miércoles, 30 de noviembre de 2016

OSCAR ARIAS SÁNCHEZ “América tiene prisa por su libertad, prisa por su democracia, y requiere la comprensión del mundo entero para liberarse del dictador, para liberarse de la miseria”

OSCAR ARIAS SÁNCHEZ “América tiene prisa por su libertad, prisa por su democracia, y requiere la comprensión del mundo entero para liberarse del dictador, para liberarse de la miseria”


OSCAR ARIAS SÁNCHEZ “América tiene prisa por su libertad, prisa por su democracia, y requiere la comprensión del mundo entero para liberarse del dictador, para liberarse de la miseria”

Discurso de aceptación del premio Nobel de la Paz, 11 de diciembre de 1987

Solo la paz puede escribir la nueva historia

Desear la paz,
La Paz consiste, en gran parte, en el hecho de desearla con toda el alma. Estas palabras de Erasmo las viven los habitantes de mi pequeña Costa Rica. El mío es un pueblo sin armas donde nuestros niños nunca vieron un avión de combate, ni un tanque, ni un barco de guerra. Uno de mis invitados a recibir este premio, aquí con nosotros, es José Figueres Ferrer, el hombre visionario que en 1948 abolió el ejército de mi Patria y le señaló, así, un curso diferente a nuestra historia.
Soy uno de América Latina
No recibo este premio como Oscar Arias. Tampoco lo recibo como Presidente de mi país. No tengo la arrogancia de pretender que represento a alguien o a alguno, pero no le temo a la humildad que me identifica con todos y con sus grandes causas.
Lo recibo como uno de los 400 millones de latinoamericanos que buscan en el retorno a la libertad, en la práctica de la democracia, el camino para superar tanta miseria y tanta injusticia. Soy uno de esa América Latina de rostro marcado por profundas huellas de dolor, que recuerdan el destierro, la tortura, la prisión y la muerte de muchos de sus hombres y de sus mujeres. Soy uno de esa América Latina cuya geografía aún exhibe regímenes totalitarios que avergüenzan a la humanidad entera.
Las cicatrices de América
Las cicatrices que marcan a América son profundas. América busca, en estos años, retornar a la libertad y cuando se asoma a la democracia, ve primero la horrible estela de tortura, destierro y muerte que dejó tras sí el dictador. Los problemas que debe superar América son enormes. La herencia de un pasado de injusticias se agravó con la nefasta acción del tirano para producir el endeudamiento externo, la insensibilidad social, la destrucción de las economías, la corrupción y muchos otros males en nuestras sociedades. Estos males están a la vista, desnudos para quien quiera verlos.
No es extraño que, ante la magnitud del reto, muchos sean presa del desaliento; que abunden los profetas del Apocalipsis, esos que anuncian los fracasos de las luchas contra la pobreza, los que pregonan la pronta caída de las democracias, los que pronostican la inutilidad de los esfuerzos en favor de la paz.
No comparto ese derrotismo. No puedo aceptar que ser realista signifique tolerar la miseria, la violencia y los odios. No creo que el hombre con hambre, por expresar su dolor, deba ser tratado como subversivo. Nunca podré aceptar que la ley pueda usarse para justificar la tragedia, para que todo siga igual, para que renunciemos a pensar en un mundo diferente. La ley es el camino de la libertad y, como tal, debe ser oportunidad de desarrollo para todos.
La libertad hace milagros
La libertad hace milagros. Cuando los hombres son libres todo es posible. Los retos a que se enfrenta América puede superarlos una América libre, una América democrática. Cuando asumí la Presidencia de Costa Rica convoqué a una alianza para la libertad y la democracia en las Américas. Dije entonces, y lo repito ahora, que ni política ni económicamente, debemos ser aliados de gobiernos que oprimen a sus pueblos. América Latina no ha conocido una sola guerra entre dos democracias. Esta razón es suficiente para que todo hombre de buena fe, para que toda nación bien intencionada, apoye los esfuerzos para acabar con las tiranías.
Hay prisa en América
Hay prisa por que América sea libre. Toda América debe ser libre. Yo vengo de un mundo que grandes problemas, que vamos a superar en libertad. Vengo de un mundo que tiene prisa porque el hambre tiene prisa. La violencia que olvidó la esperanza tiene prisa. El dogmatismo que traicionó al diálogo tiene prisa. Vengo de un mundo donde tenemos prisa por hacer irreversibles los caminos de la libertad y por frustrar todo intento de opresión. Yo vengo de un mundo que tiene prisa por que el guerrillero y el soldado detengan el fuego: están muriendo jóvenes, están muriendo hermanos, y mañana no sabrán por qué. Yo vengo de un mundo que tiene prisa por que se abran las puertas de las cárceles y salgan los hombres presos en vez de que, como ayer, entren en ellas los hombres libres.
América tiene prisa por su libertad, prisa por su democracia, y requiere la comprensión del mundo entero para liberarse del dictador, para liberarse de la miseria.
Soy uno de Centroamérica
Recibo este premio como uno de los 27 millones de centroamericanos. Más de cien años de dictadores despiadados y de injusticias y pobreza generalizada, son el antecedente del despertar democrático de Centroamérica. Vivir la violencia durante otro siglo o alcanzar la paz superando el miedo a la libertad, es el reto de mi pequeña América. Sólo la paz puede escribir una historia nueva.
En América Central no vamos a perder la fe. Vamos a rectificar la historia. ¡Cuán triste es que quieran obligarnos a creer que la paz es un sueño, que la justicia es una utopía, que no es posible el bienestar compartido! ¡Cuán triste es que haya en el mundo quienes no entienden que en la Centroamérica donde hubo plantaciones, hoy se afirman naciones que buscan, con todo derecho, un destino mejor para sus pueblos! ¡Cuán triste es que algunos no comprendan que la América Central no quiere prolongar su pasado, sino escribir un futuro nuevo, con esperanza para los jóvenes y con dignidad para los viejos!
Convertir sueños en realidades
El istmo centroamericano es zona de grandes contrastes, pero también de alentadoras concordancias. Millones de hombres y mujeres comparten sueños de libertad y de desarrollo. Estos sueños se desvanecen en algunos países ante violaciones sistemáticas de los derechos humanos; se estrellan contra luchas fratricidas en campos y ciudades y afrontan realidades de pobreza extrema que paralizan el corazón. Poetas que son orgullo de la humanidad saben que millones y millones no pueden leerlos en sus propias tierras, porque allí miles y miles de hombres y de mujeres son analfabetos. Hay en esta angosta faja de tierra pintores y escultores que admiraremos siempre, pero también dictadores que no quisiéramos recordar porque ofendieron los más queridos valores del hombre.
América Central no quiere ni puede seguir soñando. La historia exige que los sueños se transformen en realidades. Es ahora cuando no hay tiempo que perder. Es hoy cuando podemos tomar el destino en nuestras manos. En estos territorios, que cobijan por igual a la más antigua y fuerte democracia de la América Latina - la de Costa Rica y la historia de las más despiadadas y crueles dictaduras, el despertar democrático exige una fidelidad especial a la libertad.
Si las dictaduras de ayer sólo fueron capaces de crear miseria y de mutilar la esperanza, ¡qué absurdo sería pretender curar los males de la dictadura de un extremo con una dictadura de otro extremo! En América Central nadie tiene derecho a temerle a la libertad, nadie tiene derecho a predicar verdades absolutas. Los males de un dogma son también los males de otro dogma. Todos son enemigos de la creatividad del hombre. Ya lo dijo Pascal: "Sabemos mucho para ser escépticos. Sabemos muy poco para ser dogmáticos".
La historia sólo puede tener la dirección de la libertad. La historia sólo puede tener por alma la justicia. Cuando se marcha en sentido contrario a la historia, se transita la ruta de la vergüenza, de la pobreza, de la opresión. No hay revolución si no hay libertad. Toda opresión camina en dirección contraria al alma del hombre.
Libertad: anhelo compartido
América Central se halla ante una encrucijada terrible: frente a angustiosos problemas de pobreza, hay algunos que desde la montaña o desde el gobierno buscan dictaduras de otros signos ideológicos, ignorando el clamor libertario de muchas generaciones. Así, al lado de los graves males de miseria generalizada, de los males definidos en el contexto Norte-Sur, surge el conflicto Este-Oeste. Allí donde los problemas de pobreza se juntan con la pugna ideológica, el miedo a la libertad, perfila en Centroamérica una cruz que irradia sombrías predicciones.
No nos equivoquemos. Sólo la liberación de la miseria y del temor es respuesta para Centroamérica, respuesta para su pobreza, respuesta para sus retos políticos. Quienes, en nombre de ciertos dogmas, propician la solución de males centenarios, sólo contribuirán a hacer los problemas de ayer más grandes en el futuro. Hay un anhelo compartido en el alma de los hombres, que pide desde hace siglos la libertad en América Central. Nadie debe traicionar la alianza de las almas. Hacerlo significa condenar a nuestra pequeña América a otros cien años de horrorosa opresión, a otros cien años de muertes sin sentido, a otros cien años de lucha por la libertad.
Soy uno de Costa Rica
Recibo este premio como uno de los 2,7 millones de costarricenses. Mi pueblo respira su libertad sagrada por dos océanos, que son sus fronteras al este y al oeste. Al sur y al norte, Costa Rica ha limitado casi siempre con el dictador y la dictadura. Somos un pueblo sin armas y luchamos por seguir siendo un pueblo sin hambre. Somos para América símbolo de paz y queremos ser símbolo de desarrollo. Nos proponemos demostrar que la paz es requisito y fruto del desarrollo.
Tierra de maestros
Mi tierra es tierra de maestros. Por eso es tierra de paz. Nosotros discutimos nuestros éxitos y nuestros fracasos en completa libertad. Porque mi tierra es de maestros, cerramos los cuarteles, y nuestros niños marchan con libros bajo el brazo, y no con fusiles sobre el hombro. Creemos en el diálogo, en la transacción, en la búsqueda del consenso. Repudiamos la violencia. Porque mi tierra es de maestros, creemos en convencer y no en vencer al adversario. Preferimos levantar al caído y no aplastarlo, porque creemos que nadie posee la verdad absoluta. Porque mi tierra es de maestros, buscamos una economía en que los hombres cooperen solidariamente y no una economía en que compitan hasta anularse.
Desde hace 118 años en mi tierra la educación es obligatoria y gratuita. La atención médica protege hoy a todos los habitantes, y la vivienda popular es fundamental para mi Gobierno.
Una nueva economía
Así como estamos orgullosos de muchos de nuestros logros, no escondemos nuestras angustias y nuestros problemas. En horas difíciles debemos ser capaces de establecer una nueva economía, para volver a crecer. Hemos dicho que no queremos una economía insensible a las necesidades de los hogares, a las demandas de los más humildes. Hemos dicho que en nombre del crecimiento económico no vamos a renunciar a la aspiración de crear una sociedad más igualitaria. Hoy somos el país de más baja tasa de desocupación en el Hemisferio Occidental. Queremos ser el primer país de América Latina libre del tugurio. Estamos convencidos de que un país libre de tugurios será un país libre de odios, donde trabajar por el progreso en libertad podrá ser, también, privilegio de países pobres.
Más fuerza que mil ejércitos
En estos años amargos para América Central, muchos en mi Patria temieron que la violencia centroamericana pudiera contagiar, empujada por mentes enfermas y ciegas de fanatismo, a nuestra Costa Rica. Algunos costarricenses fueron embargados por el temor de que tuviésemos que crear un ejército, para mantener a la violencia fuera de nuestras fronteras. ¡Qué debilidad más sin sentido! Estos pensamientos valen menos que los treinta denarios entregados a Judas. La fortaleza de Costa Rica, la fuerza que la hace invencible ante la violencia, que la hace más poderosa que mil ejércitos, es la fuerza de la libertad, de sus principios, de los grandes ideales de nuestra civilización. Cuando las ideas se viven con honestidad, cuando no se le teme a la libertad, se es invulnerable ante los embalas totalitarios.
En Costa Rica sabemos que sólo la libertad permite construir proyectos políticos donde caben todos los habitantes de un país. Sólo la libertad permite que la tolerancia concilie a los hombres. Los dolorosos caminos por los que, errantes en el mundo, transitan cubanos, nicaragüenses, paraguayos, chilenos y tantos otros que deambulan sin poder retornar a sus propias tierras, son el más cruel testimonio del imperio del dogmatismo. La libertad no tiene apellidos y la democracia no tiene colores. Uno las distingue donde las encuentre, como vivencia real de un pueblo.
Un plan de paz
Ante la cercanía de la violencia de Centroamérica, Costa Rica y toda su historia, Costa Rica y en especial el idealismo de su Patria Joven me exigieron llevar al campo de batalla de la región la paz de mi pueblo, la fe en el diálogo, la necesidad de la tolerancia. Como servidor de ese pueblo, propuse un plan de paz para Centroamérica. Ese plan se fundamentó también en el grito libertario de Simón Bolívar, expresado en el trabajo tesonero y valiente del Grupo de Contadora y del Grupo de Apoyo.
Soy uno de cinco Presidentes
Recibo este premio como uno de los cinco Presidentes que han comprometido ante el mundo la voluntad de sus pueblos para cambiar una historia de opresión por un futuro de libertad; para cambiar una historia de hambre por un destino de progreso; para cambiar el llanto de las madres y la muerte violenta de los jóvenes por una esperanza, por un camino de paz que deseamos transitar juntos.
La esperanza el la fuerza más grande que impulsa a los pueblos. La esperanza que transforma, que fabrica nuevas realidades, es la que abre el camino hacia la libertad del hombre. Cuando se alienta una esperanza, es necesario unir el coraje a la sabiduría. Sólo así es posible evitar la violencia, sólo así es posible tener la serenidad requerida para responder con paz a las ofensas.
Hay ocasiones en que no importa cuan noble sea la cruzada que emprendida, algunos anhelan y propician su fracaso. Unos pocos parecen aceptar la guerra como el curso normal de los acontecimientos, como la solución a los problemas. ¡Cuan irónico es que fuerzas poderosas se molesten cuando se interrumpe el curso de la guerra, cuando se trabaja por destruir las razones que alimentan los odios! ¡Cuan irónico es que el intento por detener guerras en curso desate iras y ataques, como si estuviésemos perturbando un sueño justo, un camino necesario, y no un mal desgarrador! ¡Cuan irónico es que los esfuerzos de paz dejen al descubierto que, para muchos, los odios son más fuertes que el amor; que las ansias de alcanzar el poder por medio de victorias militares hagan perder la razón a tantos hombres, olvidar la vergüenza, traicionar la historia.
Que callen todas las armas
En Centroamérica, cinco Presidentes hemos firmado un acuerdo para buscar una paz firme y duradera. Buscamos que callen las armas y hablen los hombres. Son armas convencionales las que están matando a nuestros hijos, son armas convencionales las que matan a nuestros jóvenes.
El pavor a una guerra nuclear, los espantos que se describen en torno a cómo sería el fin atómico del mundo, parecen habernos hecho insensibles ante las guerras convencionales. ¡El recuerdo de Hiroshima es más fuerte que el recuerdo de Vietnam! ¡Con qué fuerza quisiéramos nosotros que existiera el mismo respeto, tanto para utilizar la bomba atómica como un arma convencional! ¡Con qué fuerza quisiéramos nosotros que matar a muchos poco a poco, cada día, fuese tan condenable como matar a muchos en un solo día! ¿Es que vivimos en un mundo tan irracional, que si la bomba atómica estuviese en poder de todas las naciones, y el destino del mundo dependiese tan sólo de un demente, tendríamos más respeto para el uso de las armas convencionales? ¿Estaría, así, más segura la paz del universo? ¿Tenemos derecho a olvidar los 78 millones de seres humanos caídos en las guerras de este siglo veinte?
Hoy el mundo está dividido entre los que viven el terror de ser destruidos en una guerra nuclear y los que mueren día a día en guerras con armas convencionales. Esc terror a la guerra final es tan grande, que ha hecho cundir la más pavorosa insensibilidad frente al armamentismo y a la utilización de armas no atómicas. Es urgente - y es una demanda de la inteligencia, es un mantado de la piedad - que luchemos por igual para que nunca más exista una Hiroshima, nunca más un Vietnam.
Las armas no se disparan solas. Son los que perdieron la esperanza los que disparan las armas. Son los que están dominados por los dogmatismos los que disparan las armas. Hemos de luchar sin desmayos por la paz y aceptar sin temor estos retos del mundo sin esperanza y de la amenaza del fanático.
Le digo al poeta
El plan de paz que firmamos los cinco Presidentes afronta todos los desafíos. El camino de la paz es difícil, muy difícil. En Centroamérica necesitamos la ayuda de todos para alcanzar la paz.
Es más fácil predecir la derrota que la victoria de la paz en Centroamérica. Siempre fue más fácil predecir la derrota que la victoria. Así sucedió cuando el hombre quiso volar y también cuando quiso conquistar el espacio. Así fue en los duros días de las dos guerras mundiales que conoce este siglo. Así fue y es cuando el hombre se enfrenta a las más terribles enfermedades y a la tarea de terminar con la pobreza y con el hambre en el mundo.
La historia no la han escrito hombres que predijeron el fracaso, que renunciaron a soñar, que abandonaron sus principios, que permitieron que la pereza adormeciera la inteligencia. Si en ciertas horas hubo hombres que en su soledad estuvieron buscando victorias, siempre estuvo vigilante al lado de ellos el alma de los pueblos, la fe y el destino de muchas generaciones.
Quizá fue en horas difíciles para América Central, como las que hoy vivimos, quizá fue previendo la encrucijada actual, cuando Rubén Darío, el poeta más grande de nuestra América, escribió estos versos, convencido de que la historia cambiaría su curso:
"Ruega generoso, piadoso, orgulloso; 
ruega casto, puro, celeste, animoso; 
por nos intercede, suplica por nos,
pues casi ya estamos sin savia, sin brote, 
sin alma, sin vida, sin luz, sin Quijote, 
sin pies y sin alas sin Sancho y sin Dios".
Aseguro al poeta inmortal que no vamos a renunciar a soñar, que no vamos a temer a la sabiduría, que no vamos a huir de la libertad. Yo le digo al poeta de siempre que en Centroamérica no vamos a olvidar al Quijote, no vamos a renunciar a la vida, no vamos a dar las espaldas al alma y no vamos a perder jamás la fe en Dios.
Soy uno de esos cinco hombres que firmamos un acuerdo, un compromiso que consiste, en gran parte, en el hecho de desear la paz con toda el alma.
Muchas gracias.
From Les Prix Nobel. The Nobel Prizes 1987, Editor Wilhelm Odelberg, [Nobel Foundation], Stockholm, 1988


DARIO FO “La risa no agrada a los poderosos”

DARIO FO La risa no agrada a los poderosos”


DARIO FO “La risa no agrada a los poderosos”

El discurso de aceptación del Nobel de Literatura de 1997

"Los dibujos que les estoy enseñando son míos. Se les han repartido copias de los mismos, ligeramente reducidos. Durante cierto tiempo tuve la costumbre de utilizar imágenes cuando preparaba algún discurso: en lugar de escribirlo, lo ilustro. Esto me permite improvisar, ejercitar mi imaginación, y obligarles a ustedes a utilizar la suya. 

A medida que avance, les indicaré de cuando en cuando dónde estamos en el manuscrito. De ese modo no perderán el hilo. Les será de especial ayuda a los que no entiendan ni el italiano ni el sueco. Los que hablan inglés tendrán una enorme ventaja sobre el resto, ya que imaginarán cosas que yo no he dicho ni pensado jamás. Desde luego, tendremos el problema de las dos risas: los que entiendan el italiano se reirán de inmediato, los que no, tendrán que esperar la traducción al sueco de Anna Barsotti. Y luego están los que no sabrán si reír en la primera ocasión o en la segunda. De cualquier modo: empecemos. 

Señoras y señores, el título que he elegido para esta pequeña charla es 'Contra jugulatores obloquentes', que todos ustedes reconocerán como latín, latín medieval, para ser exactos. Es el título de una ley promulgada en 1221 en Sicilia por el emperador 'ungido por Dios' al que en la escuela se nos enseñó a ver como un soberano extraordinariamente ilustrado, un liberal. 'Joculatores obloquentes' significa ' bufones que insultan y difaman'. La ley en cuestión permitía a todos los ciudadanos insultar a los bufones, golpearles e incluso -si estaban de humor- matarles sin correr el riesgo de ser juzgados y condenados por ello. Me apresuro a asegurarles que esta ley ya no está en vigor, por lo que puedo proseguir sin peligro. 

Señoras y señores, algunos amigos míos, distinguidos hombres de letras, han declarado en diversas entrevistas a la radio o a la televisión: 'Sin duda, el mayor premio lo merecen los miembros de la Academia Sueca por tener el coraje de conceder este año el Premio Nobel a un bufón'. Estoy de acuerdo. El suyo ha sido un acto de valentía que raya la provocación. 

Basta pasar revista al alboroto que ha provocado: sublimes poetas y escritores que normalmente ocupan las esferas más encumbradas y que rara vez se interesan por aquellos que viven y se afanan en planos más humildes, se han visto sacudidos por una suerte de torbellino. Como ya he dicho, aplaudo y coincido con mis amigos. Estos poetas habían alcanzado ya alturas parnasianas cuando ustedes, con su insolencia, les hacen caer tambaleándose a tierra, donde se dan de bruces con el lodo de la normalidad. Insultos y exabruptos se lanzan ahora contra la Academia Sueca, contra sus miembros y sus parientes hasta la séptima generación. Los más enardecidos claman: '¡Abajo el rey?.de Noruega!'. Parece que, en su obcecación, confunden una dinastía con otra. Hay quien aterrizó de mala manera, magullándose sus partes bajas. 

Hay informes que atestiguan que los nervios y el hígado de ciertos poetas han sufrido terriblemente. Durante un par de días, no había farmacia en toda Italia que pudiera proporcionar un tranquilizante. Pero, queridos miembros de la Academia, es hora de admitir que esta vez se han pasado. Quiero decir, venga ya, primero le dan el premio a un negro, luego a un escritor judío, y ahora a un payaso. ¿Qué pasa? Como dicen en Nápoles: '¿pazziàmme?' ¿Han perdido el seso? 

