PAPA FRANCISCO ¿Qué te ha ocurrido Europa, madre de
pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de
defender y dar la vida por la dignidad de sus hermanos?
Discurso
al recibir el Premio Carlomagno 2016
Les
doy mi cordial bienvenida y gracias por su presencia. Agradezco especialmente
sus amables palabras a los señores Marcel Philipp, Jürgen Linden, Martin
Schulz, Jean-Claude Juncker y Donald Tusk. Deseo reiterar mi intención de
ofrecer a Europa el prestigioso premio con el cual he sido honrado: no hagamos
un mero un gesto celebrativo, sino que aprovechemos más bien esta ocasión para
desear todos juntos un impulso nuevo y audaz para este amado Continente.
La
creatividad, el ingenio, la capacidad de levantarse y salir de los propios límites
pertenecen al alma de Europa. En el siglo pasado, ella ha dado testimonio a la
humanidad de que un nuevo comienzo era posible; después de años de trágicos
enfrentamientos, que culminaron en la guerra más terrible que se recuerda,
surgió, con la gracia de Dios, una novedad sin precedentes en la historia. Las
cenizas de los escombros no pudieron extinguir la esperanza y la búsqueda del
otro, que ardían en el corazón de los padres fundadores del proyecto europeo.
Ellos pusieron los cimientos de un baluarte de la paz, de un edificio
construido por Estados que no se unieron por imposición, sino por la libre
elección del bien común, renunciando para siempre a enfrentarse. Europa,
después de muchas divisiones, se encontró finalmente a sí misma y comenzó a construir
su casa.
Esta
“Familia de pueblos”, que entretanto se ha hecho de modo meritorio más
amplia, en los últimos tiempos parece sentir menos suyos los muros de la casa
común, tal vez levantados apartándose del clarividente proyecto diseñado por
los padres. Aquella atmósfera de novedad, aquel ardiente deseo de construir la
unidad, parecen estar cada vez más apagados; nosotros, los hijos de aquel sueño
estamos tentados de caer en nuestros egoísmos, mirando lo que nos es útil y
pensando en construir recintos particulares. Sin embargo, estoy convencido de
que la resignación y el cansancio no pertenecen al alma de Europa y que también
«las dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad» .
En
el Parlamento Europeo me permití hablar de la Europa anciana. Decía a los
eurodiputados que en diferentes partes crecía la impresión general de una
Europa cansada y envejecida, no fértil ni vital, donde los grandes ideales que
inspiraron a Europa parecen haber perdido fuerza de atracción. Una Europa
decaída que parece haber perdido su capacidad generativa y creativa. Una Europa
tentada de querer asegurar y dominar espacios más que de generar procesos de
inclusión y de transformación; una Europa que se va «atrincherando» en lugar de
privilegiar las acciones que promueven nuevos dinamismos en la sociedad;
dinamismos capaces de involucrar y poner en marcha todos los actores sociales
(grupos y personas) en la búsqueda de nuevas soluciones a los problemas
actuales, que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos; una
Europa que, lejos de proteger espacios, se convierta en madre generadora de
procesos (cf. Evangelii gaudium, 223).
¿Qué
te ha sucedido Europa humanista, defensora de los derechos humanos, de la
democracia y de la libertad? ¿Qué te ha pasado Europa, tierra de poetas,
filósofos, artistas, músicos, escritores? ¿Qué te ha ocurrido Europa, madre de
pueblos y naciones, madre de grandes hombres y mujeres que fueron capaces de
defender y dar la vida por la dignidad de sus hermanos?
El
escritor Elie Wiesel, superviviente de los campos de exterminio nazis, decía
que hoy en día es imprescindible realizar una «transfusión de memoria». Es
necesario «hacer memoria», tomar un poco de distancia del presente para
escuchar la voz de nuestros antepasados. La memoria no sólo nos permitirá que
no se cometan los mismos errores del pasado (cf. Evangelii gaudium, 108), sino
que nos dará acceso a aquellos logros que ayudaron a nuestros pueblos a superar
positivamente las encrucijadas históricas que fueron encontrando. La
transfusión de memoria nos libera de esa tendencia actual, con frecuencia más
atractiva, a obtener rápidamente resultados inmediatos sobre arenas movedizas,
que podrían producir «un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no
construyen la plenitud humana» (ibíd. 224).
