GENERAL JUAN DOMINGO PERON “Cerrar el paso a nuevos conceptos, nuevas
ideas, nuevas formas de vida, equivale a condenar a la humanidad a la ruina y
al estancamiento”
DISCURSO ante la ASAMBLEA CONSTITUYENTE
REFORMADORA el 27 de enero de 1949.
Señores
Convencionales Constituyentes:
En la historia de todos los pueblos hay momentos brillantes cuyas
fechas se celebran año tras año y en las cuales se establecen los principios y
despiertan los valores que los acompañaron en su vida de Nación; tales fueron
entre nosotros la Revolución de Mayo y su trascendencia americana impulsada por
nuestros generales y por nuestros soldados. Están unidas estas fechas al
entusiasmo popular que les otorga siempre un matiz de espontaneidad propicio
para cantar el triunfo o la derrota. Son las horas solemnes que gestan la
historia, son los momentos brillantes que cantan los poetas y declaman los
políticos, son las horas de exaltación y de triunfo.
Hay otras épocas en que, calladamente, los países se organizan
sobre sólidos cimientos. Se las puede llamar épocas de transición, porque
siempre señalan la decadencia de una era y el comienzo de otra. Pero no es esa
su mayor importancia, sino que en realidad, en tales momentos, se extraen
conclusiones y recapitulan los resultados de los hechos precedentes para poder
aplicar unos y otros al porvenir. El entusiasmo cede su puesto a la serena
reflexión, porque es necesario abstraer y clasificar para poder organizar y
constituir. El resultado no depende de la fuerza ni del ingenio, sino del buen
criterio y la imparcialidad de los hombres.
Dios no ha sido avaro con el pueblo argentino. Hemos saboreado los
momentos de emoción exaltada y gustado las horas tranquilas de cimentación
jurídica.
La cruzada emancipadora y la era constituyente son altísimos
exponentes de la creación heroica y de la fundación jurídica.
El genio tutelar
Permitidme que después de agradecer la invitación que me habéis
hecho de asistir a este acto tan trascendental para la vida de la República,
eleve mi corazón y mi pensamiento hacia las regiones inmarcesibles, donde mora
el genio tutelar de los argentinos, el general San Martín.
San Martín es el héroe máximo, héroe entre los héroes y Padre de
la Patria. Sin él se hubieran diluido los esfuerzos de los patriotas y quizás
no hubiera existido el aglutinante que dio nueva conformación al continente
americano. Fue el creador de nuestra nacionalidad y el libertador de pueblos
hermanos. Para él sea nuestra perpetua devoción y agradecimiento. Los
Constituyentes del 53 habían padecido ya las consecuencias de la
desorganización, de la arbitrariedad y de la anarquía. La Generación del 53 era
la sucesora de aquella de la Independencia, la heroica. Más que la estrategia
de los campos de batalla tenía presente la obscura lucha civil; más que los
cabildos populares, la desorganización política y el abandono de las artes y de
los campos. Había visto de cerca la miseria, la sangre y el caos; pero debía
elevarse apoyándose en el pasado para ver, más allá del presente, la grandeza
del futuro; y más aún, tenía que sobreponerse a la influencia extranjera,
ahondar en el modo de ser del país para no caer en la imitación de leyes foráneas.
Hubo de liberarse de la intransigencia de los círculos cerrados y de los
resabios coloniales, para que la Constitución no fuera a la zaga de las de su
tiempo.
Augustos diputados de la Nación nombró Urquiza a los del Congreso
Constituyente, y no estuvieron por debajo de ese adjetivo; reconstruyeron la
Patria; terminaron con las luchas y unieron indisolublemente al pueblo y a la
soberanía, renunciando a todo interés que estuviera por debajo del bienestar de
la Nación.
De esta manera se elaboró nuestra Carta Magna, no sólo para
legislar sino para organizar, defender y unir a la Argentina.