También la alta clerecía ha sufrido sus momentos de locura. Diversos potentados -importantes partidarios del Papa, obispos, cardenales y prelados del Opus Dei- se han subido por las paredes hasta el punto de solicitar la habilitación de la ley que permitía quemar en la hoguera a los bufones. A fuego lento. 

Por otra parte, les puedo decir que hay un gran número de personas que se regocijan conmigo de su decisión. Y por ello quiero darles las gracias más festivas en nombre de una multitud de mimos, bufones, payasos, volatineros y cuentistas. Y hablando de cuentistas, no debo olvidar los de la pequeña ciudad junto al lago Maggiore donde nací y me crié, una ciudad con una rica tradición oral. Estaban los viejos cuentistas, los maestros vidrieros que nos enseñaron a mí y a otros niños el oficio, el arte de tejer fantásticas tramas. Les escuchábamos estallando en carcajadas, carcajadas que se helaban en nuestras gargantas cuando comprendíamos la trágica alusión que se escondía tras cada sarcasmo. Aún recuerdo la historia de la Roca de Caldé. 'Hace muchos años', comenzó a relatar el viejo vidriero, 'allá arriba, en la cumbre de ese escarpado acantilado que se eleva sobre el lago, había una ciudad llamada Caldé. Resultó que esa ciudad se encontraba sobre un espigón suelto de roca que lentamente, día tras día, se deslizaba hacia el precipicio'. Era una ciudad espléndida, con su campanario, una torre fortificada en el punto más alto y un racimo de casas, una junto a otra. Es una ciudad que una vez estuvo allí y que ahora no está. Desapareció en el siglo XV. 

'Eeh', gritaban a sus habitantes los campesinos y pescadores que vivían en el valle."Os estáis resbalando, os vais a caer". Pero los habitantes del risco no les escuchaban, incluso había quien se reía y se burlaba de ellos. "Os creéis muy listos tratando de asustarnos para que salgamos corriendo de nuestras casas y de nuestra tierra, y haceros con ellas. Pero no somos tan tontos". 

De modo que siguieron cuidando sus viñedos, arando sus campos, casándose y haciendo el amor. Iban a misa. Notaban que la roca cedía bajo sus casas, pero no le daban importancia. 'La roca, que busca su sitio. Es normal', decían tranquilizándose unos a otros. Y la roca estaba a punto de hundirse en el lago. 'Cuidado, cuidado, ya tenéis el agua por los tobillos', les gritaba la gente desde la orilla. 'Tonterías, son los manantiales subterráneos; es que hay un poco de humedad', decía la gente de la ciudad y así, sin prisa pero sin pausa, la ciudad entera fue engullida por el lago. Glu?glu?plaf?se hunden?casas, hombres, mujeres, dos caballos, tres burros?.¡iiiiaaaa!?.glu. Impertérrito, el sacerdote escuchaba la confesión de una monja: 'Te absolví? animus?santi?glu?Aame?glu?'. La torre desapareció, el campanario se hundió con campanas y todo: Ding?dong?pam?plof? 

'Incluso hoy, prosiguió el viejo vidriero, si miras al agua desde ese saliente, y si en ese mismo momento estalla una tormenta y los rayos iluminan el fondo del lago, podrás ver -¡por increíble que parezca!- la ciudad sumergida con sus calles intactas, e incluso a sus habitantes caminando de un lado a otro y repitiéndose a borbotones: 'No ha pasado nada'. Los peces se pasean delante de sus narices, incluso se les meten en los oídos. Pero ellos simplemente los apartan: 'No hay nada de que preocuparse. No es más que algún tipo raro de pez que ha aprendido a nadar en el aire'. '¡Achís!'. 'Salud'. 'Gracias? Hay algo de humedad hoy, más que ayer... Pero por lo demás todo va bien'. Han llegado al mismo fondo del lago, pero en lo que a ellos respecta, nada ha ocurrido". 

Aunque sea inquietante, no se puede negar que una historia como ésta aún tiene algo que decirnos. Les repito, les debo mucho a estos vidrieros míos, y ellos -se lo aseguro- les están enormemente agradecidos a ustedes, miembros de esta Academia, por el reconocimiento de uno de sus discípulos. Y expresan su gratitud con una exhuberancia explosiva. En mi ciudad natal la gente asegura que la noche en que llegó la noticia de que uno de sus cuentistas había recibido el Premio Nobel, un horno que había permanecido inactivo durante cincuenta años estalló de pronto en un arco iris de llamas, lanzando al aire -cual traca final- una miríada de astillas de vidrio de colores que luego aparecieron flotando en la superficie del lago exhalando una impresionante nube de vapor. 

Mientras aplauden tomaré un trago de agua. (Volviéndose hacia la intérprete:) ¿Quiere un poco? Es importante que hablen ustedes mientras bebemos, porque si tratan de oír el borboteo del agua, nos atragantaremos y empezaremos a toser. Así que, en lugar de eso, pueden ustedes intercambiarse lindezas como: 'Oh, qué tarde más agradable, ¿no le parece?'. Fin de la interrupción: pasemos a la siguiente página, pero no se preocupen, a partir de ahora iré más rápido. 

Más que otros, esta tarde son ustedes acreedores del solemne y expresivo agradecimiento de un extraordinario maestro de la escena poco conocido, no sólo en Francia, en Noruega o en Finlandia, sino incluso en Italia. Y, sin embargo, hasta Shakespeare fue sin duda el mejor dramaturgo de la Europa del Renacimiento. Me refiero a Ruzzante Beolco, mi mayor maestro junto con Molière: ambos actores y dramaturgos, ambos destinatarios del escarnio de los hombres de letras de su época. Sobre todo, se les despreciaba por llevar a la escena la vida cotidiana, las alegrías y la desesperación de la gente común; la hipocresía y la arrogancia de los ricos y los poderosos, y la injusticia incesante. Y lo que no les podían perdonar era que, al contar estas cosas, hacían reír a la gente. La risa no agrada a los poderosos. Ruzzante, el verdadero padre de la 'Commedia dell´arte', también creó un lenguaje propio, un lenguaje por y para el teatro basado en una variedad de lenguas: los dialectos del valle del Po, expresiones en latín, español, e incluso alemán, mezclados con sonidos onomatopéyicos de su propia invención. Es de él, de Beolco Ruzzante, de quien aprendí a liberarme de la escritura literaria convencional y a expresarme con palabras masticables, con sonidos inusuales, con diversas técnicas de ritmo y respiración, e incluso con el habla absurda y laberíntica del "grammelot". 

Permítanme que le dedique una parte de este prestigioso premio a Ruzzante. 

Hace unos días, un joven actor de gran talento me dijo: 'Maestro, debería tratar de proyectar su energía, su entusiasmo, a la gente joven. Tiene que entregarles el relevo.Tiene que compartir su experiencia y sus conocimientos con ellos'. Franca -mi mujer- y yo nos miramos y dijimos: 'Tiene razón'. Pero, si enseñamos a otros nuestro arte y compartimos esta carga de fantasía, ¿de qué servirá? ¿ A dónde conducirá? En los últimos meses, Franca y yo hemos visitado varias universidades para dirigir una serie de talleres y seminarios con jóvenes. Nos ha sorprendido -por no decir inquietado-descubrir su ignorancia de los tiempos que vivimos. 

Les referimos los juicios en curso en estos momentos en Turquía contra los supuestos culpables de la masacre de Sivas. Treinta y siete intelectuales demócratas de ese país, que se habían reunido en una ciudad de Anatolia para rendir homenaje a un famoso bufón medieval del período otomano, fueron quemados vivos al amparo de la noche, atrapados en su hotel. El incendio fue obra de un grupo de fundamentalistas fanáticos que disfrutaban de la protección de algunos miembros del propio gobierno. En una noche, treinta y siete de los artistas más celebrados del país, escritores, directores, actores y bailarines kurdos, fueron aniquilados. De un solo golpe, estos fanáticos aniquilaron a parte de los exponentes más relevantes de la cultura turca. Miles de estudiantes nos escuchaban. La expresión de sus caras revelaba su asombro e incredulidad. No habían oído hablar de la masacre. Pero lo que más me impresionó es que ni siquiera los profesores presentes conocían el hecho. Ahí tenemos a Turquía, en el Mediterráneo, casi enfrente, insistiendo en unirse a la Comunidad Europea y, sin embargo nadie había oído hablar de la masacre. Salvini, conocido demócrata italiano, tenía razón cuando observó: 'La extendida ignorancia de lo que ocurre es el mayor bastión de la injusticia'. Pero este desconocimiento de los jóvenes les ha sido insuflado por los que tienen la obligación de educarles e informarles: entre los ignorantes y los inconscientes, los maestros de escuela y otros educadores merecen mención de honor. 

Los jóvenes sucumben fácilmente al bombardeo de banalidades y obscenidades gratuitas a que diariamente los someten los medios de comunicación de masas: desalmadas películas televisivas donde en el lapso de diez minutos se ven expuestos a tres violaciones, dos asesinatos, una paliza y una colisión múltiple de diez vehículos sobre un puente que acaba derrumbándose, tras lo cual todos -coches, conductores y pasajeros- se precipitan al mar?Sólo una persona sobrevive a la caída, pero no sabe nadar, de modo que se ahoga, entre los vítores de una masa de curiosos que de pronto irrumpe en la escena. 

En otra universidad representamos una parodia sobre un proyecto -ahora en vías de ser realizado- de manipulación de material genético, o, para ser más precisos, la propuesta del Parlamento Europeo de admitir el derecho de patente de organismos vivos. Percibimos claramente que el tema provocaba un escalofrío entre los presentes. Franca y yo les explicamos cómo nuestros eurócratas, impulsados por poderosas y ubicuas multinacionales, están preparando un plan digno del argumento de una película de horror y ciencia ficción titulada 'El hermano cerdo de Frankenstein'. Están tratando de conseguir la aprobación de una directiva que (¡no se lo pierdan!) autorizaría a las industrias a adquirir la patente de criaturas vivas, o de partes de ellas, creadas con técnicas de manipulación genética que parecen sacadas de 'El aprendiz de brujo'. 

El procedimiento es el siguiente: manipulando la información genética de un cerdo, un científico logra humanizar en cierto modo al cerdo. De este modo resulta mucho más fácil extraer del cerdo el órgano elegido -un hígado, un riñon- y trasplantarlo al hombre. Pero para asegurarse de que los órganos del cerdo no son rechazados, es necesario transferir al hombre ciertas partes de la información genética de dicho cerdo. El resultado: un cerdo humano (muchos de ustedes dirán que ya hay muchos). Y cada parte de esta nueva criatura, de este cerdo humanizado, está sujeta a nuevas leyes de patentes, y quien desee una parte de él tendrá que pagar los derechos de copyright a la empresa que lo 'inventó'. Las enfermedades derivadas del trasplante, monstruosas deformaciones, infecciones?. Todo ello constituyen opciones incluidas en el precio? El Papa ha condenado rotundamente esta monstruosa hechicería genética. La ha tachado de ofensa contra la humanidad, contra la dignidad del hombre, y se ha molestado en subrayar la ausencia total e irrefutable de valor moral del proyecto. Lo sorprendente del caso es que, mientras esto ocurre, un científico americano, un mago notable -seguramente habrán sabido de él por los periódicos- ha logrado trasplantar la cabeza de un mandril. Les cortó la cabeza a dos mandriles y las intercambió. No puede decirse que los mandriles estuvieran en su mejor momento después de la operación. De hecho, les dejó paralizados, y ambos murieron poco después, pero el experimento funcionó, lo que es una gran cosa. Pero, y aquí está la dificultad: este Frankenstein de nuestros días, un tal profesor White, ha sido distinguido entretanto con el título de miembro de la Academia Vaticana de las Ciencias. Alguien debería advertir al Papa. Así que representamos estas farsas criminales ante los chicos de las universidades y se desternillaron de risa. Decían de nosotros: 'Son la monda, se inventan las historias más fantásticas'. Ni por un momento intuyeron siquiera que las historias que les contábamos eran ciertas. Estos encuentros han fortalecido nuestra convicción de que nuestra tarea es -coincidiendo con la exhortación del gran poeta italiano Savinio- 'contar nuestra historia'. 

Nuestra misión como intelectuales, como personas que se suben a un estrado o a un escenario y que, lo que es aún más importante, se dirigen a la gente joven, nuestra misión no es simplemente enseñarles un método, cómo usar los brazos, cómo controlar la respiración, cómo usar el estómago, la voz, el falsete, el contraccampo. No basta con enseñar una técnica o un estilo: tenemos que enseñarles lo que está ocurriendo a nuestro alrededor. Tienen que ser capaces de contar su propia historia. Un teatro, una literatura, una expresión artística que no hable de su propio tiempo no tiene relevancia. 

Hace poco participé con muchas otras personas en una conferencia donde intenté explicar, especialmente a los participantes más jóvenes, los entresijos de un caso judicial italiano particular. El caso original ha dado lugar a siete juicios distintos, cuyo resultado ha sido la condena de tres políticos italianos de izquierda a veintiún años de prisión cada uno, acusados de haber asesinado a un jefe de policía. He estudiado los documentos del juicio -como hice cuando preparaba la Muerte accidental de un anarquista- y en la conferencia relaté los hechos pertinentes, que en realidad son bastantes absurdos, incluso grotescos. Pero en cierto momento me di cuenta de que estaba hablando en el vacío, por la sencilla razón de que mi audiencia ignoraba no sólo el caso, sino lo que había ocurrido cinco años antes, diez años antes: la violencia, el terrorismo. No sabían nada de las masacres perpetradas en Italia, de los trenes volados, las bombas en las plazas o los grotescos juicios que se han celebrado desde entonces. Lo que resulta terriblemente difícil es que, para hablar de lo que está ocurriendo hoy, tengo que empezar por lo que pasó hace treinta años y luego ir avanzando. No basta con hablar del presente. Y, fíjense bien, esto no ocurre sólo en Italia: lo mismo ocurre en todas partes, en toda Europa. Le he intentado en España y me he encontrado con la misma dificultad; lo he intentado en Francia, en Alemania; aún tengo que intentarlo en Suecia, pero lo haré. Para concluir, déjenme compartir esta medalla con Franca. Franca Rame, mi compañera en la vida y en el arte, que ustedes, miembros de la Academia, citan en su razonamiento de la concesión del premio como actriz y autora, ha intervenido en muchos de los textos de nuestro teatro. En estos momentos, Franca está actuando en un teatro en Italia, pero se reunirá conmigo pasado mañana. Su vuelo llega a mediodía; si quieren, podemos ir todos a recibirla al aeropuerto. Franca tiene un agudo sentido del humor, se lo aseguro. Un periodista le hizo hace unos días la siguiente pregunta: 'Bien, ¿qué siente al ser la esposa de un Premio Nobel? ¿Qué siente al tener un monumento en su casa?'. A lo que respondió: 'No me preocupa, ni lo considero una desventaja en absoluto; llevo mucho tiempo ensayando. Cada mañana hago mis ejercicios: me pongo a gatas, y así me voy acostumbrando a ser el pedestal de un monumento. ¡Y soy bastante buena!'. Como les he dicho, tiene un agudo sentido del humor. A veces incluso dirige su ironía contra sí misma. Sin ella a mi lado, donde ha permanecido ya toda una vida,jamás habría realizado el trabajo que ahora consideran digno de este honor. Juntos hemos planeado y puesto en escena miles de obras, en teatros, fábricas ocupadas, en sentadas en universidades, incluso en iglesias no consagradas, en cárceles y en parques, bajo el sol y la lluvia, siempre juntos. Hemos tenido que soportar abusos, asaltos de la policía, insultos de los bienpensantes y violencia. Y es Franca la que ha padecido la agresión más atroz. Ha tenido que pagar más caro que ninguno de nosotros, con su propia integridad física, la solidaridad con los humildes y los derrotados que ha sido siempre nuestra premisa. 

El día en que se anunció que se me iba a conceder el Premio Nobel me encontraba frente al teatro de la Vía di Porta Romana, de Milán, donde Franca, junto con Giorgio Albertazzi, representaba 'El demonio con tetas'. De pronto me vi rodeado de un enjambre de reporteros, fotógrafos y cámaras de televisión. Un tranvía que pasaba por ahí se detuvo inopinadamente, el conductor se bajó a felicitarme, y entonces los pasajeros hicieron lo mismo y se pusieron a aplaudir; todos querían estrecharme la mano y felicitarme?cuando, de pronto, se pararon y, al unísono, gritaron: '¿Dónde está Franca?'. Empezaron a aullar 'Francaaaa', hasta que, poco después, apareció. Estupefacta y con lágrimas en los ojos, bajó a abrazarme. En ese momento, como caída del cielo, apareció una banda tocando sólo instrumentos de viento y tambores. Estaba formada por chiquillos de todos los rincones de la ciudad, y resultó que era la primera vez que tocaban juntos. Tocaron Porta Romana bella, Porta Romana a ritmo de samba. Jamás he oído nada más desafinado, pero fue la música más hermosa que Franca y yo hayamos escuchado nunca. 
Créanme, este premio es para los dos". 


lunes, 28 de noviembre de 2016

FIDEL CASTRO RUZ “no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, La historia me absolverá”

FIDEL CASTRO RUZ “no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, La historia me absolverá”


FIDEL CASTRO RUZ “no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, La historia me absolverá”

La Historia me absolverá, 16 de octubre de 1953 (Texto completo) 


