FIDEL
CASTRO RUZ “no temo la furia del tirano miserable que arrancó la
vida a setenta hermanos míos. Condenadme, no importa, La historia me absolverá”
La Historia me
absolverá, 16 de octubre de 1953 (Texto completo)
Señores magistrados: Nunca un abogado ha tenido
que ejercer su oficio en tan difíciles condiciones: nunca contra un acusado se
había cometido tal cúmulo de abrumadoras irregularidades. Uno y otro, son en
este caso la misma persona. Como abogado, no ha podido ni tan siquiera ver el
sumario y, como acusado, hace hoy setenta y seis días que está encerrado en una
celda solitaria, total y absolutamente incomunicado, por encima de todas las
prescripciones humanas y legales. Quien está hablando aborrece con toda su alma
la vanidad pueril y no están ni su ánimo ni su temperamento para poses de
tribuno ni sensacionalismo de ninguna índole. Si he tenido que asumir mi propia
defensa ante este tribunal se debe a dos motivos. Uno: porque prácticamente se
me privó de ella por completo; otro: porque sólo quien haya sido herido tan
hondo, y haya visto tan desamparada la patria y envilecida la justicia, puede
hablar en una ocasión como ésta con palabras que sean sangre del corazón y
entrañas de la verdad. No faltaron compañeros generosos que quisieran
defenderme, y el Colegio de Abogados de La Habana designó para que me
representara en esta causa a un competente y valeroso letrado: el doctor Jorge
Pagliery, decano del Colegio de esta ciudad. No lo dejaron, sin embargo,
desempeñar su misión: las puertas de la prisión estaban cerradas para él
cuantas veces intentaba verme; sólo al cabo de mes y medio, debido a que
intervino la Audiencia, se le concedieron diez minutos para entrevistarse
conmigo en presencia de un sargento del Servicio de Inteligencia Militar. Se
supone que un abogado deba conversar privadamente con su defendido, salvo que
se trata de un prisionero de guerra cubano en manos de un implacable despotismo
que no reconozca reglas legales ni humanas. Ni el doctor Pagliery ni yo
estuvimos dispuestos a tolerar esta sucia fiscalización de nuestras armas para
el juicio oral. ¿Querían acaso saber de antemano con qué medios iban a ser
reducidas a polvo las fabulosas mentiras que habían elaborado en torno a los
hechos del cuartel Moncada y sacarse a relucir las terribles verdades que
deseaban ocultar a toda costa? Fue entonces cuando se decidió que, haciendo uso
de mi condición de abogado, asumiese yo mismo mi propia defensa. Esta decisión,
oída y trasmitida por el sargento del SIM, provocó inusitados temores; parece
que algún duendecillo burlón se complacía diciéndoles que por culpa mía los
planes iban a salir muy mal; y vosotros sabéis de sobra, señores magistrados,
cuántas presiones se han ejercido para que se me despojase también de este
derecho consagrado en Cuba por una larga tradición. El tribunal no pudo acceder
a tales pretensiones porque era ya dejar a un acusado en el colmo de la
indefensión. Ese acusado, que está ejerciendo ahora ese derecho, por ninguna
razón del mundo callará lo que debe decir. Y estimo que hay que explicar,
primero que nada, y qué se debió la feroz incomunicación a que fui sometido;
cuál es el propósito al reducirme al silencio; por qué se fraguaron planes; qué
hechos gravísimos se le quieren ocultar al pueblo; cuál es el secreto de todas
las cosas extrañas que han ocurrido en este proceso. Es lo que me propongo
hacer con entera claridad. Vosotros habéis calificado este juicio públicamente
como el más trascendental de la historia republicana, y así lo habéis creído
sinceramente, no debisteis permitir que os lo mancharan con un fardo de burlas
a vuestra autoridad. La primer sesión del juicio fue el 21 de septiembre. Entre
un centenar de ametralladoras y bayonetas que invadían escandalosamente la sala
de justicia, más de cien personas se sentaron en el banquillo de los acusados.
Una gran mayoría era ajena a los hechos y guardaba prisión preventiva hacía
muchos días, después de sufrir toda clase de vejámenes y maltratos en los
calabozos de los cuerpos represivos; pero el resto de los acusados, que era el
menor número, estaban gallardamente firmes, dispuestos a confirmar con orgullo
su participación en la batalla por la libertad, dar un ejemplo de abnegación
sin precedentes y librar de las garras de la cárcel a aquel grupo de personas
que con toda mala fe habían sido incluidas en el proceso. Los que habían
combatido una vez volvían a enfrentarse. Otra vez la causa justa del lado
nuestro; iba a librarse contra la infamia el combate terrible de la verdad. ¡Y
ciertamente que no esperaba el régimen la catástrofe moral que se avecinaba!
¿Cómo mantener todas su falsas acusaciones? ¿Cómo impedir que se supiera lo que
en realidad había ocurrido, cuando tal número de jóvenes había ocurrido, cuando
tal número de jóvenes estaban dispuestos a correr todos los riesgos: cárcel,
tortura y muerte, si era preciso, por denunciarlo ante el tribunal? En aquella
primera sesión se me llamó a declarar y fui sometido a interrogatorio durante
dos horas, contestando las preguntas del señor fiscal y los veinte abogados de
la defensa. Puede probar con cifras exactas y datos irrebatibles las cantidades
de dinero invertido, la forma en que se habían obtenido y las armas que logramos
reunir. No tenía nada que ocultar, porque en realidad todo había sido logrado
con sacrificios sin precedentes en nuestras contiendas republicanas. Hablé de
los propósitos que nos inspiraban en la lucha y del comportamiento humano y
generoso que en todo momento mantuvimos con nuestros adversarios. Si pude
cumplir mi cometido demostrando la no participación, ni directa ni indirecta,
de todos los acusados falsamente comprometidos en la causa, se lo debo a la
total adhesión y respaldo de mis heroicos compañeros, pues dije que ellos no se
avergonzarían ni se arrepentirían de su condición de revolucionarios y de
patriotas por el hecho de tener que sufrir las consecuencias. No se me permitió
nunca hablar con ellos en la prisión y, sin embargo, pensábamos hacer
exactamente lo mismo. Es que, cuando los hombres llevan en la mente un mismo
ideal, nada puede incomunicarlos, ni las paredes de una cárcel, ni la tierra de
los cementerios, porque un mismo recuerdo, una misma alma, una misma idea, una
misma conciencia y dignidad los alienta a todos. Desde aquel momento comenzó a
desmoronarse como castillo de naipes el edificio de mentiras infames que había
levantado el gobierno en torno a los hechos, resultando de ello que el señor
fiscal comprendió cuán absurdo era mantener en prisión intelectuales,
solicitando de inmediato para ellas la libertas provisional. Terminadas mis
declaraciones en aquella primera sesión, yo había solicitado permiso del
tribunal para abandonar el banco de los acusados y ocupar un puesto entre los
abogados defensores, lo que, en efecto, me fue concedido. Comenzaba para mí
entonces la misión que consideraba más importante en este juicio: destruir
totalmente las cobardes calumnias que se lanzaron contra nuestros combatientes,
y poner en evidencia irrebatible los crímenes espantosos y repugnantes que se
habían cometido con los prisioneros, mostrando ante la faz de la nación y del
mundo la infinita desgracia de este pueblo, que está sufriendo la opresión más
cruel e inhumana de toda su historia. La segunda sesión fue el martes 22 de
septiembre. Acababan de prestar declaración apenas diez personas y ya había
logrado poner en claro los asesinatos cometidos en la zona de Manzanillo,
estableciendo específicamente y haciéndola constar en acta, la responsabilidad
directa del capitán jefe de aquel puesto militar. Faltaban por declarar todavía
trescientas personas. ¿Qué sería cuando, con una cantidad abrumadora de datos y
pruebas reunidos, procediera a interrogar, delante del tribunal, a los propios
militares responsables de aquellos hechos? ¿Podía permitir el gobierno que yo
realizara tal cosa en presencia del público numeroso que asistía a las
sesiones, los reporteros de prensa, letrados de toda la Isla y los líderes de
los partidos de oposición a quienes estúpidamente habían sentado en el banco de
los acusados para que ahora pudieran escuchar bien de cerca todo cuanto allí se
ventilara? ¡Primero dinamitaban la Audiencia, con todos sus magistrados, que
permitirlo! Idearon sustraerme del juicio y procedieron a ellos manu militari.
El viernes 25 de septiembre por la noche, víspera de la tercera sesión, se
presentaron en mi celda dos médicos sesión, se presentaron en mi celda dos
médicos del penal; estaban visiblemente apenados: "Venimos a hacerte un
reconocimiento" —me dijeron. "¿Y quién se preocupa tanto por mi
salud?" —les pregunté. Realmente, desde que los ví había comprendido el
propósito. Ellos no pudieron ser más caballeros y me explicaron la verdad: esa
misma tarde había estado en la prisión el coronel Chaviano y les dijo que yo
"le estaba haciendo en el juicio un daño terrible al gobierno", que
tenían que firmar un certificado donde se hiciera constar que estaba enfermo y
no podía, por tanto, seguir asistiendo a las sesiones. Me expresaron además los
médicos que ellos, por su parte, estaban dispuestos a renunciar a sus cargos y
exponerse a las persecuciones, que ponían el asunto en mis manos para que yo
decidiera. Para mí era duro pedirles a aquellos hombres que se inmolaran sin
consideraciones, pero tampoco podía consentir, por ningún concepto, que se
llevaran a cabo tales propósitos. Para dejarlo a sus propias conciencias, me
limité a contestarles: "Ustedes sabrán cuál es su deber; yo sé bien cuál
es el mío." Ellos, después que se retiraron, firmaron el certificado; sé
que lo hicieron porque creían de buena fe que era el único modo de salvarme al
vida, que veían en sumo peligro. No me comprometí a guardar silencio sobre este
diálogo; sólo estoy comprometido con la verdad, y si decirla en este caso
pudieran lesionar el interés material de esos buenos profesionales, dejo limpio
de toda duda su honor, que vale mucho más. Aquella misma noche, redacté una
carta para este tribunal, denunciando el plan que se tramaba, solicitando la
visita de dos médicos forenses para que certificaran mi perfecto estado de
salud y expresándoles que si, para salvar mi vida, tenían que permitir
semejante artimaña, prefería perderla mil veces. Para dar a entender que estaba
resuelto a luchar solo contra tanta bajeza, añadí a mi escrito aquel
pensamiento del Maestro: "Un principio justo desde el fondo de una cueva
puede más que un ejército". Ésa fue la carta que, como sabe el tribunal,
presentó la doctora Melba Hernández, en la sesión tercera del juicio oral del
26 de septiembre. Pude hacerla llegar a ella, a pesar de la implacable
vigilancia que sobre mí pesaba. Con motivo de dicha carta, por supuesto, se
tomaron inmediatas represalias: incomunicaron a la doctora Hernández, y a mí,
como ya lo estaba, me confinaron al más apartado lugar de la cárcel. A partir
de entonces, todos los acusados eran registrados minuciosamente, de pies a
cabeza, antes de salir para el juicio. Vinieron los médicos forenses el día 27
y certificaron que, en efecto, estaba perfectamente bien de salud. Sin embargo,
pese a las reiteradas órdenes del tribunal, no se me volvió a traer a ninguna
sesión del juicio. Agréguese a esto que todos los días eran distribuidos, por
personas desconocidas, cientos de panfletos apócrifos donde se hablaba de
rescatarme de la prisión, coartada estúpida para eliminarme físicamente con
pretexto de evasión. Fracasados estos propósitos por la denuncia oportuna de
amigos y alertas y descubierta la falsedad del certificado médico, n les quedó
otro recurso, para impedir mi asistencia al juicio, que el desacato abierto y
descarado... Caso insólito el que se estaba produciendo, señores magistrados:
un régimen que tenía miedo de presentar a un acusado ante los tribunales; un
régimen de terror y de sangre, que se espantaba ante la convicción moral de un
hombre indefenso, desarmado, incomunicado y calumniado. Así, después de haberme
privado de todo, me privaban por último del juicio donde era el principal
acusado. Téngase en cuenta que esto se hacía estando en plena vigencia la
suspensión de garantías y funcionando con todo rigor la Ley de Orden Público y
la censura de radio y prensa. ¡Qué crímenes tan horrendos habrá cometido este
régimen que tanto temía la voz de un acusado! Debo hacer hincapié en actitud
insolente e irrespetuosa que con respecto a vosotros han mantenido en todo
momento los jefes militares. Cuantas veces este tribunal ordenó que cesara la
inhumana incomunicación que pesaban sobre mí, cuantas veces ordenó que se
respetasen mis derechos más elementales, cuantas veces demandó que se me presentara
a juicio, jamás fue obedecido; una por una, se desacataron todas sus órdenes.
Peor todavía: en la misma presencia del tribunal, en la primera y segunda
sesión, se me puso al lado una guardia perentoria para que me impidiera en
absoluto hablar con nadie, ni aun en los momentos de receso, dando a entender
que, no ya en la prisión, sino hasta en la misma Audiencia y en vuestra
presencia, no hacían el menor caso de vuestras disposiciones. Pensaba plantear
este problema en la sesión siguiente como cuestión de elemental honor para el
tribunal, pero... ya no volví más. Y si a cambio de tanta irrespetuosidad nos
traen aquí para que vosotros nos enviéis a la cárcel, en nombre de una
legalidad que únicamente ellos y exclusivamente ellos están violando desde el 10
de marzo, harto triste es el papel que os quieren imponer. No se ha cumplido
ciertamente en este caso ni una sola vez la máxima latina: cedant arma togae.
Ruego tengáis muy en cuenta esta circunstancia. Más, todas las medidas
resultaron completamente inútiles, porque mis bravos compañeros, con civismo
sin precedentes, cumplieron cabalmente su deber. "Sí, vinimos a combatir
por la libertad de Cuba y no nos arrepentimos de haberlo hecho", decían
uno por uno cuando eran llamados a declarar, e inmediatamente, con
impresionante hombría, dirigiéndose al tribunal, denunciaban los crímenes
horribles que se habían cometido en los cuerpos de nuestros hermanos. Aunque
ausente, pude seguir el proceso desde mi celda en todos sus detalles, gracias a
la población penal de la prisión de Boniato que, pese a todas las amenazas de
severos castigos, se valieron de ingeniosos medios para poner en mis manos
recortes de periódicos e informaciones de toda clase. Vengaron así los abusos e
inmoralidades del director Taboada y del teniente supervisor Rosabal, que los
hacen trabajar de sol a sol, construyendo palacetes privados, y encima los
matan de hambre malversando los fondos de subsistencia. A medida que se
desarrolló el juicio, los papeles se invirtieron: los que iban a acusar salieron
acusados, y los acusados se convirtieron en acusadores. No se juzgó allí a los
revolucionarios, se juzgó para siempre a un señor que se llama Batista...
¡Monstrum horrendum!... No importa que los valientes y dignos jóvenes hayan
sido condenados, si mañana el pueblo condenará al dictador y a sus crueles
esbirros. A Isla de Pinos se les envió, en cuyas circulares mora todavía el
espectro de Castells y no se ha apagado aún el grito de tantos y tantos
asesinados; allí han ido a purgar, en amargo cautiverio, su amor a la libertad,
secuestrados de la sociedad, arrancados de sus hogares y desterrados de la
patria. ¿No creéis, como dije, que en tales circunstancias es ingrato y difícil
a este abogado cumplir su misión? Como resultado de tantas maquinaciones turbias
e ilegales, por voluntad de los que mandan y debilidad de los que juzgan, heme
aquí en este cuartico del Hospital Civil, adonde se me ha traído para ser
juzgado en sigilo, de modo que no se me oiga, que mi voz se apague y nadie se
entere de las cosas que voy a decir. ¿Para qué se quiere ese imponente Palacio
de Justicia, donde los señores magistrados se encontrarán, sin duda, mucho más
cómodos? No es conveniente, os lo advierto, que se imparta justicia desde el
cuarto de un hospital rodeado de centinelas con bayonetas calada, porque
pudiera pensar la ciudadanía que nuestra justicia está enferma... y está presa.
Os recuerdo que vuestras leyes de procedimiento establecen que el juicio será
"oral y público"; sin embargo, se ha impedido por completo al pueblo
la entrada en esta sesión. Sólo han dejado pasar dos letrados y seis
periodistas, en cuyos periódicos la censura no permitirá publicar una palabra.
Veo que tengo por único público, en la sala y en los pasillos, cerca de cien
soldados y oficiales. ¡Gracias por la seria y amable atención que me están
prestando! ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el Ejército! Yo sé que algún día
arderá en deseos de lavar la mancha terrible de vergüenza y de sangre que han
lanzado sobre el uniforme militar las ambiciones de un grupito desalmado.
Entonces ¡ay de los que cabalgan hoy cómodamente sobre sus nobles guerreras...
si es que el pueblo no los ha desmontado mucho antes! Por último, debo decir
que no se dejó pasar a mi celda en la prisión ningún tratado de derecho penal.
Sólo puedo disponer de este minúsculo código que me acaba de prestar un
letrado, el valiente defensor de mis compañeros: doctor Baudilio Castellanos.