Los nuevos tiempos
La evolución de los pueblos, el simple transcurso de los tiempos,
cambian y desnaturalizan el sentido de la legislación dictada para los hombres
de una época determinada. Cerrar el paso a nuevos conceptos, nuevas ideas,
nuevas formas de vida, equivale a condenar a la humanidad a la ruina y al
estancamiento. Al pueblo no pueden cerrársele los caminos de la reforma gradual
de sus leyes; no puede impedírsele que exteriorice su modo de pensar y de
sentir y los incorpore a los cuerpos fundamentales de su legislación. No podía
el pueblo argentino permanecer impasible ante la evolución que las ideas han
experimentado de cien años acá. Mucho menos podía tolerar que la persona humana
que el caballero que cada pecho criollo lleva dentro, permaneciera a merced de
los explotadores de su trabajo y de los conculcadores de su conciencia. Y el
límite de todas las tolerancias fue rebasando cuando se dio cuenta que las
actitudes negativas de todos los poderes del Estado conducían a todo el pueblo
de la Nación Argentina al escepticismo y a la postración moral, desvinculándolo
de la cosa pública.
El derecho a la revolución
Las fuerzas armadas de la Nación, intérpretes del clamor del
pueblo, sin rehuir la responsabilidad que asumían ante el pueblo mismo y ante
la Historia, el 4 de junio de 1943, derribaron cuanto significaba una renuncia
a la verdadera libertad, a la auténtica fraternidad de los argentinos.
La Constitución conculcada, las leyes incumplidas o hechas a
medida de los intereses contrarios a la Patria; las instituciones políticas y
la organización económica al servicio del capitalismo internacional; los
ciudadanos burlados en sus más elementales derechos cívicos; los trabajadores a
merced de las arbitrariedades de quienes obraban con la impunidad que les
aseguraban los gobiernos complacientes. Este es el cuadro que refleja vivamente
la situación al producirse el movimiento militar de 1943.
No es de extrañar que el pueblo acompañara a quienes,
interpretándole, derrocaban el régimen que permitía tales abusos.
Por eso decía que no pueden cerrárseles los caminos de la reforma
gradual y del perfeccionamiento de los instrumentos de gobierno que permiten y
aun impulsan un constante progreso de los ciudadanos y un ulterior
perfeccionamiento de los resortes políticos.
Cuando se cierra el camino de la reforma legal nace el derecho de
los pueblos a una revolución legítima.
La historia nos enseña que esta revolución legítima es siempre
triunfante. No es la asonada ni el motín ni el cuartelazo; es la voz, la
conciencia y la fuerza del pueblo oprimido que salta o rompe la valla que le
oprime. No es la obra del egoísmo y de la maldad. La revolución en estos casos
es legítima, precisamente porque derriba el egoísmo y la maldad. No cayeron
éstos pulverizados el 4 de junio. Agazapados, aguardaron el momento propicio
para recuperar las posiciones perdidas. Pero el pueblo, esta vez, el pueblo
solo, supo enterrarlos definitivamente el 17 de octubre.
La justicia social
Y desde entonces, la justicia social que el pueblo anhelaba,
comenzó a lucir en todo su esplendor. Paulatinamente llega a todos los rincones
de la Patria, y sólo los retrógrados y malvados se oponen al bienestar de quienes
antes tenían todas las obligaciones y se les negaban todos los derechos.
Afirmada la personalidad humana del ciudadano anónimo, aventada la
dominación que fuerzas ajenas a las de la soberanía de nuestra Patria ejercían
sobre la primera de nuestras fuentes de riqueza, es decir, sobre nuestros
trabajadores y sobre nuestra economía; revelada de nuevo el ansia popular de
vivir una vida libre y propia, se patentizó en las urnas el deseo de terminar
para siempre y el afán de evitar el retorno de las malas prácticas y malos
ejemplos que impedían el normal desarrollo de la vida argentina, por cauces de
legalidad y de concordia.
El clamor popular que acompañó serenamente a las fuerzas armadas
el 4 de junio y estalló pujante el 17 de octubre, se impuso, solemne, el 24 de
febrero.
Tres fechas próximas a nosotros, cuyo significado se proyecta
hacia el futuro, y cuyo eco parece percibirse en las generaciones del porvenir.
La primera señala que las fuerzas armadas respaldan los nobles deseos y
elevados ideales del pueblo argentino; la segunda, representa la fuerza quieta
y avasalladora de los pechos argentinos decididos a ser muralla para defender
la ciudadela de sus derechos o ariete para derribar los muros de la opresión; y
en la última, resplandece la conjunción armónica, la síntesis maravillosa y el
sueño inalcanzado aún por muchas democracias de imponer la voluntad
revolucionaria en las urnas, bajo la garantía de que la libre conciencia del
pueblo sería respaldada por las armas de la Patria.