Señores magistrados: Nunca un abogado ha tenido que ejercer su oficio en tan difíciles condiciones: nunca contra un acusado se había cometido tal cúmulo de abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en este caso la misma persona. Como abogado, no ha podido ni tan siquiera ver el sumario y, como acusado, hace hoy setenta y seis días que está encerrado en una celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por encima de todas las prescripciones humanas y legales. Quien está hablando aborrece con toda su alma la vanidad pueril y no están ni su ánimo ni su temperamento para poses de tribuno ni sensacionalismo de ninguna índole. Si he tenido que asumir mi propia defensa ante este tribunal se debe a dos motivos. Uno: porque prácticamente se me privó de ella por completo; otro: porque sólo quien haya sido herido tan hondo, y haya visto tan desamparada la patria y envilecida la justicia, puede hablar en una ocasión como ésta con palabras que sean sangre del corazón y entrañas de la verdad. No faltaron compañeros generosos que quisieran defenderme, y el Colegio de Abogados de La Habana designó para que me representara en esta causa a un competente y valeroso letrado: el doctor Jorge Pagliery, decano del Colegio de esta ciudad. No lo dejaron, sin embargo, desempeñar su misión: las puertas de la prisión estaban cerradas para él cuantas veces intentaba verme; sólo al cabo de mes y medio, debido a que intervino la Audiencia, se le concedieron diez minutos para entrevistarse conmigo en presencia de un sargento del Servicio de Inteligencia Militar. Se supone que un abogado deba conversar privadamente con su defendido, salvo que se trata de un prisionero de guerra cubano en manos de un implacable despotismo que no reconozca reglas legales ni humanas. Ni el doctor Pagliery ni yo estuvimos dispuestos a tolerar esta sucia fiscalización de nuestras armas para el juicio oral. ¿Querían acaso saber de antemano con qué medios iban a ser reducidas a polvo las fabulosas mentiras que habían elaborado en torno a los hechos del cuartel Moncada y sacarse a relucir las terribles verdades que deseaban ocultar a toda costa? Fue entonces cuando se decidió que, haciendo uso de mi condición de abogado, asumiese yo mismo mi propia defensa. Esta decisión, oída y trasmitida por el sargento del SIM, provocó inusitados temores; parece que algún duendecillo burlón se complacía diciéndoles que por culpa mía los planes iban a salir muy mal; y vosotros sabéis de sobra, señores magistrados, cuántas presiones se han ejercido para que se me despojase también de este derecho consagrado en Cuba por una larga tradición. El tribunal no pudo acceder a tales pretensiones porque era ya dejar a un acusado en el colmo de la indefensión. Ese acusado, que está ejerciendo ahora ese derecho, por ninguna razón del mundo callará lo que debe decir. Y estimo que hay que explicar, primero que nada, y qué se debió la feroz incomunicación a que fui sometido; cuál es el propósito al reducirme al silencio; por qué se fraguaron planes; qué hechos gravísimos se le quieren ocultar al pueblo; cuál es el secreto de todas las cosas extrañas que han ocurrido en este proceso. Es lo que me propongo hacer con entera claridad. Vosotros habéis calificado este juicio públicamente como el más trascendental de la historia republicana, y así lo habéis creído sinceramente, no debisteis permitir que os lo mancharan con un fardo de burlas a vuestra autoridad. La primer sesión del juicio fue el 21 de septiembre. Entre un centenar de ametralladoras y bayonetas que invadían escandalosamente la sala de justicia, más de cien personas se sentaron en el banquillo de los acusados. Una gran mayoría era ajena a los hechos y guardaba prisión preventiva hacía muchos días, después de sufrir toda clase de vejámenes y maltratos en los calabozos de los cuerpos represivos; pero el resto de los acusados, que era el menor número, estaban gallardamente firmes, dispuestos a confirmar con orgullo su participación en la batalla por la libertad, dar un ejemplo de abnegación sin precedentes y librar de las garras de la cárcel a aquel grupo de personas que con toda mala fe habían sido incluidas en el proceso. Los que habían combatido una vez volvían a enfrentarse. Otra vez la causa justa del lado nuestro; iba a librarse contra la infamia el combate terrible de la verdad. ¡Y ciertamente que no esperaba el régimen la catástrofe moral que se avecinaba! ¿Cómo mantener todas su falsas acusaciones? ¿Cómo impedir que se supiera lo que en realidad había ocurrido, cuando tal número de jóvenes había ocurrido, cuando tal número de jóvenes estaban dispuestos a correr todos los riesgos: cárcel, tortura y muerte, si era preciso, por denunciarlo ante el tribunal? En aquella primera sesión se me llamó a declarar y fui sometido a interrogatorio durante dos horas, contestando las preguntas del señor fiscal y los veinte abogados de la defensa. Puede probar con cifras exactas y datos irrebatibles las cantidades de dinero invertido, la forma en que se habían obtenido y las armas que logramos reunir. No tenía nada que ocultar, porque en realidad todo había sido logrado con sacrificios sin precedentes en nuestras contiendas republicanas. Hablé de los propósitos que nos inspiraban en la lucha y del comportamiento humano y generoso que en todo momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si pude cumplir mi cometido demostrando la no participación, ni directa ni indirecta, de todos los acusados falsamente comprometidos en la causa, se lo debo a la total adhesión y respaldo de mis heroicos compañeros, pues dije que ellos no se avergonzarían ni se arrepentirían de su condición de revolucionarios y de patriotas por el hecho de tener que sufrir las consecuencias. No se me permitió nunca hablar con ellos en la prisión y, sin embargo, pensábamos hacer exactamente lo mismo. Es que, cuando los hombres llevan en la mente un mismo ideal, nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la tierra de los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma, una misma idea, una misma conciencia y dignidad los alienta a todos. Desde aquel momento comenzó a desmoronarse como castillo de naipes el edificio de mentiras infames que había levantado el gobierno en torno a los hechos, resultando de ello que el señor fiscal comprendió cuán absurdo era mantener en prisión intelectuales, solicitando de inmediato para ellas la libertas provisional. Terminadas mis declaraciones en aquella primera sesión, yo había solicitado permiso del tribunal para abandonar el banco de los acusados y ocupar un puesto entre los abogados defensores, lo que, en efecto, me fue concedido. Comenzaba para mí entonces la misión que consideraba más importante en este juicio: destruir totalmente las cobardes calumnias que se lanzaron contra nuestros combatientes, y poner en evidencia irrebatible los crímenes espantosos y repugnantes que se habían cometido con los prisioneros, mostrando ante la faz de la nación y del mundo la infinita desgracia de este pueblo, que está sufriendo la opresión más cruel e inhumana de toda su historia. La segunda sesión fue el martes 22 de septiembre. Acababan de prestar declaración apenas diez personas y ya había logrado poner en claro los asesinatos cometidos en la zona de Manzanillo, estableciendo específicamente y haciéndola constar en acta, la responsabilidad directa del capitán jefe de aquel puesto militar. Faltaban por declarar todavía trescientas personas. ¿Qué sería cuando, con una cantidad abrumadora de datos y pruebas reunidos, procediera a interrogar, delante del tribunal, a los propios militares responsables de aquellos hechos? ¿Podía permitir el gobierno que yo realizara tal cosa en presencia del público numeroso que asistía a las sesiones, los reporteros de prensa, letrados de toda la Isla y los líderes de los partidos de oposición a quienes estúpidamente habían sentado en el banco de los acusados para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo cuanto allí se ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus magistrados, que permitirlo! Idearon sustraerme del juicio y procedieron a ellos manu militari. El viernes 25 de septiembre por la noche, víspera de la tercera sesión, se presentaron en mi celda dos médicos sesión, se presentaron en mi celda dos médicos del penal; estaban visiblemente apenados: "Venimos a hacerte un reconocimiento" —me dijeron. "¿Y quién se preocupa tanto por mi salud?" —les pregunté. Realmente, desde que los ví había comprendido el propósito. Ellos no pudieron ser más caballeros y me explicaron la verdad: esa misma tarde había estado en la prisión el coronel Chaviano y les dijo que yo "le estaba haciendo en el juicio un daño terrible al gobierno", que tenían que firmar un certificado donde se hiciera constar que estaba enfermo y no podía, por tanto, seguir asistiendo a las sesiones. Me expresaron además los médicos que ellos, por su parte, estaban dispuestos a renunciar a sus cargos y exponerse a las persecuciones, que ponían el asunto en mis manos para que yo decidiera. Para mí era duro pedirles a aquellos hombres que se inmolaran sin consideraciones, pero tampoco podía consentir, por ningún concepto, que se llevaran a cabo tales propósitos. Para dejarlo a sus propias conciencias, me limité a contestarles: "Ustedes sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál es el mío." Ellos, después que se retiraron, firmaron el certificado; sé que lo hicieron porque creían de buena fe que era el único modo de salvarme al vida, que veían en sumo peligro. No me comprometí a guardar silencio sobre este diálogo; sólo estoy comprometido con la verdad, y si decirla en este caso pudieran lesionar el interés material de esos buenos profesionales, dejo limpio de toda duda su honor, que vale mucho más. Aquella misma noche, redacté una carta para este tribunal, denunciando el plan que se tramaba, solicitando la visita de dos médicos forenses para que certificaran mi perfecto estado de salud y expresándoles que si, para salvar mi vida, tenían que permitir semejante artimaña, prefería perderla mil veces. Para dar a entender que estaba resuelto a luchar solo contra tanta bajeza, añadí a mi escrito aquel pensamiento del Maestro: "Un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército". Ésa fue la carta que, como sabe el tribunal, presentó la doctora Melba Hernández, en la sesión tercera del juicio oral del 26 de septiembre. Pude hacerla llegar a ella, a pesar de la implacable vigilancia que sobre mí pesaba. Con motivo de dicha carta, por supuesto, se tomaron inmediatas represalias: incomunicaron a la doctora Hernández, y a mí, como ya lo estaba, me confinaron al más apartado lugar de la cárcel. A partir de entonces, todos los acusados eran registrados minuciosamente, de pies a cabeza, antes de salir para el juicio. Vinieron los médicos forenses el día 27 y certificaron que, en efecto, estaba perfectamente bien de salud. Sin embargo, pese a las reiteradas órdenes del tribunal, no se me volvió a traer a ninguna sesión del juicio. Agréguese a esto que todos los días eran distribuidos, por personas desconocidas, cientos de panfletos apócrifos donde se hablaba de rescatarme de la prisión, coartada estúpida para eliminarme físicamente con pretexto de evasión. Fracasados estos propósitos por la denuncia oportuna de amigos y alertas y descubierta la falsedad del certificado médico, n les quedó otro recurso, para impedir mi asistencia al juicio, que el desacato abierto y descarado... Caso insólito el que se estaba produciendo, señores magistrados: un régimen que tenía miedo de presentar a un acusado ante los tribunales; un régimen de terror y de sangre, que se espantaba ante la convicción moral de un hombre indefenso, desarmado, incomunicado y calumniado. Así, después de haberme privado de todo, me privaban por último del juicio donde era el principal acusado. Téngase en cuenta que esto se hacía estando en plena vigencia la suspensión de garantías y funcionando con todo rigor la Ley de Orden Público y la censura de radio y prensa. ¡Qué crímenes tan horrendos habrá cometido este régimen que tanto temía la voz de un acusado! Debo hacer hincapié en actitud insolente e irrespetuosa que con respecto a vosotros han mantenido en todo momento los jefes militares. Cuantas veces este tribunal ordenó que cesara la inhumana incomunicación que pesaban sobre mí, cuantas veces ordenó que se respetasen mis derechos más elementales, cuantas veces demandó que se me presentara a juicio, jamás fue obedecido; una por una, se desacataron todas sus órdenes. Peor todavía: en la misma presencia del tribunal, en la primera y segunda sesión, se me puso al lado una guardia perentoria para que me impidiera en absoluto hablar con nadie, ni aun en los momentos de receso, dando a entender que, no ya en la prisión, sino hasta en la misma Audiencia y en vuestra presencia, no hacían el menor caso de vuestras disposiciones. Pensaba plantear este problema en la sesión siguiente como cuestión de elemental honor para el tribunal, pero... ya no volví más. Y si a cambio de tanta irrespetuosidad nos traen aquí para que vosotros nos enviéis a la cárcel, en nombre de una legalidad que únicamente ellos y exclusivamente ellos están violando desde el 10 de marzo, harto triste es el papel que os quieren imponer. No se ha cumplido ciertamente en este caso ni una sola vez la máxima latina: cedant arma togae. Ruego tengáis muy en cuenta esta circunstancia. Más, todas las medidas resultaron completamente inútiles, porque mis bravos compañeros, con civismo sin precedentes, cumplieron cabalmente su deber. "Sí, vinimos a combatir por la libertad de Cuba y no nos arrepentimos de haberlo hecho", decían uno por uno cuando eran llamados a declarar, e inmediatamente, con impresionante hombría, dirigiéndose al tribunal, denunciaban los crímenes horribles que se habían cometido en los cuerpos de nuestros hermanos. Aunque ausente, pude seguir el proceso desde mi celda en todos sus detalles, gracias a la población penal de la prisión de Boniato que, pese a todas las amenazas de severos castigos, se valieron de ingeniosos medios para poner en mis manos recortes de periódicos e informaciones de toda clase. Vengaron así los abusos e inmoralidades del director Taboada y del teniente supervisor Rosabal, que los hacen trabajar de sol a sol, construyendo palacetes privados, y encima los matan de hambre malversando los fondos de subsistencia. A medida que se desarrolló el juicio, los papeles se invirtieron: los que iban a acusar salieron acusados, y los acusados se convirtieron en acusadores. No se juzgó allí a los revolucionarios, se juzgó para siempre a un señor que se llama Batista... ¡Monstrum horrendum!... No importa que los valientes y dignos jóvenes hayan sido condenados, si mañana el pueblo condenará al dictador y a sus crueles esbirros. A Isla de Pinos se les envió, en cuyas circulares mora todavía el espectro de Castells y no se ha apagado aún el grito de tantos y tantos asesinados; allí han ido a purgar, en amargo cautiverio, su amor a la libertad, secuestrados de la sociedad, arrancados de sus hogares y desterrados de la patria. ¿No creéis, como dije, que en tales circunstancias es ingrato y difícil a este abogado cumplir su misión? Como resultado de tantas maquinaciones turbias e ilegales, por voluntad de los que mandan y debilidad de los que juzgan, heme aquí en este cuartico del Hospital Civil, adonde se me ha traído para ser juzgado en sigilo, de modo que no se me oiga, que mi voz se apague y nadie se entere de las cosas que voy a decir. ¿Para qué se quiere ese imponente Palacio de Justicia, donde los señores magistrados se encontrarán, sin duda, mucho más cómodos? No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia desde el cuarto de un hospital rodeado de centinelas con bayonetas calada, porque pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia está enferma... y está presa. Os recuerdo que vuestras leyes de procedimiento establecen que el juicio será "oral y público"; sin embargo, se ha impedido por completo al pueblo la entrada en esta sesión. Sólo han dejado pasar dos letrados y seis periodistas, en cuyos periódicos la censura no permitirá publicar una palabra. Veo que tengo por único público, en la sala y en los pasillos, cerca de cien soldados y oficiales. ¡Gracias por la seria y amable atención que me están prestando! ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el Ejército! Yo sé que algún día arderá en deseos de lavar la mancha terrible de vergüenza y de sangre que han lanzado sobre el uniforme militar las ambiciones de un grupito desalmado. Entonces ¡ay de los que cabalgan hoy cómodamente sobre sus nobles guerreras... si es que el pueblo no los ha desmontado mucho antes! Por último, debo decir que no se dejó pasar a mi celda en la prisión ningún tratado de derecho penal. Sólo puedo disponer de este minúsculo código que me acaba de prestar un letrado, el valiente defensor de mis compañeros: doctor Baudilio Castellanos. De igual modo se prohibió que llegaran a mis manos los libros de Martí; parece que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos. ¿O será porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de Julio? Se impidió, además, que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra materia. ¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han defendido la libertad de los pueblos. Sólo una cosa voy a pedirle al tribunal; espero que me la conceda en compensación de tanto exceso y desafuero como ha tenido que sufrir este acusado sin amparo alguno de las leyes: que se respete mi derecho a expresarme con entera libertad. Sin ello no podrán llenarse ni las meras apariencias de justicia y el último eslabón sería, más que ningún otro, de ignominia y cobardía. Confieso que algo me ha decepcionado. Pensé que el señor fiscal vendría con una acusación terrible, dispuesto a justificar hasta la saciedad la pretensión y los motivos por los cuales en nombre del derecho y de la justicia —y ¿de qué derecho y de qué justicia? —se me debe condenar a veintiséis años de prisión. Pero no. Se ha limitado exclusivamente a leer el artículo 148 del Código de Defensa Social, por el cual, más circunstancias agravantes, solicita para mí la respetable cantidad de veintiséis años de prisión. Dos minutos me parece muy poco tiempo para pedir y justificar que un hombre se pase a la sombra más de un cuarto de siglo. ¿Está por ventura el señor fiscal disgustado con el tribunal? Porque, según observo, su laconismo en este caso se da de narices con aquella solemnidad con que los señores magistrados declararon, un tanto orgullosos, que éste era un proceso de suma importancia, y yo he visto a los señores fiscales hablar diez veces más en un simple caso de drogas heroicas para solicitar que un ciudadano sea condenado a seis meses de prisión. El señor fiscal no ha pronunciado una sola palabra para respaldar su petición. Soy justo..., comprendo que es difícil, para un fiscal que juró ser fiel a la Constitución de la República, venir aquí en nombre de un gobierno inconstitucional, factual, estatuario, de ninguna legalidad y menos moralidad, a pedir que un joven cubano, abogado como él, quizás... tan decente como él, sea enviado por veintiséis años a la cárcel. Pero el señor fiscal es un hombre de talento y yo he visto personas con menos talento que él escribir largos mamotretos en defensa de esta situación. ¿Cómo, pues, creer que carezca de razones para defenderlo, aunque sea durante quince minutos, por mucha repugnancia que esto le inspire a cualquier persona decente? Es indudable que en el fondo de esto hay una gran conjura. Señores magistrados: ¿Por qué tanto interés en que me calle? ¿Por qué, inclusive, se suspende todo género de razonamientos para no presentar ningún blanco contra el cual pueda yo dirigir el ataque de mis argumentos? ¿Es que se carece por completo de base jurídica, moral y política para hacer un planteamiento serio de la cuestión? ¿Es que se teme tanto a la verdad? ¿Es que se quiere que yo hable también dos minutos y no toque aquí los puntos que tienen a ciertas gentes sin dormir desde el 26 de julio’ Al circunscribirse la petición fiscal a la simple lectura de cinco líneas de un artículo del Código de Defensa Social, pudiera pensarse que yo me circunscriba a lo mismo y dé vueltas y más vueltas alrededor de ellas, como un esclavo en torno a una piedra de molino. Pero no aceptaré de ningún modo esa mordaza, porque en este juicio se está debatiendo algo más que la simple libertad de un individuo: se discute sobre cuestiones fundamentales de principios, se juzga sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate sobre las bases mismas de nuestra existencia como nación civilizada y democrática. Cuando concluya, no quiero tener que reprocharme a mí mismo haber dejado principio por defender, verdad es decir, ni crimen sin denunciar. El famoso articulejo del señor fiscal no merece ni un minuto de réplica. Me limitaré, por el momento, a librar contra él una breve escaramuza jurídica, porque quiero tener limpio de minucias el campo para cuando llegue la hora de tocar el degüello contra toda la mentira, falsedad, hipocresía, convencionalismos y cobardía moral sin límites en que se basa esa burda comedia que, desde el 10 de marzo y aun antes del 10 de marzo, se llama en Cuba Justicia. Es un principio elemental de derecho penal que el hecho imputado tiene que ajustarse exactamente al tipo de delito prescrito por la ley. Si no hay ley exactamente aplicable al punto controvertido, no hay delito. El artículo en cuestión dice textualmente: "Se impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevase a efecto la insurrección." ¿En qué país está viviendo el señor fiscal? ¿Quién le ha dicho que nosotros hemos promovido alzamiento contra los Poderes Constitucionales del Estado? Dos cosas resaltan a la vista. En primer lugar, la dictadura que oprime a la nación no es un poder constitucional, sino inconstitucional; se engendró contra la Constitución, por encima de la Constitución, violando la Constitución legítima de la República. Constitución legítima es aquella que emana directamente del pueblo soberano. Este punto lo demostraré plenamente más adelante, frente a todas las gazmoñerías que han inventado los cobardes y traidores para justificar lo injustificable. En segundo lugar, el artículo habla de Poderes, es decir, plural, no singular, porque está considerado el caso de una república regida por un Poder Legislativo, un Poder Ejecutivo y un Poder Judicial que se equilibran y contrapesan unos a otros. Nosotros hemos promovido rebelión contra un poder único, ilegítimo, que ha usurpado y reunido en uno solo los Poderes Legislativos y Ejecutivo de la nación, destruyendo todo el sistema que precisamente trataba de proteger el artículo del Código que estamos analizando. En cuanto a la independencia del Poder Judicial después del 10 de marzo, ni hablo siquiera, porque no estoy para bromas... Por mucho que se estire, se encoja o se remiende, ni una sola coma del artículo 148 es aplicable a los hechos del 26 de Julio. Dejémoslo tranquilo, esperando la oportunidad en que pueda aplicarse a los que sí promovieron alzamiento contra los Poderes Constitucionales del Estado. Más tarde volveré sobre el Código para refrescarle la memoria al señor fiscal sobre ciertas circunstancias que lamentablemente se le han olvidado. Os advierto que acabo de empezar. Si en vuestras almas queda un latido de amor a la patria, de amor a la humanidad, de amor a la justicia, escucharme con atención. Sé que me obligarán al silencio durante muchos años; sé que tratarán de ocultar la verdad por todos los medios posibles; sé que contra mí se alzará la conjura del olvido. Pero mi voz no se ahogará por eso: cobra fuerzas en mi pecho mientras más solo me siento y quiero darle en mi corazón todo el calor que le niegan las almas cobardes. Escuché al dictador el lunes 27 de julio, desde un bohío de las montañas, cuando todavía quedábamos dieciocho hombres sobre las armas. No sabrán de amarguras e indignaciones en la vida los que no hayan pasado por momentos semejantes. Al par que rodaban por tierra las esperanzas tanto tiempo acariciadas de liberar a nuestro pueblo, veíamos al déspota erguirse sobre él, más ruin y soberbio que nuca. El chorro de mentiras y calumnias que vertió en su lenguaje torpe, odioso y repugnante, sólo puede compararse con el chorro enorme de sangre joven y limpia que desde la noche antes estaba derramando, con su conocimiento, consentimiento, complicidad y aplauso, la más desalmada turba de asesinos que pueda concebirse jamás. Haber creído durante un solo minuto lo que dijo es suficiente falta para que un hombre de conciencia viva arrepentido y avergonzado toda la vida. No tenía ni siquiera, en aquellos momentos, la esperanza de marcarle sobre la frente miserable la verdad que lo estigmatice por el resto de sus días y el resto de los tiempos, porque sobre nosotros se cerraba ya el cerco de más de mil hombres, con armas de mayor alcance y potencia, cuya consigna terminante era regresar con nuestros cadáveres. Hoy, que ya la verdad empieza a conocerse y que termino con estas palabras que estoy pronunciando la misión que me impuse, cumplida a cabalidad, puedo morir tranquilo y feliz, por lo cual no escatimaré fustazos de ninguna clase sobre los enfurecidos asesinos. Es necesario que me detengan a considerar un poco los hechos. Se dijo por el mismo gobierno que el ataque fue realizado con tanta precisión y perfección que evidenciaba la presencia de expertos militares en la elaboración del plan. ¡Nada más absurdo! El plan fue trazado por un grupo de jóvenes ninguno de los cuales tenía experiencia militar; y voy a revelar sus nombres, menos dos de ellos que no están ni muertos mi presos: Abel Santamaría, José Luis Tasende, Renato Guitart Rosell, Pedro Miret, Jesús Montané y el que les habla. La mitad han muerto, y en justo tributo a su memoria puedo decir que no eran expertos militares, pero tenían patriotismo suficiente para darles, en igualdad de condiciones, una soberana paliza a todos los generales del 10 de marzo juntos, que no son ni militares ni patriotas. Más difícil fue organizar, entrenar y movilizar hombres y armas bajo un régimen represivo que gasta millones de pesos en espionaje, soborno y delación, tareas que aquellos jóvenes y otros muchos realizaron con seriedad, discreción y constancia verdaderamente increíbles; y más meritorio todavía será siempre darle a un ideal todo lo que se tiene y, además, la vida. La movilización final de hombres que vinieron a esta provincia desde los más remotos pueblos de toda la Isla, se llevó a cabo con admirable precisión y absoluto secreto. Es cierto igualmente que el ataque se realizó con magnífica coordinación. Comenzó simultáneamente a las 5:15 a.m., tanto en Bayamo como en Santiago de Cuba, y, uno a uno, con exactitud de minutos y segundos prevista de antemano, fueron cayendo los edificios que rodean el campamento. Sin embargo, en aras de la estricta verdad, aun cuando disminuya nuestro mérito, voy a revelar por primera vez también otro hecho que fue fatal: la mitad del grueso de nuestras fuerzas y la mejor armada, por un error lamentable se extravió a la entrada de la ciudad y nos faltó en el momento decisivo. Abel Santamaría, con veintiún hombres, había ocupado el Hospital Civil; iban también con él para atender a los heridos un médico y dos compañeras nuestras. Raúl Castro, con diez hombres, ocupó el Palacio de Justicia; y a mí me correspondió atacar el campamento con el resto, noventa y cinco hombres. Llegué con un primer grupo de cuarenta y cinco, precedido por una vanguardia de ocho que forzó la posta tres. Fue aquí precisamente donde se inició el combate, al encontrarse mi automóvil con una patrulla de recorrido exterior armada de ametralladoras. El grupo de reserva, que tenía casi todas las armas largas, pues las cortas iban a la vanguardia, tomó por una calle equivocada y se desvió por completo dentro de una ciudad que no conocían. Debo aclarar que no albergo la menor duda sobre el valor de esos hombres, que al verse extraviados sufrieron gran angustia y desesperación. Debido al tipo de acción que se estaba desarrollando y al idéntico color de los uniformes en ambas partes combatientes, no era fácil restablecer el contacto. Muchos de ellos, detenidos más tarde, recibieron la muerte con verdadero heroísmo. Todo el mundo tenía instrucciones muy precisas de ser, ante todo, humanos en la lucha. Nunca un grupo de hombres armados fue más generoso con el adversario. Se hicieron desde los primeros momentos numerosos prisioneros, cerca de veinte en firme; y hubo un instante, al principio, en que tres hombres nuestros, de los que habían tomado la posta: Ramiro Valdés, José Suárez y Jesús Montané, lograron penetrar en una barraca y detuvieron durante un tipo a cerca de cincuenta soldados. Estos prisioneros declararon ante el tribunal, y todos sin excepción han reconocido que se les trató con absoluto respeto, sin tener que sufrir ni siquiera una palabra vejaminosa. Sobre este aspecto sí tengo que agradecerle algo, de corazón, al señor fiscal: que en el juicio donde se juzgó a mis compañeros, al hacer su informe, tuvo la justicia de reconocer como un hecho indudable el altísimo espíritu de caballerosidad que mantuvimos en la lucha. La disciplina por parte del Ejército fue bastante mala. Vencieron en último término por el número, que les daba una superioridad de quince a uno, y por la protección que les brindaban las defensas de la fortaleza. Nuestros hombres tiraban mucho mejor y ellos mismos lo reconocieron. El valor humano fue igualmente alto de parte y parte. Considerando las causas del fracaso táctico, aparte del lamentable error mencionado, estimo que fue una falta nuestra dividir la unidad de comandos que habíamos entrenado cuidadosamente. De nuestros mejores hombres y más audaces jefes, había veintisiete en Bayamo, veintiuno en el Hospital Civil y diez en el Palacio de Justicia; de haber hecho otra distribución, el resultado pudo haber sido distinto. El choque con la patrulla (totalmente casual, pues veinte segundos antes o veinte segundos después no habría estado en ese punto) dio tiempo a que se movilizara el campamento, que de otro modo habría caído en nuestras manos sin disparar un tiro, pues ya la posta estaba en nuestro poder. Por otra parte, salvo los fusiles calibre 22 que estaban bien provistos, el parque de nuestro lado era escasísimo. De haber tenido nosotros granadas de mano, no hubieran podido resistir quince minutos. Cuando me convencí de que todos los esfuerzos eran ya inútiles para tomar la fortaleza, comencé a retirar nuestros hombres en grupos de ocho y de diez. La retirada fue protegida por seis francotiradores que, al mando de Pedro Miret y de Fidel Labrador, le bloquearon heroicamente el paso al Ejército. Nuestras pérdidas en la lucha habían sido insignificantes; el noventa y cinco por ciento de nuestros muertos fueron producto de la crueldad y la inhumanidad cuando aquélla hubo cesado. El grupo del Hospital Civil no tuvo más que una baja; el resto fue copado al situarse las tropas frente a la única salida del edificio, y sólo depusieron las armas cuando no les quedaba una bala. Con ellos estaba Abel Santamaría, el más generoso, querido e intrépido de nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante al historia de Cuba. Ya veremos la suerte que corrieron y cómo quiso escarmentar Batista la rebeldía y heroísmo de nuestra juventud. Nuestros planes eran proseguir la lucha en las montañas caso de fracasar el ataque al regimiento. Pude reunir otra vez, en Siboney, la tercera parte de nuestras fuerzas; pero ya muchos estaban desalentados. Unos veinte decidieron presentarse; ya veremos también lo que ocurrió con ellos. El resto, dieciocho hombres, con las armas y el parque que quedaban, me siguieron a las montañas. El terreno era totalmente desconocido para nosotros. Durante una semana ocupamos la parte alta de la cordillera de la Gran Piedra y el Ejército ocupó la base. Ni nosotros podíamos bajar ni ellos se decidieron a subir. No fueron, pues, las armas; fueron el hambre y la sed quienes vencieron la última resistencia. Tuve que ir disminuyendo los hombres en pequeños grupos; algunos consiguieron filtrarse entre las líneas del Ejército, otros fueron presentados por monseñor Pérez Serantes. Cuando sólo quedaban conmigo dos compañeros: José Suárez y Oscar Alcalde, totalmente extenuados los tres, al amanecer del sábado 1º de agosto, una fuerza del mando del teniente Sarría nos sorprendió durmiendo. Ya la matanza de prisioneros había cesado por la tremenda reacción que provocó en la ciudadanía, y este oficial, hombre de honor, impidió que algunos matones nos asesinasen en el campo con las manos atadas. No necesito desmentir aquí las estúpidas sandeces que, para mancillar mi nombre, inventaron los Ugalde Carrillo y su comparsa, creyendo encubrir su cobardía, su incapacidad y sus crímenes. Los hechos están sobradamente claros. Mi propósito no es entretener al tribunal con narraciones épicas. Todo cuanto he dicho es necesario para la comprensión más exacta de lo que diré después. Quiero hacer constar dos cosas importantes para que se juzgue serenamente nuestra actitud. Primero: pudimos haber facilitado la toma del regimiento deteniendo simplemente a todos los altos oficiales en sus residencias, posibilidad que fue rechazada, por la consideración muy humana de evitar escenas de tragedia y de lucha en las casas de las familias. Segundo: se acordó no tomar ninguna estación de radio hasta tanto no se tuviese asegurado el campamento. Esta actitud nuestra, pocas veces vista por su gallardía y grandeza, le ahorró a la ciudadanía un río de sangre. Yo pude haber ocupado, con sólo diez hombres, una estación de radio y haber lanzado al pueblo a la lucha. De su ánimo no era posible dudar: tenía el último discurso de Eduardo Chibás en la CMQ, grabado con sus propias palabras, poemas patrióticos e himnos de guerra capaces de estremecer al más indiferente, con mayor razón cuando se está escuchando el fragor del combate, y no quise hacer uso de ellos, a pesar de lo desesperado de nuestra situación. Se ha repetido con mucho énfasis por el gobierno que l pueblo no secundó el movimiento. Nunca había oído una afirmación tan ingenua y, al propio tiempo, tan llena de mala fe. Pretenden evidenciar con ello la sumisión y cobardía del pueblo; poco falta para que digan que respalda a la dictadura, y no saben cuánto ofenden con ello a los bravos orientales. Santiago de Cuba creyó que era una lucha entre soldados, y no tuvo conocimiento de lo que ocurría hasta muchas horas después. ¿Quién duda del valor, el civismo y el coraje sin límites del rebelde y patriótico pueblo de Santiago de Cuba? Si el Moncada hubiera caído en nuestras manos, ¡hasta las mujeres de Santiago de Cuba habrían empuñado las armas! ¡Muchos fusiles se los cargaron a los combatientes las enfermeras del Hospital Civil! Ellas también pelearon. Eso no lo olvidaremos jamás. No fue nunca nuestra intención luchar con los soldados del regimiento, sino apoderarnos por sorpresa del control y de las armas, llamar al pueblo, reunir después a los militares e invitarlos a abandonar la odiosa bandera de la tiranía y abrazar la de la libertad, defender los grandes intereses de la nación y no los mezquinos intereses de un grupito; virar las armas y disparar contra los enemigos del pueblo, y no contra el pueblo, donde están sus hijos y sus padres; luchar junto a él, como hermanos que son, y no frente a él, como enemigos que quieren que sean; ir unidos en pos del único ideal hermosos y digno de ofrendarle la vida, que es la grandeza y felicidad de la patria. A los que dudan que muchos soldados se hubieran sumado a nosotros, yo les pregunto: ¿Qué cubano no ama la gloria? ¿Qué alma no se enciende en un amanecer de libertad? El cuerpo de la Marina no combatió contra nosotros, y se hubiera sumado sin duda después. Se sabe que ese sector de las Fuerzas Armadas es el menos adicto a la tiranía y que existe entre sus miembros un índice muy elevado de conciencia cívica. Pero en cuanto al resto del Ejército nacional, ¿hubiera combatido contra el pueblo sublevado? Yo afirmo que no. El soldado es un hombre de carne y hueso, que piensa, que observa y que siente. Es susceptible a la influencia de las opiniones, creencias, simpatías y antipatías del pueblo. Si se le pregunta su opinión dirá que no puede decirla; pero eso no significa que carezca de opinión. Le afectan exactamente los mismos problemas que a los demás ciudadanos conciernen: subsistencia, alquiler, la educación de los hijos, el porvenir de éstos, etcétera. Cada familiar es un punto de contacto inevitable entre él y el pueblo y la situación presente y futura de la sociedad en que vive. Es necio pensar que porque un soldado reciba un sueldo del Estado, bastante módico, haya resuelto las preocupaciones vitales que le imponen sus necesidades, deberes y sentimientos como miembro de una familia y de una colectividad social. Ha sido necesaria esta breve explicación porque es el fundamento de un hecho en que muy pocos han pensado hasta el presente: el soldado siente un profundo respeto por el sentimiento de la mayoría del pueblo. Durante el régimen de Machado, en la misma medida en que crecía la antipatía popular, decrecía visiblemente la fidelidad del Ejército, a extremos que un grupo de mujeres estuvo a punto de sublevar el campamento de Columbia. Pero más claramente prueba de esto un hecho reciente: mientras el régimen de Grau San Martín mantenía en el pueblo su máxima popularidad, proliferaron en el Ejército, alentadas por ex militares sin escrúpulos y civiles ambiciosos, infinidad de conspiraciones, y ninguna de ellas encontró eco en la masa de los militares. El 10 de marzo tiene lugar en el momento en que había descendido hasta el mínimo el prestigio del gobierno civil, circunstancia que aprovecharon Batista y su camarilla. ¿Por qué no lo hicieron después del 1º de junio? Sencillamente porque si esperan que la mayoría de la nación expresase sus sentimientos en las urnas, ninguna conspiración hubiera encontrado eco en la tropa. Puede hacerse, por tanto, una segunda afirmación: el Ejército jamás se ha sublevado contra un régimen de mayoría popular. Estas verdades son históricas, y si Batista se empeña en permanecer a toda costa en el poder contra la voluntad absolutamente mayoritaria de Cuba, su fin será más trágico que el de Gerardo Machado. Puedo expresar mi concepto en lo que a las Fuerzas Armadas se refiere, porque hablé de ellas y las defendía cuando todos callaban, y no lo hice para conspirar ni por interés de ningún género, porque estábamos en plena normalidad constitucional, sino por meros sentimientos de humanidad y deber cívico. Era en aquel tiempo el periódico Alerta uno de los más leídos por la posición que mantenía entonces en la política nacional, y desde sus páginas realicé una memorable campaña contra el sistema de trabajos forzados a que estaban sometidos los soldados en las fincas privadas de los altos personajes civiles y militares, aportando datos, fotografías, películas y pruebas de todas clases con las que me presenté también ante los tribunales denunciando el hecho el día 3 de marzo de 1952. Muchas veces dije en esos escritos que era de elemental justicia aumentarles el sueldo a los hombres que prestaban sus servicios en las Fuerzas Armadas. Quiero saber de uno más que haya levantado su voz en aquella ocasión para protestar contra tal injusticia. No fue por cierto Batista y compañía, que vivía muy bien protegido en su finca de recreo con toda clase de garantías, mientras yo corría mil riesgos sin guardaespaldas ni armas. Conforme lo defendí entonces, ahora, cuando todos callan otra vez, le digo que se dejó engañar miserablemente, y a la mancha, el engaño y la vergüenza del 10 de marzo, ha añadido la mancha y la vergüenza, mil veces más grande, de los crímenes espantosos e injustificables de Santiago de Cuba. Desde ese momento el uniforme del Ejército está horriblemente salpicado de sangre, y si en aquella ocasión dije ante el pueblo y denuncié ante los tribunales que había militares trabajando como esclavos en las fincas privadas, hoy amargamente digo que hay militares manchados hasta el pelo con la sangre de muchos jóvenes cubanos torturados y asesinados. Y digo también que si es para servir a la República, defender a la nación, respetar al pueblo y proteger al ciudadano, es justo que un soldado gane por lo menos cien pesos; pesos es para matar y asesinar, para oprimir al pueblo, traicionar la nación y defender los intereses de un grupito, no merece que la República se gaste ni un centavo en ejército, y el campamento de Columbia debe convertirse en una escuela e instalar allí, en vez de soldados, diez mil niños huérfanos. Como quiero ser justo antes de todo, no puedo considerar a todos los militares solidarios de esos crímenes, esas manchas y esas vergüenzas que son obras de unos cuantos traidores y malvados, pero todo militar de honor y dignidad que ame su carrera y quiera su constitución, está en el deber de exigir y luchar para que esas manchas sean lavadas, esos engaños sean vengados y esas culpas sean castigadas si no quieren que ser militar sea para siempre una infamia en vez de un orgullo. Claro que el 10 de marzo no tuvo más remedio que sacar a los soldados de las fincas privadas, pero fue para ponerlos a trabajar de reporteros, choferes, criados y guardaespaldas de toda la fauna de politiqueros que integran el partido de la dictadura. Cualquier jerarca de cuarta o quinta categoría se cree con derecho a que un militar le maneje el automóvil y le cuida las espaldas, cual si estuviesen temiendo constantemente un merecido puntapié. Si existía en realidad un propósito reivindicador, ¿por qué no se les confiscaron todas las fincas y los millones a los que como Genovevo Pérez Dámera hicieron su fortuna esquilmando a los soldados, haciéndolos trabajar como esclavos y desfalcando los fondos de las Fuerzas Armadas? Pero no: Genovevo y los demás tendrán soldados cuidándolos en sus fincas porque en el fondo todos los generales del 10 de marzo están aspirando a hacer lo mismo y no pueden sentar semejante precedente. El 10 de marzo fue un engaño miserable, sí... Batista, después de fracasar por la vía electoral él y su cohorte de politiqueros malos y desprestigiados, aprovechándose de su descontento, tomaron de instrumento al Ejército para trepar al poder sobre las espaldas de los soldados. Y yo sé que hay muchos hombres disgustados por el desengaño: se les aumentó el sueldo y después con descuentos y rebajas de toda clase se les volvió a reducir; infinidad de viejos elementos desligados de los institutos armados volvieron a filas cerrándoles el paso a hombres jóvenes, capacitados y valiosos; militares de mérito han sido postergados mientras prevalece el más escandaloso favoritismo con los parientes y allegados de los altos jefes. Muchos militares decentes se están preguntando a estas horas qué necesidad tenían las Fuerzas Armadas de cargar con la tremenda responsabilidad histórica de haber destrozado nuestra Constitución para llevar al poder a un grupo de hombres sin moral, desprestigiados, corrompidos, aniquilados para siempre políticamente y que no podían volver a ocupar un cargo público si no era a punta de bayoneta, bayoneta que no empuñan ellos... Por otro lado, los militares están padeciendo una tiranía peor que los civiles. Se les vigila constantemente y ninguno de ellos tiene la menor seguridad en sus puestos: cualquier sospecha injustificada, cualquier chisme, cualquier intriga, cualquier confidencia es suficiente para que los trasladen, los expulsen o los encarcelen deshonrosamente. ¿No les prohibió Tabernilla en una circular conversar con cualquier ciudadano de la oposición, es decir, el noventa y nueve por ciento del pueblo?... ¡Qué desconfianza!... ¡Ni a las vírgenes vestales de Roma se les impuso semejante regla! Las tan cacareadas casitas para los soldados no pasan de trescientas en toda la Isla y, sin embargo, con lo gastado en tanques, cañones y armas había para fabricarle una casa a cada alistado; luego, lo que le importa a Batista no es proteger al Ejército, sino que el Ejército lo proteja a él; se aumenta su poder de opresión y de muerte, pero esto no es mejorar el bienestar de los hombres. Guardias triples, acuartelamiento constante, zozobra perenne, enemistad de la ciudadanía, incertidumbre del porvenir, eso es lo que se le ha dado al soldado, o lo que es lo mismo: "Muere por el régimen, soldado, dale tu sudor y tu sangre, te dedicaremos un discurso y un ascenso póstumo (cuando ya no te importe), y después... seguiremos viviendo bien y haciéndonos ricos; mata, atropella, oprime al pueblo, que cuando el pueblo se canse y esto se acabe, tú pagarás nuestros crímenes y nosotros nos iremos a vivir como príncipes en el extranjero; y si volvemos algún día, no toques, no toques tú ni tus hijos en la puerta de nuestros palacetes, porque seremos millonarios y los millonarios no conocen a los pobres. Mata, soldado, oprime al pueblo, contra ese pueblo que iba a librarlos a ellos inclusive de la tiranía, la victoria hubiera sido del pueblo. El señor fiscal estaba muy interesado en conocer nuestras posibilidades de éxito. Esas posibilidades se basaban en razones de orden técnico y militar y de orden social. Se ha querido establecer el mito de las armas modernas como supuesto de toda imposibilidad de lucha abierta y frontal del pueblo contra la tiranía. Los desfiles militares y las exhibiciones aparatosas de equipos bélicos, tienen por objeto fomentar este mito y crear en la ciudadanía un complejo de absoluta impotencia. Ningún arma, ninguna fuerza es capaz de vencer a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos a luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos pasados y presentes son incontables. Está bien reciente el caso de Bolivia, donde los mineros, con cartuchos de dinamita, derrotaron y aplastaron a los regimientos del ejército regular. Pero los cubanos, por suerte, no tenemos que buscar ejemplos en otro país, porque ninguno tan elocuente y hermoso como el de nuestra propia patria. Durante la guerra del 95 había en Cuba cerca de medio millón de soldados españoles sobre las armas, cantidad infinitamente superior a la que podía oponer la dictadura frente a una población cinco veces mayor. Las armas del ejército español eran sin comparación más modernas y poderosas que las de los mambises; estaba equipado muchas veces con artillería de campaña, y su infantería usaba el fusil de retrocarga similar al que usa todavía la infantería moderna. Los cubanos no disponían por lo general de otra arma que los machetes, porque sus cartucheras estaban casi siempre vacías. Hay un pasaje inolvidable de nuestra guerra de independencia narrado por el general Miró Argenter, jefe del Estado Mayor de Antonio Maceo, que pude traer copiado en esta notica para no abusar de la memoria. "La gente bisoña que mandaba Pedro Delgado, en su mayor parte provista solamente de machete, fue diezmada al echarse encima de los sólidos españoles, de tal manera, que no es exagerado afirmar que de cincuenta hombres, cayeron la mitad. Atacaron a los españoles con los puños ¡sin pistola, sin machete y si cuchillo! Escudriñando las malezas de Río Hondo, se encontraron quince muertos más del partido cubano, sin que de momento pudiera señalarse a qué cuerpo pertenecían. No presentaban ningún vestigio de haber empuñado el arma: el vestuario estaba completo, y pendiente de la cintura no tenían más que el vaso de lata; a dos pasos de allí, el caballo exánime, con el equipo intacto. Se reconstruyó el pasaje culminante de la tragedia: esos hombres, siguiendo a su esforzado jefe, el teniente coronel Pedro Delgado, habían obtenido la palma del heroísmo; se arrojaron sobre las bayonetas con las manos solas: el ruido del metal, que sonaba en torno a ellos, era el golpe del vaso de beber al dar contra el muñón de la montura. Maceo se sintió conmovido, él, tan acostumbrado a ver la muerte en todas las posiciones y aspectos, y murmuró este panegírico: "Yo nunca había visto eso; gente novicia que ataca inerme a los españoles ¡con el vaso de beber agua por todo utensilio! ¡Y yo le daba el nombre de impedimenta!"..." ¡Así luchan los pueblos cuando quieren conquistar su libertad: les tiran piedras a los aviones y viran los tanques boca arriba! Una vez en poder nuestro la ciudad de Santiago de Cuba, hubiéramos puesto a los orientales inmediatamente en pie de guerra. A Bayamo se atacó precisamente para situar nuestras avanzadas junto al río Cauto. No se olvide nunca que esta provincia que hoy tiene millón y medio de habitantes, es sin duda la más guerrera y patriótica de Cuba; fue ella la que mantuvo encendida la lucha por la independencia durante treinta años y le dio el mayor tributo de sangre, sacrificio y heroísmo. En Oriente se respira todavía el aire de la epopeya gloriosa y, al amanecer, cuando los gallos cantan como clarines que tocan diana llamando a los soldados y el sol se eleva radiante sobre las empinadas montañas, cada día parece que va a ser otra vez el de Yara o el de Baire. Dije que las segundas razones en que se basaba nuestra posibilidad de éxito eran de orden social. ¿Por qué teníamos la seguridad de contar con el pueblo? Cuando hablamos de pueblo no entendemos por tal a los sectores acomodados y conservadores de la nación, a los que viene bien cualquier régimen de opresión, cualquier dictadura, cualquier despotismo, postrándose ante el amo de turno hasta romperse la frente contra el suelo. Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre. La primera condición de la sinceridad y de la buena fe en un propósito, es hacer precisamente lo que nadie hace, es decir, hablar con entera claridad y sin miedo. Los demagogos y los políticos de profesión quieren obrar el milagro de estar bien en todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo. Los revolucionarios han de proclamar sus ideas valientemente, definir sus principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe, ni amigos ni enemigos. Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover más a compasión si no hubiera tantos corazones de piedra; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya, contemplándola siempre tristemente como Moisés a la tierra prometida, para morirse sin llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni mejorarla, ni embellecerla, planta un cedro o un naranjo porque ignoran el día que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales; a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: "Te vamos a dar", sino: "¡Aquí tienes, lucha ahora con toda tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la felicidad!" En el sumario de esta causa han de constar las cinco leyes revolucionarias que serían proclamadas inmediatamente después de tomar el cuartel Moncada y divulgadas por radio a la nación. Es posible que el coronel Chaviano haya destruido con toda intención esos documentos, pero si él los destruyó, yo los conservo en la memoria. La primera ley revolucionaria devolvía al pueblo la soberanía y proclamaba la Constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado, en tanto el pueblo decidiese modificarla o cambiarla, y a los efectos de su implantación y castigo ejemplar a todos los que la habían traicionado, no existiendo órganos de elección popular para llevarlo a cabo, el movimiento revolucionario, como encarnación momentánea de esa soberanía, única fuente de poder legislativo, asumía todas las facultades que le son inherentes a ella, excepto de legislar, facultad de ejecutar y facultad de juzgar. Esta actitud no podía ser más diáfana y despojada de chocherías y charlatanismos estériles: u gobierno aclamado por la masa de combatientes, recibiría todas las atribuciones necesarias para proceder a la implantación efectiva de la voluntad popular y de la verdadera justicia. A partir de ese instante, el Poder Judicial, que se ha colocado desde el 10 de marzo frente a al Constitución y fuera de la Constitución, recesaría como tal Poder y se procedería a su inmediata y total depuración, antes de asumir nuevamente las facultades que le concede la Ley Suprema de la República. Sin estas medidas previas, la vuelta a la legalidad, poniendo su custodia en manos que claudicaron deshonrosamente, sería una estafa, un engaño y una traición más. La segunda ley revolucionaria concedía la propiedad inembargable e instransferible de la tierra a todos los colonos, subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas que ocupasen parcelas de cinco o menos caballerías de tierra, indemnizando el Estado a sus anteriores propietarios a base de la renta que devengarían por dichas parcelas en un promedio de diez años. La tercera ley revolucionaria otorgaba a los obreros y empleados el derecho a participar del treinta por ciento de las utilidades en todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, incluyendo centrales azucareros. Se exceptuaban las empresas meramente agrícolas en consideración a otras leyes de orden agrario que debían implantarse. La cuarta ley revolucionaria concedía a todos los colonos el derecho a participar del cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de la caña y cuota mínima de cuarenta mil arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres o más años de establecidos. La quinta ley revolucionaria ordenaba la confiscación de todos los bienes a todos los malversadores de todos los gobiernos y a sus causahabientes y herededor en cuanto a bienes percibidos por testamento o abintestato de procedencia mal habida, mediante tribunales especiales con facultades plenas de acceso a todas las fuentes de investigación, de intervenir a tales efectos las compañías anónimas inscriptas en el país o que operen en él donde puedan ocultarse bienes malversados y de solicitar de los gobiernos extranjeros extradición de personas y embargo de bienes. La mitad de los bienes recobrados pasarían a engrosar las cajas de los retiros obreros y la otra mitad a los hospitales, asilos y casas de beneficencia. Se declaraba, además, que la política cubana en América sería de estrecha solidaridad con los pueblos democráticos del continente y que los perseguidos políticos de las sangrientas tiranías que oprimen a las naciones hermanas, encontrarían en la patria de Martí, no como hoy, persecución, hambre y traición, sino asilo generoso, hermandad y pan. Cuba debía ser baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de despotismo. Estas leyes serían proclamadas en el acto y a ellas seguirían, una vez terminada la contienda y previo estudio minucioso de su contenido y alcance, otra serie de leyes y medidas también fundamentales como la reforma agraria, la reforma integral de la enseñanza y la nacionalización del trust eléctrico y el trust telefónico, devolución al pueblo del exceso ilegal que han estado cobrando en sus tarifas y pago al fisco de todas las cantidades que han burlado a la hacienda pública. Todas estas pragmáticas y otras estarían inspiradas en el cumplimiento estricto de dos artículos esenciales de nuestra Constitución, uno de los cuales manda que se proscriba el latifundio y, a los efectos de su desaparición, la ley señale el máximo de extensión de tierra que cada persona o entidad pueda poseer para cada tipo de explotación agrícola, adoptando medidas que tiendan a revertir la tierra al cubano; y el otro ordena categóricamente al Estado emplear todos los medios que estén a su alcance para proporcionar ocupación a todo el que carezca de ella y asegurar a cada trabajador manual o intelectual una existencia decorosa. Ninguna de ellas podrá ser tachada por tanto de inconstitucional. El primer gobierno de elección popular que surgiere inmediatamente después, tendría que respetarlas, no sólo porque tuviese un compromiso moral con la nación, sino porque los pueblos cuando alcanzan las conquistas que han estado anhelando durante varias generaciones, no hay fuerza en el mundo capaz de arrebatárselas. El problema de la tierra, el problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo; he ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran encaminado resueltamente nuestros esfuerzos, junto con la conquista de las libertades públicas y la democracia política. Quizás luzca fría y teórica esta exposición, si no se conoce la espantosa tragedia que está viviendo el país en estos seis órdenes, sumada a la más humillante opresión política. El ochenta y cinco por ciento de los pequeños agricultores cubanos está pagando renta y vive bajo la perenne amenaza del desalojo de sus parcelas. Más de la mitad de las mejores tierras de producción cultivadas está en manos extranjeras. En Oriente, que es la provincia más ancha, las tierras de la United Fruit Company y la West Indies unen la costa norte con la costa sur. Hay doscientas mil familias campesinas que no tienen una vara de tierra donde sembrar unas viandas para sus hambrientos hijos y, en cambio, permanecen sin cultivar, en manos de poderosos intereses, cerca de trescientas mil caballerías de tierras productivas. Si Cuba es un país eminentemente agrícola, si su población es en gran parte campesina, si la ciudad depende del campo, si el campo hizo la independencia, si la grandeza y prosperidad de nuestra nación depende de un campesinado saludable y vigoroso que ame y sepa cultivar la tierra, de un Estado que lo proteja y lo oriente, ¿cómo es posible que continúe este estado de cosas? Salvo unas cuantas industrias alimenticias, madereras y textiles, Cuba sigue siendo una factoría productora de materia prima. Se exporta azúcar para importar caramelos, se exportan cueros para importar zapatos,. se exporta hierro para importar arados... Todo el mundo está de acuerdo en que la necesidad de industrializar el país es urgente, que hacen falta industrias químicas, que hay que mejorar las crías, los cultivos, la técnica y elaboración de nuestras industrias alimenticias para que puedan resistir la competencia ruinosa que hacen las industrias europeas de queso, leche condensada, licores y aceites y las de conservas norteamericanas, que necesitamos barcos mercantes, que el turismo podría ser una enorme fuente de riquezas; pero los poseedores del capital exigen que los obreros pasen bajo las horcas caudinas, el Estado se cruza de brazos y la industrialización espera por las calendas griegas. Tan grave o peor es la tragedia de la vivienda. Hay en Cuba doscientos mil bohíos y chozas; cuatrocientas mil familias del campo y de la ciudad viven hacinadas en barracones, cuarterías y solares sin las más elementales condiciones de higiene y salud; dos millones doscientas mil personas de nuestra población urbana pagan alquileres que absorben entre un quinto y un tercio de sus ingresos; y dos millones ochocientas mil de nuestra población rural y suburbana carecen de luz eléctrica. Aquí ocurre lo mismo: si el Estado se propone rebajar los alquileres, los propietarios amenazan con paralizar todas las construcciones; si el Estado se abstiene, construyen mientras pueden percibir un tipo elevado de renta, después no colocan una piedra más aunque el resto de la población viva a la intemperie. Otro tanto hace el monopolio eléctrico: extiende las líneas hasta el punto donde pueda percibir una utilidad satisfactoria, a partir de allí no le importa que las personas vivan en las tinieblas por el resto de sus días. El Estado se cruza de brazos y el pueblo sigue sin casas y sin luz. Nuestro sistema de enseñanza se complementa perfectamente con todo lo anterior: ¿Es un campo donde el guajiro no es dueño de la tierra para qué se quieren escuelas agrícolas? ¿En una ciudad donde no hay industrias para qué se quieren escuelas técnicas o industriales? Todo está dentro de la misma lógica absurda: no hay ni una cosa ni otra. En cualquier pequeño país de Europa existen más de doscientas escuelas técnicas y de artes industriales; en Cuba, no pasan de seis y los muchachos salen con sus títulos sin tener dónde emplearse. A las escuelitas públicas del campo asisten descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de los niños en edad escolar y muchas veces el maestro quien tiene que adquirir con su propio sueldo el material necesario. ¿Es así como puede hacerse una patria grande? De tanta miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies descalzos. La sociedad se conmueve ante la noticia del secuestro o el asesinato de una criatura, pero permanece criminalmente indiferente ante el asesinato en masa que se comete con tantos miles y miles de niños que mueren todos los años por falta de recursos, agonizando entre los estertores del dolor, y cuyos ojos inocentes, ya en ellos el brillo de la muerte, parecen mirar hacia lo infinito como pidiendo perdón para el egoísmo humano y que no caiga sobre los hombres la maldición de Dios. Y cuando un padre de familia trabaja cuatro meses la año, ¿con qué puede comprar ropas y medicinas a sus hijos? Crecerán raquíticos, a los treinta años no tendrán una pieza sana en la boca, habrán oído diez millones de discursos, y morirán al fin de miseria y decepción. El acceso a los hospitales del Estado, siempre repletos, sólo es posible mediante la recomendación de un magnate político que le exigirá al desdichado su voto y el de toda su familia para que Cuba siga siempre igual o peor. Con tales antecedentes, ¿cómo no explicarse que desde el mes de mayo al de diciembre un millón de personas se encuentren sin trabajo y que Cuba, con una población de cinco millones y medio de habitantes, tenga actualmente más desocupados que Francia e Italia con una población de más de cuarenta millones cada una? Cuando vosotros juzgáis a un acusado por robo, señores magistrados, no le preguntáis cuánto tiempo lleva sin trabajo, cuántos hijos tiene, qué días de la semana comió y qué días no comió, no os preocupáis en absoluto por las condiciones sociales del medio donde vive: lo enviáis a la cárcel sin más contemplaciones. Allí no van los ricos que queman almacenes y tiendas para cobrar las pólizas de seguro, aunque se quemen también algunos seres humanos, porque tienen dinero de sobra para pagar abogados y sobornar magistrados. Enviáis a la cárcel al infeliz que roba por hambre, pero ninguno de los cientos de ladrones que han robado millones al Estado durmió nunca una noche tras las rejas: cenáis con ellos a fin de año en algún lugar aristocrático y tienen vuestro respeto. En Cuba, cuando un funcionario se hace millonario de la noche a la mañana y entra en la cofradía de los ricos, puede ser recibido con las mismas palabras de aquel opulento personaje de Balzac, Taillefer, cuando brindó por el joven que acababa de heredar una inmensa fortuna: "¡Señores, bebamos al poder del oro! El señor Valentín, seis veces millonario, actualmente acaba de ascender al trono. Es rey, lo puede todo, está por encima de todo, como sucede a todos los ricos. En lo sucesivo la igualdad ante la ley, consignada al frente de la Constitución, será un mito para él, no estará sometido a las leyes, sino que las leyes se le someterá. Para los millonarios no existen tribunales ni sanciones." El porvenir de la nación y la solución de sus problemas no pueden seguir dependiendo del interés egoísta de una docena de financieros, de los fríos cálculos sobre ganancias que tracen en sus despachos de aire acondicionado diez o doce magnates. El país no puede seguir de rodillas implorando los milagros de unos cuantos becerros de oro que, como aquél del Antiguo Testamento que derribó la ira del profeta, no hacen milagros de ninguna clase. Los problemas de la República sólo tienen solución si nos dedicamos a luchar por ella con la misma energía, honradez y patriotismo que invirtieron nuestros libertadores en crearla. Y no es con estadistas al estilo de Carlos Saladrigas, cuyo estadismo consiste en dejarlo todo tal cual está y pasarse la vida farfullando sandeces sobre la "libertad absoluta de empresa", "garantías al capital de inversión" y la "ley de la oferta y la demanda", como habrán de resolverse tales problemas. En un palacete de la Quinta Avenida, estos ministros pueden charlar alegremente hasta que no quede ya ni el polvo de los huesos de los que hoy reclaman soluciones urgentes. Y en el mundo actual ningún problema social se resuelve por generación espontánea. Un gobierno revolucionario con el respaldo del pueblo y el respeto de la nación después de limpiar las instituciones de funcionarios venales y corrompidos, procedería inmediatamente a industrializar el país, movilizando todo el capital inactivo que pasa actualmente de mil quinientos millones a través del Banco Nacional y el Banco de Fomento Agrícola e Industrial y sometiendo la magna tarea al estudio, dirección, planificación y realización por técnicos y hombres de absoluta competencia, ajenos por completo a los manejos de la política. Un gobierno revolucionario, después de asentar sobre sus parcelas con carácter de dueños a los cien mil agricultores pequeños que hoy pagan rentas, procedería a concluir definitivamente el problema de la tierra, primero: estableciendo como ordena la Constitución un máximo de extensión para cada tipo de empresa agrícola y adquiriendo el exceso por vía de expropiación, reivindicando las tierras usurpadas al Estado, desecando marismas y terrenos pantanosos, plantando enormes viveros y reservando zonas para la repoblación forestal; segundo: repartiendo el resto disponible entre familias campesinas con preferencia a las más numerosas, fomentando cooperativas de agricultores para la utilización común de equipos de mucho costo, frigoríficos y una misma dirección profesional técnica en el cultivo y la crianza y facilitando, por último, recursos, equipos, protección y conocimientos útiles al campesinado. Un gobierno revolucionario resolvería el problema de la vivienda rebajando resueltamente el cincuenta por ciento de los alquileres, eximiendo de toda contribución a las casas habitadas por sus propios dueños, triplicando los impuestos sobre las casas alquiladas, demoliendo las infernales cuarterías para levantar en su lugar edificios modernos de muchas plantas y financiando la construcción de viviendas en toda la Isla en escala nunca vista, bajo el criterio de que si lo ideal en el campo es que cada familia posea su propia parcela, lo ideal en la ciudad es que cada familia viva en su propia casa o apartamento. Hay piedra suficiente y brazos de sobra para hacerle a cada familia cubana una vivienda decorosa. Pero si seguimos esperando por los milagros del becerro de oro, pasarán mil años y el problema estará igual. Por otra parte, las posibilidades de llevar corriente eléctrica hasta el último rincón de la Isla son hoy mayores que nunca, por cuanto es ya una realidad la aplicación de la energía nuclear a esa rama de la industria, lo cual abaratará enormemente su costo de producción. Con estas tres iniciativas y reformas el problema del desempleo desaparecería automáticamente y la profilaxis y al lucha contra las enfermedades sería tarea mucho más fácil. Finalmente, un gobierno revolucionario procedería a la reforma integral de nuestra enseñanza, poniéndola a tono con las iniciativas anteriores, para preparar debidamente a las generaciones que están llamadas a vivir en una patria más feliz. No se olviden las palabras del Apóstol: "Se está cometiendo en [...] América Latina un error gravísimo: en pueblos que viven casi por completo de los productos del campo, se educa exclusivamente para la vida urbana y no se les prepara para la vida campesina." "El pueblo más feliz es el que tenga mejor educados a sus hijos, en la instrucción del pensamiento y en la dirección de los sentimientos." "Un pueblo instruido será siempre fuerte y libre." Pero el alma de la enseñanza es el maestro, y a los educadores en Cuba se les paga miserablemente; no hay, sin embargo, ser más enamorado de su vocación que el maestro cubano. ¿Quién no aprendió sus primeras letras en una escuelita pública? Basta ya de estar pagando con limosnas a los hombres y mujeres que tienen en sus manos la misión más sagrada del mundo de hoy y del mañana, que es enseñar. Ningún maestro debe ganar menos de doscientos pesos, como ningún profesor de segunda enseñanza debe ganar menos de trescientos cincuenta, si queremos que se dediquen enteramente a su elevada misión, si tener que vivir asediados por toda clase de mezquinas privaciones. Debe concedérseles además a los maestros que desempeñan su función en el campo, el uso gratuito de los medios de transporte; y a todos, cada cinco años por lo menos, un receso en sus tareas de seis meses con sueldo, para que puedan asistir a cursos especiales en el país o en el extranjero, poniéndose al día en los últimos conocimientos pedagógicos y mejorando constantemente sus programas y sistemas. ¿De dónde sacar el dinero necesario? Cuando no se lo roben, cuando no haya funcionarios venales que se dejen sobornar por las grandes empresas con detrimento del fisco, cuando los inmensos recursos de la nación estén movilizados y se dejen de comprar tanques, bombarderos y cañones en este país sin fronteras, sólo para guerrear contra el pueblo, y se le quiera educar en vez de matar, entonces habrá dinero de sobra. Cuba podría albergar espléndidamente una población tres veces mayor; no hay razón, pues, para que exista miseria entre sus actuales habitantes. Los mercados debieran estar abarrotados de productos; las despensas de las casas debieran estar llenas; todos los brazos podrían estar produciendo laboriosamente. No, eso no es inconcebible. Lo inconcebible es que haya hombres que se acuesten con hambre mientras quede una pulgada de tierra sin sembrar; lo inconcebible es que haya niños que mueran sin asistencia médica, lo inconcebible es que el treinta por ciento de nuestros campesinos no sepan firmar, y el noventa y nueve por ciento no sepa de historia de Cuba; lo inconcebible es que la mayoría de las familias de nuestros campos estén viviendo en peores condiciones que los indios que encontró Colón al descubrir la tierra más hermosa que ojos humanos vieron. A los que me llaman por esto soñador, les digo como Martí: "El verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber; y ése es [...] el único hombre práctico cuyo sueño de hoy será la ley de mañana, porque el que haya puesto los ojos en las entrañas universales y visto hervir los pueblos, llameantes y ensangrentados, en la artesa de los siglos, sabe que el porvenir, sin una sola excepción, está del lado del deber." Únicamente inspirados en tan elevados propósitos, es posible concebir el heroísmo de los que cayeron en Santiago de Cuba. Los escasos medios materiales con que hubimos de contar, impidieron el éxito seguro. A los soldados les dijeron que Prío nos había dado un millón de pesos; querían desvirtuar el hecho más grave para ellos: que nuestro movimiento no tenía relación alguna con el pasado, que era una nueva generación cubana con sus propias ideas, la que se erguía contra la tiranía, de jóvenes que no tenían apenas siete años cuando Batista comenzó a cometer sus primeros crímenes en el año 34. La mentira del millón no podía ser más absurda: si con menos de veinte mil pesos armamos cientos sesenta y cinco hombres y atacamos un regimiento y un escuadrón, con un millón de pesos hubiéramos podido armar ocho mil hombres, atacar cincuenta regimientos, cincuenta escuadrones, y Ugalde Carrillo no se habría enterado hasta el domingo 26 de julio a las 5_15 de la mañana. Sépase que por cada uno que vino a combatir, se quedaron veinte perfectamente entrenados que no vinieron porque no había armas. Esos hombres desfilaron por las calles de La Habana con la manifestación estudiantil en el Centenario de Martí y llenaban seis cuadras en masa compacta. Doscientos más que hubieran podido venir o veinte granadas de mano en nuestro poder, y tal vez le habríamos ahorrado a este honorable tribunal tantas molestias. Los políticos se gastan en sus campañas millones de pesos sobornando conciencias, y un puñado de cubanos que quisieron salvar el honor de la patria tuvo que venir a afrontar la muerte con las manos vacías por falta de recursos. Eso explica que al país lo hayan gobernado hasta ahora, no hombres generosos y abnegados, sino el bajo mundo de la politiquería, el hampa de nuestra vida pública. Con mayor orgullo que nunca digo que consecuentes con nuestros principios, ningún político de ayer nos vi tocar a sus puertas pidiendo un centavo, que nuestros medios se reunieron con ejemplos de sacrificios que no tienen paralelo, como el de aquel joven, Elpidio Sosa, que vendió su empleo y se me presentó un día con trescientos pesos "para la causa"; Fernando Chenard, que vendió sus aparatos de su estudio fotográfico, con el que se ganaba la vida; Pedro Marrero, que empeñó su sueldo de muchos meses y fue preciso prohibirle que