De igual modo se prohibió que llegaran a mis manos los libros de Martí; parece
que la censura de la prisión los consideró demasiado subversivos. ¿O será
porque yo dije que Martí era el autor intelectual del 26 de Julio? Se impidió,
además, que trajese a este juicio ninguna obra de consulta sobre cualquier otra
materia. ¡No importa en absoluto! Traigo en el corazón las doctrinas del
Maestro y en el pensamiento las nobles ideas de todos los hombres que han
defendido la libertad de los pueblos. Sólo una cosa voy a pedirle al tribunal;
espero que me la conceda en compensación de tanto exceso y desafuero como ha tenido
que sufrir este acusado sin amparo alguno de las leyes: que se respete mi
derecho a expresarme con entera libertad. Sin ello no podrán llenarse ni las
meras apariencias de justicia y el último eslabón sería, más que ningún otro,
de ignominia y cobardía. Confieso que algo me ha decepcionado. Pensé que el
señor fiscal vendría con una acusación terrible, dispuesto a justificar hasta
la saciedad la pretensión y los motivos por los cuales en nombre del derecho y
de la justicia —y ¿de qué derecho y de qué justicia? —se me debe condenar a
veintiséis años de prisión. Pero no. Se ha limitado exclusivamente a leer el
artículo 148 del Código de Defensa Social, por el cual, más circunstancias
agravantes, solicita para mí la respetable cantidad de veintiséis años de
prisión. Dos minutos me parece muy poco tiempo para pedir y justificar que un
hombre se pase a la sombra más de un cuarto de siglo. ¿Está por ventura el
señor fiscal disgustado con el tribunal? Porque, según observo, su laconismo en
este caso se da de narices con aquella solemnidad con que los señores
magistrados declararon, un tanto orgullosos, que éste era un proceso de suma
importancia, y yo he visto a los señores fiscales hablar diez veces más en un
simple caso de drogas heroicas para solicitar que un ciudadano sea condenado a
seis meses de prisión. El señor fiscal no ha pronunciado una sola palabra para
respaldar su petición. Soy justo..., comprendo que es difícil, para un fiscal
que juró ser fiel a la Constitución de la República, venir aquí en nombre de un
gobierno inconstitucional, factual, estatuario, de ninguna legalidad y menos
moralidad, a pedir que un joven cubano, abogado como él, quizás... tan decente
como él, sea enviado por veintiséis años a la cárcel. Pero el señor fiscal es
un hombre de talento y yo he visto personas con menos talento que él escribir
largos mamotretos en defensa de esta situación. ¿Cómo, pues, creer que carezca
de razones para defenderlo, aunque sea durante quince minutos, por mucha
repugnancia que esto le inspire a cualquier persona decente? Es indudable que
en el fondo de esto hay una gran conjura. Señores magistrados: ¿Por qué tanto
interés en que me calle? ¿Por qué, inclusive, se suspende todo género de
razonamientos para no presentar ningún blanco contra el cual pueda yo dirigir
el ataque de mis argumentos? ¿Es que se carece por completo de base jurídica,
moral y política para hacer un planteamiento serio de la cuestión? ¿Es que se
teme tanto a la verdad? ¿Es que se quiere que yo hable también dos minutos y no
toque aquí los puntos que tienen a ciertas gentes sin dormir desde el 26 de
julio’ Al circunscribirse la petición fiscal a la simple lectura de cinco
líneas de un artículo del Código de Defensa Social, pudiera pensarse que yo me
circunscriba a lo mismo y dé vueltas y más vueltas alrededor de ellas, como un
esclavo en torno a una piedra de molino. Pero no aceptaré de ningún modo esa
mordaza, porque en este juicio se está debatiendo algo más que la simple
libertad de un individuo: se discute sobre cuestiones fundamentales de
principios, se juzga sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate
sobre las bases mismas de nuestra existencia como nación civilizada y
democrática. Cuando concluya, no quiero tener que reprocharme a mí mismo haber
dejado principio por defender, verdad es decir, ni crimen sin denunciar. El
famoso articulejo del señor fiscal no merece ni un minuto de réplica. Me
limitaré, por el momento, a librar contra él una breve escaramuza jurídica,
porque quiero tener limpio de minucias el campo para cuando llegue la hora de
tocar el degüello contra toda la mentira, falsedad, hipocresía,
convencionalismos y cobardía moral sin límites en que se basa esa burda comedia
que, desde el 10 de marzo y aun antes del 10 de marzo, se llama en Cuba
Justicia. Es un principio elemental de derecho penal que el hecho imputado
tiene que ajustarse exactamente al tipo de delito prescrito por la ley. Si no
hay ley exactamente aplicable al punto controvertido, no hay delito. El
artículo en cuestión dice textualmente: "Se impondrá una sanción de
privación de libertad de tres a diez años al autor de un hecho dirigido a
promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes Constitucionales
del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco a veinte años si
se llevase a efecto la insurrección." ¿En qué país está viviendo el señor
fiscal? ¿Quién le ha dicho que nosotros hemos promovido alzamiento contra los
Poderes Constitucionales del Estado? Dos cosas resaltan a la vista. En primer
lugar, la dictadura que oprime a la nación no es un poder constitucional, sino
inconstitucional; se engendró contra la Constitución, por encima de la
Constitución, violando la Constitución legítima de la República. Constitución
legítima es aquella que emana directamente del pueblo soberano. Este punto lo
demostraré plenamente más adelante, frente a todas las gazmoñerías que han
inventado los cobardes y traidores para justificar lo injustificable. En
segundo lugar, el artículo habla de Poderes, es decir, plural, no singular,
porque está considerado el caso de una república regida por un Poder
Legislativo, un Poder Ejecutivo y un Poder Judicial que se equilibran y
contrapesan unos a otros. Nosotros hemos promovido rebelión contra un poder
único, ilegítimo, que ha usurpado y reunido en uno solo los Poderes
Legislativos y Ejecutivo de la nación, destruyendo todo el sistema que
precisamente trataba de proteger el artículo del Código que estamos analizando.
En cuanto a la independencia del Poder Judicial después del 10 de marzo, ni
hablo siquiera, porque no estoy para bromas... Por mucho que se estire, se
encoja o se remiende, ni una sola coma del artículo 148 es aplicable a los
hechos del 26 de Julio. Dejémoslo tranquilo, esperando la oportunidad en que
pueda aplicarse a los que sí promovieron alzamiento contra los Poderes
Constitucionales del Estado. Más tarde volveré sobre el Código para refrescarle
la memoria al señor fiscal sobre ciertas circunstancias que lamentablemente se
le han olvidado. Os advierto que acabo de empezar. Si en vuestras almas queda
un latido de amor a la patria, de amor a la humanidad, de amor a la justicia,
escucharme con atención. Sé que me obligarán al silencio durante muchos años;
sé que tratarán de ocultar la verdad por todos los medios posibles; sé que
contra mí se alzará la conjura del olvido. Pero mi voz no se ahogará por eso:
cobra fuerzas en mi pecho mientras más solo me siento y quiero darle en mi
corazón todo el calor que le niegan las almas cobardes. Escuché al dictador el
lunes 27 de julio, desde un bohío de las montañas, cuando todavía quedábamos
dieciocho hombres sobre las armas. No sabrán de amarguras e indignaciones en la
vida los que no hayan pasado por momentos semejantes. Al par que rodaban por
tierra las esperanzas tanto tiempo acariciadas de liberar a nuestro pueblo,
veíamos al déspota erguirse sobre él, más ruin y soberbio que nuca. El chorro
de mentiras y calumnias que vertió en su lenguaje torpe, odioso y repugnante,
sólo puede compararse con el chorro enorme de sangre joven y limpia que desde
la noche antes estaba derramando, con su conocimiento, consentimiento,
complicidad y aplauso, la más desalmada turba de asesinos que pueda concebirse
jamás. Haber creído durante un solo minuto lo que dijo es suficiente falta para
que un hombre de conciencia viva arrepentido y avergonzado toda la vida. No
tenía ni siquiera, en aquellos momentos, la esperanza de marcarle sobre la
frente miserable la verdad que lo estigmatice por el resto de sus días y el
resto de los tiempos, porque sobre nosotros se cerraba ya el cerco de más de
mil hombres, con armas de mayor alcance y potencia, cuya consigna terminante
era regresar con nuestros cadáveres. Hoy, que ya la verdad empieza a conocerse
y que termino con estas palabras que estoy pronunciando la misión que me
impuse, cumplida a cabalidad, puedo morir tranquilo y feliz, por lo cual no
escatimaré fustazos de ninguna clase sobre los enfurecidos asesinos. Es
necesario que me detengan a considerar un poco los hechos. Se dijo por el mismo
gobierno que el ataque fue realizado con tanta precisión y perfección que
evidenciaba la presencia de expertos militares en la elaboración del plan.
¡Nada más absurdo! El plan fue trazado por un grupo de jóvenes ninguno de los
cuales tenía experiencia militar; y voy a revelar sus nombres, menos dos de
ellos que no están ni muertos mi presos: Abel Santamaría, José Luis Tasende,
Renato Guitart Rosell, Pedro Miret, Jesús Montané y el que les habla. La mitad
han muerto, y en justo tributo a su memoria puedo decir que no eran expertos
militares, pero tenían patriotismo suficiente para darles, en igualdad de
condiciones, una soberana paliza a todos los generales del 10 de marzo juntos,
que no son ni militares ni patriotas. Más difícil fue organizar, entrenar y
movilizar hombres y armas bajo un régimen represivo que gasta millones de pesos
en espionaje, soborno y delación, tareas que aquellos jóvenes y otros muchos
realizaron con seriedad, discreción y constancia verdaderamente increíbles; y
más meritorio todavía será siempre darle a un ideal todo lo que se tiene y,
además, la vida. La movilización final de hombres que vinieron a esta provincia
desde los más remotos pueblos de toda la Isla, se llevó a cabo con admirable
precisión y absoluto secreto. Es cierto igualmente que el ataque se realizó con
magnífica coordinación. Comenzó simultáneamente a las 5:15 a.m., tanto en
Bayamo como en Santiago de Cuba, y, uno a uno, con exactitud de minutos y
segundos prevista de antemano, fueron cayendo los edificios que rodean el
campamento. Sin embargo, en aras de la estricta verdad, aun cuando disminuya
nuestro mérito, voy a revelar por primera vez también otro hecho que fue fatal:
la mitad del grueso de nuestras fuerzas y la mejor armada, por un error
lamentable se extravió a la entrada de la ciudad y nos faltó en el momento
decisivo. Abel Santamaría, con veintiún hombres, había ocupado el Hospital
Civil; iban también con él para atender a los heridos un médico y dos
compañeras nuestras. Raúl Castro, con diez hombres, ocupó el Palacio de
Justicia; y a mí me correspondió atacar el campamento con el resto, noventa y
cinco hombres. Llegué con un primer grupo de cuarenta y cinco, precedido por
una vanguardia de ocho que forzó la posta tres. Fue aquí precisamente donde se
inició el combate, al encontrarse mi automóvil con una patrulla de recorrido
exterior armada de ametralladoras. El grupo de reserva, que tenía casi todas
las armas largas, pues las cortas iban a la vanguardia, tomó por una calle
equivocada y se desvió por completo dentro de una ciudad que no conocían. Debo aclarar
que no albergo la menor duda sobre el valor de esos hombres, que al verse
extraviados sufrieron gran angustia y desesperación. Debido al tipo de acción
que se estaba desarrollando y al idéntico color de los uniformes en ambas
partes combatientes, no era fácil restablecer el contacto. Muchos de ellos,
detenidos más tarde, recibieron la muerte con verdadero heroísmo. Todo el mundo
tenía instrucciones muy precisas de ser, ante todo, humanos en la lucha. Nunca
un grupo de hombres armados fue más generoso con el adversario. Se hicieron
desde los primeros momentos numerosos prisioneros, cerca de veinte en firme; y
hubo un instante, al principio, en que tres hombres nuestros, de los que habían
tomado la posta: Ramiro Valdés, José Suárez y Jesús Montané, lograron penetrar
en una barraca y detuvieron durante un tipo a cerca de cincuenta soldados.
Estos prisioneros declararon ante el tribunal, y todos sin excepción han
reconocido que se les trató con absoluto respeto, sin tener que sufrir ni
siquiera una palabra vejaminosa. Sobre este aspecto sí tengo que agradecerle
algo, de corazón, al señor fiscal: que en el juicio donde se juzgó a mis
compañeros, al hacer su informe, tuvo la justicia de reconocer como un hecho
indudable el altísimo espíritu de caballerosidad que mantuvimos en la lucha. La
disciplina por parte del Ejército fue bastante mala. Vencieron en último
término por el número, que les daba una superioridad de quince a uno, y por la
protección que les brindaban las defensas de la fortaleza. Nuestros hombres
tiraban mucho mejor y ellos mismos lo reconocieron. El valor humano fue
igualmente alto de parte y parte. Considerando las causas del fracaso táctico,
aparte del lamentable error mencionado, estimo que fue una falta nuestra
dividir la unidad de comandos que habíamos entrenado cuidadosamente. De
nuestros mejores hombres y más audaces jefes, había veintisiete en Bayamo,
veintiuno en el Hospital Civil y diez en el Palacio de Justicia; de haber hecho
otra distribución, el resultado pudo haber sido distinto. El choque con la
patrulla (totalmente casual, pues veinte segundos antes o veinte segundos
después no habría estado en ese punto) dio tiempo a que se movilizara el
campamento, que de otro modo habría caído en nuestras manos sin disparar un
tiro, pues ya la posta estaba en nuestro poder. Por otra parte, salvo los
fusiles calibre 22 que estaban bien provistos, el parque de nuestro lado era
escasísimo. De haber tenido nosotros granadas de mano, no hubieran podido
resistir quince minutos. Cuando me convencí de que todos los esfuerzos eran ya
inútiles para tomar la fortaleza, comencé a retirar nuestros hombres en grupos
de ocho y de diez. La retirada fue protegida por seis francotiradores que, al
mando de Pedro Miret y de Fidel Labrador, le bloquearon heroicamente el paso al
Ejército. Nuestras pérdidas en la lucha habían sido insignificantes; el noventa
y cinco por ciento de nuestros muertos fueron producto de la crueldad y la
inhumanidad cuando aquélla hubo cesado. El grupo del Hospital Civil no tuvo más
que una baja; el resto fue copado al situarse las tropas frente a la única
salida del edificio, y sólo depusieron las armas cuando no les quedaba una
bala. Con ellos estaba Abel Santamaría, el más generoso, querido e intrépido de
nuestros jóvenes, cuya gloriosa resistencia lo inmortaliza ante al historia de
Cuba. Ya veremos la suerte que corrieron y cómo quiso escarmentar Batista la
rebeldía y heroísmo de nuestra juventud. Nuestros planes eran proseguir la
lucha en las montañas caso de fracasar el ataque al regimiento. Pude reunir
otra vez, en Siboney, la tercera parte de nuestras fuerzas; pero ya muchos
estaban desalentados. Unos veinte decidieron presentarse; ya veremos también lo
que ocurrió con ellos. El resto, dieciocho hombres, con las armas y el parque
que quedaban, me siguieron a las montañas. El terreno era totalmente
desconocido para nosotros. Durante una semana ocupamos la parte alta de la
cordillera de la Gran Piedra y el Ejército ocupó la base. Ni nosotros podíamos
bajar ni ellos se decidieron a subir. No fueron, pues, las armas; fueron el
hambre y la sed quienes vencieron la última resistencia. Tuve que ir
disminuyendo los hombres en pequeños grupos; algunos consiguieron filtrarse
entre las líneas del Ejército, otros fueron presentados por monseñor Pérez
Serantes. Cuando sólo quedaban conmigo dos compañeros: José Suárez y Oscar
Alcalde, totalmente extenuados los tres, al amanecer del sábado 1º de agosto,
una fuerza del mando del teniente Sarría nos sorprendió durmiendo. Ya la
matanza de prisioneros había cesado por la tremenda reacción que provocó en la
ciudadanía, y este oficial, hombre de honor, impidió que algunos matones nos
asesinasen en el campo con las manos atadas. No necesito desmentir aquí las
estúpidas sandeces que, para mancillar mi nombre, inventaron los Ugalde
Carrillo y su comparsa, creyendo encubrir su cobardía, su incapacidad y sus
crímenes. Los hechos están sobradamente claros. Mi propósito no es entretener
al tribunal con narraciones épicas. Todo cuanto he dicho es necesario para la
comprensión más exacta de lo que diré después. Quiero hacer constar dos cosas
importantes para que se juzgue serenamente nuestra actitud. Primero: pudimos
haber facilitado la toma del regimiento deteniendo simplemente a todos los
altos oficiales en sus residencias, posibilidad que fue rechazada, por la
consideración muy humana de evitar escenas de tragedia y de lucha en las casas
de las familias. Segundo: se acordó no tomar ninguna estación de radio hasta
tanto no se tuviese asegurado el campamento. Esta actitud nuestra, pocas veces
vista por su gallardía y grandeza, le ahorró a la ciudadanía un río de sangre.
Yo pude haber ocupado, con sólo diez hombres, una estación de radio y haber
lanzado al pueblo a la lucha. De su ánimo no era posible dudar: tenía el último
discurso de Eduardo Chibás en la CMQ, grabado con sus propias palabras, poemas
patrióticos e himnos de guerra capaces de estremecer al más indiferente, con
mayor razón cuando se está escuchando el fragor del combate, y no quise hacer
uso de ellos, a pesar de lo desesperado de nuestra situación. Se ha repetido
con mucho énfasis por el gobierno que l pueblo no secundó el movimiento. Nunca
había oído una afirmación tan ingenua y, al propio tiempo, tan llena de mala
fe. Pretenden evidenciar con ello la sumisión y cobardía del pueblo; poco falta
para que digan que respalda a la dictadura, y no saben cuánto ofenden con ello
a los bravos orientales. Santiago de Cuba creyó que era una lucha entre
soldados, y no tuvo conocimiento de lo que ocurría hasta muchas horas después.
¿Quién duda del valor, el civismo y el coraje sin límites del rebelde y
patriótico pueblo de Santiago de Cuba? Si el Moncada hubiera caído en nuestras
manos, ¡hasta las mujeres de Santiago de Cuba habrían empuñado las armas!
