadas, que el amor del más noble de los pueblos, eclipsado sólo por el
enternecido entusiasmo y simpática pasión al perseguido Fernando, antes víctima
de sus desamorados padres, que del usurpador ambicioso?... Todo esto es
constante; pero no lo es menos a todo el mundo, que es serpiente de Francia
derramó la ponzoña de la discordia, en el seno de la familia reinante, y que
compelió a este inocente cordero, a despojarse de las brillantes insignias con
que le habían adornado, no menos los derechos del nacimiento, que la graciosa
elección del pueblo, es decir todo lo sagrado de la Sociedad de la
Naturaleza... "Cuanto me es útil, se me vuelve lícito, dijo Napoleón; y,
pues, me conviene la España, no cabe duda de que es mia"... Tal es la
modestia de los tiranos; tales los títulos de los conquistadores.
La
Constitución y actas de Bayona, será eternamente, la prueba de esta verdad y el
más propio y peculiar adorno de los archivos imperiales de Francia.
Hubo,
sin embargo, un prelado español bastante virtuoso y resuelto, para recordar a
la Nación sus derechos y demasiado ilustrado para que no previera las miras y
resultados de aquel Congreso. Hubo también, dicho sea un obsequio de la
justicia y para honor de la patria, ministros y secretarios del rey, que, con
agrado de su amo, y con noble alegría del valiente infante don Carlos,
propusieron y recomendaron el glorioso ejemplo de Leonidas, la envidiable
muerte de Codro, y el conocido heroísmo de Guzmán el Bueno, vástago inmortal de
los antiguos reyes de España. Celebróse, no obstante, aquel conventículo, y los
magnates y magistrados que concurrieron (bien ajenos, sin duda, del principio
de les ocultaban las flores de los halagüeños Simones franceses; porque, si no,
¿cómo habrían volado en pos de un delito o desgracia que había de cubrirlos
perpetuamente de dolor y vergüenza?), formaban, fuera del Reino, esas Cortes
esclavas, que sancionaron la forzada renuncia de unos derechos enajenables, en
obsequio a un soldado extranjero, para cuya exaltación derribaba un padre
desnaturalizado a todos sus hijos y descendientes, del plausible poseído trono
de sus abuelos... ¡Hasta para esto hay Congresos!... ¡Cuidado! ¡Cuidado! que el
estar juntos los hombres, no impide que cada uno tenga su flaco; y una multitud
de preocupados y débiles, no es más que una multiplicada obstinación o
flaqueza...
Y
en vista de tan clamoroso, de tan escandaloso suceso ¿hay todavía algo de bueno
que prometerse del inmoral Bonaparte? de ese monstruo que, desde entonces, más
descaradamente, se gloria de tener su ciencia, su religión, su política aparte:
es decir, tan privativa y original, que él solo es su ley, su felicidad y su
Dios?
Resuelve,
pues, valerse de este mismo Fernando, para cautivar a sus indomables
libertadores; y encarnizada su rabia, al ver cuán poco ha conseguido con
arrebatarlo del trono y sepultarlo en el interior de la Francia, emprende en la
osadía de vestirle de su librea y, volviéndole a nuestros ojos odioso,
arrancarle hasta del fondo de nuestros corazones, el último, pero inviolable
asilo de su inocencia, de sus derechos y de su esperanza... Si le hubiera
casado con alguna de sus antiguas sobrinas, habría sido tan pasajero el triunfo
como efímera la raza, que apareció hoy día, y no existirá mañana. Pero su
orgullo aspira a perpetuar su memoria en las inmensas usurpaciones de la
embrutecida y ensangrentada Francia y, para conseguirlo, tocante a España,
viéndolo ya enlazado con las primeras casas de la Europa, forma de éstos dorados
eslabones la pesada cadena con que ha de atarnos, imponiendo a nuestro mismo
desgraciado Monarca, la necesidad de echárnosla al cuello con sus propias
manos. Sustituye a una aventurera de Martinica, una hija del emperador de
Austria; y aquel antiguo imperio, que tanto agravios tiene que vengar en la
nueva dinastía francesa, se halla comprometida en el bárbaro empeño de
consolidarla, envileciendo, más y más, a sus imbéciles, aunque todavía
venerados señores. Tal es el mecanismo de las ideas y operaciones de Bonaparte;
aquí está la usurera enmienda del malogrado plan primitivo de su rastrera
política; y aquí es donde deben brillar los aciertos de la verdadera y sublime
de Vuestra Merced.