vendería también los muebles de su casa; Oscar Alcalde, que vendió su laboratorio de productos farmacéuticos; Jesús Montané, que entregó el dinero que había ahorrado durante más de cinco años; y así por el estilo muchos más, despojándose cada cual de lo poco que tenía. Hace falta tener una fe muy grande en su patria para proceder así, y estos recuerdos de idealismo me llevaron directamente al más amargo capítulo de esta defensa: el precio que les hizo pagar la tiranía por querer librar a Cuba de la opresión y la injusticia. ¡Cadáveres amados los que un día Ensueños fuisteis de la patria mía, Arrojad, arrojad sobre mi frente Polvo de vuestros huesos carcomidos! ¡Tocad mi corazón con vuestras manos! ¡Gemid a mis oídos! ¡Cada uno ha de ser de mis gemidos Lágrimas de uno más de los tiranos! ¡Andad a mi rencor; vagad en tanto Que mi ser vuestro espíritu recibe Y dadme de las tumbas el espanto, Que es poco ya para llorar el llanto Cuando en infame esclavitud se vive! Multiplicad por diez el crimen del 27 de noviembre de 1871 y tendréis los crímenes monstruosos y repugnantes del 26, 27, 28 y 29 de julio de 1953 en Oriente. Los hechos están recientes todavía, pero cuando los años pasen y el cielo de la patria se despeje, cuando los ánimos exaltados se aquieten y el miedo no turbe los espíritus, se empezará a ver en toda su espantosa realidad la magnitud de la masacre, y las generaciones venideras volverán aterrorizadas los ojos hacia este acto de barbarie sin precedentes en nuestra historia. Pero no quiero que la ira me ciegue, porque necesito toda la claridad de mi mente y la serenidad del corazón destrozado para exponer los hechos tal como ocurrieron, con toda sencillez, antes que exagerar el dramatismo, porque siento vergüenza, como cubano, que unos hombres sin entrañas, con sus crímenes incalificables, hayan deshonrado nuestra patria ante el mundo. No fue nunca el tirano Batista un hombre de escrúpulos que vacilara antes de decir al pueblo la más fantástica mentira. Cuando quiso justificar el traidor cuartelazo del 10 de marzo, inventó un supuesto golpe militar que habría de ocurrir en el mes de abril y que "él quiso evitar para que no fuera sumida en sangre la república", historieta ridícula que no creyó nadie; y cuando quiso sumir en sangre la república y ahogar en el terror, la tortura y el crimen la justa rebeldía de una juventud que no quiso ser esclava suya, inventó entonces mentiras más fantásticas todavía. ¡Qué poco respeto se le tiene a un pueblo, cuando se le trata de engañar tan miserablemente! El mismo día que fui detenido, yo asumí públicamente la responsabilidad del movimiento armado del 26 de julio, y si una sola de las cosas que dijo el dictador contra nuestros combatientes en su discurso del 27 de julio hubiese sido cierta, bastaría para haberme quitado la fuerza moral en el proceso. Sin embargo, ¿por qué no se me llevó al juicio? ¿Por qué falsificaron certificados médicos? ¿Por qué se violaron todas las leyes del procedimiento y se descartaron escandalosamente todas las órdenes del tribunal? ¿Por qué se hicieron cosas nunca vistas en ningún proceso público a fin de evitar a toda costa mi comparecencia? Yo en cambio hice lo indecible por estar presente, reclamando del tribunal que se me llevase al juicio en cumplimiento estricto de las leyes, denunciando las maniobras estricto de las leyes, denunciando para impedirlo; quería discutir con ellos frente a frente y cara a cara. Ellos no quisieron: ¿Quién temía la verdad y quién no la temía? Las cosas que afirmó el dictador desde el polígono del campamento de Columbia, serían dignas de risa si no estuviesen tan empapadas de sangre. Dijo que los atacantes eran un grupo de mercenarios entre los cuales había numerosos extranjeros; dijo que la parte principal del plan era un atentado contra él —él, siempre él—, como si los hombres que atacaron el baluarte del Moncada no hubieran podido matarlo a él y a veinte como él, de haber estado conformes con semejantes métodos; dijo que el ataque había sido fraguado por el ex presidente Prío y con dinero suyo, y se ha comprobado ya hasta la saciedad la ausencia absoluta de toda relación entre este movimiento y el régimen pasado; dijo que estábamos armados de ametralladoras y granadas de mano, y aquí los técnicos del Ejército han declarado que sólo teníamos una ametralladora degollado a la posta, y ahí han aparecido en el sumario los certificados de defunción y los certificados médicos correspondientes a todos los soldados muertos o heridos, de donde resulta que ninguno presentaba lesiones de arma blanca. Pero sobre todo, lo más importante, dijo que habíamos acuchillado a los enfermos del Hospital Militar, y los médicos de ese mismo hospital, ¡nada menos que los médicos del Ejército!, han declarado en el juicio que ese edificio nunca estuvo ocupado por nosotros, que ningún enfermo fue muerto o herido y que sólo hubo allí una baja, correspondiente a un empleado sanitario que se asomó imprudentemente por una ventana. Cuando un jefe de Estado o quien pretende serlo hace declaraciones al país, no habla por hablar: alberga siempre algún propósito, persigue siempre un efecto, lo anima siempre una intención. Si ya nosotros habíamos sido militarmente vencidos, si ya no significábamos un peligro real para la dictadura, ¿por qué se nos calumniaba de ese modo? Si no está claro que era un discurso sangriento, si no es evidente que se pretendía justificar los crímenes que se estaban cometiendo desde la noche anterior y que se irían a cometer después, que hablen por mí los números: el 27 de julio, en su discurso desde el polígono militar, Batista dijo que los atacantes habíamos tenido treinta y dos muertos; al finalizar la semana los muertos ascendían a más de ochenta. ¿En qué batallas, en qué lugares, en qué combates murieron esos jóvenes? Antes de hablar Batista se habían asesinado más de veinticinco prisioneros; después que habló Batista se asesinaron cincuenta. ¡Qué sentido del honor tan grande el de esos militares modestos, técnicos y profesionales del Ejército, que al comparecer ante el tribunal no desfiguraron los hechos y emitieron sus informes ajustándose a la estricta verdad! ¡Ésos sí son militares que honran el uniforme, ésos sí son hombres! Ni el militar verdadero ni el verdadero hombre es capaz fe manchar su vida con la mentira o el crimen. Yo sé que están terriblemente indignados con los bárbaros asesinatos que se cometieron, yo sé que sienten con repugnancia y vergüenza el olor a sangre homicida que impregna hasta la última piedra del cuartel Moncada. Emplazo al dictador a que repita ahora, si puede, sus ruines calumnias por encima del testimonio de esos honorables militares, lo emplazo a que justifique ante el pueblo de Cuba su discurso del 27 de julio, ¡que no se calle, que hable!, que digan quiénes son los asesinos, los despiadados, los inhumanos, que diga si la Cruz de Honor que fue a ponerles en el pecho a los héroes de la masacre era para premiar los crímenes repugnantes que se cometieron; que asuma desde ahora la responsabilidad ante la historia y no pretenda decir después que fueron los soldados sin órdenes suyas, que explique a la nación los setenta asesinatos; ¡fue mucha la sangre! La nación necesita una explicación, la nación lo demanda, la nación lo exige. Se sabía que en 1933, al finalizar el combate del hotel Nacional, algunos oficiales fueron asesinados después de rendirse, lo cual motivó una enérgica protesta de la revista Bohemia; se sabía también que después de capitulado el fuerte de Atarés las ametralladoras de los sitiadores barrieron una fila de prisioneros y que un soldado, preguntando quién era Blas Hernández, lo asesinó disparándole un tiro en pleno rostro, soldado que en premio de su cobarde acción fue ascendido a oficial. Era conocido que el asesinato de prisioneros está fatalmente unido en la historia de Cuba al nombre de Batista. ¡Torpe ingenuidad nuestra que no lo comprendimos claramente! Sin embargo, en aquellas ocasiones los hechos ocurrieron en cuestión de minutos, no más que lo de una ráfaga de ametralladoras cuando los ánimos estaban todavía exaltados, aunque nunca tendrá justificación semejante proceder. No fue así en Santiago de Cuba. Aquí todas las formas de crueldad, ensañamiento y barbarie fueron sobrepasadas. No se mató durante un minuto, una hora o un día entero, sino que en una semana completa, los golpes, las torturas, los lanzamientos de azotea y los disparos no cesaron un instante como instrumentos de exterminio manejados por artesanos perfectos del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura y de muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme militar en delantales de carniceros. Los muros se salpicaron de sangre; en las paredes las balas quedaron incrustadas con fragmentos de piel, sesos y cabellos humanos, chamusqueados por los disparos a boca de jarro, y el césped se cubrió de oscura y pegajosa sangre. Las manos criminales que rigen los destinos de Cuba habían escrito para los prisioneros a la entrada de aquel antro de muerte, la inscripción del infierno: "Dejad toda esperanza." No cubrieron ni siquiera las apariencias, no se preocuparon lo más mínimo por disimular lo que estaban haciendo: creían haber engañado al pueblo con sus mentiras y ellos mismos terminaron engañándose. Se sintieron amos y señores del universo, dueños absolutos de la vida y la muerte humana. Así, el susto de la madrugada lo disiparon en un festín de cadáveres, en una verdadera borrachera de sangre. Las crónicas de nuestra historia, que arrancan cuatro siglos y medio atrás, nos cuentan muchos hechos de crueldad, desde las matanzas de indios indefensos, las atrocidades de los piratas que asolaban las costas, las barbaridades de los guerrilleros en la lucha de la independencia, los fusilamientos de prisioneros cubanos por el ejército de Weyler, los horrores del machadato, hasta los crímenes de marzo del 35; pero con ninguno se escribió una página sangrienta tan triste y sombría, por el número de víctimas y por la crueldad de sus victimarios, como en Santiago de Cuba. Sólo un hombre en todos esos siglos ha manchado de sangre dos épocas distintas de nuestra existencia histórica y ha clavado sus garras en la carne de dos generaciones de cubanos. Y para derramar este río de sangre sin precedentes esperó que estuviésemos en el Centenario del Apóstol y acabada de cumplir cincuenta años la república que tantas vidas costó para la libertad, porque pesa sobre un hombre que había gobernado ya como amo durante once largos años este pueblo que por tradición y sentimiento ama la libertad y repudie el crimen con toda su alma, un hombre que no ha sido, además, ni leal, ni sincero, ni honrado, ni caballero un solo minuto de su vida pública. No fue suficiente la traición de enero de 1934, los crímenes de marzo de 1935, y los cuarenta millones de fortuna que coronaron la primera etapa; era necesaria la traición de marzo de 1952, los crímenes de julio de 1953 y los millones que sólo el tiempo dirá. Dante dividió su infierno en nueve círculos: puso en el séptimo a los criminales, puso en el octavo a los ladrones y puso en el noveno a los traidores. ¡Duro dilema el que tendrían los demonios para buscar un sitio adecuado al alma de este hombre... si este hombre tuviera alma! Quien alentó los hechos atroces de Santiago de Cuba, no tiene entrañas siquiera. Conozco muchos detalles de la forma en que se realizaron esos crímenes por boca de algunos militares que,. llenos de vergüenza, me refirieron las escenas de que habían sido testigos. Terminado el combate se lanzaron como fieras enfurecidas sobre la ciudad de Santiago de Cuba y contra la población indefensa saciaron las primeras iras. En plena calle y muy lejos del lugar donde fue la lucha le atravesaron el pecho de un balazo a un niño inocente que jugaba junto a la puerta de su casa, y cuando el padre se acercó para recogerlo, le atravesaron la frente con oro balazo. Al "Niño" Cala, que iba para su casa con un cartucho de pan en las manos, lo balacearon sin mediar palabra. Sería interminable referir los crímenes y atropellos que se cometieron contra la población civil. Y si de esta forma actuaron con los que no habían participado en la acción, ya puede suponerse la horrible suerte que corrieron los prisioneros participantes o que ellos creían que habían participado: porque así como en esta causa involucraron a muchas personas ajenas por completo a los hechos, así también mataron a muchos de los prisioneros detenidos que no tenían nada que ver con el ataque; éstos no están incluidos en las cifras de víctimas que han dado, las cuales se refieren exclusivamente a los hombres nuestros. Algún día se sabrá el número total de inmolados. El primer prisionero asesinado fue nuestro médico, el doctor Mario Muñoz, que no llevaba armas ni uniforme y vestía su bata de galeno, un hombre generoso y competente que hubiera atendido con la misma devoción tanto al adversario como al amigo herido. En el camino del Hospital Civil al cuartel le dieron un tiro por la espalda y allí lo dejaron tendido boca abajo en un charco de sangre. Pero la matanza en masa de prisioneros no comenzó hasta pasadas las 3:00 de la tarde. Hasta esa hora esperaron órdenes. Llegó entonces de La Habana el general Martín Díaz Tamayo, quien trajo instrucciones concretas salidas de una reunión donde se encontraban Batista, el jefe del Ejército, el jefe del SIM, el propio Díaz Tamayo y oros. Dijo que "era una vergüenza y un deshonor para el Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes y que había que matar diez prisioneros por cada soldado muerto". ¡Ésta fue la orden!. En todo grupo humano hay hombres que bajos instintos, criminales natos, bestias portadoras de todos los atavismos ancestrales revestidas de forma humana, monstruos refrenados por la disciplina y el hábito social, pero que si se les da a beber sangre en un río no cesarán hasta que los haya secado. Lo que estos hombres necesitan precisamente era esa orden. En sus manos precio lo mejor de Cuba: lo más valiente, lo más honrado, lo más idealista. El tirano los llamó mercenarios, y allí estaban ellos muriendo como héroes en manos de hombres que cobran un sueldo de la República y que con las armas que ella les entregó para que la defendieran sirven los intereses de una pandilla y asesinan a los mejores ciudadanos. En medio de las torturas les ofrecían la vida si traicionando su posición ideológica se prestaban a declarar falsamente que Prío les había dado el dinero, y como ellos rechazaban indignados la proposición, continuaban torturándolos horriblemente. Les trituraron los testículos y les arrancaron los ojos, pero ninguno claudicó, ni se oyó un lamento ni una súplica: aun cuando los habían privado de sus órganos viriles, seguían siendo mil veces más hombres que todos sus verdugos juntos. Las fotografías no mientan y esos cadáveres aparecen destrozados. Ensayaron otros medios; no podían con el valor de los hombres y probaron el valor de las mujeres. Con un ojo humano ensangrentado en las manos se presentaron un sargento y varios hombres en el calabozo donde se encontraban las compañeras Melba Hernández y Haydée Santamaría, y dirigiéndose a la última mostrándole el ojo, le dijeron: "Este es de tu hermano, si tú no dices lo que no quiso decir, le arrancaremos el otro." Ella, que quería a su valiente hermano por encima de todas las cosas, les contestó llena de dignidad: "Si ustedes le arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo." Más tarde volvieron y las quemaron en los brazos con colillas encendidas, hasta que por último, llenos de despecho, le dijeron nuevamente a la joven Haydée Santamaría: "Ya no tienes novio porque te lo hemos matado también." Y ella les contestó imperturbable otra vez: "Él no está muerto, porque morir por la patria es vivir." Nunca fue puesto en un lugar tan alto de heroísmo y dignidad el nombre de la mujer cubana. No respetaron ni siquiera a los heridos en el combate que estaban recluidos en distintos hospitales de la ciudad, adonde los fueron a buscar como buitres que siguen la presa. En el Centro Gallego penetraron hasta el salón de operaciones en el instante mismo que recibían transfusión de sangre dos heridos graves; los arrancaron de las mesas y como no podían estar en pie, los llevaron arrastrando hasta la planta baja donde llegaron cadáveres. No pudieron hacer lo mismo en la Colonia Española, donde estaban recluidos los compañeros Gustavo Arcos y José Ponce, porque se los impidió valientemente el doctor Posada diciéndoles que tendrían que pasar sobre su cadáver. A Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fidel Labrador les inyectaron aire y alcanfor en las venas para matarlos en el Hospital Militar. Deben sus vidas al capitán Tamayo, médico del Ejército y verdadero militar de honor, que a punta de pistola se los arrebató a los verdugos y los trasladó al Hospital Civil. Estos cinco jóvenes fueron los únicos heridos que pudieron sobrevivir. Por las madrugadas eran sacados del campamento grupos de hombres y trasladados en automóviles a Siboney, La Maya, Songo y otros lugares, donde se les bajaba atados y amordazados, ya deformados por las torturas, para matarlos en parajes solitarios. Después los hacían constar como muertos en combate con el Ejército. Esto lo hicieron durante varios días y muy pocos prisioneros de los que iban siendo detenidos sobrevivieron. A muchos los obligaron antes a cavar su propia sepultura. Uno de los jóvenes, cuando realizaba aquella operación, se volvió y marcó en el rostro con la pica a uno de los asesinos. A otros, inclusive, los enterraron vivos con las manos atadas a la espalda. Muchos lugares solitarios sirven de cementerio a los valientes. Solamente en el campo de tiro del Ejército hay cinco enterrados. Algún día serán desenterrados y llevados en hombros del pueblo hasta el monumento que, junto a la tumba de Martí, la patria libre habrá de levantarles a los "Mártires del Centenario". El último joven que asesinaron en la zona de Santiago de Cuba fue Marcos Martí. Lo habían detenido en una cueva en Siboney el jueves 30 por la mañana junto con el compañero Ciro Redondo. Cuando los llevaban caminando por la carretera con los brazos en alto, le dispararon al primero un tiro por la espalda y ya en el suelo lo remataron con varias descargas más. Al segundo lo condujeron hasta el campamento; cuando lo vio el comandante Pérez Chaumont exclamó: "¡Y a éste para qué me lo han traído!" El tribunal pudo escuchar la narración del hecho por boca de este joven que sobrevivió gracias a lo que Pérez Chaumont llamó "una estupidez de los soldados". La consigna era general en toda la provincia. Diez días después del 26, un periódico de esta ciudad publicó la noticia de que, en la carretera de Manzanillo a Bayamo, habían aparecido dos jóvenes ahorcados. Más tarde se supo que eran los cadáveres de Hugo Camejo y Pedro Véliz. Allí también ocurrió algo extraordinario; las víctimas eran tres; los habían sacado del cuartel de Manzanillo a las 2:00 de la madrugada; en un punto de la carretera los bajaron y después de golpearlos hasta hacerles perder el sentido, los estrangularon con una soga. Pero cuando ya los habían dejado por muertos, uno de ellos, Andrés García, recobró el sentido, buscó refugio en casa de un campesino y gracias a ello también el tribunal pudo conocer con todo lujo de detalles el crimen. Este joven fue el único sobreviviente de todos los prisioneros que se hicieron en la zona de Bayamo. Cerca del río Cauto, en un lugar conocido por Barrancas, yacen en el fondo de un pozo ciego los cadáveres de Raúl de Aguiar, Armando Valle y Andrés Valdés, asesinados a medianoche en el camino de Alto Cedro a Palma Soriano por el sargento Montes de Oca, jefe de puesto del cuartel de Miranda, el cabo Maceo y el teniente jefe de Alto Cedro, donde aquéllos fueron detenidos. En los anales del crimen merece mención de honor el sargento Eulalio González, del cuartel Moncada, apodado "El Tigre". Este hombre no tenía después el menor empacho para jactarse de sus tristes hazañas. Fue él quien con sus propias manos asesinó a nuestro compañero Abel Santamaría. Pero no estaba satisfecho. Un día en que volvía de la prisión de Boniato, en cuyos patios sostiene una cría de gallos finos, montó el mismo ómnibus donde viajaba la madre de Abel. Cuando aquel monstruo comprendió de quien se trataba, comenzó a referir en alta voz sus proezas y dijo bien alto para que lo oyera la señora vestida de luto: "Pues yo sí saqué muchos ojos y pienso seguirlos sacando." Los sollozos de aquella madre ante la afrenta cobarde que le infería el propio asesino de su hijo, expresan mejor que ninguna palabra el oprobio moral sin precedentes que está sufriendo nuestra patria. A esas mismas madres, cuando iban al cuartel Moncada preguntando por sus hijos, con cinismo inaudito les contestaban: "¡Cómo no, señora!; vaya a verlo al hotel Santa Ifigenia donde se lo hemos hospedado." ¡O Cuba no es Cuba, o los responsables de estos hechos tendrán que sufrir un escarmiento terrible! Hombres desalmados que insultaban groseramente al pueblo cuando se quitaban los sombreros al paso de los cadáveres de los revolucionarios. Tantas fueron las víctimas que todavía el gobierno no se ha atrevido a dar las listas completas, saben que las cifras no guardan proporción alguna. Ellos tienen los nombres de todos los muertos porque antes de asesinar a los prisioneros les tomaban las generales. Todo ese largo trámite de identificación a través del Gabinete Nacional fue pura pantomima; y hay familias que no saben todavía la suerte de sus hijos. Si ya han pasado casi tres meses, ¿por qué no se dice la última palabra? Quiero hacer constar que a los cadáveres se les registraron los bolsillos buscando hasta el último centavo y se les despojó de las prendas personales, anillos y relojes, que hoy están usando descaradamente los asesinos. Gran parte de lo que acabo de referir ya lo sabíais vosotros, señores magistrados, por las declaraciones de mis compañeros. Pero véase cómo no han permitido venir a este juicio a muchos testigos comprometedores y que en cambio asistieron a las sesiones del otro juicio. Faltaron, por ejemplo, todas las enfermeras del Hospital Civil, pese a que están aquí al lado nuestro, trabajando en el mismo edificio donde se celebra esta sesión; no las dejaron comparecer para que no pudieran afirmar ante el tribunal, contestando a mis preguntas, que aquí fueron detenidos veinte hombres vivos, además del doctor Mario Muñoz. Ellos temían que el interrogatorio a los testigos yo pudiese hacer deducir por escrito testimonios muy peligrosos. Pero vino el comandante Pérez Chaumont y no pudo escapar. Lo que ocurrió con este héroe de batallas contra hombres sin armas y maniatados, da idea de lo que hubiera pasado en el Palacio de Justicia si no me hubiesen secuestrado del proceso. Le pregunté cuántos hombres nuestros habían muerto en sus célebres combates de Siboney. Titubeó. Le insistí, y me dijo por fin que veintiuno. Como yo sé que esos combates no ocurrieron nunca, le pregunté cuántos heridos habíamos tenido. Me contestó que ninguno: todos eran muertos. Por eso, asombrado, le repuse que si el Ejército estaba usando armas atómicas. Claro que donde hay asesinados a boca de jarro no hay heridos. Le pregunté después cuántas bajas había tenido el Ejército. Me contestó que dos heridos. Le pregunté por último que si alguno de esos heridos había muerto, y me dijo que no. Esperé. Desfilaron más tarde todos los heridos del Ejército y resultó que ninguno lo había sido en Siboney. Ese mismo comandante Pérez Chaumont, que apenas se ruborizaba de haber asesinado veintiún jóvenes indefensos, ha construido en la playa de Ciudamar un palacio que vale más de cien mil pesos. Sus ahorritos en sólo unos meses de marzato. ¡Y si eso ha ahorrado el comandante, cuánto habrán ahorrado los generales!. Señores magistrados: ¿Dónde están nuestros compañeros detenidos los días 26, 27, 28 y 29 de julio, que se sabe pasaban de sesenta en la zona de Santiago de Cuba? solamente tres y las dos muchachas han comparecido, los demás sancionados fueron todos detenidos más tarde. ¿Dónde están nuestros compañeros heridos? Solamente cinco han aparecido: al resto lo asesinaron también. Las cifras son irrebatibles. Por aquí, en cambio, han desfilado veinte militares que fueron prisioneros nuestros y que según sus propias palabras no recibieron ni una ofensa. Por aquí han desfilado treinta heridos del Ejército, muchos de ellos en combates callejeros, y ninguno fue rematado. Si el Ejército tuvo diecinueve muertos y treinta heridos, ¿cómo es posible que nosotros hayamos tenido ochenta muertos y cinco heridos? ¿Quién vio nunca combates de veintiún muertos y ningún herido como los famosos de Pérez Chaumont? Ahí están las cifras de bajas en los recios combates de la Columna Invasora en la guerra del 95, tanto aquellos en que salieron victoriosas como en los que fueron vencidas las armas cubanas: combate de Los Indios, en Las Villas: doce heridos, ningún muerto; combate de Mal Tiempo: cuatro muertos, veintitrés heridos; combate de Calimete: dieciséis muertos, sesenta y cuatro heridos; combate de La Palma: treinta y nueve muertos, ochenta y ocho heridos; combate de Cacarajícara: cinco muertos, trece heridos; combate del Descanso: cuatro muertos, cuarenta y cinco heridos; combate de San Gabriel del Lombillo: dos muertos, dieciocho heridos... en todos absolutamente el número de heridos es dos veces, tres veces y hasta diez veces mayor que el de muertos. No existían entonces los modernos adelantos de la ciencia médica que disminuyen la proporción de muertos. ¿Cómo puede explicarse la fabulosa proporción de dieciséis muertos por un herido, si no es rematando a éstos en los mismos hospitales y asesinando después a los indefensos prisioneros? Estos números hablan sin réplica posible. "Es una vergüenza y un deshonor para el Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes; hay que matar diez prisioneros por cada soldado muerto..." Ése es el concepto que tienen del honor los cabos furrieles ascendidos a generales del 10 de marzo, y ése es el honor que le quieren imponer al Ejército nacional. Honor falso, honor fingido, honor de apariencia que se basa en la mentira, la hipocresía y el crimen; asesinos que amasan con sangre una careta de honor. ¿Quién les dijo que morir peleando es un deshonor? ¿Quién les dijo que el honor de un Ejército consiste en asesinar heridos y prisioneros de guerra? En las guerras los ejércitos que asesinan a los prisioneros se han ganado siempre el desprecio y la execración del mundo. Tamaña cobardía no tiene justificación ni aun tratándose de enemigos de la patria invadiendo el territorio nacional. Como escribió un libertador de la América del Sur, "ni la más estricta obediencia militar puede cambiar la espada del soldado en cuchilla de verdugo." El militar de honor no asesina al prisionero indefenso después del combate, sino que lo respeta; no remata al herido, sino que lo ayuda; impide el crimen y si no puede impedirlo hace como aquel capitán español que al sentir los disparos con que fusilaban a los estudiantes quebró indignado su espada y renunció a seguir sirviendo a aquel ejército. Los que asesinaron a los prisioneros no se comportaron como dignos compañeros de los que murieron. Yo vi muchos soldados combatir con magnífico valor, como aquéllos de la patrulla que dispararon contra nosotros sus ametralladoras en un combate casi cuerpo a cuerpo o aquel sargento que desafiando la muerte se apoderó de la alarma para movilizar el campamento. Unos están vivos, me alegro; otros están muertos; sólo siento que hombres valerosos caigan defendiendo una mala causa. Cuando Cuba sea libre, debe respetar, amparar y ayudar también a las mujeres y los hijos de los valientes que cayeron frente a nosotros. Ellos son inocentes de las desgracias de Cuba, ellos son otras tantas víctimas de esta nefasta situación. Pero el honor que ganaron los soldados para las armas murieron en combate lo mancillaron los generales mandando asesinar prisioneros después del combate. Hombres que se hicieron generales de la madrugada al amanecer sin haber disparado un tiro, que compraron sus estrellas con alta traición a la República, que mandan asesinar los prisioneros de un combate en que no participaron: ésos son los generales del 10 de marzo, generales que no habrían servido ni para arrear las mulas que cargaban la impedimenta del Ejército de Antonio Maceo. Si el Ejército tuvo tres veces más bajas que nosotros fue porque nuestros hombres estaban magníficamente entrenados, como ellos mismos dijeron, y porque se habían tomado medidas tácticas adecuadas como ellos mismos reconocieron. Si el Ejército no hizo un papel más brillante, si fue totalmente sorprendido pese a los millones que se gasta el SIM en espionaje, si sus granadas de mano no explotaron porque estaban viejas, se debe a que tiene generales como Martín Díaz Tamayo y coroneles como Ugalde Carrillo y Alberto del Río Chaviano. No fueron diecisiete traidores metidos en las filas del Ejército como el 10 de marzo, sino ciento sesenta y cinco hombres que atravesaron la Isla de un extrema a otro para afrontar la muerte a cara descubierta. Si esos jefes hubieran tenido honor militar habrían renunciado a sus cargos en vez de lavar su vergüenza y su incapacidad personal en la sangre de los prisioneros. Matar prisioneros indefensos y después decir que fueron muertos en combate, ésa es toda la capacidad militar de los generales del 10 de marzo. Así actuaban en los años más crueles de nuestra guerra de independencia los peores matones de Valeriano Weyler. Las Crónicas de la guerra nos narran el siguiente pasaje: "El día 23 de febrero entró en Punta Brava el oficial Baldomero Acosta con alguna caballería, al tiempo que, por el camino opuesto, acudía un pelotón del regimiento Pizarro al mando de un sargento, allí conocido por Barriguilla. Los insurrectos cambiaron algunos tiros con la gente de Pizarro, y se retiraron por el camino que une a Punta Brava con el caserío de Guatao. A los cincuenta hombres de Pizarro seguía una compañía de voluntarios de Marianao y otra del cuerpo de Orden Público, al mando del capitán Calvo [...] Siguieron marcha hacia Guatao, y al penetrar la vanguardia en el caserío se inició la matanza contra el vecindario pacífico; asesinaron a doce habitantes del lugar. [...] Con la mayor celeridad la columna que mandaba el capitán Calvo, echó mano a todos os vecinos que corrían por el pueblo, y amarrándolos fuertemente en calidad de prisioneros de guerra, los hizo marchar para La Habana. [...] No saciados aún con los atropellos cometidos en las afueras de Guatao, llevaron a remate otra bárbara ejecución que ocasionó la muerte a uno de los presos y terribles heridas a los demás. El marqués de Cervera, militar palatino y follón, comunicó a Weyler la costosísima victoria obtenida por las armas españolas; pero el comandante Zugasti, hombre de pundonor, denunció al gobierno lo sucedido, y calificó de asesinatos de vecinos pacíficos las muertes perpetradas por el facineroso capitán Calvo y el sargento Barriguilla. "La intervención de Weyler en este horrible suceso y su alborozo al conocer los pormenores de la matanza, se descubre de un modo palpable en el despacho oficial que dirigió al ministro de la Guerra a raíz de la cruenta inmolación. "Pequeña columna organizada por comandante militar Marianao con fuerzas de la guarnición, voluntarios y bomberos a las órdenes del capitán Calvo de Orden público, batió, destrozándolas, partidas de Villanueva y Baldomero Acosta cerca de Punta Brava (Guatao), causándoles veinte muertos, que entregó, para su enterramiento al alcalde Guatao, haciéndoles quince prisioneros, entre ellos un herido [...] y suponiendo llevan muchos heridos; nosotros tuvimos un herido grave, varios leves y contusos. Weyler"." ¿En qué se diferencia este parte de guerra de Weyler de los partes del coronel Chaviano dando cuenta de las victorias del comandante Pérez Chaumont? Sólo en que Weyler comunicó veinte muertos y Chaviano comunicó veintiuno; Weyler menciona un soldado herido en sus filas, Chaviano menciona dos; Weyler habla de un herido y quince prisioneros en el campo enemigo, Chaviano no habla de heridos ni prisioneros. Igual que admiré el valor de los soldados que supieron morir, admiro y reconozco que muchos militares se portaron dignamente y no se mancharon las manos en aquella orgía de sangre. No pocos prisioneros que sobrevivieron les deben la vida a la actitud honorable de militares como el teniente Sarría, el teniente Camps, el capitán Tamayo y otros que custodiaron caballerosamente a los detenidos. Si hombres como ésos no hubiesen salvado en parte el honor de las Fuerzas Armadas, hoy sería más honroso llevar arriba un trapo de cocina que un uniforme. Para mis compañeros muertos no clamo venganza. Como sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con las suyas todos los criminales juntos. No es con sangre como pueden pagarse las vidas de los jóvenes que mueren por el bien de un pueblo; la felicidad de ese pueblo es el único precio digno que puede pagarse por ellas. Mis compañeros, además, no están ni olvidados ni muertos; viven hoy más que nunca y sus matadores han de ver aterrorizados cómo surge de sus cadáveres heroicos el espectro victorioso de su ideas. Que hable por mí el Apóstol: "Hay un límite al llanto sobre las sepulturas de los muertos, y es el amor infinito a la patria y a la gloria que se jura sobre sus cuerpos, y que no teme ni se abata ni se debilita jamás; porque los cuerpos de los mártires son el altar más hermoso de la honra." [...] Cuando se muere En brazos de la patria agradecida, La muerte acaba, la prisión se rompe; ¡Empieza, al fin, con el morir, la vida! Hasta aquí me he concretado casi exclusivamente a los hechos. Como no olvido que estoy delante de un tribunal de justicia que me juzga, demostraré ahora que únicamente de nuestra parte está el derecho y que la sanción impuesta a mis compañeros y la que se pretende imponerme no tiene justificación ante la razón, ante la sociedad y ante la verdadera justicia. Quiero ser personalmente respetuoso con los señores magistrados y os agradezco que no veáis en la rudeza de mis verdades ninguna animadversión contra vosotros. Mis razonamientos van encaminados sólo a demostrar lo falso y erróneo de la posición adoptada en la presente situación por todo el Poder Judicial, del cual cada tribunal no es más que una simple pieza obligada a marchar, hasta cierto punto, por el mismo sendero que traza la máquina, sin que ellos justifique, desde luego, a ningún hombre a actuar contra sus principios. Sé perfectamente que la máxima responsabilidad le cabe a la alta oligarquía que sin un gesto digno se plegó servilmente a los dictados del usurpador traicionando a la nación y renunciando a la independencia del Poder Judicial. Excepciones honrosas han tratado de remendar el maltrecho honor con votos particulares, pero el gesto de la exigua minoría apenas ha trascendido, ahogado por actitudes de mayorías sumisas y ovejunas. Este fatalismo, sin embargo, no me impedirá exponer la razón que me asiste. Si el traerme ante este tribunal no es más que pura comedia para darle apariencia de legalidad y justicia a lo arbitrario, estoy dispuesto a rasgar con mano firme el velo infame que cubre tanta desvergüenza. Resulta curioso que los mismos que me traen ante vosotros para que se me juzgue y condene no han acatado una sola orden de este tribunal. Si este juicio, como habéis dicho, es el más importante que se ha ventilado ante un tribunal desde que se instauró la República, lo que yo diga aquí quizás se pierda en la conjura de silencio que me ha querido imponer la dictadura, pero sobre lo que vosotros hagáis, la posteridad volverá muchas veces los ojos. Pensad que ahora estáis juzgando a un acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas, cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro. Entonces lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se haya escuchado de mi boca, sino porque el problema de la justicia es eterno, y por encima de las opiniones de los jurisconsultos y teóricos, el pueblo tiene de ella un profundo sentido. Los pueblos poseen una lógica sencilla pero implacable, reñida con todo lo absurdo y contradictorio, y si alguno, además, aborrece con toda su alma el privilegio y la desigualdad, ése es el pueblo cubano. Sabe que la justicia se representa con una doncella, una balanza y una espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y blandir furiosamente el arma sobre otros, se la imaginará entonces como una mujer prostituida esgrimiendo un puñal. Mi lógica, es la lógica sencilla del pueblo. Os voy a referir una historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podría reunirse, asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos, horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos, y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda su esperanza estaba en el futuro. ¡Pobre pueblo! Una mañana la ciudadanía se despertó estremecida; a las sombras de la noche los espectros del pasado se habían conjurado mientras ella dormía, y ahora la tenían agarrada por las manos, por los pies y por el cuello. Aquellas garras eran conocidas, aquellas fauces, aquellas guadañas de muerte, aquellas botas... No; no era una pesadilla; se trataba de la triste y terrible realidad: un hombre llamado Fulgencio Batista acababa de cometer el horrible crimen que nadie esperaba. Ocurrió entonces que un humilde ciudadano de aquel pueblo, que quería creer en las leyes de la República y en la integridad de sus magistrados a quienes había visto ensañarse muchas veces contra los infelices, buscó un Código de Defensa Social para ver qué castigos prescribía la sociedad para el autor de semejante hecho, y encontró lo siguiente: "Incurrirá en una sanción de privación de libertad de seis a diez años el que ejecutare cualquier hecho encaminado directamente a cambiar en todo o en parte, por medio de la violencia, la Constitución del Estado o la forma de gobierno establecida." "Se impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si se llevare a efecto la insurrección". "El que ejecutare un hecho con el fin determinado de impedir, en todo o en parte, aunque fuere temporalmente al Senado, a la cámara de Representantes, al Representantes, al Presidente de la República o al Tribunal Supremo de Justicia, el ejercicio de sus funciones constitucionales, incurrirá en un sanción de privación de libertad de seis a diez años. "El que tratare de impedir o estorbar la celebración de elecciones generales; [...] incurrirá en una sanción de privación de libertad de cuatro a ocho años. "El que introdujere, publicare, propagare o tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho, orden o decreto que tienda [...] a provocar la inobservancia de las leyes vigentes, incurrirá en una sanción de privación de libertad de dos años a seis años." "El que sin facultad legar para ello ni orden del Gobierno, tomare el mando de tropas, plazas, fortalezas, puestos militares, poblaciones o barcos o aeronaves de guerra incurrirá en una sanción de privación de libertad de cinco a diez años. "Igual sanción se impondrá al que usurpare el ejercicio de una función atribuida por la Constitución como propia de alguno de los Poderes del Estado." Sin decir una palabra a nadie, con el Código en una mano y los papeles en otra, el mencionado ciudadano se presentó en el viejo caserón de la capital donde funcionaba el tribunal competente, que estaba en la obligación de promover causa y castigar a los responsables de aquel hecho, y presentó un escrito denunciando los delitos y pidiendo para Fulgencio Batista y sus diecisiete cómplices la sanción de ciento ocho años de cárcel como ordenaba imponerle el Código de Defensa Social con todas las agravantes de reincidencia, alevosía y nocturnidad. Pasaron los días y pasaron los meses. ¡Qué decepción! El acusado no era molestado, se paseaba por la República como un amo, lo llamaban honorable señor y general, quitó y puso magistrados, y nada menos que el día de la apertura de los tribunales se vio al reo sentado en el lugar de honor, entre los augustos y venerables patriarcas de nuestra justicia. Pasaron otra vez los días y los meses. El pueblo se cansó de abusos y de burlas. ¡Los pueblos se cansan! Vino la lucha, y entonces aquel hombre que estaba fuera de la ley, que había ocupado el poder por la violencia, contra la voluntad del pueblo y agrediendo el orden legal, torturó, asesinó, encarceló y acusó ante los tribunales a los que habían ido a luchar por la ley y devolverle al pueblo su libertad. Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde que un día presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que castigaran a los ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones,, y ahora, cuando es a mí a quien se acusa de querer derrocar este régimen ilegal y restablecer la Constitución legítima de la República, se me tiene setenta y seis días incomunicado en una celda, sin hablar con nadie ni ver siquiera a mi hijo; se me conduce por la ciudad entre dos ametralladoras de trípode, se me traslada a este hospital para juzgarme secretamente con toda severidad y un fiscal con el Código en la mano, muy solemnemente, pide para mí veintiséis años de cárcel. Me diréis que aquella vez los magistrados de la República no actuaron porque se lo impedía la fuerza; entonces, confesadlo: esta vez también la fuerza os obligará a condenarme. La primera no pudisteis castigar al culpable; la segunda, tendréis que castigar al inocente. La doncella de la justicia, dos veces violada por la fuerza. ¡Y cuánta charlatanería para justificar lo injustificable, explicar lo inexplicable y conciliar lo inconciliable! Hasta que han dado por fin en afirmar, como suprema razón, que el hecho crea el derecho. Es decir que el hecho de haber lanzado los tanques y los soldados a la calle, apoderándose del Palacio Presidencial, la Tesorería de la República y los demás edificios oficiales, y apuntar con las armas al corazón del pueblo, crea el derecho a gobernarlo. El mismo argumento pudieron utilizar los nazis que ocuparon las naciones de Europa e instalaron en ellas gobiernos de títeres. Admito y creo que la revolución sea fuerte de derecho; pero no podrá llamarse jamás revolución al asalto nocturno a mano armada del 10 de marzo. En el lenguaje vulgar, como dijo José Ingenieros, suele darse el nombre de revolución a los pequeños desórdenes que un grupo de insatisfechos promueve para quitar a los hartos sus prebendas políticas o sus ventajas económicas, resolviéndose generalmente en cambios de unos hombres por otros, en un reparto nuevo de empleos y beneficios. Ése no es el criterio del filósofo de la historia, no puede ser el del hombre de estudio. No ya en el sentido de cambios profundos en el organismos social, ni siquiera en la superficie del pantano público se vio mover una ola que agitase la podredumbre reinante. Si en el régimen anterior había politiquería, ha multiplicado por diez el pillaje y ha duplicado por cien la falta de respeto a la vida humana. Se sabía que Barriguilla había robado y había asesinado, que era millonario, que tenía en la capital muchos edificios de apartamentos, acciones numerosas en compañías extranjeras, cuentas fabulosas en bancos norteamericanos, que repartió bienes gananciales por dieciocho millones de pesos, que se hospedaba en el más lujoso hotel de los millonarios yanquis, pero lo que nunca podrá creer nadie es que Barriguilla fuera revolucionario. Barriguilla es el sargento de Weyler que asesinó doce cubanos en el Guatao... En Santiago de Cuba fueron setenta. De te fabula narratur. Cuatro partidos políticos gobernaban el país antes del 10 de marzo: Auténtico, Liberal, Demócrata y Republicano. A los dos días del golpe se adhirió el Republicano; no había pasado un año todavía y ya el Liberal y el Demócrata estaban otra vez en el poder, Batista no restablecía la Constitución, no restablecía las libertades públicas, no restablecía el Congreso, no restablecía el voto directo, no restablecía en fin ninguna de las instituciones democráticas arrancadas al país, pero restablecía a Verdeja, Guas Inclán, Salvito García Ramos, Anaya Murillo, y con los altos jerarcas de los partidos tradicionales en el gobierno, a lo más corrompido, rapaz, conservador y antediluviano de la política cubana. ¡Ésta es la revolución de Barriguilla! Ausente del más elemental contenido revolucionario, el régimen de Batista ha significado en todos los órdenes un retroceso de veinte años para Cuba. Todo el mundo ha tenido que pagar bien caro su regreso, pero principalmente las clases humildes que están pasando hambre y miseria mientras la dictadura que ha arruinado al país con la conmoción, la ineptitud y la zozobra, se dedica a la más repugnante politiquería, inventando fórmulas y más fórmulas de perpetuarse en el poder aunque tenga que ser sobre un montón de cadáveres y un mar de sangre. Ni una sola iniciativa valiente ha sido dictada. Batista vive entregado de pies y manos a los grandes intereses, y no podía ser de otro modo, por su mentalidad, por la carencia total de ideología y de principios, por la ausencia absoluta de la fe, la confianza y el respaldo de las masas. Fue un simple cambio de manos y un reparto de botín entre los amigos, parientes, cómplices y la rémora de parásitos voraces que integran el andamiaje político del dictador. ¡Cuántos oprobios se le han hecho sufrir al pueblo para que un grupito de egoístas que no sienten por la patria la menor consideración puedan encontrar en la cosa pública un modus vivendi fácil y cómodo!. ¡Con cuánta razón dijo Eduardo Chibás en su postrer discurso que Batista alentaba el regreso de los coroneles, del palmacristi y de la ley de fuga! De inmediato después del 10 de marzo comenzaron a producirse otra vez actos verdaderamente vandálicos que se creían desterrados para siempre en Cuba: el asalto a la Universidad del Aire, atentado sin precedentes a una institución cultural, donde los gangsters del SIM se mezclaron con los mocosos de la juventud del PAU; el secuestro del periodista Mario Kuchilán, arrancado en plena noche de su hogar y torturado salvajemente hasta dejarlo casi desconocido; el asesinato del estudiante Rubén Batista y las descargas criminales contra una pacífica manifestación estudiantil junto al mismo paredón donde los voluntarios fusilaron a los estudiantes del 71; hombres que arrojaron la sangre de los pulmones ante los mismos tribunales de justicia por las bárbaras torturas que les habían aplicado en los cuerpos represivos, como en el proceso del doctor García Bárcena. Y no voy a referir aquí los centenares de casos en que grupos de ciudadanos han sido apaleados brutalmente sin distinción de hombres o mujeres, jóvenes o viejos. Todo esto antes del 26 de julio. Después, ya se sabe, ni siquiera el cardenal Arteaga se libró de actos de esta naturaleza. Todo el mundo sabe que fue víctima de los agentes represivos. Oficialmente afirmaron que era obra de una banda de ladrones. Por una vez dijeron la verdad, ¿qué otra cosa es este régimen?... La ciudadanía acaba de contemplar horrorizada el caso del periodista que estuvo secuestrado y sometido a torturas de fuego durante veinte días. En cada hecho un cinismo inaudito, una hipocresía infinita: la cobardía de rehuir la responsabilidad y culpar invariablemente a los enemigos del régimen. Procedimientos de gobierno que no tienen nada que envidiarle a la peor pandilla de gangster. Hitler asumió la responsabilidad por las matanzas del 30 de junio de 1934 diciendo que había sido durante 24 horas el Tribunal Supremo de Alemania; los esbirros de esta dictadura, que no cabe compararla con ninguna otra por la baja, ruin y cobarde, secuestran, torturan, asesinan, y después culpan canallescamente a los adversarios del régimen. Son los métodos típicos del sargento Barriguilla. En todos estos hechos que he mencionado, señores magistrados, ni una sola vez han aparecido los responsables para ser juzgados por los tribunales. ¡Cómo! ¿No era éste el régimen del orden, de la paz pública y el respeto a la vida humana? Si todo esto he referido es para que se me diga si tal situación puede llamarse revolución engendradora de derecho; si es o no lícito luchar contra ella; si no han de estar muy prostituidos los tribunales de la República para enviar a la cárcel a los ciudadanos que quieren librar a su patria de tanta infamia. Cuba está sufriendo un cruel e ignominioso despotismo, y vosotros no ignoráis que la resistencia frente al