A
este propósito, nos hará bien evocar a los padres fundadores de Europa. Ellos
supieron buscar vías alternativas e innovadoras en un contexto marcado por las
heridas de la guerra. Ellos tuvieron la audacia no sólo de soñar la idea de
Europa, sino que osaron transformar radicalmente los modelos que únicamente
provocaban violencia y destrucción. Se atrevieron a buscar soluciones
multilaterales a los problemas que poco a poco se iban convirtiendo en comunes.
Robert
Schuman, en el acto que muchos reconocen como el nacimiento de la primera
comunidad europea, dijo: «Europa no se hará de una vez, ni en una obra de
conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar
una solidaridad de hecho». Precisamente ahora, en este nuestro mundo
atormentado y herido, es necesario volver a aquella solidaridad de hecho, a la
misma generosidad concreta que siguió al segundo conflicto mundial, porque
—proseguía Schuman— «la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos
creadores equiparables a los peligros que la amenazan». Los proyectos de los
padres fundadores, mensajeros de la paz y profetas del futuro, no han sido
superados: inspiran, hoy más que nunca, a construir puentes y derribar muros.
Parecen expresar una ferviente invitación a no contentarse con retoques
cosméticos o compromisos tortuosos para corregir algún que otro tratado, sino a
sentar con valor bases nuevas, fuertemente arraigadas. Como afirmaba Alcide De
Gasperi, «todos animados igualmente por la preocupación del bien común de
nuestras patrias europeas, de nuestra patria Europa», se comience de nuevo, sin
miedo un «trabajo constructivo que exige todos nuestros esfuerzos de paciente y
amplia cooperación».
Esta
transfusión de memoria nos permite inspirarnos en el pasado para afrontar con
valentía el complejo cuadro multipolar de nuestros días, aceptando con
determinación el reto de «actualizar» la idea de Europa. Una Europa capaz de
dar a luz un nuevo humanismo basado en tres capacidades: la capacidad de
integrar, capacidad de comunicación y la capacidad de generar.
Capacidad
de integrar
Erich
Przywara, en su magnífica obra La idea de Europa, nos reta a considerar la
ciudad como un lugar de convivencia entre varias instancias y niveles. Él
conocía la tendencia reduccionista que mora en cada intento de pensar y soñar
el tejido social. La belleza arraigada en muchas de nuestras ciudades se debe a
que han conseguido mantener en el tiempo las diferencias de épocas, naciones,
estilos y visiones. Basta con mirar el inestimable patrimonio cultural de Roma
para confirmar, una vez más, que la riqueza y el valor de un pueblo tiene
precisamente sus raíces en el saber articular todos estos niveles en una sana
convivencia. Los reduccionismos y todos los intentos de uniformar, lejos de
generar valor, condenan a nuestra gente a una pobreza cruel: la de la
exclusión. Y, más que aportar grandeza, riqueza y belleza, la exclusión provoca
bajeza, pobreza y fealdad. Más que dar nobleza de espíritu, les aporta
mezquindad.
Las
raíces de nuestros pueblos, las raíces de Europa se fueron consolidando en el
transcurso de su historia, aprendiendo a integrar en síntesis siempre nuevas
las culturas más diversas y sin relación aparente entre ellas. La identidad
europea es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural.
La
actividad política es consciente de tener entre las manos este trabajo
fundamental y que no puede ser pospuesto. Sabemos que «el todo es más que la
parte, y también es más que la mera suma de ellas», por lo que se tendrá
siempre que trabajar para «ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que
nos beneficiará a todos» (Evangelii gaudium, 235). Estamos invitados a promover
una integración que encuentra en la solidaridad el modo de hacer las cosas, el
modo de construir la historia. Una solidaridad que nunca puede ser confundida
con la limosna, sino como generación de oportunidades para que todos los
habitantes de nuestras ciudades —y de muchas otras ciudades— puedan desarrollar
su vida con dignidad. El tiempo nos enseña que no basta solamente la
integración geográfica de las personas, sino que el reto es una fuerte
integración cultural.