¡Muchos fusiles se los cargaron a los combatientes las enfermeras del Hospital
Civil! Ellas también pelearon. Eso no lo olvidaremos jamás. No fue nunca
nuestra intención luchar con los soldados del regimiento, sino apoderarnos por
sorpresa del control y de las armas, llamar al pueblo, reunir después a los
militares e invitarlos a abandonar la odiosa bandera de la tiranía y abrazar la
de la libertad, defender los grandes intereses de la nación y no los mezquinos
intereses de un grupito; virar las armas y disparar contra los enemigos del
pueblo, y no contra el pueblo, donde están sus hijos y sus padres; luchar junto
a él, como hermanos que son, y no frente a él, como enemigos que quieren que
sean; ir unidos en pos del único ideal hermosos y digno de ofrendarle la vida,
que es la grandeza y felicidad de la patria. A los que dudan que muchos
soldados se hubieran sumado a nosotros, yo les pregunto: ¿Qué cubano no ama la
gloria? ¿Qué alma no se enciende en un amanecer de libertad? El cuerpo de la
Marina no combatió contra nosotros, y se hubiera sumado sin duda después. Se
sabe que ese sector de las Fuerzas Armadas es el menos adicto a la tiranía y
que existe entre sus miembros un índice muy elevado de conciencia cívica. Pero
en cuanto al resto del Ejército nacional, ¿hubiera combatido contra el pueblo
sublevado? Yo afirmo que no. El soldado es un hombre de carne y hueso, que
piensa, que observa y que siente. Es susceptible a la influencia de las
opiniones, creencias, simpatías y antipatías del pueblo. Si se le pregunta su
opinión dirá que no puede decirla; pero eso no significa que carezca de
opinión. Le afectan exactamente los mismos problemas que a los demás ciudadanos
conciernen: subsistencia, alquiler, la educación de los hijos, el porvenir de
éstos, etcétera. Cada familiar es un punto de contacto inevitable entre él y el
pueblo y la situación presente y futura de la sociedad en que vive. Es necio
pensar que porque un soldado reciba un sueldo del Estado, bastante módico, haya
resuelto las preocupaciones vitales que le imponen sus necesidades, deberes y
sentimientos como miembro de una familia y de una colectividad social. Ha sido
necesaria esta breve explicación porque es el fundamento de un hecho en que muy
pocos han pensado hasta el presente: el soldado siente un profundo respeto por
el sentimiento de la mayoría del pueblo. Durante el régimen de Machado, en la
misma medida en que crecía la antipatía popular, decrecía visiblemente la
fidelidad del Ejército, a extremos que un grupo de mujeres estuvo a punto de
sublevar el campamento de Columbia. Pero más claramente prueba de esto un hecho
reciente: mientras el régimen de Grau San Martín mantenía en el pueblo su
máxima popularidad, proliferaron en el Ejército, alentadas por ex militares sin
escrúpulos y civiles ambiciosos, infinidad de conspiraciones, y ninguna de
ellas encontró eco en la masa de los militares. El 10 de marzo tiene lugar en
el momento en que había descendido hasta el mínimo el prestigio del gobierno
civil, circunstancia que aprovecharon Batista y su camarilla. ¿Por qué no lo
hicieron después del 1º de junio? Sencillamente porque si esperan que la
mayoría de la nación expresase sus sentimientos en las urnas, ninguna
conspiración hubiera encontrado eco en la tropa. Puede hacerse, por tanto, una
segunda afirmación: el Ejército jamás se ha sublevado contra un régimen de
mayoría popular. Estas verdades son históricas, y si Batista se empeña en
permanecer a toda costa en el poder contra la voluntad absolutamente
mayoritaria de Cuba, su fin será más trágico que el de Gerardo Machado. Puedo
expresar mi concepto en lo que a las Fuerzas Armadas se refiere, porque hablé
de ellas y las defendía cuando todos callaban, y no lo hice para conspirar ni
por interés de ningún género, porque estábamos en plena normalidad
constitucional, sino por meros sentimientos de humanidad y deber cívico. Era en
aquel tiempo el periódico Alerta uno de los más leídos por la posición que
mantenía entonces en la política nacional, y desde sus páginas realicé una
memorable campaña contra el sistema de trabajos forzados a que estaban
sometidos los soldados en las fincas privadas de los altos personajes civiles y
militares, aportando datos, fotografías, películas y pruebas de todas clases
con las que me presenté también ante los tribunales denunciando el hecho el día
3 de marzo de 1952. Muchas veces dije en esos escritos que era de elemental
justicia aumentarles el sueldo a los hombres que prestaban sus servicios en las
Fuerzas Armadas. Quiero saber de uno más que haya levantado su voz en aquella
ocasión para protestar contra tal injusticia. No fue por cierto Batista y
compañía, que vivía muy bien protegido en su finca de recreo con toda clase de
garantías, mientras yo corría mil riesgos sin guardaespaldas ni armas. Conforme
lo defendí entonces, ahora, cuando todos callan otra vez, le digo que se dejó
engañar miserablemente, y a la mancha, el engaño y la vergüenza del 10 de
marzo, ha añadido la mancha y la vergüenza, mil veces más grande, de los
crímenes espantosos e injustificables de Santiago de Cuba. Desde ese momento el
uniforme del Ejército está horriblemente salpicado de sangre, y si en aquella
ocasión dije ante el pueblo y denuncié ante los tribunales que había militares
trabajando como esclavos en las fincas privadas, hoy amargamente digo que hay
militares manchados hasta el pelo con la sangre de muchos jóvenes cubanos
torturados y asesinados. Y digo también que si es para servir a la República,
defender a la nación, respetar al pueblo y proteger al ciudadano, es justo que
un soldado gane por lo menos cien pesos; pesos es para matar y asesinar, para
oprimir al pueblo, traicionar la nación y defender los intereses de un grupito,
no merece que la República se gaste ni un centavo en ejército, y el campamento
de Columbia debe convertirse en una escuela e instalar allí, en vez de
soldados, diez mil niños huérfanos. Como quiero ser justo antes de todo, no
puedo considerar a todos los militares solidarios de esos crímenes, esas
manchas y esas vergüenzas que son obras de unos cuantos traidores y malvados,
pero todo militar de honor y dignidad que ame su carrera y quiera su
constitución, está en el deber de exigir y luchar para que esas manchas sean
lavadas, esos engaños sean vengados y esas culpas sean castigadas si no quieren
que ser militar sea para siempre una infamia en vez de un orgullo. Claro que el
10 de marzo no tuvo más remedio que sacar a los soldados de las fincas
privadas, pero fue para ponerlos a trabajar de reporteros, choferes, criados y
guardaespaldas de toda la fauna de politiqueros que integran el partido de la
dictadura. Cualquier jerarca de cuarta o quinta categoría se cree con derecho a
que un militar le maneje el automóvil y le cuida las espaldas, cual si
estuviesen temiendo constantemente un merecido puntapié. Si existía en realidad
un propósito reivindicador, ¿por qué no se les confiscaron todas las fincas y
los millones a los que como Genovevo Pérez Dámera hicieron su fortuna
esquilmando a los soldados, haciéndolos trabajar como esclavos y desfalcando
los fondos de las Fuerzas Armadas? Pero no: Genovevo y los demás tendrán
soldados cuidándolos en sus fincas porque en el fondo todos los generales del
10 de marzo están aspirando a hacer lo mismo y no pueden sentar semejante
precedente. El 10 de marzo fue un engaño miserable, sí... Batista, después de
fracasar por la vía electoral él y su cohorte de politiqueros malos y
desprestigiados, aprovechándose de su descontento, tomaron de instrumento al
Ejército para trepar al poder sobre las espaldas de los soldados. Y yo sé que
hay muchos hombres disgustados por el desengaño: se les aumentó el sueldo y
después con descuentos y rebajas de toda clase se les volvió a reducir;
infinidad de viejos elementos desligados de los institutos armados volvieron a
filas cerrándoles el paso a hombres jóvenes, capacitados y valiosos; militares
de mérito han sido postergados mientras prevalece el más escandaloso
favoritismo con los parientes y allegados de los altos jefes. Muchos militares
decentes se están preguntando a estas horas qué necesidad tenían las Fuerzas
Armadas de cargar con la tremenda responsabilidad histórica de haber destrozado
nuestra Constitución para llevar al poder a un grupo de hombres sin moral,
desprestigiados, corrompidos, aniquilados para siempre políticamente y que no
podían volver a ocupar un cargo público si no era a punta de bayoneta, bayoneta
que no empuñan ellos... Por otro lado, los militares están padeciendo una
tiranía peor que los civiles. Se les vigila constantemente y ninguno de ellos
tiene la menor seguridad en sus puestos: cualquier sospecha injustificada,
cualquier chisme, cualquier intriga, cualquier confidencia es suficiente para
que los trasladen, los expulsen o los encarcelen deshonrosamente. ¿No les
prohibió Tabernilla en una circular conversar con cualquier ciudadano de la
oposición, es decir, el noventa y nueve por ciento del pueblo?... ¡Qué
desconfianza!... ¡Ni a las vírgenes vestales de Roma se les impuso semejante
regla! Las tan cacareadas casitas para los soldados no pasan de trescientas en
toda la Isla y, sin embargo, con lo gastado en tanques, cañones y armas había
para fabricarle una casa a cada alistado; luego, lo que le importa a Batista no
es proteger al Ejército, sino que el Ejército lo proteja a él; se aumenta su
poder de opresión y de muerte, pero esto no es mejorar el bienestar de los
hombres. Guardias triples, acuartelamiento constante, zozobra perenne,
enemistad de la ciudadanía, incertidumbre del porvenir, eso es lo que se le ha
dado al soldado, o lo que es lo mismo: "Muere por el régimen, soldado,
dale tu sudor y tu sangre, te dedicaremos un discurso y un ascenso póstumo
(cuando ya no te importe), y después... seguiremos viviendo bien y haciéndonos
ricos; mata, atropella, oprime al pueblo, que cuando el pueblo se canse y esto
se acabe, tú pagarás nuestros crímenes y nosotros nos iremos a vivir como
príncipes en el extranjero; y si volvemos algún día, no toques, no toques tú ni
tus hijos en la puerta de nuestros palacetes, porque seremos millonarios y los
millonarios no conocen a los pobres. Mata, soldado, oprime al pueblo, contra
ese pueblo que iba a librarlos a ellos inclusive de la tiranía, la victoria
hubiera sido del pueblo. El señor fiscal estaba muy interesado en conocer
nuestras posibilidades de éxito. Esas posibilidades se basaban en razones de
orden técnico y militar y de orden social. Se ha querido establecer el mito de
las armas modernas como supuesto de toda imposibilidad de lucha abierta y
frontal del pueblo contra la tiranía. Los desfiles militares y las exhibiciones
aparatosas de equipos bélicos, tienen por objeto fomentar este mito y crear en
la ciudadanía un complejo de absoluta impotencia. Ningún arma, ninguna fuerza
es capaz de vencer a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos. Los
ejemplos históricos a luchar por sus derechos. Los ejemplos históricos pasados
y presentes son incontables. Está bien reciente el caso de Bolivia, donde los
mineros, con cartuchos de dinamita, derrotaron y aplastaron a los regimientos
del ejército regular. Pero los cubanos, por suerte, no tenemos que buscar
ejemplos en otro país, porque ninguno tan elocuente y hermoso como el de
nuestra propia patria. Durante la guerra del 95 había en Cuba cerca de medio
millón de soldados españoles sobre las armas, cantidad infinitamente superior a
la que podía oponer la dictadura frente a una población cinco veces mayor. Las
armas del ejército español eran sin comparación más modernas y poderosas que
las de los mambises; estaba equipado muchas veces con artillería de campaña, y
su infantería usaba el fusil de retrocarga similar al que usa todavía la
infantería moderna. Los cubanos no disponían por lo general de otra arma que
los machetes, porque sus cartucheras estaban casi siempre vacías. Hay un pasaje
inolvidable de nuestra guerra de independencia narrado por el general Miró
Argenter, jefe del Estado Mayor de Antonio Maceo, que pude traer copiado en
esta notica para no abusar de la memoria. "La gente bisoña que mandaba
Pedro Delgado, en su mayor parte provista solamente de machete, fue diezmada al
echarse encima de los sólidos españoles, de tal manera, que no es exagerado
afirmar que de cincuenta hombres, cayeron la mitad. Atacaron a los españoles
con los puños ¡sin pistola, sin machete y si cuchillo! Escudriñando las malezas
de Río Hondo, se encontraron quince muertos más del partido cubano, sin que de
momento pudiera señalarse a qué cuerpo pertenecían. No presentaban ningún
vestigio de haber empuñado el arma: el vestuario estaba completo, y pendiente
de la cintura no tenían más que el vaso de lata; a dos pasos de allí, el
caballo exánime, con el equipo intacto. Se reconstruyó el pasaje culminante de
la tragedia: esos hombres, siguiendo a su esforzado jefe, el teniente coronel
Pedro Delgado, habían obtenido la palma del heroísmo; se arrojaron sobre las
bayonetas con las manos solas: el ruido del metal, que sonaba en torno a ellos,
era el golpe del vaso de beber al dar contra el muñón de la montura. Maceo se
sintió conmovido, él, tan acostumbrado a ver la muerte en todas las posiciones
y aspectos, y murmuró este panegírico: "Yo nunca había visto eso; gente
novicia que ataca inerme a los españoles ¡con el vaso de beber agua por todo
utensilio! ¡Y yo le daba el nombre de impedimenta!"..." ¡Así luchan
los pueblos cuando quieren conquistar su libertad: les tiran piedras a los
aviones y viran los tanques boca arriba! Una vez en poder nuestro la ciudad de
Santiago de Cuba, hubiéramos puesto a los orientales inmediatamente en pie de
guerra. A Bayamo se atacó precisamente para situar nuestras avanzadas junto al
río Cauto. No se olvide nunca que esta provincia que hoy tiene millón y medio
de habitantes, es sin duda la más guerrera y patriótica de Cuba; fue ella la
que mantuvo encendida la lucha por la independencia durante treinta años y le
dio el mayor tributo de sangre, sacrificio y heroísmo. En Oriente se respira
todavía el aire de la epopeya gloriosa y, al amanecer, cuando los gallos cantan
como clarines que tocan diana llamando a los soldados y el sol se eleva
radiante sobre las empinadas montañas, cada día parece que va a ser otra vez el
de Yara o el de Baire. Dije que las segundas razones en que se basaba nuestra
posibilidad de éxito eran de orden social. ¿Por qué teníamos la seguridad de
contar con el pueblo? Cuando hablamos de pueblo no entendemos por tal a los
sectores acomodados y conservadores de la nación, a los que viene bien
cualquier régimen de opresión, cualquier dictadura, cualquier despotismo,
postrándose ante el amo de turno hasta romperse la frente contra el suelo.
Entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta, a la
que todos ofrecen y a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una
patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias digna y más
justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido
la injusticia y la burla generación tras generación, la que ansía grandes y
sabias transformaciones en todos los órdenes y está dispuesta a dar para
lograrlo, cuando crea en algo o en alguien, sobre todo cuando crea
suficientemente en sí misma, hasta la última gota de sangre. La primera
condición de la sinceridad y de la buena fe en un propósito, es hacer
precisamente lo que nadie hace, es decir, hablar con entera claridad y sin
miedo. Los demagogos y los políticos de profesión quieren obrar el milagro de
estar bien en todo y con todos, engañando necesariamente a todos en todo. Los
revolucionarios han de proclamar sus ideas valientemente, definir sus
principios y expresar sus intenciones para que nadie se engañe, ni amigos ni
enemigos. Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata, a los seiscientos mil
cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener
que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del
campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y
pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una
pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover más a compasión
si no hubiera tantos corazones de piedra; a los cuatrocientos mil obreros
industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas
conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales
habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a
las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el
trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores
pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya,
contemplándola siempre tristemente como Moisés a la tierra prometida, para
morirse sin llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como
siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni
mejorarla, ni embellecerla, planta un cedro o un naranjo porque ignoran el día
que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a
los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios
al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se
les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados
por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales;
a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados,
veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores,
escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha
y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas
todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ése es el pueblo, cuyos
caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le
íbamos a decir: "Te vamos a dar", sino: "¡Aquí tienes, lucha
ahora con toda tus fuerzas para que sean tuyas la libertad y la
felicidad!" En el sumario de esta causa han de constar las cinco leyes
revolucionarias que serían proclamadas inmediatamente después de tomar el
cuartel Moncada y divulgadas por radio a la nación. Es posible que el coronel
Chaviano haya destruido con toda intención esos documentos, pero si él los
destruyó, yo los conservo en la memoria. La primera ley revolucionaria devolvía
al pueblo la soberanía y proclamaba la Constitución de 1940 como la verdadera
ley suprema del Estado, en tanto el pueblo decidiese modificarla o cambiarla, y
a los efectos de su implantación y castigo ejemplar a todos los que la habían
traicionado, no existiendo órganos de elección popular para llevarlo a cabo, el
movimiento revolucionario, como encarnación momentánea de esa soberanía, única
fuente de poder legislativo, asumía todas las facultades que le son inherentes
a ella, excepto de legislar, facultad de ejecutar y facultad de juzgar. Esta
actitud no podía ser más diáfana y despojada de chocherías y charlatanismos
estériles: u gobierno aclamado por la masa de combatientes, recibiría todas las
atribuciones necesarias para proceder a la implantación efectiva de la voluntad
popular y de la verdadera justicia. A partir de ese instante, el Poder
Judicial, que se ha colocado desde el 10 de marzo frente a al Constitución y
fuera de la Constitución, recesaría como tal Poder y se procedería a su inmediata
y total depuración, antes de asumir nuevamente las facultades que le concede la
Ley Suprema de la República. Sin estas medidas previas, la vuelta a la
legalidad, poniendo su custodia en manos que claudicaron deshonrosamente, sería
una estafa, un engaño y una traición más. La segunda ley revolucionaria
concedía la propiedad inembargable e instransferible de la tierra a todos los
colonos, subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas que ocupasen
parcelas de cinco o menos caballerías de tierra, indemnizando el Estado a sus
anteriores propietarios a base de la renta que devengarían por dichas parcelas
en un promedio de diez años. La tercera ley revolucionaria otorgaba a los
obreros y empleados el derecho a participar del treinta por ciento de las utilidades
en todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, incluyendo
centrales azucareros. Se exceptuaban las empresas meramente agrícolas en
consideración a otras leyes de orden agrario que debían implantarse. La cuarta
ley revolucionaria concedía a todos los colonos el derecho a participar del
cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de la caña y cuota mínima de
cuarenta mil arrobas a todos los pequeños colonos que llevasen tres o más años
de establecidos. La quinta ley revolucionaria ordenaba la confiscación de todos
los bienes a todos los malversadores de todos los gobiernos y a sus
causahabientes y herededor en cuanto a bienes percibidos por testamento o
abintestato de procedencia mal habida, mediante tribunales especiales con facultades
plenas de acceso a todas las fuentes de investigación, de intervenir a tales
efectos las compañías anónimas inscriptas en el país o que operen en él donde
puedan ocultarse bienes malversados y de solicitar de los gobiernos extranjeros
extradición de personas y embargo de bienes. La mitad de los bienes recobrados
pasarían a engrosar las cajas de los retiros obreros y la otra mitad a los
hospitales, asilos y casas de beneficencia. Se declaraba, además, que la
política cubana en América sería de estrecha solidaridad con los pueblos
democráticos del continente y que los perseguidos políticos de las sangrientas
tiranías que oprimen a las naciones hermanas, encontrarían en la patria de
Martí, no como hoy, persecución, hambre y traición, sino asilo generoso,
hermandad y pan. Cuba debía ser baluarte de libertad y no eslabón vergonzoso de
despotismo. Estas leyes serían proclamadas en el acto y a ellas seguirían, una
vez terminada la contienda y previo estudio minucioso de su contenido y
alcance, otra serie de leyes y medidas también fundamentales como la reforma
agraria, la reforma integral de la enseñanza y la nacionalización del trust
eléctrico y el trust telefónico, devolución al pueblo del exceso ilegal que han
estado cobrando en sus tarifas y pago al fisco de todas las cantidades que han
burlado a la hacienda pública. Todas estas pragmáticas y otras estarían
inspiradas en el cumplimiento estricto de dos artículos esenciales de nuestra
Constitución, uno de los cuales manda que se proscriba el latifundio y, a los
efectos de su desaparición, la ley señale el máximo de extensión de tierra que
cada persona o entidad pueda poseer para cada tipo de explotación agrícola,
adoptando medidas que tiendan a revertir la tierra al cubano; y el otro ordena
categóricamente al Estado emplear todos los medios que estén a su alcance para
proporcionar ocupación a todo el que carezca de ella y asegurar a cada
trabajador manual o intelectual una existencia decorosa. Ninguna de ellas podrá
ser tachada por tanto de inconstitucional. El primer gobierno de elección
popular que surgiere inmediatamente después, tendría que respetarlas, no sólo
porque tuviese un compromiso moral con la nación, sino porque los pueblos
cuando alcanzan las conquistas que han estado anhelando durante varias generaciones,
no hay fuerza en el mundo capaz de arrebatárselas. El problema de la tierra, el
problema de la industrialización, el problema de la vivienda, el problema del
desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo; he
ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran encaminado
resueltamente nuestros esfuerzos, junto con la conquista de las libertades
públicas y la democracia política. Quizás luzca fría y teórica esta exposición,
si no se conoce la espantosa tragedia que está viviendo el país en estos seis
órdenes, sumada a la más humillante opresión política. El ochenta y cinco por
ciento de los pequeños agricultores cubanos está pagando renta y vive bajo la
perenne amenaza del desalojo de sus parcelas. Más de la mitad de las mejores
tierras de producción cultivadas está en manos extranjeras. En Oriente, que es
la provincia más ancha, las tierras de la United Fruit Company y la West Indies
unen la costa norte con la costa sur. Hay doscientas mil familias campesinas que
no tienen una vara de tierra donde sembrar unas viandas para sus hambrientos
hijos y, en cambio, permanecen sin cultivar, en manos de poderosos intereses,
cerca de trescientas mil caballerías de tierras productivas. Si Cuba es un país
eminentemente agrícola, si su población es en gran parte campesina, si la
ciudad depende del campo, si el campo hizo la independencia, si la grandeza y
prosperidad de nuestra nación depende de un campesinado saludable y vigoroso
que ame y sepa cultivar la tierra, de un Estado que lo proteja y lo oriente,
¿cómo es posible que continúe este estado de cosas? Salvo unas cuantas
industrias alimenticias, madereras y textiles, Cuba sigue siendo una factoría
productora de materia prima. Se exporta azúcar para importar caramelos, se exportan
cueros para importar zapatos,. se exporta hierro para importar arados... Todo
el mundo está de acuerdo en que la necesidad de industrializar el país es
urgente, que hacen falta industrias químicas, que hay que mejorar las crías,
los cultivos, la técnica y elaboración de nuestras industrias alimenticias para
que puedan resistir la competencia ruinosa que hacen las industrias europeas de
queso, leche condensada, licores y aceites y las de conservas norteamericanas,
que necesitamos barcos mercantes, que el turismo podría ser una enorme fuente
de riquezas; pero los poseedores del capital exigen que los obreros pasen bajo
las horcas caudinas, el Estado se cruza de brazos y la industrialización espera
por las calendas griegas. Tan grave o peor es la tragedia de la vivienda. Hay
en Cuba doscientos mil bohíos y chozas; cuatrocientas mil familias del campo y
de la ciudad viven hacinadas en barracones, cuarterías y solares sin las más
elementales condiciones de higiene y salud; dos millones doscientas mil personas
de nuestra población urbana pagan alquileres que absorben entre un quinto y un
tercio de sus ingresos; y dos millones ochocientas mil de nuestra población
rural y suburbana carecen de luz eléctrica. Aquí ocurre lo mismo: si el Estado
se propone rebajar los alquileres, los propietarios amenazan con paralizar
todas las construcciones; si el Estado se abstiene, construyen mientras pueden
percibir un tipo elevado de renta, después no colocan una piedra más aunque el
resto de la población viva a la intemperie. Otro tanto hace el monopolio
eléctrico: extiende las líneas hasta el punto donde pueda percibir una utilidad
satisfactoria, a partir de allí no le importa que las personas vivan en las
tinieblas por el resto de sus días. El Estado se cruza de brazos y el pueblo
sigue sin casas y sin luz. Nuestro sistema de enseñanza se complementa
perfectamente con todo lo anterior: ¿Es un campo donde el guajiro no es dueño
de la tierra para qué se quieren escuelas agrícolas? ¿En una ciudad donde no
hay industrias para qué se quieren escuelas técnicas o industriales? Todo está
dentro de la misma lógica absurda: no hay ni una cosa ni otra. En cualquier
pequeño país de Europa existen más de doscientas escuelas técnicas y de artes
industriales; en Cuba, no pasan de seis y los muchachos salen con sus títulos
sin tener dónde emplearse. A las escuelitas públicas del campo asisten
descalzos, semidesnudos y desnutridos, menos de la mitad de los niños en edad
escolar y muchas veces el maestro quien tiene que adquirir con su propio sueldo
el material necesario. ¿Es así como puede hacerse una patria grande? De tanta
miseria sólo es posible liberarse con la muerte; y a eso sí los ayuda el
Estado: a morir. El noventa por ciento de los niños del campo está devorado por
parásitos que se les filtran desde la tierra por las uñas de los pies
descalzos. La sociedad se conmueve ante la noticia del secuestro o el asesinato
de una criatura, pero permanece criminalmente indiferente ante el asesinato en
masa que se comete con tantos miles y miles de niños que mueren todos los años
por falta de recursos, agonizando entre los estertores del dolor, y cuyos ojos
inocentes, ya en ellos el brillo de la muerte, parecen mirar hacia lo infinito
como pidiendo perdón para el egoísmo humano y que no caiga sobre los hombres la
maldición de Dios. Y cuando un padre de familia trabaja cuatro meses la año,
¿con qué puede comprar ropas y medicinas a sus hijos? Crecerán raquíticos, a
los treinta años no tendrán una pieza sana en la boca, habrán oído diez
millones de discursos, y morirán al fin de miseria y decepción. El acceso a los
hospitales del Estado, siempre repletos, sólo es posible mediante la
recomendación de un magnate político que le exigirá al desdichado su voto y el
de toda su familia para que Cuba siga siempre igual o peor. Con tales
antecedentes, ¿cómo no explicarse que desde el mes de mayo al de diciembre un
millón de personas se encuentren sin trabajo y que Cuba, con una población de
cinco millones y medio de habitantes, tenga actualmente más desocupados que
Francia e Italia con una población de más de cuarenta millones cada una? Cuando
vosotros juzgáis a un acusado por robo, señores magistrados, no le preguntáis
cuánto tiempo lleva sin trabajo, cuántos hijos tiene, qué días de la semana
comió y qué días no comió, no os preocupáis en absoluto por las condiciones
sociales del medio donde vive: lo enviáis a la cárcel sin más contemplaciones.
Allí no van los ricos que queman almacenes y tiendas para cobrar las pólizas de
seguro, aunque se quemen también algunos seres humanos, porque tienen dinero de
sobra para pagar abogados y sobornar magistrados. Enviáis a la cárcel al
infeliz que roba por hambre, pero ninguno de los cientos de ladrones que han
robado millones al Estado durmió nunca una noche tras las rejas: cenáis con
ellos a fin de año en algún lugar aristocrático y tienen vuestro respeto. En
Cuba, cuando un funcionario se hace millonario de la noche a la mañana y entra
en la cofradía de los ricos, puede ser recibido con las mismas palabras de
aquel opulento personaje de Balzac, Taillefer, cuando brindó por el joven que
acababa de heredar una inmensa fortuna: "¡Señores, bebamos al poder del
oro! El señor Valentín, seis veces millonario, actualmente acaba de ascender al
trono. Es rey, lo puede todo, está por encima de todo, como sucede a todos los
ricos. En lo sucesivo la igualdad ante la ley, consignada al frente de la
Constitución, será un mito para él, no estará sometido a las leyes, sino que
las leyes se le someterá. Para los millonarios no existen tribunales ni
sanciones." El porvenir de la nación y la solución de sus problemas no
pueden seguir dependiendo del interés egoísta de una docena de financieros, de
los fríos cálculos sobre ganancias que tracen en sus despachos de aire
acondicionado diez o doce magnates. El país no puede seguir de rodillas
implorando los milagros de unos cuantos becerros de oro que, como aquél del
Antiguo Testamento que derribó la ira del profeta, no hacen milagros de ninguna
clase. Los problemas de la República sólo tienen solución si nos dedicamos a
luchar por ella con la misma energía, honradez y patriotismo que invirtieron
nuestros libertadores en crearla. Y no es con estadistas al estilo de Carlos
Saladrigas, cuyo estadismo consiste en dejarlo todo tal cual está y pasarse la
vida farfullando sandeces sobre la "libertad absoluta de empresa",
"garantías al capital de inversión" y la "ley de la oferta y la
demanda", como habrán de resolverse tales problemas. En un palacete de la
Quinta Avenida, estos ministros pueden charlar alegremente hasta que no quede
ya ni el polvo de los huesos de los que hoy reclaman soluciones urgentes. Y en
el mundo actual ningún problema social se resuelve por generación espontánea.
Un gobierno revolucionario con el respaldo del pueblo y el respeto de la nación
después de limpiar las instituciones de funcionarios venales y corrompidos,
procedería inmediatamente a industrializar el país, movilizando todo el capital
inactivo que pasa actualmente de mil quinientos millones a través del Banco
Nacional y el Banco de Fomento Agrícola e Industrial y sometiendo la magna
tarea al estudio, dirección, planificación y realización por técnicos y hombres
de absoluta competencia, ajenos por completo a los manejos de la política. Un
gobierno revolucionario, después de asentar sobre sus parcelas con carácter de
dueños a los cien mil agricultores pequeños que hoy pagan rentas, procedería a
concluir definitivamente el problema de la tierra, primero: estableciendo como
ordena la Constitución un máximo de extensión para cada tipo de empresa
agrícola y adquiriendo el exceso por vía de expropiación, reivindicando las
tierras usurpadas al Estado, desecando marismas y terrenos pantanosos,
plantando enormes viveros y reservando zonas para la repoblación forestal;
segundo: repartiendo el resto disponible entre familias campesinas con
preferencia a las más numerosas, fomentando cooperativas de agricultores para
la utilización común de equipos de mucho costo, frigoríficos y una misma
dirección profesional técnica en el cultivo y la crianza y facilitando, por
último, recursos, equipos, protección y conocimientos útiles al campesinado. Un
gobierno revolucionario resolvería el problema de la vivienda rebajando
resueltamente el cincuenta por ciento de los alquileres, eximiendo de toda
contribución a las casas habitadas por sus propios dueños, triplicando los
impuestos sobre las casas alquiladas, demoliendo las infernales cuarterías para
levantar en su lugar edificios modernos de muchas plantas y financiando la
construcción de viviendas en toda la Isla en escala nunca vista, bajo el
criterio de que si lo ideal en el campo es que cada familia posea su propia
parcela, lo ideal en la ciudad es que cada familia viva en su propia casa o
apartamento. Hay piedra suficiente y brazos de sobra para hacerle a cada
familia cubana una vivienda decorosa. Pero si seguimos esperando por los
milagros del becerro de oro, pasarán mil años y el problema estará igual. Por
otra parte, las posibilidades de llevar corriente eléctrica hasta el último
rincón de la Isla son hoy mayores que nunca, por cuanto es ya una realidad la
aplicación de la energía nuclear a esa rama de la industria, lo cual abaratará
enormemente su costo de producción. Con estas tres iniciativas y reformas el
problema del desempleo desaparecería automáticamente y la profilaxis y al lucha
contra las enfermedades sería tarea mucho más fácil. Finalmente, un gobierno
revolucionario procedería a la reforma integral de nuestra enseñanza,
poniéndola a tono con las iniciativas anteriores, para preparar debidamente a
las generaciones que están llamadas a vivir en una patria más feliz. No se
olviden las palabras del Apóstol: "Se está cometiendo en [...] América
Latina un error gravísimo: en pueblos que viven casi por completo de los
productos del campo, se educa exclusivamente para la vida urbana y no se les
prepara para la vida campesina." "El pueblo más feliz es el que tenga
mejor educados a sus hijos, en la instrucción del pensamiento y en la dirección
de los sentimientos." "Un pueblo instruido será siempre fuerte y
libre." Pero el alma de la enseñanza es el maestro, y a los educadores en
Cuba se les paga miserablemente; no hay, sin embargo, ser más enamorado de su
vocación que el maestro cubano. ¿Quién no aprendió sus primeras letras en una
escuelita pública? Basta ya de estar pagando con limosnas a los hombres y
mujeres que tienen en sus manos la misión más sagrada del mundo de hoy y del
mañana, que es enseñar. Ningún maestro debe ganar menos de doscientos pesos,
como ningún profesor de segunda enseñanza debe ganar menos de trescientos
cincuenta, si queremos que se dediquen enteramente a su elevada misión, si
tener que vivir asediados por toda clase de mezquinas privaciones. Debe
concedérseles además a los maestros que desempeñan su función en el campo, el
uso gratuito de los medios de transporte; y a todos, cada cinco años por lo
menos, un receso en sus tareas de seis meses con sueldo, para que puedan
asistir a cursos especiales en el país o en el extranjero, poniéndose al día en
los últimos conocimientos pedagógicos y mejorando constantemente sus programas
y sistemas. ¿De dónde sacar el dinero necesario? Cuando no se lo roben, cuando
no haya funcionarios venales que se dejen sobornar por las grandes empresas con
detrimento del fisco, cuando los inmensos recursos de la nación estén
movilizados y se dejen de comprar tanques, bombarderos y cañones en este país
sin fronteras, sólo para guerrear contra el pueblo, y se le quiera educar en
vez de matar, entonces habrá dinero de sobra. Cuba podría albergar
espléndidamente una población tres veces mayor; no hay razón, pues, para que
exista miseria entre sus actuales habitantes. Los mercados debieran estar
abarrotados de productos; las despensas de las casas debieran estar llenas;
todos los brazos podrían estar produciendo laboriosamente. No, eso no es
inconcebible. Lo inconcebible es que haya hombres que se acuesten con hambre
mientras quede una pulgada de tierra sin sembrar; lo inconcebible es que haya
niños que mueran sin asistencia médica, lo inconcebible es que el treinta por
ciento de nuestros campesinos no sepan firmar, y el noventa y nueve por ciento
no sepa de historia de Cuba; lo inconcebible es que la mayoría de las familias
de nuestros campos estén viviendo en peores condiciones que los indios que
encontró Colón al descubrir la tierra más hermosa que ojos humanos vieron. A
los que me llaman por esto soñador, les digo como Martí: "El verdadero
hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber; y ése
es [...] el único hombre práctico cuyo sueño de hoy será la ley de mañana,
porque el que haya puesto los ojos en las entrañas universales y visto hervir
los pueblos, llameantes y ensangrentados, en la artesa de los siglos, sabe que
el porvenir, sin una sola excepción, está del lado del deber." Únicamente
inspirados en tan elevados propósitos, es posible concebir el heroísmo de los
que cayeron en Santiago de Cuba. Los escasos medios materiales con que hubimos
de contar, impidieron el éxito seguro. A los soldados les dijeron que Prío nos
había dado un millón de pesos; querían desvirtuar el hecho más grave para
ellos: que nuestro movimiento no tenía relación alguna con el pasado, que era
una nueva generación cubana con sus propias ideas, la que se erguía contra la
tiranía, de jóvenes que no tenían apenas siete años cuando Batista comenzó a
cometer sus primeros crímenes en el año 34. La mentira del millón no podía ser
más absurda: si con menos de veinte mil pesos armamos cientos sesenta y cinco
hombres y atacamos un regimiento y un escuadrón, con un millón de pesos
hubiéramos podido armar ocho mil hombres, atacar cincuenta regimientos,
cincuenta escuadrones, y Ugalde Carrillo no se habría enterado hasta el domingo
26 de julio a las 5_15 de la mañana. Sépase que por cada uno que vino a
combatir, se quedaron veinte perfectamente entrenados que no vinieron porque no
había armas. Esos hombres desfilaron por las calles de La Habana con la
manifestación estudiantil en el Centenario de Martí y llenaban seis cuadras en
masa compacta. Doscientos más que hubieran podido venir o veinte granadas de
mano en nuestro poder, y tal vez le habríamos ahorrado a este honorable
tribunal tantas molestias. Los políticos se gastan en sus campañas millones de
pesos sobornando conciencias, y un puñado de cubanos que quisieron salvar el honor
de la patria tuvo que venir a afrontar la muerte con las manos vacías por falta
de recursos. Eso explica que al país lo hayan gobernado hasta ahora, no hombres
generosos y abnegados, sino el bajo mundo de la politiquería, el hampa de
nuestra vida pública. Con mayor orgullo que nunca digo que consecuentes con
nuestros principios, ningún político de ayer nos vi tocar a sus puertas
pidiendo un centavo, que nuestros medios se reunieron con ejemplos de
sacrificios que no tienen paralelo, como el de aquel joven, Elpidio Sosa, que
vendió su empleo y se me presentó un día con trescientos pesos "para la
causa"; Fernando Chenard, que vendió sus aparatos de su estudio
fotográfico, con el que se ganaba la vida; Pedro Marrero, que empeñó su sueldo
de muchos meses y fue preciso prohibirle que vendería también los muebles de su
casa; Oscar Alcalde, que vendió su laboratorio de productos farmacéuticos;
Jesús Montané, que entregó el dinero que había ahorrado durante más de cinco
años; y así por el estilo muchos más, despojándose cada cual de lo poco que
tenía. Hace falta tener una fe muy grande en su patria para proceder así, y
estos recuerdos de idealismo me llevaron directamente al más amargo capítulo de
esta defensa: el precio que les hizo pagar la tiranía por querer librar a Cuba
de la opresión y la injusticia. ¡Cadáveres amados los que un día Ensueños
fuisteis de la patria mía, Arrojad, arrojad sobre mi frente Polvo de vuestros
huesos carcomidos! ¡Tocad mi corazón con vuestras manos! ¡Gemid a mis oídos!