despotismo es legítima; éste es un principio universalmente reconocido y nuestra Constitución de 1940 lo consagró expresamente en el párrafo segundo del artículo 40: "Es legítima la resistencia adecuada para la protección de los derechos individuales garantizados anteriormente." Más, aun cuando no lo hubiese consagrado nuestra ley fundamental, es supuesto sin el cual no puede concebirse la existencia de una colectividad democrática. El profesor Infiesta en su libro de derecho constitucional establece una diferencia entre Constitución Política y Constitución Jurídica, y dice que "a veces se incluyen en la Constitución Jurídica principios constitucionales que, sin ello, obligarían igualmente por el consentimiento del pueblo, como los principios de la mayoría o de la representación en nuestras democracias". El derecho de insurrección frente a la tiranía es uno de esos principios que, esté o no esté incluido dentro de la Constitución Jurídica, tiene siempre plena vigencia en una sociedad democrática. El planteamiento de esta cuestión ante un tribunal de justicia es uno de los problemas más interesantes del derecho público. Duguit ha dicho en su Tratado de Derecho Constitucional que "si la insurrección fracasa, no existirá tribunal que ose declarar que no hubo conspiración o atentado contra la seguridad del Estado porque el gobierno era tiránico y la intención de derribarlo era legítima". Pero fijaos bien que no dice "el tribunal no deberá", sino que "no existirá tribunal que ose declarar"; más claramente, que no habrá tribunal que se atreva, que no habrá tribunal lo suficientemente valiente para hacerlo bajo una tiranía. La cuestión no admite alternativa; si el tribunal es valiente y cumple con su deber, se atreverá. Se acaba de discutir ruidosamente la vigencia de la Constitución de 1940; el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales falló en contra de ella y a favor de los Estatutos; sin embargo, señores magistrados, yo sostengo que la constitución de 1940 sigue vigente. Mi afirmación podrá parecer absurda y extemporánea; pero no os asombréis, soy yo quien se asombra de que un tribunal de derecho haya intentado darle un vil cuartelazo a la Constitución legítima de la República. Como hasta aquí, ajustándome rigurosamente a los hechos, a la verdad y a la razón, demostraré lo que acabo de afirmar. El Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales fue instituido por el artículo 172 de la Constitución de 1940, complementado por la Ley Orgánica número 7 de 31 de mayo de 1949. Estas leyes, en virtud de las cuales fue creado, le concedieron, en materia de inconstitucionalidad, una competencia específica y determinada: resolver los recursos de inconstitucionalidad contra las leyes, decretos-leyes, resoluciones o actos que nieguen, disminuyan, restrinjan o adulteren los derechos y garantías constitucionales o que impidan el libre funcionamiento de los órganos del Estado. En el artículo 194 se establecía bien claramente: "Los jueces y tribunales están obligados a resolver los conflictos entre las leyes vigentes y la Constitución ajustándose al principio de que ésta prevalezca siempre sobre aquéllas." De acuerdo, pues, con las leyes que le dieron origen, el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales debía resolver siempre a favor de la Constitución. Si ese tribunal hizo prevalecer los Estatutos por encima de la Constitución de la República se salió por completo de su competencia y facultades, realizando, por tanto, un acto jurídicamente nulo. La decisión en sí misma, además, es absurda y lo absurdo no tiene vigencia ni de hecho ni de derecho, no existe ni siquiera metafísicamente. Por muy venerable que sea un tribunal no podrá decir que el círculo es cuadrado, o, lo que es igual, que el engendro grotesco del 4 de abril puede llamarse Constitución de un Estado. Entendemos por Constitución la ley fundamental y suprema de una nación, que define su estructura política, regula el funcionamiento de los órganos del Estado y pone límites a sus actividades, ha de ser estable, duradera y más bien rígida. Los Estatutos no llenan ninguno de estos requisitos. Primeramente encierran una contradicción monstruosa, descarada y cínica en lo más esencial, que es lo referente a la integración de la República y el principio de la soberanía. El artículo 1 dice: "Cuba es un Estado independiente y soberano organizado como República democrática..." El Presidente de la República será designado por el Consejo de Ministros. ¿Y quién elige el Consejo de Ministros? El artículo 120, inciso 13: "Corresponde al Presidente nombrar y renovar libremente a los ministros, sustituyéndolos en las oportunidades que proceda." ¿Quién elige a quién por fin? ¿No es éste el clásico problema del huevo y la gallina que nadie ha resuelto todavía? Un día se reunieron dieciocho aventureros. El plan era asaltar la República con su presupuesto de trescientos cincuenta millones. Al amparo de la traición y de las sombras consiguieron su propósito: "¿Y ahora qué hacemos?" Uno de ellos les dijo a los otros: "Ustedes me nombran primer ministro y yo los nombro generales." Hecho esto buscó veinte alabarderos y les dijo: "Yo los nombro ministros y ustedes me nombran presidente." Así se nombraron unos a otros generales, ministros, presidente y se quedaron con el Tesoro y la República. Y no es que se tratara de la usurpación de la soberanía por una sola vez para nombrar ministros, generales y presidente, sino que un hombre se declaró en unos estatutos dueño absoluto, no ya de la soberanía, sino de la vida y la muerte de cada ciudadano y de la existencia misma de la nación. Por eso sostengo que no solamente es traidora, vil, cobarde y repugnante la actitud del Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales, sino también absurda. Hay en los Estatutos un artículo que ha pasado bastante inadvertido pero es el que da la clave de esta situación y del cual vamos a sacar conclusiones decisivas. Me refiero a la cláusula de reforma contenida en el artículo 257 y que dice textualmente: "Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el Consejo de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus miembros." Aquí la burla llegó al colmo. No es sólo que hayan ejercido la soberanía para imponer al pueblo una Constitución sin contar con su consentimiento y elegir un gobierno que concentra en sus manos todos los poderes, sino que por el artículo 257 hacen suyo definitivamente el atributo más esencial de la soberanía que es la facultad de reformar la ley suprema y fundamental de la nación, cosa que han hecho ya varias veces desde el 10 de marzo, aunque afirman con el mayor cinismo del mundo en el artículo 2 que la soberanía reside en el pueblo y de él dimanan todos los poderes. Si para realizar estas reformas basta la conformidad del Consejo de Ministros, queda entonces en manos de un solo hombre el derecho de hacer y deshacer la República, un hombre que es además el más indigno de los que han nacido en esta tierra. ¿Y esto fue lo aceptado por el Tribunal de Garantías Constitucionales, y es válido y es legal todo lo que ello se derive? Pues bien, veréis lo que aceptó: "Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el Consejo de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus miembros." Tal facultad no reconoce límites; al amparo de ella cualquier artículo, cualquier capítulo, cualquier título, la ley entera puede ser modificada. El artículo 1, por ejemplo, que ya mencioné, dice que Cuba es un Estado independiente y soberano organizado como República democrática —"aunque de hecho sea hoy una satrapía sangrienta"—; el artículo 3 dice que "el territorio de la República está integrado por la Isla de Cuba, la Isla de Pinos y las demás islas y cayos adyacentes..."; así sucesivamente. Batista y su Consejo de Ministros, al amparo del artículo 257, pueden modificar todos esos atributos, decir que Cuba no es ya una República, sino una Monarquía Hereditaria y ungirse él, Fulgencio Batista, Rey; pueden desmembrar el territorio nacional y vender una provincia a un país extraño como hizo Napoleón con la Louisiana; pueden suspender el derecho a la vida y, como Herodes, mandar a degollar los niños recién nacidos: todas estas medidas serían legales y vosotros tendríais que enviar a la cárcel a todo el que se opusiera, como pretendéis hacer conmigo en estos momentos. He puesto ejemplos extremos para que se comprenda mejor lo triste y humillante que se nuestra situación. ¡Y esas facultades omnímodas en manos de hombres que de verdad son capaces de vender la República con todos sus habitantes! Si el Tribunal de Garantías Constitucionales aceptó semejante situación, ¿qué espera para colgar las togas? Es un principio elemental de derecho público que no existe la constitucionalidad allí donde el Poder Constituye y el Poder Legislativo residen en el mismo organismo. Si el Consejo de Ministros hace las leyes, los decretos, los reglamentos y al mismo tiempo tiene facultad de modificar la Constitución en diez minutos, ¡maldita la falta que nos hace un Tribunal de Garantías Constitucionales! Su fallo es, pues, irracional, inconcebible, contrario a la lógica y a las leyes de la República, que vosotros, señores magistrados, jurasteis defender. Al fallar a favor de los Estatutos no quedó abolida nuestra ley suprema; sino que el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales se puso fuera de la Constitución, renunció a sus fueros, se suicidó jurídicamente. ¡Qué en paz descanse! El derecho de resistencia que establece el artículo 40 de esa Constitución está plenamente vigente. ¿Se aprobó para que funcionara mientras la República marchaba normalmente? No, porque era para la Constitución lo que un bote salvavidas es para una nave en alta mar, que no se lanza al agua sino cuando la nave ha sido torpedeada por enemigos emboscados en su ruta. Traicionada la Constitución de la República y arrebatadas al pueblo todas sus prerrogativas, sólo le quedaba ese derecho, que ninguna fuerza le puede quitar, el derecho a resistir a la opresión y a la injusticia. Si alguna duda queda, aquí está un artículo del Código de Defensa Social, que no debió olvidar el señor fiscal, el cual dice textualmente: "Las autoridades de nombramiento del Gobierno o por elección popular que no hubieren resistido a la insurrección por todos los medios que estuvieren a su alcance, incurrirán en una sanción de interdicción especial de seis a diez años." Era obligación de los magistrados de la República resistir el cuartelazo traidor del 10 de marzo. Se comprende perfectamente que cuando nadie ha cumplido con la ley, cuando nadie ha cumplido el deber, se envía a la cárcel a los únicos que han cumplido con la ley y el deber. No podréis negarme que el régimen de gobierno que se le ha impuesto a la nación es indigno de su tradición y de su historia. En su libro. El espíritu de las leyes, que sirvió de fundamento a la moderna división de poderes, Montesquieu distingue por su naturaleza tres tipos de gobierno: "el Republicano, en que el pueblo entero o una parte del pueblo tiene el poder soberano; el Monárquico, en que uno solo gobierna pero con arreglo a Leyes fijas y determinadas; y el Despótico, en que uno solo, sin Ley y sin regla, lo hace todo sin más que su voluntad y su capricho." Luego añade: "Un hombre al que sus cinco sentidos le dicen sin cesar que lo es todo, y que los demás no son nada, es naturalmente ignorante, perezoso, voluptuoso." "Así como es necesaria la virtud en una democracia, el honor en una monarquía, hace falta el temor en un gobierno despótico; en cuanto a la virtud, no es necesaria, y en cuanto al honor, sería peligroso." El derecho de rebelión contra el despotismo, señores magistrados, ha sido reconocido, desde la más lejana antigüedad hasta el presente, por hombres de todas las doctrinas, de todas las ideas y todas las creencias. En las monarquías teocráticas de las más remota antigüedad china, era prácticamente un principio constitucional que cuando el rey gobernase torpe y despóticamente, fuese depuesto y reemplazado por un príncipe virtuoso. Los pensadores de la antigua India ampararon la resistencia activa frente a las arbitrariedades de la autoridad. Justificaron la revolución y llevaron muchas veces sus teorías a la práctica. Uno de sus guías espirituales decía que "una opinión sostenida por muchos es más fuerte que el mismo rey. La soga tejida por muchas fibras es suficiente para arrastrar a un león." Las ciudades estados de Grecia y la República Romana, no sólo admitían sino que apologetizaban la muerte violenta de los tiranos. En la Edad Media, Juan de Salisbury en su Libro de hombre de Estado, dice que cuando un príncipe no gobierna con arreglo a derecho y degenera en tirano, es lícita y está justificada su deposición violenta. Recomienda que contra el tirano se use el puñal aunque no el veneno. Santo Tomás de Aquino, en la Summa Theologíca, rechazó la doctrina del tiranicidio, pero sostuvo, sin embargo, la tesis de que los tiranos debían ser depuestos por el pueblo. Martín Lutero proclamó que cuando un gobierno degenera en tirano vulnerando las leyes, los súbditos quedaban librados del deber de obediencia. Su discípulo Felipe Melanchton sostiene el derecho de resistencia cuando los gobiernos se convierten en tirano. Calvino, el pensador más notable de la Reforma desde el punto de vista de las ideas políticas, postula que el pueblo tiene derecho a tomar las armas para oponerse a cualquier usurpación. Nada menos que un jesuita español de la época de Felipe II, Juan Mariana, en su libro De Rege et Regis Institutione, afirma que cuando el gobernante usurpa el poder, o cuando, elegido, rige la vida pública de manera tiránica, es lícito el asesinato por un simple particular, directamente, o valiéndose del engaño, con el menor disturbio posible. El escritor francés Francisco Hotman sostuvo que entre gobernantes y súbditos existe el vínculo de un contrato, y que el pueblo puede alzarse en rebelión frente a la tiranía de los gobiernos cuando éstos violan aquel pacto. Por esa misma época aparece también un folleto que fue muy leído, titulado Vindiciae Contra Tyrannos, firmado bajo el seudónimo de Stephanus Junius Brutus, donde se proclama abiertamente que es legítima la resistencia a los gobiernos cuando oprimen al pueblo y que era deber de los magistrados honorables encabezar la lucha. Los reformadores escoceses Juan Knox y Juan Poynet sostuvieron este mismo punto de vista, y en el libro más importante de ese movimiento, escrito por Jorge Buchnam, se dice que si el gobierno logra el poder sin contar con el consentimiento del pueblo o rige los destinos de éste de una manera injusta y arbitraria, se convierte en tirano y puede ser destituido o privado de la vida en el último caso. Juan Altusio, jurista alemán de principios del siglo XVII, en su Tratado de política, dice que la soberanía en cuanto autoridad suprema del Estado nace del concurso voluntario de todos sus miembros; que la autoridad suprema del Estado nace del concurso voluntario del gobierno arranca del pueblo y que su ejercicio injusto, extralegal o tiránico exime al pueblo del deber de obediencia y justifica la resistencia y la rebelión. Hasta aquí, señores magistrados, he mencionado ejemplos de la Antigüedad, la Edad Media y de los primeros tiempos de la Edad Moderna: escritores de todas las ideas y todas las creencias. Más, como veréis, este derecho está en la raíz misma de nuestra existencia política, gracias a él vosotros podéis vestir hoy esas togas de magistrados cubanos que ojalá fueran para la justicia. Sabido es que en Inglaterra, en el siglo XVII, fueron destronados dos reyes, Carlos I y Jacobo II, por actos de despotismo. Estos hechos coincidieron con el nacimiento de la filosofía política liberal, esencia ideológica de una nueva clase social que pugnaba entonces por romper las cadenas del feudalismo. Frente a las tiranías de derecho divino esa filosofía opuso el principio del contrato social y el consentimiento de los gobernados, y sirvió de fundamento a la revolución inglesa de 1688, y a las revoluciones americana y francesa de 1775 y 1789. Estos grandes acontecimientos revolucionarios abrieron el proceso de liberación de las colonias españolas en América, cuyo último eslabón fue Cuba. En esta filosofía se alimentó nuestro pensamiento político y constitucional que fue desarrollándose desde la primera Constitución de Guáimaro hasta la del 1940, influida esta última ya por las corrientes socialistas del mundo actual que consagraron en ella el principio de la función social de la propiedad y el derecho inalienable del hombre a una existencia decorosa, cuya plena vigencia han impedido los grandes intereses creados. El derecho de insurrección contra la tiranía recibió entonces su consagración definitiva y se convirtió en postulado esencial de la libertad política. Ya en 1649 Juan Milton escribe que el poder político reside en el pueblo, quien puede nombrar y destituir reyes, y tiene el deber de separar a los tiranos. Juan Locke en su Tratado de gobierno sostiene que cuando se violan los derechos naturales del hombre, el pueblo tiene el derecho y el deber de suprimir o cambiar de gobierno. "El único remedio contra la fuerza sin autoridad está en oponerle la fuerza." Juan Jacobo Rousseau dice con mucha elocuencia en su Contrato Social: "Mientras un pueblo se ve forzado a obedecer y obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo y lo sacude, hace mejor, recuperando su libertad por el mismo derecho que se la han quitado." "El más fuerte no es nunca suficientemente fuerte para ser siempre el amo, si no transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber. [...] La fuerza es un poder físico; no veo qué moralidad pueda derivarse de sus efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; todo lo más es un de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser esto un deber?" "Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad del hombre, a los derechos de la Humanidad, incluso a sus deberes. No hay recompensa posible para aquel que renuncia a todo. Tal renuncia es incomparable con la naturaleza del hombre, y quitar toda la libertad a la voluntad es quitar toda la moralidad a las acciones. En fin, es una convicción vana y contradictoria estipular por una parte con una autoridad absoluta y por otra con una obediencia sin límites..." Thomas Paine dijo que "un hombre justo es más digno de respeto que un rufián coronado". Sólo escritores reaccionarios se opusieron a este derecho de los pueblos, como aquel clérigo de Virginia, Jonathan Boucher, quien dijo que "El derecho a la revolución era una doctrina condenable derivada de Lucifer, el padre de las rebeliones". La Declaración de Independencia del Congreso de Filadelfia el 4 de julio de 1776, consagró este derecho en un hermoso párrafo que dice: "Sostenemos como verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les confiere su Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales se cuentan la vida, la libertad y la consecución de la felicidad; que para asegurar estos derechos se instituyen entre los hombres gobiernos cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno tienda a destruir esos fines, al pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y organice sus poderes en la forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y felicidad." La famosa Declaración Francesa de los Derechos del Hombre legó a las generaciones venideras este principio: "Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es para éste el más sagrado de los derechos y el más imperioso de los deberes." "Cuando una persona se apodera de la soberanía debe ser condenada a muerte por los hombres libres." Creo haber justificado suficientemente mi punto de vista: son más razones que las que esgrimió el señor fiscal para pedir que se me condene a veintiséis años de cárcel; todas asisten a los hombres que luchan por la libertad y la felicidad de un pueblo; ninguna a los que lo oprimen, envilecen y saquean despiadadamente; por eso yo he tenido que exponer muchas y él no pudo exponer una sola. ¿Cómo justificar la presencia de Batista en el poder, al que llegó contra la voluntad del pueblo y violando por la traición y por la fuerza las leyes de la Revolución? ¿Cómo llamar revolucionario un gobierno donde se han conjugado los hombres, las ideas y los métodos más retrógrados de la vida pública? ¿Cómo considerar jurídicamente válida la alta traición de un tribunal cuya misión era defender nuestra Constitución? ¿Con qué derecho enviar a la cárcel a ciudadanos que vinieron a dar por el decoro de su patria su sangre y su vida? ¡Eso es monstruoso ante los ojos de la nación y los principios de la verdadera justicia! Pero hay una razón que nos asiste más poderosa que todas las demás: somos cubanos, y ser cubano implica un deber, no cumplirlo es un crimen y es traición. Vivimos orgullosos de la historia de nuestra patria; la aprendimos en la escuela y hemos crecido oyendo hablar de libertad, de justicia y de derechos. Se nos enseñó a venerar desde temprano el ejemplo glorioso de nuestros héroes y de nuestros mártires. Céspedes, Agramonte, Maceo, Gómez y Martí fueron los primeros nombres que se grabaron en nuestro cerebro; se nos enseñó que el Titán había dicho que la libertad no se mendiga, sino que se conquista con el filo del machete; se nos enseñó que para la educación de los ciudadanos en la patria libre, escribió el Apóstol en su libro La Edad de Oro: "Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas, y permite que pisen el país en que nació los hombres que se lo maltratan, no es un hombre honrado. [...] En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Ésos son los que se rebelan con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un pueblo entero, va la dignidad humana..." Se nos enseñó que el 10 de octubre y el 24 de febrero son efemérides gloriosas y de regocijo patrio porque marcan los días en que los cubanos se rebelaron contra el yugo de la infame tiranía; se nos enseñó a querer y defender la hermosa bandera de la estrella solitaria y a cantar todas las tardes un himno cuyos versos dicen que vivir en cadenas vivir en afrenta y oprobio sumidos, y que morir por la patria es vivir. Todo eso aprendimos y no lo olvidaremos aunque hoy en nuestra patria se esté asesinando y encarcelando a los hombres por practicar las ideas que les enseñaron desde la cuna. Nacimos en un país libre que nos legaron nuestros padres, y primero se hundirá la Isla en el mar antes que consintamos en ser esclavos de nadie. Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es digno, su pueblo su fiel a su recuerdo; hay cubanos que han caído defendiendo sus doctrinas, hay jóvenes que en magnífico desagravio vinieron a morir junto a su tumba, a darle su sangre y su vida para que él siga viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol! Termino mi defensa, no lo haré como hacen siempre todos los letrados, pidiendo la libertad del defendido; no puedo pedirla cuando mis compañeros están sufriendo ya en Isla de Pinos ignominiosa prisión. Enviadme junto a ellos a compartir su suerte, es inconcebible que los hombres honrados estén muertos o presos en una república donde está de presidente un criminal y un ladrón. A los señores magistrados, mi sincera gratitud por haberme permitido expresarme libremente, sin mezquinas coacciones; no os guardo rencor, reconozco que en ciertos aspectos habéis sido humanos y sé que el presidente de este tribunal, hombre de limpia vida, no puede disimular su repugnancia por el estado de cosas reinantes que lo obliga a dictar un fallo injusto. Queda todavía a la Audiencia un problema más grave; ahí están las causas iniciadas por los setenta asesinatos, es decir, la mayor masacre que hemos conocido; los culpables siguen libres con un arma en la mano que es amenaza perenne para la vida de los ciudadanos; si no cae sobre ellos todo el peso de la ley, por cobardía o porque se lo impidan, y no renuncien en pleno todos los magistrados, me apiado de vuestras honras y compadezco la mancha sin precedentes que caerá sobre el Poder Judicial. En cuanto a mí, sé que la cárcel será dura como no la ha sido nunca para nadie, preñada de amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, La historia me absolverá.