De
esta manera, la comunidad de los pueblos europeos podrá vencer la tentación de
replegarse sobre paradigmas unilaterales y de aventurarse en «colonizaciones
ideológicas»; más bien redescubrirá la amplitud del alma europea, nacida del
encuentro de civilizaciones y pueblos, más vasta que los actuales confines de
la Unión y llamada a convertirse en modelo de nuevas síntesis y de diálogo. En
efecto, el rostro de Europa no se distingue por oponerse a los demás, sino por
llevar impresas las características de diversas culturas y la belleza de vencer
todo encerramiento. Sin esta capacidad de integración, las palabras
pronunciadas por Konrad Adenauer en el pasado resonarán hoy como una profecía
del futuro: «El futuro de Occidente no está amenazado tanto por la tensión
política, como por el peligro de la masificación, de la uniformidad de
pensamiento y del sentimiento; en breve, por todo el sistema de vida, de la
fuga de la responsabilidad, con la única preocupación por el propio yo».
Capacidad
de diálogo
Si
hay una palabra que tenemos que repetir hasta cansarnos es esta: diálogo.
Estamos invitados a promover una cultura del diálogo, tratando por todos los
medios de crear instancias para que esto sea posible y nos permita reconstruir
el tejido social. La cultura del diálogo implica un auténtico aprendizaje, una
ascesis que nos permita reconocer al otro como un interlocutor válido; que nos
permita mirar al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como
sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado. Para nosotros, hoy es
urgente involucrar a todos los actores sociales en la promoción de «una cultura
que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de consensos y
acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad justa,
memoriosa y sin exclusiones» (Evangelii gaudium, 239). La paz será duradera en
la medida en que armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo, les
enseñemos la buena batalla del encuentro y la negociación. De esta manera
podremos dejarles en herencia una cultura que sepa delinear estrategias no de
muerte, sino de vida, no de exclusión, sino de integración.
Esta
cultura de diálogo, que debería ser incluida en todos los programas escolares
como un eje transversal de las disciplinas, ayudará a inculcar a las nuevas
generaciones un modo diferente de resolver los conflictos al que les estamos
acostumbrando. Hoy urge crear «coaliciones», no sólo militares o económicas,
sino culturales, educativas, filosóficas, religiosas. Coaliciones que pongan de
relieve cómo, detrás de muchos conflictos, está en juego con frecuencia el
poder de grupos económicos. Coaliciones capaces de defender las personas de ser
utilizadas para fines impropios. Armemos a nuestra gente con la cultura del
diálogo y del encuentro.
Capacidad
de generar
El
diálogo, y todo lo que este implica, nos recuerda que nadie puede limitarse a
ser un espectador ni un mero observador. Todos, desde el más pequeño al más
grande, tienen un papel activo en la construcción de una sociedad integrada y
reconciliada. Esta cultura es posible si todos participamos en su elaboración y
construcción. La situación actual no permite meros observadores de las luchas
ajenas. Al contrario, es un firme llamamiento a la responsabilidad personal y
social.
En
este sentido, nuestros jóvenes desempeñan un papel preponderante. Ellos no son
el futuro de nuestros pueblos, son el presente; son los que ya hoy con sus
sueños, con sus vidas, están forjando el espíritu europeo. No podemos pensar en
el mañana sin ofrecerles una participación real como autores de cambio y de
transformación. No podemos imaginar Europa sin hacerlos partícipes y
protagonistas de este sueño.
He
reflexionado últimamente sobre este aspecto, y me he preguntado: ¿Cómo podemos
hacer partícipes a nuestros jóvenes de esta construcción cuando les privamos
del trabajo; de empleo digno que les permita desarrollarse a través de sus
manos, su inteligencia y sus energías? ¿Cómo pretendemos reconocerles el valor
de protagonistas, cuando los índices de desempleo y subempleo de millones de
jóvenes europeos van en aumento? ¿Cómo evitar la pérdida de nuestros jóvenes,
que terminan por irse a otra parte en busca de ideales y sentido de pertenencia
porque aquí, en su tierra, no sabemos ofrecerles oportunidades y valores?