La gran tarea
Desde este punto y hora comenzó para la Argentina la tarea de su
reconstrucción política, económica y social. Comenzó la tarea de destruir todo
aquello que no se ajusta al nuevo estado de la conciencia jurídica expresada
tan elocuentemente en las jornadas referidas y confirmada cada vez que ha sido
consultada la voluntad popular. Podemos afirmar que hoy el pueblo argentino
vive la vida que anhelaba vivir.
No hubiéramos reparado en nada si para devolver su verdadera vida
al pueblo argentino hubiera sido preciso transformar radicalmente la estructura
del Estado; pero, por fortuna, los próceres que nos dieron honor, Patria y
bandera, y los que más tarde estructuraron los basamentos jurídicos de nuestras
instituciones, marcaron la senda que indefectiblemente debe seguirse para
interpretar el sentimiento argentino y conducirlo con paso firme hacia sus
grandes destinos. Esta senda no es otra que la libertad individual, base de la
soberanía; pero ha de cuidarse que el abuso de la libertad individual no
lesione la libertad de otros y que la soberanía no se limite a lo político,
sino que se extienda a lo económico o, más claramente dicho, que para ser
libres y soberanos no debemos respetar la libertad de quienes la usen para
hacernos esclavos o siervos.
Por el instinto de conservación individual y colectivo, por el
sagrado deber de defender al ciudadano y a la Patria, no debemos quedar
indefensos ante cualquiera que alardeando de su derecho a la libertad quiera
atentar contra nuestras libertades. Quien tal pretendiera tendrá que chocar con
la muralla que le opondrán todos los corazones argentinos.
Hasta el momento actual, sólo se habían enunciado los problemas
que debían solucionarse de acuerdo a la transformación que el pueblo argentino
desea. Ahora, la representación de la voluntad general del pueblo argentino ha
manifestado lo que contiene esta voluntad y a fe que no es mucho. Yo, que he
vivido con el oído puesto sobre el corazón del pueblo, auscultando sus más
mínimos latidos, que me he enardecido con la aceleración de sus palpitaciones y
abatido con sus desmayos, podría concretar las aspiraciones argentinas diciendo
que lo que el pueblo argentino desea es no tolerar ultrajes de fuera, ni de
dentro, ni admitir vasallaje político ni económico; vivir en paz con todo el mundo,
respetar la libertad de los demás, a condición de que nos respeten la propia;
eliminar las injusticias sociales, amar a la Patria y defender nuestra bandera
hasta nuestro último aliento.
Convencido como estoy de que estos son los ideales que encarnan
los convencionales aquí reunidos, permitidme que exprese la emoción profunda
que me ha producido ver, que para precisar el alcance de anhelo de los
Constituyentes del 53 el Partido Peronista haya acordado ratificar en el
Preámbulo de la Carta Magna de los argentinos, la decisión irrevocable de
constituir lo que siempre he soñado: una Nación socialmente justa,
económicamente libre y políticamente soberana.
Con la mano puesta sobre el corazón, creo que este es el sueño
íntimo e insobornable de todos los argentinos; de los que me siguen y de los
que no tengo la fortuna de verles a mi lado.
Las reformas
Con las reformas proyectadas por el Partido Peronista, la
Constitución adquiere la consistencia de que hoy está necesitada. Hemos rasgado
el viejo papelerío declamatorio que el siglo pasado nos transmitió; con
sobriedad espartana escribimos nuestro corto mensaje a la posteridad, reflejo
de la época que vivimos y consecuencia lógica de las desviaciones que habían
experimentado los términos usados en 1853.
El progreso social y económico y las regresiones políticas que el
mundo ha registrado en los últimos cien años, han creado necesidades
ineludibles; no atenderlas proveyendo a lo que corresponda, equivale a derogar
los términos en que fue concebida por sus autores.
¿Podían imaginar los Constituyentes del 53 que la civilización
retrocediera hasta el salvajismo que hemos conocido en las guerras y
revoluciones del siglo XX? ¿Imaginaron los bombardeos de ciudades abiertas o
los campos de concentración, las brigadas de choque, el fusilamiento de
prisioneros, las mil violaciones al derecho de gentes, los atentados a las
personas y los vejámenes a los países que a diario vemos en esta posguerra
interminable? Nada de ello era concebible. Hoy nos parece una pesadilla, y los
argentinos no queremos que estos hechos amargos se puedan producir en nuestra
Patria. Aún más: deseamos que no vuelvan a ocurrir en ningún lugar del mundo.
¡Anhelamos que la Argentina sea el reducto de las verdaderas libertades de los
hombres y la Constitución su imbatible parapeto!
Orden interno
En el orden interno, ¿podían imaginarse los Convencionales del 53
que la igualdad garantizada por la Constitución llevaría a la creación de entes
poderosos, con medios superiores a los propios del Estado? ¿Creyeron que estas
organizaciones internacionales del oro se enfrentarían con el Estado y se
negarían a sojuzgarle y a extraer las riquezas del país? ¿Pensaron siquiera que
los habitantes del suelo argentino serían reducidos a la condición de parias
obligándoles a formar una clase social pobre, miserable y privada de todos los
derechos, de todos los bienes, de todas las ilusiones y de todas las
esperanzas? ¿Pensaron que la máquina electoral montada por los que se
apropiaron de los resortes del poder llegaría a poner la libertad de los
ciudadanos a merced del caudillo político, del "patrón" o del
"amo", que contaba su "poderío electoral" por el número de
conciencias impedidas de manifestarse libremente?
Hay que tener el valor de reconocer cuándo un principio aceptado
como inmutable pierde su actualidad. Aunque se apoye en la tradición, en el
derecho o en la ciencia, debe declararse caduco tan pronto lo reclame la
conciencia del pueblo. Mantener un principio que ha perdido su virtualidad,
equivale a sostener una ficción.
Con las reformas propiciadas pretendemos correr definitivamente un
tupido velo sobre las ficciones que los argentinos de nuestra generación hemos
tenido que vivir. Deseamos que se desvanezca el reino de las tinieblas y de los
engaños. Aspiramos a que la Argentina pueda vivir una vida real y verdadera.
Pero esto sólo puede alcanzarse si la Constitución garantiza la existencia
perdurable de una democracia verdadera y real.
El ideal revolucionario
La demostración más evidente de que la conquista de nuestras
aspiraciones va por buen camino la ofrece el hecho de que se reúne el Congreso
Nacional Constituyente después de transcurridos más de cinco años y medio del
golpe de fuerza que derribó el último gobierno oligárquico. La acción
revolucionaria no hubiera resistido los embates de la pasión, de la maldad y de
odio si no hubiese seguido la trayectoria inicial que dio impulso y sentido al
movimiento. La idea revolucionaria no hubiera podido concretarse en un molde
constitucional de no haber podido resistir las críticas, los embates y el
desgaste propios de los principios cuando chocan con los escollos que
diariamente salen al paso del gobernante. Los principios de la revolución no se
hubieran mantenido si no hubiesen sido el fiel reflejo del sentimiento argentino.
Muy profunda ha de ser la huella impresa en la conciencia nacional
por los principios que rigen nuestro movimiento cuando en la última consulta
electoral el pueblo los ha consagrado otorgándoles amplios poderes
reformadores. Y de esta Asamblea que hoy inicia su labor constructiva debe
salir el edificio que la Nación entera aguarda para alojar dignamente el mundo
de ilusiones y esperanzas que sus auténticos intérpretes le han hecho concebir.
En este momento se agolpan en mi mente las quimeras de nuestros
próceres y las inquietudes de nuestro pueblo. Los episodios que han jalonado
nuestra historia. La lucha titánica desarrollada en los casi ciento treinta y
nueve años transcurridos desde el alumbramiento de nuestra Patria. La
emancipación, los primeros pasos para organizarse, las discordias civiles, la
estructuración política, los anhelos de independencia total, la entrega a los
intereses foráneos, la desesperación del pueblo al verse sojuzgado
económicamente y el último esfuerzo realizado por romper toda atadura que nos
humillara y toda genuflexión que nos ofendiera.
Todo esto desfila por mi mente y golpea mi corazón con igual
ímpetu que percute y exalta vuestro espíritu. Y pienso en los fútiles
subterfugios que se han opuesto a las reformas proyectadas. Y veo tan
deleznables los motivos y tan envueltas en tinieblas las sinrazones, que
ratifico, como seguramente vosotros ratificáis en el altar sagrado de vuestra
conciencia, los elevados principios en que las reformas se inspiran y las
serenas normas que concretan sus preceptos.
Y consciente de la responsabilidad que a esta Magna Asamblea
alcanza, os exhorto a que ningún sórdido interés enturbie vuestro espíritu y
ningún móvil mezquino desvíe vuestro derrotero. Que salga limpia y pura la
voluntad nacional. ¡Así añadiréis un galardón más de gloria a nuestra Patria!
Interés supremo de la Patria
En los grandes rasgos de las reformas proyectadas por el Partido
Peronista, se perfila clara la voluntad ciudadana que ha empujado nuestros
actos.
Cuando al crearse la Secretaría de Trabajo y Previsión se inició
definitivamente la era de la política social, las masas obreras argentinas
siguieron esperanzadamente la cruzada redentora que de tanto tiempo atrás
anhelaban. Vieron claro el camino que debía recorrerse. En el discurso del día
2 de diciembre de 1943 afirmaba que "por encima de preceptos casuísticos,
que la realidad puede tornar caducos el día de mañana, está la declaración de
los altísimos principios de colaboración social". El objeto que con ello
perseguía era: robustecer los vínculos de solidaridad humana, incrementar el
progreso de la economía nacional, fomentar el acceso a la propiedad privada,
acrecer la producción en todas sus manifestaciones y defender al trabajador
mejorando sus condiciones de trabajo y de vida.
Al volver la vista atrás y examinar el camino recorrido desde que
tales palabras fueron pronunciadas, no puedo menos que preguntar a los
esforzados hombres de trabajo de mi Patria entera si, a pesar de todos los
obstáculos que se han opuesto al logro de mis aspiraciones he logrado o no lo
que me proponía alcanzar.
Y cotejando este programa mínimo, esbozo de la primera hora,
cuando era tan fácil prometer sin tasa ni medida, ¿no es cierto que se nota una
completa analogía con los rasgos esenciales de la reforma que el peronismo
lleva al Congreso Constituyente? La mesura con que Dios guió mis primeros pasos
es equiparable a la prudencia que inspira las reformas proyectadas.
Si así no hubiera sido, tened la absoluta certeza, de que, como
jefe del partido, no hubiera consentido que se formularan. En toda mi vida
política he sostenido que no dejaré prevalecer una decisión del partido que
pueda lesionar en lo más mínimo el interés supremo de la Patria. Creed que esta
afirmación responde al más íntimo convencimiento de mi alma, y que
fervientemente pido a Dios que mientras viva me lo mantenga.
Había pensado en la conveniencia de presentar ante Vuestra
Honorabilidad el comentario de las reformas que aparecen en el anteproyecto
elaborado por el Partido Peronista. Desisto, sin embargo, de la idea porque
exigiría un tiempo excesivo. Por otra parte, la explicación se encuentra
sintetizada en el propio anteproyecto y desarrollada ampliamente por mí en un
discurso que ha tenido amplia difusión.
La presencia de los pueblos
Señores: La comunidad nacional como fenómeno de masas aparece en
las postrimerías de la democracia liberal. Ha desbordado los límites del ágora
política ocupada por unas minorías incapaces de comprender la novedad de los
cambios sociales de nuestros días. El siglo XIX descubrió la libertad, pero no
pudo idear que ésta tendría que ser ofrecida de un modo general, y que para
ello era absolutamente imprescindible la igualdad de su disfrute.
Cada siglo tiene su conquista, y a la altura del actual debemos
reconocer que así como el pasado se limitó a obtener la libertad, el nuestro
debe proponerse la justicia.
El contenido de los conceptos Nación, sociedad y voluntad nacional
no era antes lo que es en la actualidad. Era una fuerza pasiva; era el sujeto
silencioso y anónimo de veinte siglos de dolorosa evolución. Cuando este sujeto
silencioso y anónimo surge como una masa, las ideas viejas se vuelven
aleatorias, la organización política tradicional tambalea.
Ya no es posible mantener la estructuración del Estado en una
rotación entre conservadores y liberales. Ya no es posible limitar la función
pública a la mera misión del Estado-gendarme. No basta ya con administrar: es
imprescindible comprender y actuar. Es menester unir; es preciso crear.