En
vano se lisonjean los que pretenden limitar su justo resentimiento y enojo a la
persona y familia de este Atila moderno, y esperan que algún día, volviendo a
Francia en si misma, lo aborrecerá para amarnos; le destronará, para exaltar a
nuestro idolatrado Fernando... ¡La Francia amiga de España! ¡Qué caprichoso
delirio! Desde que las dos naciones existen, han sido siempre rivales; la
vecindad lo exigía, y ya desde atrás habría sucumbido una de ellas, si el poder
físico de la una, no hubiera sido constantemente, aunque con fortuna varia,
contrapesado por la fuerza moral de la otra.
Guerra
eterna; guerra de sangre y de muerte contra la pérfida Francia; antes perecer
mil veces que capitular con ella. Si hemos de dar oídos a sus insultantes
cuanto falsas promesas... ¡qué veinte bombas caigan ahora en este salón y nos
aplanen a todos! ¡Malhadados asilos del heroísmo: Zaragoza, Gerona,
Ciudad-Rodrigo!- ¿Por qué no os sepultasteis bajo de vuestras gloriosas ruinas,
antes que sufrir la rabiosa afrenta de ver entrar triunfantes por vuestras
calles, y atropellando los palpitantes cadáveres de nuestros oprimidos, pero no
espantados defensores, a esos cobardes buenos (sic), que no habían osado
presentárseles en los combates?... Sea la España toda, otra Numancia o Sagunto;
y veremos desde el Empíreo, si estos impíos "espíritus fuertes se atreven
a pasearse tranquilos por la silenciosa morada de nuestros tremendos manes.
Pero, necio de mí, ¿cómo nos hemos de ver reducidos a semejante trance, cuando
nuestro denuedo se apoye en la poderosa alianza de la Gran Bretaña, en la
inagotable generosidad fraternal de la América, y en los sagrados derechos
humanos y nuestros constantes y redoblados sacrificios, última tabla del
presente naufragio de la libertad del hombre?
Los
mismos principios que nos constituyen enemigos natos de Francia, nos ponen en
la dulce obligación y necesidad de ser eternamente aliados de la Gran Bretaña,
único contrapeso capaz de equilibrar la enorme preponderancia del Imperio
Francés, que como una inmensa montaña, oprime ya todo el continente de la
Europa. Por otra parte, cuando nosotros los vimos acometidos y casi opresos;
cuando sentimos, antes que el amago, la herida, ¿quién se acordó de
auxiliarnos? ¿No fue tan sólo Inglaterra; esa poderosa; esa generosa, esa sabia
sociedad de hombres libres. Su generosidad la movió a compasión, de un pueblo
tan valiente y leal como el nuestro; y su poder le ha prestado suficientes
recursos, para sostenernos de mil maneras, y mantener todavía dudoso el éxito
de lucha tan desigual. Así es que mira Inglaterra, como suyos nuestros peligros.
¿Quién podrá, pues, dudar, de que no continuará protegiéndonos sinceramente,
con extraordinarios esfuerzos? Repútese enemigo nuestro, al que nos indujese a
desconfiar de la estrecha amistad de la Inglaterra. La Inglaterra ha visto, por
la experiencia de un siglo, que los inagotables metales del Perú y México han
pasado por nuestras manos, como por un canal, a la Francia, y que todo nuestro
poder se ha convertido en formidable arsenal contra ella... ¿Y queremos que, en
caso de tener la menor condescendencia en los enlaces que podrían hacerle
firmar a nuestro amado Fernando, no procurase la Gran Bretaña vengarse
justamente en nuestras ricas Américas; esa tierra de promisión sin la cual ya
nada somos ni valemos; y en todo cuanto nos pertenece?...
Sin
pensarlo, me hallo en mi patria especial. Pero ¿cómo he de olvidarme del lugar
de mi nacimiento, si el Espíritu Santo me dice: "Benefac loco ill, in quo
motus es"?... ¡Cuán lamentable es su estado! Actos hostiles y
sangrientísimos; escenas tan trágicas e irreparables como las del 2 de mayo en
Madrid; ejecuciones horribles en personajes que, no ha mucho, eran sus ídolos;
guerras civiles de pueblo a pueblo, llamando, los unos, esclavos a sus
hermanos, detestándolos los otros como traidores a sus propios padres, e invocando
todos el augusto nombre de Fernando VII; para derramar, sin motivo ni objeto,
la escasa y preciosa sangre española; esa rubicunda sangre en cuyos torrentes
habíamos pensado ahogar la perfidia y altanería francesa... No han faltado
muchos que, talvez vibrando los dardos de los sofismas políticos; tal vez
abusando del favor y del nombre de los gobernadores enviados a esas remotas
provincias, las han querido iniciar en las profanas novedades del catecismo de
la indolencia, venganza e irreligión. Se avanzaron algunas hasta predicar la
tolerancia de la infame raza de Bonaparte sobre el trono de San Fernando; y,
horrorizados aquellos naturales con tan escandalosa propuesta, que talvez se
les hizo como expresión del gobierno de la metrópoli, gritaron todos a una:
"momentáneamente nos separamos, no del gremio de la nación española, no de
la veneración a la madre patria, sino de los provisionales gobiernos que la
dirigen, con tan varia y arriesgada suerte; porque tenemos que, pasando nuestra
obediencia de unas manos a otras, acaso según la inevitable vicisitud de los
sucesos humanos, y la volubilidad de la fortuna, tan fugaz en la guerra,
caigamos al fin, y sin poder remediarlo, en las impuras manos de los franceses,
todavía empapados en la inocente sangre de nuestros padres y hermanos... Esto
han temido las disidentes provincias de América; y yo, no digo con el derecho
de inviolabilidad que Vuestra Merced decretó para los representantes del
pueblo, sino con sólo tener una lengua en la boca, me hallo suficientemente
resuelto y autorizado a decir que sin semejante temor hubiese sido fundado,
sería su conducta plausible: porque la América toda, antes se sumergirá en las
cavernas del mar, como en otro tiempo la isla de Delos, y luego la grande
Atlántida, que recibir el yugo de este tirano que ha desagradado al rey,
asolado la patria y profanado la religión. Para eso tiene el Nuevo Mundo un
Fernando y éste posee en aquel un trono a donde no alcanzarán los tiros de su
enemigo mortal. Bien puede Napoleón enviar emisarios a Persia, persuadido de
que allí donde ellos penetran, se abren las puertas a su ejército; pues Filipo
de Macedonia ha enseñado a los conquistadores del antiguo mundo, que, desde que
la plaza más fuerte avista un asno cargado de oro, todas su murallas se
desmoronan y van a tierra. Pero en América, patria de felicidad y oro, no
hallarán los apóstoles del protector del judaísmo, otra acogida que la que han
experimentado ya los temerarios que arribaron a La Habana, Caracas, Buenos
Aires y Filipinas. Acaso en un acceso de su furiosa epilepsia, caerá el corso
en el delirio de enviar escuadras contra América. Pero, ¡ah!, Neptuno entonces,
descargándole un duro golpe, con su tridente, le diría; Miserable soprano: tú,
que pisas osado mi imperio, siente el formidable efecto de mi indignación
soberana". Y como el Coloso de Rodas, se sepultaría en los abismos del mar
el gigante orgulloso.
Halando
de asunto grande, es necesario hablar de grandeza. No abogo aquí por la causa
de España, y no porque España deje de ser dignísima de que el mundo entero
hable por ella, sino porque en esta causa se versan los intereses y los
derechos de todos los hombres; y así, aún cuando el teatro de estos sucesos
fuera el Japón o Laponia, miraría yo su favorable o adverso éxito, como mío propio:
homo sum, humani nihil a me allienum puto.
La
suerte del género humano, pende actualmente de la Europa; la de Europa, de
España; la de España, de la sabiduría y firmeza de estas Cortes
extraordinarias. Y si la nave del Estado zozobra, la última tabla que a de
salvar a las Cortes, a la patria y a la humanidad, es la América. Es preciso,
pues, que no olvidemos que los cetros, pasan de pueblo en pueblo, según la
iniquidad va ocupando el solio de la justicia. En vano buscaríamos hoy los
antiguos imperios: ¿dónde están los egipcios, los babilonios, los medos, los
persas, los macedonios, los sirios y los romanos? ¿Dónde, a vuelta de poco
tiempo estarán los franceses y sus ejércitos, su saber y su gloria?... Todo lo
que nace muere; todo se disipa y desaparece; sólo subsiste la verdad, que es
eterna; y de la verdad se derivan los derechos del hombre, las obligaciones de
los monarcas y la responsabilidad de los jueces que se sientan a decir del
destino de éstos y aquellos. Hacerlo con imparcialidad y decoro, es el primero
principio de la justicia universal; y Vuestra Merced faltaría criminalmente a
ella si, desentendiéndose de sus preceptos, olvidando la propia experiencia y
despreciando las máximas de la sabiduría política, dudase, siquiera un punto,
en declarar eterna guerra a la Francia, cerrando como la avisada serpiente a
los encantos del mago, los oídos a cualquier proposición que nos haga, mientras
sus tropas no evacuen el territorio español y Fernando VII sea restituido a su
trono, libre de toda condición, tratado y pacto; pues todos son sospechosos y
nulos, como hechos en la cueva del Polifemo, entre un inocente cautivo y un
envejecido tirano, cuyo lenguaje es seducción, su ofrecimiento disfrazada
amenaza; y su mayor generosidad, la dilatada muerte de sus amigos.
Prescindiendo
del divulgado matrimonio, no porque, como alguno ha dicho, sea su validez
superior a la esfera de las facultades de este augusto Congreso; pues, para
castigar al malvado con su misma maldad, no habría más que aplicar a Fernando
la ley de que Napoleón se valió para anular el matrimonio de su hermano
Jerónimo con la americana Patterson, para luego injertarlo en el árbol de los
reyes de Sajonia. Apenas hay quien ignore que, siendo el matrimonio uno de los
contratos civiles, y pudiendo los soberanos ligar el valor de éstos a
cualesquiera condiciones honestas, no es ajeno de su autoridad poner
impedimentos directamente al matrimonio; pues, necesariamente ha de ser éste un
contrato válido para poderse elevar a sacramento. Dejo aparte lo de examinar si
en Francia hay matrimonio sacramental; porque, aun cuando me sería muy fácil
probar que no hay, es justo no distraer más tiempo la ocupada atención de
Vuestra Merced, con inútiles e innecesarias reflexiones.
Repasen,
pues, los franceses los Pirineos; venga Fernando VII como salió; detestemos
para siempre al encarnizado perseguidor de los augustos Borbones; ojo alerta
con las lisonjeras astucias de Francia; y todo, todo estará concluido. Para
esto nos desvivimos los diputados de la nación; por esto, el patriota pueblo
español ha jurado morir mil veces, antes que retroceder un paso en la ardua
empresa... ¿Y quién podrá arredarle por el temor? ¡Pero cuán expuesta se halla
su candorosa generosidad a rendirse a las persuasiones engañosas, a la compasión,
al respeto!... ¡Crea Vuestra Merced que quien lo lisonjea, quiere perderlo; en
el arte de los engaños, somos niños los españoles; y toda la sabiduría de
Vuestra Merced será infructuosa, será ninguna, desde que olvide que las habemos
con el "refinador del Macchiavelismo" con el padre de los ardides,
cuyas lecciones recibirían, admirados, los Ulises, los Silas y los Mahomas...
Tema Vuestra Merced: y prepárese, aun para lo que parezca imposible... Habría
cortes contra cortes, como hay autores que defienden opiniones malamente! Que
el mismo Fernando VII sin saber lo que se hiciera, nos haría esclavos
miserables de los "comunes contra comunes".- ¿Y qué resultaría?
Y
entonces ¿qué dirían los varones sensatos aun los ladrones sencillos, en
quienes no se haya extinguido del todo el luminoso instinto del bien, ni el
innato amor a la libertad?- ¿Qué dirían los valientes suecos que, desde años y
estrechos rincones de sus pantanosos bosques, han desafiado al poderoso
Alejandro, comprado con la molicie para instrumento de la presente destrucción
de sus animosos vecinos, y de la inevitable ruina futura de su mismo
imperio?... ¡Funesta insuficiencia de los recursos humanos! Al nuevo pero,
Gustavo VI, le ha faltado, por fin, su pueblo; y al infatigable pueblo español,
dicen que empieza a faltarle Fernando VII... Pero, para eso conserva la
Providencia las inconquistables islas británicas; asilo de los desgraciados,
pero pundonorosos reyes; para eso los libres y honrados castellanos tienen
Américas; y los americanos hacen alarde de su fraternal amor, obsecuente
hospitalidad e ilimitada filantropía...
No
es llegado todavía el doloroso momento de separarnos de Troya, con lágrimas de
piedad en el rostro, pero con el seguro consuelo en el pecho, de volver bien
pronto de nuestra mejorada Italia a besar las rescatadas tumbas de nuestros
padres, y llevar la espada y el fuego de las venganzas, a las soberbias Cortes
de estos despiadados Aquiles y Agamenones, París y Petersburgo... ¿Qué dirían
de nuestra prematura retirada esas nobles provincias, más victoriosas mientras
más desoladas? Pero, ¿cuánto más tendrían que quejarse, si hubieran de ser
vendidas a un rencoroso y vil enemigo, a cuyos ojos, el mayor mérito es más
motivo de persecución y de saña?... Todo yo me trastorno, cuando imagino que
haya un solo español que consienta en entregar atadas, con un infame tratado, a
esas heroicas poblaciones del Ebro, antemurales de la independencia española,
donde tantos ejércitos de vencedores de Austerlitz y Gena (sic), se han
estrellado, como las vanas espumas en los peñascos... ¿Este es el premio que el
heroísmo esperó de la gratitud castellana? ¿Para esto sacrificamos tantas
preciosas víctimas? ¿Para esto se ha derramado tanta sangre inocente? ¿Para
esto se han hecho, como a porfía, tantas viudas y huérfanos? ¿Les privaremos
hasta del santo consuelo de llamarse mártires del patriotismo? ¿Convertiremos
con nuestra ignorante o débil condescendencia, en villanos y traidores, a
tantos expatriados magnates y padres conscriptos; a tantos laureados
campeones?... ¡Malditas sean entonces, las victorias de Bailén, Talavera y
Tamames! ¡Bórrense entonces de la memoria de los patriotas los nombre de
Tortosa, Valencia, Badajoz y Cádiz; cavernas entonces de obstinación y
rebeldía; ya no, como hasta aquí, alcázares gloriosísimos de valor, de lealtad
y de religión!...
¿Ocúpese
Vuestra Merced exclusivamente de tan importante como difícil materia!
¡Declárese
el Congreso en sesión permanente para llegar a feliz conclusión!
¡Padres
de la Patria! ¿Porqué no hemos de trabajar sin descanso, por tantos millones de
patriotas, que no cesan de combatir, más bien por nuestra felicidad, que por la
suya propia? ¡Pensad lo que por esta misma patria hicieron, en más apuradas
angustias, los Pelayos, los Cides, los Iñigo y Jaime; y tened entendido que a
eso y mucho más somos hoy obligados; pues, gozando de los mismos derechos
tenemos para más cargo el estímulo de sus ejemplos y las luces de nuestro
siglo!
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