¡Cada uno ha de ser de mis gemidos Lágrimas de uno más de los tiranos! ¡Andad a
mi rencor; vagad en tanto Que mi ser vuestro espíritu recibe Y dadme de las
tumbas el espanto, Que es poco ya para llorar el llanto Cuando en infame
esclavitud se vive! Multiplicad por diez el crimen del 27 de noviembre de 1871
y tendréis los crímenes monstruosos y repugnantes del 26, 27, 28 y 29 de julio
de 1953 en Oriente. Los hechos están recientes todavía, pero cuando los años
pasen y el cielo de la patria se despeje, cuando los ánimos exaltados se
aquieten y el miedo no turbe los espíritus, se empezará a ver en toda su
espantosa realidad la magnitud de la masacre, y las generaciones venideras
volverán aterrorizadas los ojos hacia este acto de barbarie sin precedentes en
nuestra historia. Pero no quiero que la ira me ciegue, porque necesito toda la
claridad de mi mente y la serenidad del corazón destrozado para exponer los
hechos tal como ocurrieron, con toda sencillez, antes que exagerar el
dramatismo, porque siento vergüenza, como cubano, que unos hombres sin
entrañas, con sus crímenes incalificables, hayan deshonrado nuestra patria ante
el mundo. No fue nunca el tirano Batista un hombre de escrúpulos que vacilara
antes de decir al pueblo la más fantástica mentira. Cuando quiso justificar el
traidor cuartelazo del 10 de marzo, inventó un supuesto golpe militar que
habría de ocurrir en el mes de abril y que "él quiso evitar para que no
fuera sumida en sangre la república", historieta ridícula que no creyó
nadie; y cuando quiso sumir en sangre la república y ahogar en el terror, la
tortura y el crimen la justa rebeldía de una juventud que no quiso ser esclava
suya, inventó entonces mentiras más fantásticas todavía. ¡Qué poco respeto se
le tiene a un pueblo, cuando se le trata de engañar tan miserablemente! El
mismo día que fui detenido, yo asumí públicamente la responsabilidad del
movimiento armado del 26 de julio, y si una sola de las cosas que dijo el
dictador contra nuestros combatientes en su discurso del 27 de julio hubiese
sido cierta, bastaría para haberme quitado la fuerza moral en el proceso. Sin
embargo, ¿por qué no se me llevó al juicio? ¿Por qué falsificaron certificados
médicos? ¿Por qué se violaron todas las leyes del procedimiento y se
descartaron escandalosamente todas las órdenes del tribunal? ¿Por qué se
hicieron cosas nunca vistas en ningún proceso público a fin de evitar a toda
costa mi comparecencia? Yo en cambio hice lo indecible por estar presente,
reclamando del tribunal que se me llevase al juicio en cumplimiento estricto de
las leyes, denunciando las maniobras estricto de las leyes, denunciando para
impedirlo; quería discutir con ellos frente a frente y cara a cara. Ellos no
quisieron: ¿Quién temía la verdad y quién no la temía? Las cosas que afirmó el
dictador desde el polígono del campamento de Columbia, serían dignas de risa si
no estuviesen tan empapadas de sangre. Dijo que los atacantes eran un grupo de
mercenarios entre los cuales había numerosos extranjeros; dijo que la parte
principal del plan era un atentado contra él —él, siempre él—, como si los
hombres que atacaron el baluarte del Moncada no hubieran podido matarlo a él y
a veinte como él, de haber estado conformes con semejantes métodos; dijo que el
ataque había sido fraguado por el ex presidente Prío y con dinero suyo, y se ha
comprobado ya hasta la saciedad la ausencia absoluta de toda relación entre
este movimiento y el régimen pasado; dijo que estábamos armados de
ametralladoras y granadas de mano, y aquí los técnicos del Ejército han
declarado que sólo teníamos una ametralladora degollado a la posta, y ahí han
aparecido en el sumario los certificados de defunción y los certificados
médicos correspondientes a todos los soldados muertos o heridos, de donde
resulta que ninguno presentaba lesiones de arma blanca. Pero sobre todo, lo más
importante, dijo que habíamos acuchillado a los enfermos del Hospital Militar,
y los médicos de ese mismo hospital, ¡nada menos que los médicos del Ejército!,
han declarado en el juicio que ese edificio nunca estuvo ocupado por nosotros,
que ningún enfermo fue muerto o herido y que sólo hubo allí una baja,
correspondiente a un empleado sanitario que se asomó imprudentemente por una
ventana. Cuando un jefe de Estado o quien pretende serlo hace declaraciones al
país, no habla por hablar: alberga siempre algún propósito, persigue siempre un
efecto, lo anima siempre una intención. Si ya nosotros habíamos sido
militarmente vencidos, si ya no significábamos un peligro real para la
dictadura, ¿por qué se nos calumniaba de ese modo? Si no está claro que era un
discurso sangriento, si no es evidente que se pretendía justificar los crímenes
que se estaban cometiendo desde la noche anterior y que se irían a cometer
después, que hablen por mí los números: el 27 de julio, en su discurso desde el
polígono militar, Batista dijo que los atacantes habíamos tenido treinta y dos
muertos; al finalizar la semana los muertos ascendían a más de ochenta. ¿En qué
batallas, en qué lugares, en qué combates murieron esos jóvenes? Antes de
hablar Batista se habían asesinado más de veinticinco prisioneros; después que
habló Batista se asesinaron cincuenta. ¡Qué sentido del honor tan grande el de
esos militares modestos, técnicos y profesionales del Ejército, que al
comparecer ante el tribunal no desfiguraron los hechos y emitieron sus informes
ajustándose a la estricta verdad! ¡Ésos sí son militares que honran el
uniforme, ésos sí son hombres! Ni el militar verdadero ni el verdadero hombre
es capaz fe manchar su vida con la mentira o el crimen. Yo sé que están terriblemente
indignados con los bárbaros asesinatos que se cometieron, yo sé que sienten con
repugnancia y vergüenza el olor a sangre homicida que impregna hasta la última
piedra del cuartel Moncada. Emplazo al dictador a que repita ahora, si puede,
sus ruines calumnias por encima del testimonio de esos honorables militares, lo
emplazo a que justifique ante el pueblo de Cuba su discurso del 27 de julio,
¡que no se calle, que hable!, que digan quiénes son los asesinos, los
despiadados, los inhumanos, que diga si la Cruz de Honor que fue a ponerles en
el pecho a los héroes de la masacre era para premiar los crímenes repugnantes
que se cometieron; que asuma desde ahora la responsabilidad ante la historia y
no pretenda decir después que fueron los soldados sin órdenes suyas, que
explique a la nación los setenta asesinatos; ¡fue mucha la sangre! La nación
necesita una explicación, la nación lo demanda, la nación lo exige. Se sabía
que en 1933, al finalizar el combate del hotel Nacional, algunos oficiales
fueron asesinados después de rendirse, lo cual motivó una enérgica protesta de
la revista Bohemia; se sabía también que después de capitulado el fuerte de
Atarés las ametralladoras de los sitiadores barrieron una fila de prisioneros y
que un soldado, preguntando quién era Blas Hernández, lo asesinó disparándole
un tiro en pleno rostro, soldado que en premio de su cobarde acción fue
ascendido a oficial. Era conocido que el asesinato de prisioneros está
fatalmente unido en la historia de Cuba al nombre de Batista. ¡Torpe ingenuidad
nuestra que no lo comprendimos claramente! Sin embargo, en aquellas ocasiones
los hechos ocurrieron en cuestión de minutos, no más que lo de una ráfaga de
ametralladoras cuando los ánimos estaban todavía exaltados, aunque nunca tendrá
justificación semejante proceder. No fue así en Santiago de Cuba. Aquí todas
las formas de crueldad, ensañamiento y barbarie fueron sobrepasadas. No se mató
durante un minuto, una hora o un día entero, sino que en una semana completa,
los golpes, las torturas, los lanzamientos de azotea y los disparos no cesaron
un instante como instrumentos de exterminio manejados por artesanos perfectos
del crimen. El cuartel Moncada se convirtió en un taller de tortura y de
muerte, y unos hombres indignos convirtieron el uniforme militar en delantales
de carniceros. Los muros se salpicaron de sangre; en las paredes las balas
quedaron incrustadas con fragmentos de piel, sesos y cabellos humanos,
chamusqueados por los disparos a boca de jarro, y el césped se cubrió de oscura
y pegajosa sangre. Las manos criminales que rigen los destinos de Cuba habían
escrito para los prisioneros a la entrada de aquel antro de muerte, la
inscripción del infierno: "Dejad toda esperanza." No cubrieron ni
siquiera las apariencias, no se preocuparon lo más mínimo por disimular lo que
estaban haciendo: creían haber engañado al pueblo con sus mentiras y ellos
mismos terminaron engañándose. Se sintieron amos y señores del universo, dueños
absolutos de la vida y la muerte humana. Así, el susto de la madrugada lo
disiparon en un festín de cadáveres, en una verdadera borrachera de sangre. Las
crónicas de nuestra historia, que arrancan cuatro siglos y medio atrás, nos
cuentan muchos hechos de crueldad, desde las matanzas de indios indefensos, las
atrocidades de los piratas que asolaban las costas, las barbaridades de los
guerrilleros en la lucha de la independencia, los fusilamientos de prisioneros
cubanos por el ejército de Weyler, los horrores del machadato, hasta los
crímenes de marzo del 35; pero con ninguno se escribió una página sangrienta
tan triste y sombría, por el número de víctimas y por la crueldad de sus
victimarios, como en Santiago de Cuba. Sólo un hombre en todos esos siglos ha
manchado de sangre dos épocas distintas de nuestra existencia histórica y ha
clavado sus garras en la carne de dos generaciones de cubanos. Y para derramar
este río de sangre sin precedentes esperó que estuviésemos en el Centenario del
Apóstol y acabada de cumplir cincuenta años la república que tantas vidas costó
para la libertad, porque pesa sobre un hombre que había gobernado ya como amo
durante once largos años este pueblo que por tradición y sentimiento ama la
libertad y repudie el crimen con toda su alma, un hombre que no ha sido,
además, ni leal, ni sincero, ni honrado, ni caballero un solo minuto de su vida
pública. No fue suficiente la traición de enero de 1934, los crímenes de marzo
de 1935, y los cuarenta millones de fortuna que coronaron la primera etapa; era
necesaria la traición de marzo de 1952, los crímenes de julio de 1953 y los
millones que sólo el tiempo dirá. Dante dividió su infierno en nueve círculos:
puso en el séptimo a los criminales, puso en el octavo a los ladrones y puso en
el noveno a los traidores. ¡Duro dilema el que tendrían los demonios para buscar
un sitio adecuado al alma de este hombre... si este hombre tuviera alma! Quien
alentó los hechos atroces de Santiago de Cuba, no tiene entrañas siquiera.
Conozco muchos detalles de la forma en que se realizaron esos crímenes por boca
de algunos militares que,. llenos de vergüenza, me refirieron las escenas de
que habían sido testigos. Terminado el combate se lanzaron como fieras
enfurecidas sobre la ciudad de Santiago de Cuba y contra la población indefensa
saciaron las primeras iras. En plena calle y muy lejos del lugar donde fue la
lucha le atravesaron el pecho de un balazo a un niño inocente que jugaba junto
a la puerta de su casa, y cuando el padre se acercó para recogerlo, le
atravesaron la frente con oro balazo. Al "Niño" Cala, que iba para su
casa con un cartucho de pan en las manos, lo balacearon sin mediar palabra.
Sería interminable referir los crímenes y atropellos que se cometieron contra
la población civil. Y si de esta forma actuaron con los que no habían
participado en la acción, ya puede suponerse la horrible suerte que corrieron
los prisioneros participantes o que ellos creían que habían participado: porque
así como en esta causa involucraron a muchas personas ajenas por completo a los
hechos, así también mataron a muchos de los prisioneros detenidos que no tenían
nada que ver con el ataque; éstos no están incluidos en las cifras de víctimas
que han dado, las cuales se refieren exclusivamente a los hombres nuestros.
Algún día se sabrá el número total de inmolados. El primer prisionero asesinado
fue nuestro médico, el doctor Mario Muñoz, que no llevaba armas ni uniforme y
vestía su bata de galeno, un hombre generoso y competente que hubiera atendido
con la misma devoción tanto al adversario como al amigo herido. En el camino
del Hospital Civil al cuartel le dieron un tiro por la espalda y allí lo
dejaron tendido boca abajo en un charco de sangre. Pero la matanza en masa de
prisioneros no comenzó hasta pasadas las 3:00 de la tarde. Hasta esa hora
esperaron órdenes. Llegó entonces de La Habana el general Martín Díaz Tamayo,
quien trajo instrucciones concretas salidas de una reunión donde se encontraban
Batista, el jefe del Ejército, el jefe del SIM, el propio Díaz Tamayo y oros.
Dijo que "era una vergüenza y un deshonor para el Ejército haber tenido en
el combate tres veces más bajas que los atacantes y que había que matar diez
prisioneros por cada soldado muerto". ¡Ésta fue la orden!. En todo grupo
humano hay hombres que bajos instintos, criminales natos, bestias portadoras de
todos los atavismos ancestrales revestidas de forma humana, monstruos
refrenados por la disciplina y el hábito social, pero que si se les da a beber
sangre en un río no cesarán hasta que los haya secado. Lo que estos hombres
necesitan precisamente era esa orden. En sus manos precio lo mejor de Cuba: lo
más valiente, lo más honrado, lo más idealista. El tirano los llamó
mercenarios, y allí estaban ellos muriendo como héroes en manos de hombres que
cobran un sueldo de la República y que con las armas que ella les entregó para
que la defendieran sirven los intereses de una pandilla y asesinan a los
mejores ciudadanos. En medio de las torturas les ofrecían la vida si
traicionando su posición ideológica se prestaban a declarar falsamente que Prío
les había dado el dinero, y como ellos rechazaban indignados la proposición,
continuaban torturándolos horriblemente. Les trituraron los testículos y les
arrancaron los ojos, pero ninguno claudicó, ni se oyó un lamento ni una
súplica: aun cuando los habían privado de sus órganos viriles, seguían siendo
mil veces más hombres que todos sus verdugos juntos. Las fotografías no mientan
y esos cadáveres aparecen destrozados. Ensayaron otros medios; no podían con el
valor de los hombres y probaron el valor de las mujeres. Con un ojo humano
ensangrentado en las manos se presentaron un sargento y varios hombres en el
calabozo donde se encontraban las compañeras Melba Hernández y Haydée
Santamaría, y dirigiéndose a la última mostrándole el ojo, le dijeron:
"Este es de tu hermano, si tú no dices lo que no quiso decir, le
arrancaremos el otro." Ella, que quería a su valiente hermano por encima
de todas las cosas, les contestó llena de dignidad: "Si ustedes le
arrancaron un ojo y él no lo dijo, mucho menos lo diré yo." Más tarde
volvieron y las quemaron en los brazos con colillas encendidas, hasta que por
último, llenos de despecho, le dijeron nuevamente a la joven Haydée Santamaría:
"Ya no tienes novio porque te lo hemos matado también." Y ella les
contestó imperturbable otra vez: "Él no está muerto, porque morir por la
patria es vivir." Nunca fue puesto en un lugar tan alto de heroísmo y
dignidad el nombre de la mujer cubana. No respetaron ni siquiera a los heridos
en el combate que estaban recluidos en distintos hospitales de la ciudad,
adonde los fueron a buscar como buitres que siguen la presa. En el Centro
Gallego penetraron hasta el salón de operaciones en el instante mismo que
recibían transfusión de sangre dos heridos graves; los arrancaron de las mesas
y como no podían estar en pie, los llevaron arrastrando hasta la planta baja
donde llegaron cadáveres. No pudieron hacer lo mismo en la Colonia Española,
donde estaban recluidos los compañeros Gustavo Arcos y José Ponce, porque se
los impidió valientemente el doctor Posada diciéndoles que tendrían que pasar
sobre su cadáver. A Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fidel Labrador les
inyectaron aire y alcanfor en las venas para matarlos en el Hospital Militar.
Deben sus vidas al capitán Tamayo, médico del Ejército y verdadero militar de
honor, que a punta de pistola se los arrebató a los verdugos y los trasladó al
Hospital Civil. Estos cinco jóvenes fueron los únicos heridos que pudieron
sobrevivir. Por las madrugadas eran sacados del campamento grupos de hombres y
trasladados en automóviles a Siboney, La Maya, Songo y otros lugares, donde se
les bajaba atados y amordazados, ya deformados por las torturas, para matarlos
en parajes solitarios. Después los hacían constar como muertos en combate con
el Ejército. Esto lo hicieron durante varios días y muy pocos prisioneros de
los que iban siendo detenidos sobrevivieron. A muchos los obligaron antes a
cavar su propia sepultura. Uno de los jóvenes, cuando realizaba aquella
operación, se volvió y marcó en el rostro con la pica a uno de los asesinos. A
otros, inclusive, los enterraron vivos con las manos atadas a la espalda.
Muchos lugares solitarios sirven de cementerio a los valientes. Solamente en el
campo de tiro del Ejército hay cinco enterrados. Algún día serán desenterrados
y llevados en hombros del pueblo hasta el monumento que, junto a la tumba de
Martí, la patria libre habrá de levantarles a los "Mártires del
Centenario". El último joven que asesinaron en la zona de Santiago de Cuba
fue Marcos Martí. Lo habían detenido en una cueva en Siboney el jueves 30 por
la mañana junto con el compañero Ciro Redondo. Cuando los llevaban caminando
por la carretera con los brazos en alto, le dispararon al primero un tiro por
la espalda y ya en el suelo lo remataron con varias descargas más. Al segundo
lo condujeron hasta el campamento; cuando lo vio el comandante Pérez Chaumont
exclamó: "¡Y a éste para qué me lo han traído!" El tribunal pudo
escuchar la narración del hecho por boca de este joven que sobrevivió gracias a
lo que Pérez Chaumont llamó "una estupidez de los soldados". La
consigna era general en toda la provincia. Diez días después del 26, un
periódico de esta ciudad publicó la noticia de que, en la carretera de
Manzanillo a Bayamo, habían aparecido dos jóvenes ahorcados. Más tarde se supo
que eran los cadáveres de Hugo Camejo y Pedro Véliz. Allí también ocurrió algo
extraordinario; las víctimas eran tres; los habían sacado del cuartel de
Manzanillo a las 2:00 de la madrugada; en un punto de la carretera los bajaron
y después de golpearlos hasta hacerles perder el sentido, los estrangularon con
una soga. Pero cuando ya los habían dejado por muertos, uno de ellos, Andrés
García, recobró el sentido, buscó refugio en casa de un campesino y gracias a
ello también el tribunal pudo conocer con todo lujo de detalles el crimen. Este
joven fue el único sobreviviente de todos los prisioneros que se hicieron en la
zona de Bayamo. Cerca del río Cauto, en un lugar conocido por Barrancas, yacen
en el fondo de un pozo ciego los cadáveres de Raúl de Aguiar, Armando Valle y
Andrés Valdés, asesinados a medianoche en el camino de Alto Cedro a Palma
Soriano por el sargento Montes de Oca, jefe de puesto del cuartel de Miranda,
el cabo Maceo y el teniente jefe de Alto Cedro, donde aquéllos fueron
detenidos. En los anales del crimen merece mención de honor el sargento Eulalio
González, del cuartel Moncada, apodado "El Tigre". Este hombre no
tenía después el menor empacho para jactarse de sus tristes hazañas. Fue él
quien con sus propias manos asesinó a nuestro compañero Abel Santamaría. Pero
no estaba satisfecho. Un día en que volvía de la prisión de Boniato, en cuyos
patios sostiene una cría de gallos finos, montó el mismo ómnibus donde viajaba
la madre de Abel. Cuando aquel monstruo comprendió de quien se trataba, comenzó
a referir en alta voz sus proezas y dijo bien alto para que lo oyera la señora
vestida de luto: "Pues yo sí saqué muchos ojos y pienso seguirlos
sacando." Los sollozos de aquella madre ante la afrenta cobarde que le
infería el propio asesino de su hijo, expresan mejor que ninguna palabra el
oprobio moral sin precedentes que está sufriendo nuestra patria. A esas mismas
madres, cuando iban al cuartel Moncada preguntando por sus hijos, con cinismo
inaudito les contestaban: "¡Cómo no, señora!; vaya a verlo al hotel Santa
Ifigenia donde se lo hemos hospedado." ¡O Cuba no es Cuba, o los
responsables de estos hechos tendrán que sufrir un escarmiento terrible!
Hombres desalmados que insultaban groseramente al pueblo cuando se quitaban los
sombreros al paso de los cadáveres de los revolucionarios. Tantas fueron las
víctimas que todavía el gobierno no se ha atrevido a dar las listas completas,
saben que las cifras no guardan proporción alguna. Ellos tienen los nombres de
todos los muertos porque antes de asesinar a los prisioneros les tomaban las
generales. Todo ese largo trámite de identificación a través del Gabinete
Nacional fue pura pantomima; y hay familias que no saben todavía la suerte de
sus hijos. Si ya han pasado casi tres meses, ¿por qué no se dice la última
palabra? Quiero hacer constar que a los cadáveres se les registraron los
bolsillos buscando hasta el último centavo y se les despojó de las prendas
personales, anillos y relojes, que hoy están usando descaradamente los
asesinos. Gran parte de lo que acabo de referir ya lo sabíais vosotros, señores
magistrados, por las declaraciones de mis compañeros. Pero véase cómo no han
permitido venir a este juicio a muchos testigos comprometedores y que en cambio
asistieron a las sesiones del otro juicio. Faltaron, por ejemplo, todas las
enfermeras del Hospital Civil, pese a que están aquí al lado nuestro,
trabajando en el mismo edificio donde se celebra esta sesión; no las dejaron
comparecer para que no pudieran afirmar ante el tribunal, contestando a mis
preguntas, que aquí fueron detenidos veinte hombres vivos, además del doctor
Mario Muñoz. Ellos temían que el interrogatorio a los testigos yo pudiese hacer
deducir por escrito testimonios muy peligrosos. Pero vino el comandante Pérez
Chaumont y no pudo escapar. Lo que ocurrió con este héroe de batallas contra
hombres sin armas y maniatados, da idea de lo que hubiera pasado en el Palacio
de Justicia si no me hubiesen secuestrado del proceso. Le pregunté cuántos
hombres nuestros habían muerto en sus célebres combates de Siboney. Titubeó. Le
insistí, y me dijo por fin que veintiuno. Como yo sé que esos combates no
ocurrieron nunca, le pregunté cuántos heridos habíamos tenido. Me contestó que
ninguno: todos eran muertos. Por eso, asombrado, le repuse que si el Ejército
estaba usando armas atómicas. Claro que donde hay asesinados a boca de jarro no
hay heridos. Le pregunté después cuántas bajas había tenido el Ejército. Me
contestó que dos heridos. Le pregunté por último que si alguno de esos heridos
había muerto, y me dijo que no. Esperé. Desfilaron más tarde todos los heridos
del Ejército y resultó que ninguno lo había sido en Siboney. Ese mismo
comandante Pérez Chaumont, que apenas se ruborizaba de haber asesinado veintiún
jóvenes indefensos, ha construido en la playa de Ciudamar un palacio que vale más
de cien mil pesos. Sus ahorritos en sólo unos meses de marzato. ¡Y si eso ha
ahorrado el comandante, cuánto habrán ahorrado los generales!. Señores
magistrados: ¿Dónde están nuestros compañeros detenidos los días 26, 27, 28 y
29 de julio, que se sabe pasaban de sesenta en la zona de Santiago de Cuba?
solamente tres y las dos muchachas han comparecido, los demás sancionados
fueron todos detenidos más tarde. ¿Dónde están nuestros compañeros heridos?
Solamente cinco han aparecido: al resto lo asesinaron también. Las cifras son
irrebatibles. Por aquí, en cambio, han desfilado veinte militares que fueron
prisioneros nuestros y que según sus propias palabras no recibieron ni una
ofensa. Por aquí han desfilado treinta heridos del Ejército, muchos de ellos en
combates callejeros, y ninguno fue rematado. Si el Ejército tuvo diecinueve
muertos y treinta heridos, ¿cómo es posible que nosotros hayamos tenido ochenta
muertos y cinco heridos? ¿Quién vio nunca combates de veintiún muertos y ningún
herido como los famosos de Pérez Chaumont? Ahí están las cifras de bajas en los
recios combates de la Columna Invasora en la guerra del 95, tanto aquellos en
que salieron victoriosas como en los que fueron vencidas las armas cubanas:
combate de Los Indios, en Las Villas: doce heridos, ningún muerto; combate de
Mal Tiempo: cuatro muertos, veintitrés heridos; combate de Calimete: dieciséis
muertos, sesenta y cuatro heridos; combate de La Palma: treinta y nueve
muertos, ochenta y ocho heridos; combate de Cacarajícara: cinco muertos, trece
heridos; combate del Descanso: cuatro muertos, cuarenta y cinco heridos;
combate de San Gabriel del Lombillo: dos muertos, dieciocho heridos... en todos
absolutamente el número de heridos es dos veces, tres veces y hasta diez veces
mayor que el de muertos. No existían entonces los modernos adelantos de la
ciencia médica que disminuyen la proporción de muertos. ¿Cómo puede explicarse
la fabulosa proporción de dieciséis muertos por un herido, si no es rematando a
éstos en los mismos hospitales y asesinando después a los indefensos
prisioneros? Estos números hablan sin réplica posible. "Es una vergüenza y
un deshonor para el Ejército haber tenido en el combate tres veces más bajas
que los atacantes; hay que matar diez prisioneros por cada soldado muerto..."
Ése es el concepto que tienen del honor los cabos furrieles ascendidos a
generales del 10 de marzo, y ése es el honor que le quieren imponer al Ejército
nacional. Honor falso, honor fingido, honor de apariencia que se basa en la
mentira, la hipocresía y el crimen; asesinos que amasan con sangre una careta
de honor. ¿Quién les dijo que morir peleando es un deshonor? ¿Quién les dijo
que el honor de un Ejército consiste en asesinar heridos y prisioneros de
guerra? En las guerras los ejércitos que asesinan a los prisioneros se han
ganado siempre el desprecio y la execración del mundo. Tamaña cobardía no tiene
justificación ni aun tratándose de enemigos de la patria invadiendo el
territorio nacional. Como escribió un libertador de la América del Sur, "ni
la más estricta obediencia militar puede cambiar la espada del soldado en
cuchilla de verdugo." El militar de honor no asesina al prisionero
indefenso después del combate, sino que lo respeta; no remata al herido, sino
que lo ayuda; impide el crimen y si no puede impedirlo hace como aquel capitán
español que al sentir los disparos con que fusilaban a los estudiantes quebró
indignado su espada y renunció a seguir sirviendo a aquel ejército. Los que
asesinaron a los prisioneros no se comportaron como dignos compañeros de los
que murieron. Yo vi muchos soldados combatir con magnífico valor, como aquéllos
de la patrulla que dispararon contra nosotros sus ametralladoras en un combate
casi cuerpo a cuerpo o aquel sargento que desafiando la muerte se apoderó de la
alarma para movilizar el campamento. Unos están vivos, me alegro; otros están
muertos; sólo siento que hombres valerosos caigan defendiendo una mala causa.
Cuando Cuba sea libre, debe respetar, amparar y ayudar también a las mujeres y
los hijos de los valientes que cayeron frente a nosotros. Ellos son inocentes
de las desgracias de Cuba, ellos son otras tantas víctimas de esta nefasta
situación. Pero el honor que ganaron los soldados para las armas murieron en
combate lo mancillaron los generales mandando asesinar prisioneros después del
combate. Hombres que se hicieron generales de la madrugada al amanecer sin
haber disparado un tiro, que compraron sus estrellas con alta traición a la
República, que mandan asesinar los prisioneros de un combate en que no participaron:
ésos son los generales del 10 de marzo, generales que no habrían servido ni
para arrear las mulas que cargaban la impedimenta del Ejército de Antonio
Maceo. Si el Ejército tuvo tres veces más bajas que nosotros fue porque
nuestros hombres estaban magníficamente entrenados, como ellos mismos dijeron,
y porque se habían tomado medidas tácticas adecuadas como ellos mismos
reconocieron. Si el Ejército no hizo un papel más brillante, si fue totalmente
sorprendido pese a los millones que se gasta el SIM en espionaje, si sus
granadas de mano no explotaron porque estaban viejas, se debe a que tiene
generales como Martín Díaz Tamayo y coroneles como Ugalde Carrillo y Alberto
del Río Chaviano. No fueron diecisiete traidores metidos en las filas del
Ejército como el 10 de marzo, sino ciento sesenta y cinco hombres que
atravesaron la Isla de un extrema a otro para afrontar la muerte a cara
descubierta. Si esos jefes hubieran tenido honor militar habrían renunciado a
sus cargos en vez de lavar su vergüenza y su incapacidad personal en la sangre
de los prisioneros. Matar prisioneros indefensos y después decir que fueron
muertos en combate, ésa es toda la capacidad militar de los generales del 10 de
marzo. Así actuaban en los años más crueles de nuestra guerra de independencia
los peores matones de Valeriano Weyler. Las Crónicas de la guerra nos narran el
siguiente pasaje: "El día 23 de febrero entró en Punta Brava el oficial
Baldomero Acosta con alguna caballería, al tiempo que, por el camino opuesto,
acudía un pelotón del regimiento Pizarro al mando de un sargento, allí conocido
por Barriguilla. Los insurrectos cambiaron algunos tiros con la gente de
Pizarro, y se retiraron por el camino que une a Punta Brava con el caserío de
Guatao. A los cincuenta hombres de Pizarro seguía una compañía de voluntarios
de Marianao y otra del cuerpo de Orden Público, al mando del capitán Calvo
[...] Siguieron marcha hacia Guatao, y al penetrar la vanguardia en el caserío
se inició la matanza contra el vecindario pacífico; asesinaron a doce
habitantes del lugar. [...] Con la mayor celeridad la columna que mandaba el
capitán Calvo, echó mano a todos os vecinos que corrían por el pueblo, y
amarrándolos fuertemente en calidad de prisioneros de guerra, los hizo marchar
para La Habana. [...] No saciados aún con los atropellos cometidos en las
afueras de Guatao, llevaron a remate otra bárbara ejecución que ocasionó la
muerte a uno de los presos y terribles heridas a los demás. El marqués de
Cervera, militar palatino y follón, comunicó a Weyler la costosísima victoria
obtenida por las armas españolas; pero el comandante Zugasti, hombre de
pundonor, denunció al gobierno lo sucedido, y calificó de asesinatos de vecinos
pacíficos las muertes perpetradas por el facineroso capitán Calvo y el sargento
Barriguilla. "La intervención de Weyler en este horrible suceso y su
alborozo al conocer los pormenores de la matanza, se descubre de un modo
palpable en el despacho oficial que dirigió al ministro de la Guerra a raíz de
la cruenta inmolación. "Pequeña columna organizada por comandante militar
Marianao con fuerzas de la guarnición, voluntarios y bomberos a las órdenes del
capitán Calvo de Orden público, batió, destrozándolas, partidas de Villanueva y
Baldomero Acosta cerca de Punta Brava (Guatao), causándoles veinte muertos, que
entregó, para su enterramiento al alcalde Guatao, haciéndoles quince
prisioneros, entre ellos un herido [...] y suponiendo llevan muchos heridos;
nosotros tuvimos un herido grave, varios leves y contusos. Weyler"."
¿En qué se diferencia este parte de guerra de Weyler de los partes del coronel
Chaviano dando cuenta de las victorias del comandante Pérez Chaumont? Sólo en
que Weyler comunicó veinte muertos y Chaviano comunicó veintiuno; Weyler
menciona un soldado herido en sus filas, Chaviano menciona dos; Weyler habla de
un herido y quince prisioneros en el campo enemigo, Chaviano no habla de
heridos ni prisioneros. Igual que admiré el valor de los soldados que supieron
morir, admiro y reconozco que muchos militares se portaron dignamente y no se
mancharon las manos en aquella orgía de sangre. No pocos prisioneros que
sobrevivieron les deben la vida a la actitud honorable de militares como el
teniente Sarría, el teniente Camps, el capitán Tamayo y otros que custodiaron
caballerosamente a los detenidos. Si hombres como ésos no hubiesen salvado en
parte el honor de las Fuerzas Armadas, hoy sería más honroso llevar arriba un
trapo de cocina que un uniforme. Para mis compañeros muertos no clamo venganza.
Como sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con las suyas todos los
criminales juntos. No es con sangre como pueden pagarse las vidas de los
jóvenes que mueren por el bien de un pueblo; la felicidad de ese pueblo es el
único precio digno que puede pagarse por ellas. Mis compañeros, además, no
están ni olvidados ni muertos; viven hoy más que nunca y sus matadores han de
ver aterrorizados cómo surge de sus cadáveres heroicos el espectro victorioso
de su ideas. Que hable por mí el Apóstol: "Hay un límite al llanto sobre
las sepulturas de los muertos, y es el amor infinito a la patria y a la gloria
que se jura sobre sus cuerpos, y que no teme ni se abata ni se debilita jamás;
porque los cuerpos de los mártires son el altar más hermoso de la honra."
[...] Cuando se muere En brazos de la patria agradecida, La muerte acaba, la
prisión se rompe; ¡Empieza, al fin, con el morir, la vida! Hasta aquí me he
concretado casi exclusivamente a los hechos. Como no olvido que estoy delante
de un tribunal de justicia que me juzga, demostraré ahora que únicamente de
nuestra parte está el derecho y que la sanción impuesta a mis compañeros y la
que se pretende imponerme no tiene justificación ante la razón, ante la
sociedad y ante la verdadera justicia. Quiero ser personalmente respetuoso con
los señores magistrados y os agradezco que no veáis en la rudeza de mis
verdades ninguna animadversión contra vosotros. Mis razonamientos van
encaminados sólo a demostrar lo falso y erróneo de la posición adoptada en la
presente situación por todo el Poder Judicial, del cual cada tribunal no es más
que una simple pieza obligada a marchar, hasta cierto punto, por el mismo
sendero que traza la máquina, sin que ellos justifique, desde luego, a ningún
hombre a actuar contra sus principios. Sé perfectamente que la máxima responsabilidad
le cabe a la alta oligarquía que sin un gesto digno se plegó servilmente a los
dictados del usurpador traicionando a la nación y renunciando a la
independencia del Poder Judicial. Excepciones honrosas han tratado de remendar
el maltrecho honor con votos particulares, pero el gesto de la exigua minoría
apenas ha trascendido, ahogado por actitudes de mayorías sumisas y ovejunas.
Este fatalismo, sin embargo, no me impedirá exponer la razón que me asiste. Si
el traerme ante este tribunal no es más que pura comedia para darle apariencia
de legalidad y justicia a lo arbitrario, estoy dispuesto a rasgar con mano
firme el velo infame que cubre tanta desvergüenza. Resulta curioso que los
mismos que me traen ante vosotros para que se me juzgue y condene no han
acatado una sola orden de este tribunal. Si este juicio, como habéis dicho, es
el más importante que se ha ventilado ante un tribunal desde que se instauró la
República, lo que yo diga aquí quizás se pierda en la conjura de silencio que
me ha querido imponer la dictadura, pero sobre lo que vosotros hagáis, la
posteridad volverá muchas veces los ojos. Pensad que ahora estáis juzgando a un
acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas,
cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro.
Entonces lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se haya
escuchado de mi boca, sino porque el problema de la justicia es eterno, y por
encima de las opiniones de los jurisconsultos y teóricos, el pueblo tiene de
ella un profundo sentido. Los pueblos poseen una lógica sencilla pero
implacable, reñida con todo lo absurdo y contradictorio, y si alguno, además,
aborrece con toda su alma el privilegio y la desigualdad, ése es el pueblo
cubano. Sabe que la justicia se representa con una doncella, una balanza y una
espada. Si la ve postrarse cobarde ante unos y blandir furiosamente el arma
sobre otros, se la imaginará entonces como una mujer prostituida esgrimiendo un
puñal. Mi lógica, es la lógica sencilla del pueblo. Os voy a referir una
historia. Había una vez una república. Tenía su Constitución, sus leyes, sus
libertades, Presidente, Congreso, tribunales; todo el mundo podría reunirse,
asociarse, hablar y escribir con entera libertad. El gobierno no satisfacía al
pueblo, pero el pueblo podía cambiarlo y ya sólo faltaban unos días para
hacerlo. Existía una opinión pública respetada y acatada y todos los problemas
de interés colectivo eran discutidos libremente. Había partidos políticos,
horas doctrinales de radio, programas polémicos de televisión, actos públicos,
y en el pueblo palpitaba el entusiasmo. Este pueblo había sufrido mucho y si no
era feliz, deseaba serlo y tenía derecho a ello. Lo habían engañado muchas
veces y miraba el pasado con verdadero terror. Creía ciegamente que éste no
podría volver; estaba orgulloso de su amor a la libertad y vivía engreído de
que ella sería respetada como cosa sagrada; sentía una noble confianza en la
seguridad de que nadie se atrevería a cometer el crimen de atentar contra sus instituciones
democráticas. Deseaba un cambio, una mejora, un avance, y lo veía cerca. Toda
su esperanza estaba en el futuro. ¡Pobre pueblo! Una mañana la ciudadanía se
despertó estremecida; a las sombras de la noche los espectros del pasado se
habían conjurado mientras ella dormía, y ahora la tenían agarrada por las
manos, por los pies y por el cuello. Aquellas garras eran conocidas, aquellas
fauces, aquellas guadañas de muerte, aquellas botas... No; no era una
pesadilla; se trataba de la triste y terrible realidad: un hombre llamado
Fulgencio Batista acababa de cometer el horrible crimen que nadie esperaba.
Ocurrió entonces que un humilde ciudadano de aquel pueblo, que quería creer en
las leyes de la República y en la integridad de sus magistrados a quienes había
visto ensañarse muchas veces contra los infelices, buscó un Código de Defensa
Social para ver qué castigos prescribía la sociedad para el autor de semejante
hecho, y encontró lo siguiente: "Incurrirá en una sanción de privación de
libertad de seis a diez años el que ejecutare cualquier hecho encaminado
directamente a cambiar en todo o en parte, por medio de la violencia, la
Constitución del Estado o la forma de gobierno establecida." "Se
impondrá una sanción de privación de libertad de tres a diez años al autor de
un hecho dirigido a promover un alzamiento de gentes armadas contra los Poderes
Constitucionales del Estado. La sanción será de privación de libertad de cinco
a veinte años si se llevare a efecto la insurrección". "El que ejecutare
un hecho con el fin determinado de impedir, en todo o en parte, aunque fuere
temporalmente al Senado, a la cámara de Representantes, al Representantes, al
Presidente de la República o al Tribunal Supremo de Justicia, el ejercicio de
sus funciones constitucionales, incurrirá en un sanción de privación de
libertad de seis a diez años. "El que tratare de impedir o estorbar la
celebración de elecciones generales; [...] incurrirá en una sanción de
privación de libertad de cuatro a ocho años. "El que introdujere, publicare,
propagare o tratare de hacer cumplir en Cuba, despacho, orden o decreto que
tienda [...] a provocar la inobservancia de las leyes vigentes, incurrirá en
una sanción de privación de libertad de dos años a seis años." "El
que sin facultad legar para ello ni orden del Gobierno, tomare el mando de
tropas, plazas, fortalezas, puestos militares, poblaciones o barcos o aeronaves
de guerra incurrirá en una sanción de privación de libertad de cinco a diez
años. "Igual sanción se impondrá al que usurpare el ejercicio de una
función atribuida por la Constitución como propia de alguno de los Poderes del
Estado." Sin decir una palabra a nadie, con el Código en una mano y los
papeles en otra, el mencionado ciudadano se presentó en el viejo caserón de la
capital donde funcionaba el tribunal competente, que estaba en la obligación de
promover causa y castigar a los responsables de aquel hecho, y presentó un
escrito denunciando los delitos y pidiendo para Fulgencio Batista y sus
diecisiete cómplices la sanción de ciento ocho años de cárcel como ordenaba
imponerle el Código de Defensa Social con todas las agravantes de reincidencia,
alevosía y nocturnidad. Pasaron los días y pasaron los meses. ¡Qué decepción!
El acusado no era molestado, se paseaba por la República como un amo, lo
llamaban honorable señor y general, quitó y puso magistrados, y nada menos que
el día de la apertura de los tribunales se vio al reo sentado en el lugar de
honor, entre los augustos y venerables patriarcas de nuestra justicia. Pasaron
otra vez los días y los meses. El pueblo se cansó de abusos y de burlas. ¡Los
pueblos se cansan! Vino la lucha, y entonces aquel hombre que estaba fuera de
la ley, que había ocupado el poder por la violencia, contra la voluntad del
pueblo y agrediendo el orden legal, torturó, asesinó, encarceló y acusó ante
los tribunales a los que habían ido a luchar por la ley y devolverle al pueblo
su libertad. Señores magistrados: Yo soy aquel ciudadano humilde que un día
presentó inútilmente ante los tribunales para pedirles que castigaran a los
ambiciosos que violaron las leyes e hicieron trizas nuestras instituciones,, y
ahora, cuando es a mí a quien se acusa de querer derrocar este régimen ilegal y
restablecer la Constitución legítima de la República, se me tiene setenta y
seis días incomunicado en una celda, sin hablar con nadie ni ver siquiera a mi
hijo; se me conduce por la ciudad entre dos ametralladoras de trípode, se me
traslada a este hospital para juzgarme secretamente con toda severidad y un
fiscal con el Código en la mano, muy solemnemente, pide para mí veintiséis años
de cárcel. Me diréis que aquella vez los magistrados de la República no
actuaron porque se lo impedía la fuerza; entonces, confesadlo: esta vez también
la fuerza os obligará a condenarme. La primera no pudisteis castigar al
culpable; la segunda, tendréis que castigar al inocente. La doncella de la
justicia, dos veces violada por la fuerza. ¡Y cuánta charlatanería para
justificar lo injustificable, explicar lo inexplicable y conciliar lo
inconciliable! Hasta que han dado por fin en afirmar, como suprema razón, que
el hecho crea el derecho. Es decir que el hecho de haber lanzado los tanques y
los soldados a la calle, apoderándose del Palacio Presidencial, la Tesorería de
la República y los demás edificios oficiales, y apuntar con las armas al
corazón del pueblo, crea el derecho a gobernarlo. El mismo argumento pudieron
utilizar los nazis que ocuparon las naciones de Europa e instalaron en ellas
gobiernos de títeres. Admito y creo que la revolución sea fuerte de derecho;
pero no podrá llamarse jamás revolución al asalto nocturno a mano armada del 10
de marzo. En el lenguaje vulgar, como dijo José Ingenieros, suele darse el
nombre de revolución a los pequeños desórdenes que un grupo de insatisfechos
promueve para quitar a los hartos sus prebendas políticas o sus ventajas
económicas, resolviéndose generalmente en cambios de unos hombres por otros, en
un reparto nuevo de empleos y beneficios. Ése no es el criterio del filósofo de
la historia, no puede ser el del hombre de estudio. No ya en el sentido de
cambios profundos en el organismos social, ni siquiera en la superficie del
pantano público se vio mover una ola que agitase la podredumbre reinante. Si en
el régimen anterior había politiquería, ha multiplicado por diez el pillaje y
ha duplicado por cien la falta de respeto a la vida humana. Se sabía que
Barriguilla había robado y había asesinado, que era millonario, que tenía en la
capital muchos edificios de apartamentos, acciones numerosas en compañías
extranjeras, cuentas fabulosas en bancos norteamericanos, que repartió bienes
gananciales por dieciocho millones de pesos, que se hospedaba en el más lujoso
hotel de los millonarios yanquis, pero lo que nunca podrá creer nadie es que
Barriguilla fuera revolucionario. Barriguilla es el sargento de Weyler que
asesinó doce cubanos en el Guatao... En Santiago de Cuba fueron setenta. De te
fabula narratur. Cuatro partidos políticos gobernaban el país antes del 10 de
marzo: Auténtico, Liberal, Demócrata y Republicano. A los dos días del golpe se
adhirió el Republicano; no había pasado un año todavía y ya el Liberal y el
Demócrata estaban otra vez en el poder, Batista no restablecía la Constitución,
no restablecía las libertades públicas, no restablecía el Congreso, no restablecía
el voto directo, no restablecía en fin ninguna de las instituciones
democráticas arrancadas al país, pero restablecía a Verdeja, Guas Inclán,
Salvito García Ramos, Anaya Murillo, y con los altos jerarcas de los partidos
tradicionales en el gobierno, a lo más corrompido, rapaz, conservador y
antediluviano de la política cubana. ¡Ésta es la revolución de Barriguilla!
Ausente del más elemental contenido revolucionario, el régimen de Batista ha
significado en todos los órdenes un retroceso de veinte años para Cuba. Todo el
mundo ha tenido que pagar bien caro su regreso, pero principalmente las clases
humildes que están pasando hambre y miseria mientras la dictadura que ha
arruinado al país con la conmoción, la ineptitud y la zozobra, se dedica a la
más repugnante politiquería, inventando fórmulas y más fórmulas de perpetuarse
en el poder aunque tenga que ser sobre un montón de cadáveres y un mar de
sangre. Ni una sola iniciativa valiente ha sido dictada. Batista vive entregado
de pies y manos a los grandes intereses, y no podía ser de otro modo, por su
mentalidad, por la carencia total de ideología y de principios, por la ausencia
absoluta de la fe, la confianza y el respaldo de las masas. Fue un simple
cambio de manos y un reparto de botín entre los amigos, parientes, cómplices y
la rémora de parásitos voraces que integran el andamiaje político del dictador.
¡Cuántos oprobios se le han hecho sufrir al pueblo para que un grupito de
egoístas que no sienten por la patria la menor consideración puedan encontrar en
la cosa pública un modus vivendi fácil y cómodo!. ¡Con cuánta razón dijo
Eduardo Chibás en su postrer discurso que Batista alentaba el regreso de los
coroneles, del palmacristi y de la ley de fuga! De inmediato después del 10 de
marzo comenzaron a producirse otra vez actos verdaderamente vandálicos que se
creían desterrados para siempre en Cuba: el asalto a la Universidad del Aire,
atentado sin precedentes a una institución cultural, donde los gangsters del
SIM se mezclaron con los mocosos de la juventud del PAU; el secuestro del
periodista Mario Kuchilán, arrancado en plena noche de su hogar y torturado
salvajemente hasta dejarlo casi desconocido; el asesinato del estudiante Rubén
Batista y las descargas criminales contra una pacífica manifestación estudiantil
junto al mismo paredón donde los voluntarios fusilaron a los estudiantes del
71; hombres que arrojaron la sangre de los pulmones ante los mismos tribunales
de justicia por las bárbaras torturas que les habían aplicado en los cuerpos
represivos, como en el proceso del doctor García Bárcena. Y no voy a referir
aquí los centenares de casos en que grupos de ciudadanos han sido apaleados
brutalmente sin distinción de hombres o mujeres, jóvenes o viejos. Todo esto
antes del 26 de julio. Después, ya se sabe, ni siquiera el cardenal Arteaga se
libró de actos de esta naturaleza. Todo el mundo sabe que fue víctima de los
agentes represivos. Oficialmente afirmaron que era obra de una banda de
ladrones. Por una vez dijeron la verdad, ¿qué otra cosa es este régimen?... La
ciudadanía acaba de contemplar horrorizada el caso del periodista que estuvo
secuestrado y sometido a torturas de fuego durante veinte días. En cada hecho
un cinismo inaudito, una hipocresía infinita: la cobardía de rehuir la
responsabilidad y culpar invariablemente a los enemigos del régimen.
Procedimientos de gobierno que no tienen nada que envidiarle a la peor pandilla
de gangster. Hitler asumió la responsabilidad por las matanzas del 30 de junio
de 1934 diciendo que había sido durante 24 horas el Tribunal Supremo de
Alemania; los esbirros de esta dictadura, que no cabe compararla con ninguna
otra por la baja, ruin y cobarde, secuestran, torturan, asesinan, y después
culpan canallescamente a los adversarios del régimen. Son los métodos típicos
del sargento Barriguilla. En todos estos hechos que he mencionado, señores
magistrados, ni una sola vez han aparecido los responsables para ser juzgados
por los tribunales. ¡Cómo! ¿No era éste el régimen del orden, de la paz pública
y el respeto a la vida humana? Si todo esto he referido es para que se me diga
si tal situación puede llamarse revolución engendradora de derecho; si es o no
lícito luchar contra ella; si no han de estar muy prostituidos los tribunales
de la República para enviar a la cárcel a los ciudadanos que quieren librar a
su patria de tanta infamia. Cuba está sufriendo un cruel e ignominioso
despotismo, y vosotros no ignoráis que la resistencia frente al despotismo es
legítima; éste es un principio universalmente reconocido y nuestra Constitución
de 1940 lo consagró expresamente en el párrafo segundo del artículo 40:
"Es legítima la resistencia adecuada para la protección de los derechos
individuales garantizados anteriormente." Más, aun cuando no lo hubiese
consagrado nuestra ley fundamental, es supuesto sin el cual no puede concebirse
la existencia de una colectividad democrática. El profesor Infiesta en su libro
de derecho constitucional establece una diferencia entre Constitución Política
y Constitución Jurídica, y dice que "a veces se incluyen en la
Constitución Jurídica principios constitucionales que, sin ello, obligarían
igualmente por el consentimiento del pueblo, como los principios de la mayoría
o de la representación en nuestras democracias". El derecho de
insurrección frente a la tiranía es uno de esos principios que, esté o no esté
incluido dentro de la Constitución Jurídica, tiene siempre plena vigencia en
una sociedad democrática. El planteamiento de esta cuestión ante un tribunal de
justicia es uno de los problemas más interesantes del derecho público. Duguit
ha dicho en su Tratado de Derecho Constitucional que "si la insurrección
fracasa, no existirá tribunal que ose declarar que no hubo conspiración o
atentado contra la seguridad del Estado porque el gobierno era tiránico y la
intención de derribarlo era legítima". Pero fijaos bien que no dice
"el tribunal no deberá", sino que "no existirá tribunal que ose
declarar"; más claramente, que no habrá tribunal que se atreva, que no
habrá tribunal lo suficientemente valiente para hacerlo bajo una tiranía. La
cuestión no admite alternativa; si el tribunal es valiente y cumple con su
deber, se atreverá. Se acaba de discutir ruidosamente la vigencia de la
Constitución de 1940; el Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales
falló en contra de ella y a favor de los Estatutos; sin embargo, señores
magistrados, yo sostengo que la constitución de 1940 sigue vigente. Mi
afirmación podrá parecer absurda y extemporánea; pero no os asombréis, soy yo
quien se asombra de que un tribunal de derecho haya intentado darle un vil
cuartelazo a la Constitución legítima de la República. Como hasta aquí,
ajustándome rigurosamente a los hechos, a la verdad y a la razón, demostraré lo
que acabo de afirmar. El Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales fue
instituido por el artículo 172 de la Constitución de 1940, complementado por la
Ley Orgánica número 7 de 31 de mayo de 1949. Estas leyes, en virtud de las
cuales fue creado, le concedieron, en materia de inconstitucionalidad, una
competencia específica y determinada: resolver los recursos de
inconstitucionalidad contra las leyes, decretos-leyes, resoluciones o actos que
nieguen, disminuyan, restrinjan o adulteren los derechos y garantías
constitucionales o que impidan el libre funcionamiento de los órganos del
Estado. En el artículo 194 se establecía bien claramente: "Los jueces y
tribunales están obligados a resolver los conflictos entre las leyes vigentes y
la Constitución ajustándose al principio de que ésta prevalezca siempre sobre
aquéllas." De acuerdo, pues, con las leyes que le dieron origen, el
Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales debía resolver siempre a
favor de la Constitución. Si ese tribunal hizo prevalecer los Estatutos por
encima de la Constitución de la República se salió por completo de su
competencia y facultades, realizando, por tanto, un acto jurídicamente nulo. La
decisión en sí misma, además, es absurda y lo absurdo no tiene vigencia ni de
hecho ni de derecho, no existe ni siquiera metafísicamente. Por muy venerable
que sea un tribunal no podrá decir que el círculo es cuadrado, o, lo que es
igual, que el engendro grotesco del 4 de abril puede llamarse Constitución de
un Estado. Entendemos por Constitución la ley fundamental y suprema de una
nación, que define su estructura política, regula el funcionamiento de los
órganos del Estado y pone límites a sus actividades, ha de ser estable,
duradera y más bien rígida. Los Estatutos no llenan ninguno de estos
requisitos. Primeramente encierran una contradicción monstruosa, descarada y
cínica en lo más esencial, que es lo referente a la integración de la República
y el principio de la soberanía. El artículo 1 dice: "Cuba es un Estado
independiente y soberano organizado como República democrática..." El
Presidente de la República será designado por el Consejo de Ministros. ¿Y quién
elige el Consejo de Ministros? El artículo 120, inciso 13: "Corresponde al
Presidente nombrar y renovar libremente a los ministros, sustituyéndolos en las
oportunidades que proceda." ¿Quién elige a quién por fin? ¿No es éste el
clásico problema del huevo y la gallina que nadie ha resuelto todavía? Un día
se reunieron dieciocho aventureros. El plan era asaltar la República con su
presupuesto de trescientos cincuenta millones. Al amparo de la traición y de las
sombras consiguieron su propósito: "¿Y ahora qué hacemos?" Uno de
ellos les dijo a los otros: "Ustedes me nombran primer ministro y yo los
nombro generales." Hecho esto buscó veinte alabarderos y les dijo:
"Yo los nombro ministros y ustedes me nombran presidente." Así se
nombraron unos a otros generales, ministros, presidente y se quedaron con el
Tesoro y la República. Y no es que se tratara de la usurpación de la soberanía
por una sola vez para nombrar ministros, generales y presidente, sino que un hombre
se declaró en unos estatutos dueño absoluto, no ya de la soberanía, sino de la
vida y la muerte de cada ciudadano y de la existencia misma de la nación. Por
eso sostengo que no solamente es traidora, vil, cobarde y repugnante la actitud
del Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales, sino también absurda.
Hay en los Estatutos un artículo que ha pasado bastante inadvertido pero es el
que da la clave de esta situación y del cual vamos a sacar conclusiones
decisivas. Me refiero a la cláusula de reforma contenida en el artículo 257 y
que dice textualmente: "Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el
Consejo de Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus
miembros." Aquí la burla llegó al colmo. No es sólo que hayan ejercido la
soberanía para imponer al pueblo una Constitución sin contar con su
consentimiento y elegir un gobierno que concentra en sus manos todos los
poderes, sino que por el artículo 257 hacen suyo definitivamente el atributo
más esencial de la soberanía que es la facultad de reformar la ley suprema y
fundamental de la nación, cosa que han hecho ya varias veces desde el 10 de
marzo, aunque afirman con el mayor cinismo del mundo en el artículo 2 que la
soberanía reside en el pueblo y de él dimanan todos los poderes. Si para
realizar estas reformas basta la conformidad del Consejo de Ministros, queda
entonces en manos de un solo hombre el derecho de hacer y deshacer la
República, un hombre que es además el más indigno de los que han nacido en esta
tierra. ¿Y esto fue lo aceptado por el Tribunal de Garantías Constitucionales,
y es válido y es legal todo lo que ello se derive? Pues bien, veréis lo que
aceptó: "Esta Ley Constitucional podrá ser reformada por el Consejo de
Ministros con un quórum de las dos terceras partes de sus miembros." Tal
facultad no reconoce límites; al amparo de ella cualquier artículo, cualquier
capítulo, cualquier título, la ley entera puede ser modificada. El artículo 1,
por ejemplo, que ya mencioné, dice que Cuba es un Estado independiente y soberano
organizado como República democrática —"aunque de hecho sea hoy una
satrapía sangrienta"—; el artículo 3 dice que "el territorio de la
República está integrado por la Isla de Cuba, la Isla de Pinos y las demás
islas y cayos adyacentes..."; así sucesivamente. Batista y su Consejo de
Ministros, al amparo del artículo 257, pueden modificar todos esos atributos,
decir que Cuba no es ya una República, sino una Monarquía Hereditaria y ungirse
él, Fulgencio Batista, Rey; pueden desmembrar el territorio nacional y vender
una provincia a un país extraño como hizo Napoleón con la Louisiana; pueden
suspender el derecho a la vida y, como Herodes, mandar a degollar los niños
recién nacidos: todas estas medidas serían legales y vosotros tendríais que
enviar a la cárcel a todo el que se opusiera, como pretendéis hacer conmigo en
estos momentos. He puesto ejemplos extremos para que se comprenda mejor lo
triste y humillante que se nuestra situación. ¡Y esas facultades omnímodas en
manos de hombres que de verdad son capaces de vender la República con todos sus
habitantes! Si el Tribunal de Garantías Constitucionales aceptó semejante
situación, ¿qué espera para colgar las togas? Es un principio elemental de
derecho público que no existe la constitucionalidad allí donde el Poder Constituye
y el Poder Legislativo residen en el mismo organismo. Si el Consejo de
Ministros hace las leyes, los decretos, los reglamentos y al mismo tiempo tiene
facultad de modificar la Constitución en diez minutos, ¡maldita la falta que
nos hace un Tribunal de Garantías Constitucionales! Su fallo es, pues,
irracional, inconcebible, contrario a la lógica y a las leyes de la República,
que vosotros, señores magistrados, jurasteis defender. Al fallar a favor de los
Estatutos no quedó abolida nuestra ley suprema; sino que el Tribunal de
Garantías Constitucionales y Sociales se puso fuera de la Constitución,
renunció a sus fueros, se suicidó jurídicamente. ¡Qué en paz descanse! El
derecho de resistencia que establece el artículo 40 de esa Constitución está
plenamente vigente. ¿Se aprobó para que funcionara mientras la República
marchaba normalmente? No, porque era para la Constitución lo que un bote
salvavidas es para una nave en alta mar, que no se lanza al agua sino cuando la
nave ha sido torpedeada por enemigos emboscados en su ruta. Traicionada la
Constitución de la República y arrebatadas al pueblo todas sus prerrogativas,
sólo le quedaba ese derecho, que ninguna fuerza le puede quitar, el derecho a
resistir a la opresión y a la injusticia. Si alguna duda queda, aquí está un
artículo del Código de Defensa Social, que no debió olvidar el señor fiscal, el
cual dice textualmente: "Las autoridades de nombramiento del Gobierno o
por elección popular que no hubieren resistido a la insurrección por todos los
medios que estuvieren a su alcance, incurrirán en una sanción de interdicción
especial de seis a diez años." Era obligación de los magistrados de la
República resistir el cuartelazo traidor del 10 de marzo. Se comprende
perfectamente que cuando nadie ha cumplido con la ley, cuando nadie ha cumplido
el deber, se envía a la cárcel a los únicos que han cumplido con la ley y el
deber. No podréis negarme que el régimen de gobierno que se le ha impuesto a la
nación es indigno de su tradición y de su historia. En su libro. El espíritu de
las leyes, que sirvió de fundamento a la moderna división de poderes,
Montesquieu distingue por su naturaleza tres tipos de gobierno: "el
Republicano, en que el pueblo entero o una parte del pueblo tiene el poder
soberano; el Monárquico, en que uno solo gobierna pero con arreglo a Leyes
fijas y determinadas; y el Despótico, en que uno solo, sin Ley y sin regla, lo
hace todo sin más que su voluntad y su capricho." Luego añade: "Un
hombre al que sus cinco sentidos le dicen sin cesar que lo es todo, y que los
demás no son nada, es naturalmente ignorante, perezoso, voluptuoso."
"Así como es necesaria la virtud en una democracia, el honor en una
monarquía, hace falta el temor en un gobierno despótico; en cuanto a la virtud,
no es necesaria, y en cuanto al honor, sería peligroso." El derecho de
rebelión contra el despotismo, señores magistrados, ha sido reconocido, desde
la más lejana antigüedad hasta el presente, por hombres de todas las doctrinas,
de todas las ideas y todas las creencias. En las monarquías teocráticas de las
más remota antigüedad china, era prácticamente un principio constitucional que
cuando el rey gobernase torpe y despóticamente, fuese depuesto y reemplazado
por un príncipe virtuoso. Los pensadores de la antigua India ampararon la
resistencia activa frente a las arbitrariedades de la autoridad. Justificaron
la revolución y llevaron muchas veces sus teorías a la práctica. Uno de sus
guías espirituales decía que "una opinión sostenida por muchos es más
fuerte que el mismo rey. La soga tejida por muchas fibras es suficiente para
arrastrar a un león." Las ciudades estados de Grecia y la República
Romana, no sólo admitían sino que apologetizaban la muerte violenta de los
tiranos. En la Edad Media, Juan de Salisbury en su Libro de hombre de Estado,
dice que cuando un príncipe no gobierna con arreglo a derecho y degenera en
tirano, es lícita y está justificada su deposición violenta. Recomienda que
contra el tirano se use el puñal aunque no el veneno. Santo Tomás de Aquino, en
la Summa Theologíca, rechazó la doctrina del tiranicidio, pero sostuvo, sin
embargo, la tesis de que los tiranos debían ser depuestos por el pueblo. Martín
Lutero proclamó que cuando un gobierno degenera en tirano vulnerando las leyes,
los súbditos quedaban librados del deber de obediencia. Su discípulo Felipe
Melanchton sostiene el derecho de resistencia cuando los gobiernos se
convierten en tirano. Calvino, el pensador más notable de la Reforma desde el
punto de vista de las ideas políticas, postula que el pueblo tiene derecho a
tomar las armas para oponerse a cualquier usurpación. Nada menos que un jesuita
español de la época de Felipe II, Juan Mariana, en su libro De Rege et Regis
Institutione, afirma que cuando el gobernante usurpa el poder, o cuando,
elegido, rige la vida pública de manera tiránica, es lícito el asesinato por un
simple particular, directamente, o valiéndose del engaño, con el menor
disturbio posible. El escritor francés Francisco Hotman sostuvo que entre
gobernantes y súbditos existe el vínculo de un contrato, y que el pueblo puede
alzarse en rebelión frente a la tiranía de los gobiernos cuando éstos violan
aquel pacto. Por esa misma época aparece también un folleto que fue muy leído,
titulado Vindiciae Contra Tyrannos, firmado bajo el seudónimo de Stephanus
Junius Brutus, donde se proclama abiertamente que es legítima la resistencia a
los gobiernos cuando oprimen al pueblo y que era deber de los magistrados
honorables encabezar la lucha. Los reformadores escoceses Juan Knox y Juan
Poynet sostuvieron este mismo punto de vista, y en el libro más importante de
ese movimiento, escrito por Jorge Buchnam, se dice que si el gobierno logra el
poder sin contar con el consentimiento del pueblo o rige los destinos de éste
de una manera injusta y arbitraria, se convierte en tirano y puede ser
destituido o privado de la vida en el último caso. Juan Altusio, jurista alemán
de principios del siglo XVII, en su Tratado de política, dice que la soberanía
en cuanto autoridad suprema del Estado nace del concurso voluntario de todos
sus miembros; que la autoridad suprema del Estado nace del concurso voluntario
del gobierno arranca del pueblo y que su ejercicio injusto, extralegal o
tiránico exime al pueblo del deber de obediencia y justifica la resistencia y
la rebelión. Hasta aquí, señores magistrados, he mencionado ejemplos de la
Antigüedad, la Edad Media y de los primeros tiempos de la Edad Moderna:
escritores de todas las ideas y todas las creencias. Más, como veréis, este
derecho está en la raíz misma de nuestra existencia política, gracias a él
vosotros podéis vestir hoy esas togas de magistrados cubanos que ojalá fueran
para la justicia. Sabido es que en Inglaterra, en el siglo XVII, fueron
destronados dos reyes, Carlos I y Jacobo II, por actos de despotismo. Estos hechos
coincidieron con el nacimiento de la filosofía política liberal, esencia
ideológica de una nueva clase social que pugnaba entonces por romper las
cadenas del feudalismo. Frente a las tiranías de derecho divino esa filosofía
opuso el principio del contrato social y el consentimiento de los gobernados, y
sirvió de fundamento a la revolución inglesa de 1688, y a las revoluciones
americana y francesa de 1775 y 1789. Estos grandes acontecimientos
revolucionarios abrieron el proceso de liberación de las colonias españolas en
América, cuyo último eslabón fue Cuba. En esta filosofía se alimentó nuestro
pensamiento político y constitucional que fue desarrollándose desde la primera
Constitución de Guáimaro hasta la del 1940, influida esta última ya por las corrientes
socialistas del mundo actual que consagraron en ella el principio de la función
social de la propiedad y el derecho inalienable del hombre a una existencia
decorosa, cuya plena vigencia han impedido los grandes intereses creados. El
derecho de insurrección contra la tiranía recibió entonces su consagración
definitiva y se convirtió en postulado esencial de la libertad política. Ya en
1649 Juan Milton escribe que el poder político reside en el pueblo, quien puede
nombrar y destituir reyes, y tiene el deber de separar a los tiranos. Juan
Locke en su Tratado de gobierno sostiene que cuando se violan los derechos
naturales del hombre, el pueblo tiene el derecho y el deber de suprimir o
cambiar de gobierno. "El único remedio contra la fuerza sin autoridad está
en oponerle la fuerza." Juan Jacobo Rousseau dice con mucha elocuencia en
su Contrato Social: "Mientras un pueblo se ve forzado a obedecer y
obedece, hace bien; tan pronto como puede sacudir el yugo y lo sacude, hace
mejor, recuperando su libertad por el mismo derecho que se la han
quitado." "El más fuerte no es nunca suficientemente fuerte para ser
siempre el amo, si no transforma la fuerza en derecho y la obediencia en deber.
[...] La fuerza es un poder físico; no veo qué moralidad pueda derivarse de sus
efectos. Ceder a la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad; todo lo más
es un de prudencia. ¿En qué sentido podrá ser esto un deber?"
"Renunciar a la libertad es renunciar a la calidad del hombre, a los
derechos de la Humanidad, incluso a sus deberes. No hay recompensa posible para
aquel que renuncia a todo. Tal renuncia es incomparable con la naturaleza del
hombre, y quitar toda la libertad a la voluntad es quitar toda la moralidad a
las acciones. En fin, es una convicción vana y contradictoria estipular por una
parte con una autoridad absoluta y por otra con una obediencia sin
límites..." Thomas Paine dijo que "un hombre justo es más digno de
respeto que un rufián coronado". Sólo escritores reaccionarios se
opusieron a este derecho de los pueblos, como aquel clérigo de Virginia,
Jonathan Boucher, quien dijo que "El derecho a la revolución era una
doctrina condenable derivada de Lucifer, el padre de las rebeliones". La
Declaración de Independencia del Congreso de Filadelfia el 4 de julio de 1776,
consagró este derecho en un hermoso párrafo que dice: "Sostenemos como
verdades evidentes que todos los hombres nacen iguales; que a todos les
confiere su Creador ciertos derechos inalienables entre los cuales se cuentan
la vida, la libertad y la consecución de la felicidad; que para asegurar estos
derechos se instituyen entre los hombres gobiernos cuyos justos poderes derivan
del consentimiento de los gobernados; que siempre que una forma de gobierno
tienda a destruir esos fines, al pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla,
e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios y organice sus
poderes en la forma que a su juicio garantice mejor su seguridad y
felicidad." La famosa Declaración Francesa de los Derechos del Hombre legó
a las generaciones venideras este principio: "Cuando el gobierno viola los
derechos del pueblo, la insurrección es para éste el más sagrado de los
derechos y el más imperioso de los deberes." "Cuando una persona se
apodera de la soberanía debe ser condenada a muerte por los hombres
libres." Creo haber justificado suficientemente mi punto de vista: son más
razones que las que esgrimió el señor fiscal para pedir que se me condene a
veintiséis años de cárcel; todas asisten a los hombres que luchan por la
libertad y la felicidad de un pueblo; ninguna a los que lo oprimen, envilecen y
saquean despiadadamente; por eso yo he tenido que exponer muchas y él no pudo
exponer una sola. ¿Cómo justificar la presencia de Batista en el poder, al que
llegó contra la voluntad del pueblo y violando por la traición y por la fuerza
las leyes de la Revolución? ¿Cómo llamar revolucionario un gobierno donde se
han conjugado los hombres, las ideas y los métodos más retrógrados de la vida
pública? ¿Cómo considerar jurídicamente válida la alta traición de un tribunal
cuya misión era defender nuestra Constitución? ¿Con qué derecho enviar a la
cárcel a ciudadanos que vinieron a dar por el decoro de su patria su sangre y
su vida? ¡Eso es monstruoso ante los ojos de la nación y los principios de la verdadera
justicia! Pero hay una razón que nos asiste más poderosa que todas las demás:
somos cubanos, y ser cubano implica un deber, no cumplirlo es un crimen y es
traición. Vivimos orgullosos de la historia de nuestra patria; la aprendimos en
la escuela y hemos crecido oyendo hablar de libertad, de justicia y de
derechos. Se nos enseñó a venerar desde temprano el ejemplo glorioso de
nuestros héroes y de nuestros mártires. Céspedes, Agramonte, Maceo, Gómez y
Martí fueron los primeros nombres que se grabaron en nuestro cerebro; se nos
enseñó que el Titán había dicho que la libertad no se mendiga, sino que se
conquista con el filo del machete; se nos enseñó que para la educación de los
ciudadanos en la patria libre, escribió el Apóstol en su libro La Edad de Oro:
"Un hombre que se conforma con obedecer a leyes injustas, y permite que
pisen el país en que nació los hombres que se lo maltratan, no es un hombre
honrado. [...] En el mundo ha de haber cierta cantidad de decoro, como ha de
haber cierta cantidad de luz. Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siempre
otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Ésos son los que se rebelan
con fuerza terrible contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es
robarles a los hombres su decoro. En esos hombres van miles de hombres, va un
pueblo entero, va la dignidad humana..." Se nos enseñó que el 10 de
octubre y el 24 de febrero son efemérides gloriosas y de regocijo patrio porque
marcan los días en que los cubanos se rebelaron contra el yugo de la infame
tiranía; se nos enseñó a querer y defender la hermosa bandera de la estrella
solitaria y a cantar todas las tardes un himno cuyos versos dicen que vivir en
cadenas vivir en afrenta y oprobio sumidos, y que morir por la patria es vivir.
Todo eso aprendimos y no lo olvidaremos aunque hoy en nuestra patria se esté
asesinando y encarcelando a los hombres por practicar las ideas que les
enseñaron desde la cuna. Nacimos en un país libre que nos legaron nuestros
padres, y primero se hundirá la Isla en el mar antes que consintamos en ser
esclavos de nadie. Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su
centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta!
Pero vive, no ha muerto, su pueblo es rebelde, su pueblo es digno, su pueblo su
fiel a su recuerdo; hay cubanos que han caído defendiendo sus doctrinas, hay
jóvenes que en magnífico desagravio vinieron a morir junto a su tumba, a darle
su sangre y su vida para que él siga viviendo en el alma de la patria. ¡Cuba,
qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol! Termino mi defensa, no
lo haré como hacen siempre todos los letrados, pidiendo la libertad del
defendido; no puedo pedirla cuando mis compañeros están sufriendo ya en Isla de
Pinos ignominiosa prisión. Enviadme junto a ellos a compartir su suerte, es
inconcebible que los hombres honrados estén muertos o presos en una república
donde está de presidente un criminal y un ladrón. A los señores magistrados, mi
sincera gratitud por haberme permitido expresarme libremente, sin mezquinas
coacciones; no os guardo rencor, reconozco que en ciertos aspectos habéis sido
humanos y sé que el presidente de este tribunal, hombre de limpia vida, no
puede disimular su repugnancia por el estado de cosas reinantes que lo obliga a
dictar un fallo injusto. Queda todavía a la Audiencia un problema más grave;
ahí están las causas iniciadas por los setenta asesinatos, es decir, la mayor
masacre que hemos conocido; los culpables siguen libres con un arma en la mano
que es amenaza perenne para la vida de los ciudadanos; si no cae sobre ellos
todo el peso de la ley, por cobardía o porque se lo impidan, y no renuncien en
pleno todos los magistrados, me apiado de vuestras honras y compadezco la
mancha sin precedentes que caerá sobre el Poder Judicial. En cuanto a mí, sé
que la cárcel será dura como no la ha sido nunca para nadie, preñada de
amenazas, de ruin y cobarde ensañamiento, pero no la temo, como no temo la
furia del tirano miserable que arrancó la vida a setenta hermanos míos.
Condenadme, no importa, La historia me absolverá.
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