Cuando esa masa planta sus aspiraciones, los clásicos partidos
turnantes averiguan que su dispositivo no estaba preparado para una demanda
semejante. Cuando la democracia liberal divisa al hombre al pie de su
instrumento de trabajo, advierte que no había calculado sus problemas, que no
había contado con él, y, lo que es más significativo, que en lo futuro ya no se
podrá prescindir del trabajador.
Lo que los pueblos avanzan en el camino político, puede ser
desandado en un día. Puede desviarse, rectificarse o perderse lo que en el
terreno económico se avanza. Pero lo que en el terreno social se adelante, esto
no retrocede jamás.
Democracia social
Y la democracia liberal, flexible en sus instituciones para
retrocesos y discreteos políticos y económicos, no era igualmente flexible para
los problemas sociales; y la sociedad burguesa, al romper sus líneas ha
mostrado el espectáculo impresionante de los pueblos puestos de pie para medir
la magnitud de su presencia, el volumen de su clamor, la justicia de sus aspiraciones.
A la expectación popular sucede el descontento. La esperanza en la
acción de las leyes se transforma en resentimiento si aquéllas toleran la
injusticia. El Estado asiste impotente a una creciente pérdida de prestigio.
Sus instituciones le impiden tomar medidas adecuadas y se manifiesta el
divorcio entre su fisonomía y la de la Nación que dice representar.
A la pérdida de prestigio sucede la ineficacia, y, a ésta, la
amenaza de rebelión, porque si la sociedad no halla en el poder el instrumento
de su felicidad, labra en la intemperie el instrumento de la subversión.
¡Esto es el signo de la crisis!
El caso de los absolutismos abrió a las iniciativas amplio cauce;
pero las iniciativas no regularían por sí mismas los objetivos colectivos, sino
los privados.
Mientras se fundaban los grandes capitalismos, el pueblo
permaneció aislado y expectante. Después, frente la explotación, fortaleció su
propio descontento.
Hoy no es posible pensar organizarse sin el pueblo, ni organizar
un Estado de minorías para entregar a unos pocos privilegiados la
administración de la libertad. Esto quiere decir que de la democracia liberal
hemos pasado a la democracia social.
Nuestra preocupación no es tan sólo crear un ambiente favorable
para que los más capaces o los mejor preparados labren su prosperidad, sino
procurar el bienestar de todos. Junto al arado, sobre la tierra, en los
talleres y en las fábricas, en el templo del trabajo, donde quiera que veamos
al individuo que forma esas masas, al descamisado, que identifica entre
nosotros nuestra orgullosa compresión del acontecimiento de nuestro siglo, se
halla hoy también el Estado.
Nuestro apoyo
El Estado argentino de hoy tiene ahí puesta su atención y su
preocupación. La felicidad y el bienestar de la masa son las garantías del
orden, son el testimonio de que la primera consigna del principio de autoridad
en nuestra época ha sido cumplida.
Queden con su conciencia los que piensan que el problema puede
solucionarse aprisionando con mano de hierro las justas protestas de la
necesidad o los que quieren convertir la Nación en un rencoroso régimen de
trabajos forzados sin compensaciones y sin alegrías.
Nosotros creemos que la fe y la experiencia han iluminado nuestro
pensamiento, para permitirnos extraer de esa crisis patética de la humanidad
las enseñanzas necesarias.
Esa masa, ese cuerpo social, ese descamisado que estremece con su
presencia la mole envejecida de las organizaciones estatales que no han querido
aún mortificarse ni progresar es, precisamente, nuestro apoyo, es la causa de
nuestros trabajos, es nuestra gran esperanza. Y esto es lo que da,
precisamente, tono, matiz y sentido a nuestra democracia social.
Perfeccionar la libertad
Señores: Estamos en este recinto unidos espiritualmente en el gran
anhelo de perfeccionar la magna idea de libertad, que las desviaciones de la
democracia liberal y su alejamiento de lo humano hicieron imposible.
Cuando el mundo vive horas de dolorosa inquietud, nos enorgullece
observar que lo que impulsa y anima nuestra acción es la comunidad nacional
esperanzada. Conscientes de la trascendencia del momento, del signo decisivo de
esa época en que nos hallamos, queremos hacernos dignos de su confianza.
Señores Convencionales: Termino mis palabras con las que empieza y
seguirá empezando nuestra Constitución: ¡Invoco a Dios, fuente de toda razón y
justicia, para que os dé el acierto que los argentinos esperamos y que la
Patria necesita!
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