«La
distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no es mera
filantropía. Es un deber http://www.aciprensa.com/moral/index.html».7 Si
queremos entender nuestra sociedad de un modo diferente, necesitamos crear
puestos de trabajo digno y bien remunerado, especialmente para nuestros
jóvenes.
Esto
requiere la búsqueda de nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos,
orientados no para unos pocos, sino para el beneficio de la gente y de la
sociedad. Pienso, por ejemplo, en la economía social de mercado, alentada
también por mis predecesores (cf. http://www.aciprensa.com/juanpabloii/,
Discurso al Embajador de la R. F. de Alemania, 8 noviembre 1990). Pasar de una
economía que apunta al rédito y al beneficio, basados en la especulación y el
préstamo con interés, a una economía social que invierta en las personas
creando puestos de trabajo y cualificación.
Tenemos
que pasar de una economía líquida, que tiende a favorecer la corrupción como
medio para obtener beneficios, a una economía social que garantice el acceso a
la tierra y al techo por medio del trabajo como ámbito donde las personas y las
comunidades puedan poner en juego «muchas dimensiones de la vida: la
creatividad, la proyección del futuro, el desarrollo de capacidades, el
ejercicio de los valores, la comunicación con los demás, una actitud de
adoración. Por eso, en la actual realidad social mundial, más allá de los intereses
limitados de las empresas y de una cuestionable racionalidad económica, es
necesario que “se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al
trabajo […] para todos”» (Laudato si’,127).
Si
queremos mirar hacia un futuro que sea digno, si queremos un futuro de paz para
nuestras sociedades, solamente podremos lograrlo apostando por la inclusión
real: «esa que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y
solidario». Este cambio (de una economía líquida a una economía social) no sólo
dará nuevas perspectivas y oportunidades concretas de integración e inclusión,
sino que nos abrirá nuevamente la capacidad de soñar aquel humanismo, del que
Europa ha sido la cuna y la fuente.
La iglesia puede
y debe ayudar al renacer de una Europa cansada, pero todavía rica de energías y
de potencialidades. Su tarea coincide con su misión: el anuncio del Evangelio,
que hoy más que nunca se traduce principalmente en salir al encuentro de las
heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su
misericordia que consuela y anima. Dios desea habitar entre los hombres, pero
puede hacerlo solamente a través de hombres y mujeres que, al igual que los
grandes evangelizadores del continente, estén tocados por él y vivan el
Evangelio sin buscar otras cosas. Sólo una Iglesia rica en testigos podrá
llevar de nuevo el agua pura del Evangelio a las raíces de Europa. En esto, el
camino de los cristianos hacia la unidad plena es un gran signo de los tiempos,
y también la exigencia urgente de responder al Señor «para que todos sean uno»
(Jn 17,21).
Con
la mente y el corazón, con esperanza y sin vana nostalgia, como un hijo que
encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y fe, sueño un nuevo humanismo
europeo, «un proceso constante de humanización», para el que hace falta
«memoria, valor y una sana y humana utopía».10 Sueño una Europa joven, capaz de
ser todavía madre: una madre que tenga vida, porque respeta la vida y ofrece
esperanza de vida. Sueño una Europa que se hace cargo del niño, que como un
hermano socorre al pobre y a los que vienen en busca de acogida, porque ya no
tienen nada y piden refugio. Sueño una Europa que escucha y valora a los
enfermos y a los ancianos, para que no sean reducidos a objetos improductivos de
descarte. Sueño una Europa, donde ser emigrante no sea un delito, sino una
invitación a un mayor compromiso con la dignidad de todo ser humano. Sueño una
Europa donde los jóvenes respiren el aire limpio de la honestidad, amen la
belleza de la cultura y de una vida sencilla, no contaminada por las infinitas
necesidades del consumismo; donde casarse y tener hijos sea una responsabilidad
y una gran alegría, y no un problema debido a la falta de un trabajo
suficientemente estable. Sueño una Europa de las familias, con políticas
realmente eficaces, centradas en los rostros más que en los números, en el
nacimiento de hijos más que en el aumento de los bienes. Sueño una Europa que
promueva y proteja los derechos de cada uno, sin olvidar los deberes para con
todos. Sueño una Europa de la cual no se pueda decir que su compromiso por los
derechos humanos ha sido su última utopía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario