DORIS LESSING “Hace poco tiempo, incluso las personas menos instruidas respetaban
el aprendizaje, la educación y otorgaban reconocimiento a nuestras grandes
obras literarias”
Discurso al aceptar el
Premio Nobel de literatura 2007, el 7 de diciembre de 2007.
Por problemas de
salud, no participó de la ceremonia en Estocolmo y encargó la lectura de su
texto a su editor, Nicholas Pearson
Estoy
de pie junto a una puerta y miro a través de remolinos de polvo hacia donde me
han dicho que aún existe bosque sin talar. Ayer conduje a través de kilómetros
de tocones y restos calcinados de incendios donde, en el '56, se encontraba el
bosque más maravilloso que jamás haya visto, ahora completamente devastado. Las
personas tienen que comer. Y necesitan material para encender el fuego.
Me
encuentro en el noroeste de Zimbabwe a principios de la década de 1980 y vine a
visitar a un amigo que era maestro en una escuela de Londres. Está aquí
"para ayudar a África" como solemos decir. Es un alma genuinamente
idealista y las condiciones en que encontró esta escuela le provocaron una
depresión de la que le costó mucho recuperarse. Esta escuela se parece a todas
las escuelas construidas después de la Independencia. Está compuesta por cuatro
grandes salones de ladrillo uno a continuación del otro, edificados
directamente sobre la tierra, uno dos tres cuatro, con medio salón en un
extremo, para la biblioteca. En estas aulas hay pizarrones, pero mi amigo
guarda las tizas en el bolsillo, para evitar que las roben. No hay ningún atlas
ni globo terráqueo en la escuela, tampoco libros de texto, carpetas de
ejercicios ni biromes, en la biblioteca no hay libros que a los alumnos les
gustaría leer: son volúmenes de universidades estadounidenses, incluso
demasiado pesados para levantar, ejemplares descartados de bibliotecas blancas,
historias de detectives o títulos similares a Fin de semana en
Paris o Felicity encuentra el amor.
Hay
una cabra que intenta buscar sustento en unos pastos resecos. El director ha
malversado los fondos escolares y se encuentra suspendido, situación que
suscita la pregunta habitual para todos nosotros aunque por lo general en
contextos más prósperos: ¿Cómo puede ser que estas personas se comporten de tal
manera cuando deben saber que todos las están observando?
Mi
amigo no tiene dinero porque todo el mundo, alumnos y maestros, le piden
prestado cuando cobra el sueldo y probablemente nunca le devuelvan el préstamo.
Los alumnos tienen entre seis y veintiséis años porque quienes no pudieron
asistir a la escuela antes se encuentran aquí para remediar tal situación.
Algunos alumnos recorren muchos kilómetros cada mañana, con lluvia o con sol y
a través de ríos. No pueden hacer tareas escolares en sus casas porque no hay
electricidad en las aldeas y no es fácil estudiar a la luz de un leño
encendido. Las niñas deben ir a buscar agua y cocinar cuando vuelven a sus
hogares desde la escuela y antes de partir hacia la escuela.
Mientras
estoy con mi amigo en su cuarto, varias personas se acercan tímidamente y todas
piden libros. "Por favor, mándanos libros cuando regreses a Londres."
Un hombre dijo: "Nos enseñaron a leer, pero no tenemos libros". Todas
las personas que conocí, todas ellas, pedían libros.
Estuve
varios días allí. El polvo volaba por todas partes, escaseaba el agua porque
las cañerías se habían roto y las mujeres volvían a acarrear agua desde el río.
Otro
maestro idealista llegado de Inglaterra se había enfermado de bastante gravedad
luego de ver el estado en que se encontraba esta "escuela".
El
último día de mi visita finalizaba el ciclo lectivo y sacrificaron la cabra,
que cortaron en trocitos y cocinaron en una gran fuente. Era el esperado banquete
de fin de ciclo, guiso de cabra y puré. Me alejé de allí antes de que
terminara, conduje por el camino de regreso entre calcinados restos y tocones
que habían sido bosque.
No
creo que muchos alumnos de esta escuela lleguen a obtener premios.
Al
día siguiente estoy en una escuela en la zona norte de Londres, una escuela muy
buena, cuyo nombre todos conocemos. Es una escuela para varones. Buenos
edificios y jardines.
Estos
alumnos reciben la visita de alguna persona famosa todas las semanas y resulta
natural que muchos de los visitantes sean padres, familiares e incluso madres
de los alumnos. La visita de una celebridad no es ningún acontecimiento para
ellos.
La
escuela rodeada por nubes de polvo al noroeste de Zimbabwe ocupa mi mente y
contemplo estas caras ligeramente expectantes e intento contarles acerca de
aquello que he visto durante la última semana. Aulas sin libros, sin manuales,
ni un atlas, ni siquiera un mapa colgado en la pared. Una escuela donde los
maestros suplican que les envíen libros para aprender a enseñar, ellos, que
sólo tienen dieciocho o diecinueve años, piden libros. Les cuento a estos niños
que todas y cada una de las personas piden libros: "Por favor, mándennos
libros". Estoy segura de que quien pronuncie un discurso aquí advertirá el
momento en que las caras que tiene frente a sí se tornan inexpresivas. Tu
público no escucha lo que dices: no hay imágenes en sus mentes para asociar con
aquello que les cuentas. En este caso, una escuela situada entre nubes de
polvo, donde el agua es escasa y donde, al finalizar el ciclo lectivo, una
cabra recién faenada y cocida en una olla grande constituye el banquete de fin
de año.
¿Acaso
les resulta imposible imaginar una pobreza tan abyecta?
Me
esfuerzo al máximo. Son individuos bien educados.
Estoy
convencida de que en este grupo habrá unos cuantos que recibirán premios.
Al
finalizar el encuentro, converso con los docentes y como siempre pregunto cómo
es la biblioteca y si los alumnos leen. Y aquí, en esta escuela privilegiada,
oigo aquello que siempre oigo cuando voy de visita a las escuelas e incluso a
las universidades.
—Ya
sabes cómo es. Muchos niños jamás han leído nada y sólo se usa la mitad de la
biblioteca.
"Ya
sabes como es". Sí, efectivamente sabemos cómo es. Todos nosotros.
Somos
parte de una cultura fragmentadora, donde se cuestionan nuestras certezas de
apenas pocas décadas atrás y donde es común que hombres y mujeres jóvenes con
años de educación no sepan nada acerca del mundo, no hayan leído nada, sólo
conozcan alguna especialidad y ninguna otra, por ejemplo, las computadoras.
Somos
parte de una época que se distingue por una sorprendente inventiva, las
computadoras y la Internet y la televisión, una revolución. No es la primera
revolución que nosotros, los humanos, hemos abordado. La revolución de la
imprenta, que no se produjo en cuestión de décadas sino durante un lapso más
prolongado, modificó nuestras mentes y nuestra manera de pensar. Con la
temeridad que nos caracteriza, aceptamos todo, como siempre, sin preguntar
jamás "¿Qué nos va a pasar ahora con este invento de la imprenta?". Y
así, tampoco nos detuvimos ni un momento para averiguar de qué manera nos
modificaremos, nosotros y nuestras ideas, con la nueva Internet, que ha
seducido a toda una generación con sus necedades en tal medida que incluso
personas bastante razonables confesarán que una vez que se han conectado es
difícil despegarse y podrían descubrir que han dedicado un día entero a navegar
por blogs y a publicar textos carentes de todo sentido, etc.
Hace
poco tiempo, incluso las personas menos instruidas respetaban el aprendizaje,
la educación y otorgaban reconocimiento a nuestras grandes obras literarias.
Por supuesto, todos sabemos que durante el transcurso de esa feliz etapa,
muchas personas simulaban leer, simulaban respeto por el aprendizaje, pero
existen pruebas de que los trabajadores y las trabajadoras anhelaban tener
libros y ello se evidencia en la creación de bibliotecas, institutos y
universidades obreras durante los siglos XVIII y XIX.
La
lectura, los libros solían formar parte de la educación general.
Las
personas mayores, cuando hablan con los jóvenes, deben tener en cuenta el papel
fundamental que desempeñaba la lectura para la educación porque los jóvenes
saben mucho menos. Y si los niños no saben leer, es porque nunca han leído.
Todos
conocemos esta triste historia.
Pero
no conocemos su final.
Recordemos
el antiguo proverbio: "La lectura es el alimento del alma" —y dejemos
de lado los chistes relacionados con los excesos en la comida—, la lectura
alimenta el alma de mujeres y hombres con información, con historia, con toda
clase de conocimientos.
Pero
nosotros no somos los únicos habitantes del mundo. No hace demasiado tiempo me
telefoneó una amiga para contarme que había estado en Zimbabwe, en una aldea donde
sus habitantes habían pasado tres días sin comer, pero seguían hablando sobre
libros y cómo conseguirlos, sobre educación.
Pertenezco
a una pequeña organización que se fundó con el propósito de abastecer de libros
a las aldeas. Había un grupo de personas que por motivos diferentes había
recorrido todas las zonas rurales del territorio de Zimbabwe. Nos informaron
que en las aldeas, a diferencia de la opinión generalizada, viven muchísimas
personas inteligentes, maestros jubilados, maestros con licencia, niños de
vacaciones, ancianos. Yo misma solventé una pequeña encuesta para averiguar las
preferencias de los lectores y descubrí que los resultados eran similares a los
que arrojaba una encuesta sueca, cuya existencia desconocía hasta ese momento.
Esas personas querían leer aquello que quieren leer los europeos, al menos
quienes leen: novelas de todas clases, ciencia ficción, poesía, historias de
detectives, obras dramáticas, Shakespeare y los libros de autoenseñanza —cómo
abrir una cuenta bancaria, por ejemplo—, aparecían al final de la lista.
Mencionaban las obras completas de Shakespeare: conocían el nombre. Un problema
para encontrar libros destinados a los aldeanos consiste en que ellos
desconocen la oferta, de modo que un libro de lectura obligatoria en la escuela
como El alcalde de Casterbridge [de Thomas Hardy] se vuelve popular
porque todos saben que es posible conseguirlo. Rebelión en la granja, por
razones obvias, es la más popular de las novelas.
Nuestra
pequeña organización conseguía libros de toda fuente posible, pero recordemos
que un buen libro de bolsillo editado en Inglaterra costaba un salario mensual:
así ocurría antes de que se impusiera el reinado del terror de Mugabe. Ahora,
debido a la inflación, equivaldría al salario de varios años. Pero cada vez que
llegue una caja de libros a una aldea —y recordemos que hay una terrible
escasez de gasolina— se la recibirá con lágrimas de alegría. La biblioteca
podrá ser una plancha de madera apoyada sobre ladrillos bajo un árbol. Y en el
transcurso de una semana comenzarán a dictarse clases de alfabetización: las
personas que saben leer enseñan a quienes no saben, una verdadera práctica
cívica, y en una aldea remota, como no había novelas en lengua tonga, un par de
muchachos se dedicó a escribirlas. Existen unos seis idiomas principales en
Zimbabwe y en todos ellos hay novelas, violentas, incestuosas, plagadas de
delitos y asesinatos.
Nuestra
pequeña organización contó desde sus inicios con el apoyo de Noruega y luego de
Suecia. Porque sin esta clase de apoyo nuestros suministros de libros se
hubieran agotado muy pronto. Se envían novelas publicadas en Zimbabwe y,
también, libros de bricolaje a personas ávidas de ellos.
Suele
decirse que cada pueblo tiene el gobierno que se merece, pero no creo que sea
verdad en Zimbabwe. Y debemos recordar que tal respeto y avidez por los libros
surge, no del régimen de Mugabe sino del anterior, de la época de los blancos.
Semejante hambre de libros es un fenómeno sorprendente y puede observarse en
todo el territorio comprendido entre Kenya y el Cabo de Buena Esperanza.
Existe
un vínculo improbable entre tal fenómeno y un hecho: crecí en una vivienda que
era virtualmente una choza de barro con techo de paja. Es la clase de
construcción típica en todas las zonas donde hay juncos o pastizales,
suficiente barro, soportes para las paredes. En Inglaterra durante la época de
predominio sajón, por ejemplo. La casa donde viví tenía cuatro habitaciones,
una junto a otra, no sólo una, y de hecho estaba llena de libros. Mis padres no
se limitaron a llevar libros desde Inglaterra a África sino que mi madre
compraba libros para sus hijos que llegaban desde Inglaterra en grandes
paquetes envueltos con papel madera y que fueron la alegría de mis primeros
años. Una choza de barro, pero llena de libros.
Y
suelo recibir cartas de personas que viven en una aldea donde no hay suministro
de electricidad ni agua corriente (tal como nuestra familia en nuestra elongada
choza de barro): "Yo también seré escritor, porque tengo la misma clase de
casa en que vivía usted".
Pero
aquí está la dificultad. No.
La
escritura, los escritores, no provienen de casas sin libros.
Allí
está la brecha. Allí está la dificultad.
Estuve
leyendo los discursos de algunos de los recientes ganadores del premio [Nobel].
Pensemos en el extraordinario Pamuk. Contaba él que su padre tenía mil
quinientos libros. Su talento no surgió del vacío, estaba en contacto con las
mejores tradiciones.
Pensemos
en V.S. Naipaul. Según señala, los Vedas hindúes formaban parte de sus
recuerdos familiares. Su padre lo estimuló para escribir. Y cuando llegó a
Inglaterra por sus propios méritos utilizó la Biblioteca Británica. Estaba en
contacto con las mejores tradiciones.
Pensemos
en John Coetzee. No se limitaba a mantenerse en contacto con las mejores
tradiciones, él mismo era la tradición: daba clases de literatura en Ciudad del
Cabo. Y cuánto lamento no haber asistido a alguna de ellas, dictadas por esa
mente maravillosa por su audacia y valentía.
Para
escribir, para crear literatura, debe existir una estrecha relación con las
bibliotecas, con los libros, con la Tradición.
Tengo
un amigo en Zimbabwe. Un escritor. Es negro y este aspecto es pertinente.
Aprendió a leer solo por medio de las etiquetas que aparecían en los frascos de
mermelada y en las latas de fruta en conserva. Creció en una zona que he
recorrido, una zona rural para población negra. El suelo está formado por arena
y grava, hay escasos arbustos achaparrados. Las chozas son pobres, en nada
parecidas a las bien mantenidas construcciones de quienes disponen de mayores
recursos. Hay una escuela... semejante a aquella que ya he descripto. Mi amigo
encontró una enciclopedia para niños que alguien había arrojado a la basura y
la utilizó para aprender.
Para
la época de la Independencia, en 1980, había un grupo de buenos escritores en
Zimbabwe, un verdadero nido de pájaros cantores. Habían crecido al sur de la
antigua Rhodesia, bajo el dominio blanco: las escuelas de los misioneros eran
las mejores escuelas. En Zimbabwe no se forman escritores. No es fácil, mucho
menos bajo el dominio de Mugabe.
Todos
ellos recorrieron un arduo camino hacia la alfabetización, sin mencionar sus
esfuerzos para convertirse en escritores. Me refiero a que las situaciones
relacionadas con textos impresos en latas de mermelada y enciclopedias
desechadas no eran infrecuentes. Y estamos hablando de personas que aspiraban a
una educación cuyos estándares estaban muy lejos de su alcance. Una choza o
varias con muchos niños, una madre agobiada por el trabajo, una lucha
permanente por la comida y la ropa.
Sin
embargo, a pesar de las dificultades, surgieron los escritores y hay algo más
que debemos recordar. Estábamos en Zimbabwe, territorio conquistado físicamente
menos de cien años antes. Los abuelos y las abuelas de estas personas podrían
haber sido los narradores de su clan. La tradición oral. En el transcurso de
una generación, o dos, se produjo la transición desde las historias recordadas
y transmitidas oralmente a la impresión, a los libros. Un logro formidable.
Libros,
literalmente rescatados de montones de desechos y escoria del mundo del hombre
blanco. Pero aunque tengas una pila de papel (no impreso, que ya es un libro),
es necesario encontrar un editor, que te pague, que se mantenga solvente, que
distribuya los libros. Recibí numerosos informes sobre el panorama editorial
para África. Incluso en las zonas más privilegiadas como África del Norte, con
su diferente tradición, hablar de un panorama editorial es un sueño de
posibilidades.
Aquí
estoy, hablando de libros nunca escritos, de escritores que no trascienden
porque no encuentran editores. Voces desoídas. No es posible estimar semejante
desperdicio de talento, de potencial. Pero incluso antes de esa etapa en la
creación de un libro que exige un editor, un anticipo, estímulo, hace falta
algo más.
A
los escritores se les suele preguntar: ¿Cómo escribes? ¿Con un procesador de
texto? ¿Con máquina de escribir eléctrica? ¿Con pluma de ganso? ¿Con caracteres
caligráficos? Sin embargo, la pregunta fundamental es: "¿Has encontrado un
espacio, ese espacio vacío, que debe rodearte cuando escribes?". A ese
espacio, que es una forma de escuchar, de prestar atención, llegarán las
palabras, las palabras que pronunciarán tus personajes, las ideas: la
inspiración.
Si
un determinado escritor no logra encontrar este espacio, entonces los poemas y
los cuentos podrían nacer muertos.
Cuando
los escritores conversan entre sí, sus preguntas se relacionan siempre con este
espacio, este otro tiempo. "¿Lo has encontrado? ¿Lo conservas?"
Pasemos
a un panorama en apariencia muy diferente. Estamos en Londres, una de las
grandes ciudades. Ha surgido una nueva escritora o un nuevo escritor. Con
cinismo, preguntamos: ¿Tiene buenos pechos? ¿Es elegante? Si se trata de un
hombre: ¿Es carismático? ¿Es atractivo? Hacemos chistes, pero no es ningún
chiste.
A
este nuevo hallazgo se lo aclama, con seguridad recibe mucho dinero.
Lospaparazzi comienzan a zumbar en sus pobres oídos. Se los agasaja,
alaba, transporta por el mundo entero. Nosotros, los mayores, que ya conocemos
todo eso, sentimos pena por los neófitos, que no tienen idea de qué ocurre en
realidad.
Ella,
él disfruta de los halagos, del reconocimiento.
Pero
preguntémosle qué piensa un año después. Me parece escucharlos: "Es lo
peor que me pudo haber pasado".
Algunos
de los tan publicitados nuevos escritores no han vuelto a escribir o no han
escrito aquello que querían, que se proponían escribir.
Y
nosotros, los mayores, quisiéramos susurrar a esos oídos inocentes. "¿Aún
conservas tu espacio? Tu espacio único, propio y necesario donde puedan
hablarte tus propias voces, sólo para ti, donde puedas soñar. Entonces,
sujétate fuerte, no te sueltes."
Es
imprescindible alguna clase de educación.
En
mi mente habitan magníficos recuerdos de África que puedo revivir y contemplar
cuantas veces quiera. Por ejemplo, esas puestas de sol, doradas, púrpuras y
anaranjadas, que se despliegan en el cielo al atardecer. ¿Y las mariposas
diurnas y nocturnas y las abejas sobre los aromáticos arbustos del Kalahari? O,
cuando me sentaba a la orilla del Zambezi, allí donde corre bordeado por pastos
claros, durante la estación seca, con su satinado y profundo tono de verde, con
todas las aves de África cerca de sus márgenes. Sí, elefantes, jirafas, leones
y otros animales, había muchísimos, pero cómo olvidar el cielo nocturno, aún
incontaminado, negro y maravilloso, cubierto de inquietas estrellas.
Pero
hay otra clase de recuerdos. Un joven, de unos dieciocho años, llora frente a
su "biblioteca". Un visitante estadounidense, al ver una biblioteca
sin libros, envió un cajón, pero el joven los tomó uno por uno, con sumo
respeto, y los envolvió en material plástico. "Pero", le dijimos,
"¿acaso esos libros no son para leer?" y nos respondió: "No, se
van a ensuciar y entonces ¿dónde consigo otros?".
Su
deseo es que le mandemos libros desde Inglaterra para aprender a enseñar.
"Sólo cursé cuatro años de escuela secundaria", suplica, "pero
nunca me enseñaron a enseñar."
He
visto un Maestro en una escuela donde no había libros de texto, ni siquiera un
trozo de tiza para el pizarrón —la habían robado— enseñar a su clase formada
por alumnos entre seis y dieciocho años con piedritas que movía sobre la tierra
mientras recitaba "Dos por dos son…", etc. He visto una muchacha, de
escasos veinte años, con similar escasez de libros de texto, carpetas de
ejercicios, biromes, de todo, que dibujaba las letras del abecedario con un
palito en el suelo, bajo el sol calcinante y en medio de una nube de polvo.
Somos
testigos de esa inagotable hambre de educación que impera en África, en
cualquier lugar del Tercer Mundo o como sea que llamemos a esas partes del
mundo donde los padres aspiran a que sus hijos tengan acceso a una educación
que los saque de la pobreza, a los beneficios de la educación.
Nuestra
educación que tan amenazada se encuentra en esta época.
Quisiera
que se imaginasen a sí mismos en algún lugar del sur de África, en un comercio
de ramos generales propiedad de un hindú, en una zona pobre, durante una época
de sequía prolongada. Hay una hilera de personas, en su mayoría mujeres, con
toda clase de recipientes para agua. Este negocio recibe una provisión de agua
cada tarde desde la ciudad y esas personas están esperando su ración de esa
preciada agua.
El
hindú presiona las muñecas contra la superficie del mostrador y observa a una
mujer negra, que se inclina sobre un cuadernillo de papel que parece arrancado
de un libro. Está leyendo Anna Karenina.
Ella
lee con lentitud, palabra por palabra. Parece un libro difícil. Es una joven
con dos niños pequeños que se aferran a sus piernas. Está embarazada. El hindú
se angustia al ver la pañoleta que cubre la cabeza de la joven, que debería ser
blanca, pero a causa del polvo tiene un tono amarillento. El polvo se deposita
entre sus pechos y sobre sus brazos. Al hombre lo angustian las hileras de
personas, todas sedientas, porque no tiene suficiente agua para darles. Se
indigna porque sabe que las personas se están muriendo allí afuera, más allá de
las nubes de polvo. Su hermano, mayor, le ayudaba con el negocio, pero dijo que
necesitaba un descanso, se había ido a la ciudad, bastante enfermo en realidad,
a causa de la sequía.
El
hombre siente curiosidad. Y pregunta a la joven: —¿Qué estás leyendo?
—Es
sobre Rusia —responde la chica.
—¿Sabes
dónde queda Rusia? —Tampoco él está muy seguro.
La
joven lo mira fijamente con gran dignidad, aunque tenga los ojos enrojecidos
por el polvo. —Yo era la mejor de la clase. Mi maestra me dijo que era la
mejor.
La
joven retoma la lectura: quiere llegar al final del párrafo.
El
hindú mira los dos niñitos y toma una botella de Fanta, pero la madre
dice: —La Fanta les da más sed.
El
hindú sabe que no debería hacer algo semejante, pero se inclina hacia un enorme
recipiente plástico que se encuentra a su lado detrás del mostrador y sirve
agua en dos jarros plásticos que entrega a los niños. Observa mientras la joven
mira beber a sus hijos con los labios temblorosos. El hombre le sirve un jarro
de agua. Le hace daño verla beber con esa sed tan dolorosa.
Luego
ella le entrega un recipiente plástico para agua, que el hombre llena. La joven
y los niños lo observan atentamente para que no derrame ni una gota.
Ella
vuelve a inclinarse sobre el libro. Lee con lentitud, pero el párrafo la
fascina y vuelve a leerlo.
"Varenka
lucía muy atractiva con la pañoleta blanca sobre su negra cabellera, rodeada
por los niños a quienes atendía con alegría y buen humor y al mismo tiempo
visiblemente entusiasmada por la posibilidad de una propuesta de matrimonio que
le formularía un hombre a quien apreciaba. Koznyshev caminaba a su lado y le
dirigía constantes miradas de admiración. Al contemplarla, recordaba todas las
cosas encantadoras que había escuchado de sus labios, todas las virtudes que le
conocía y se tornaba más y más consciente de que sus sentimientos por ella eran
algo singular, algo que sólo había sentido una vez, mucho, mucho tiempo atrás,
en su primera juventud. La dicha de estar junto a ella aumentaba a cada paso y
por fin llegó a un punto tal que, mientras colocaba en su cesta un enorme hongo
comestible con tallo delgado y bordes curvilíneos en el extremo superior, la
miró a los ojos y, al advertir el rubor de alegre inquietud temerosa que
inundaba su cara, se sintió confundido y, en silencio, le dirigió una sonrisa
por demás reveladora."
Este
fragmento de material impreso se encuentra sobre el mostrador, junto a varios
ejemplares viejos de revistas, unas cuantas hojas de periódicos con muchachas
en bikini.
Ha
llegado el momento de abandonar el refugio del negocio y desandar los seis
kilómetros para llegar a su aldea. Ya es hora... Afuera las hileras de mujeres
que esperan se quejan a gritos. Sin embargo, el hindú deja correr el tiempo.
Sabe cuánto esfuerzo le demandará a esta joven volver a su casa arrastrando a
dos niños. Quisiera regalarle ese trozo de prosa que tanto la fascina, pero le
resulta increíble que ese retoño de mujer con su enorme barriga sea capaz de
comprenderlo.
¿Cómo
ha ido a parar un tercio de Anna Karenina a este mostrador de un
remoto comercio de ramos generales? Así.
Sucedió
que un funcionario jerárquico de las Naciones Unidas compró un ejemplar de esta
novela en la librería cuando inició sus viajes a través de varios océanos y
mares. En el avión, se acomodó en su asiento de clase ejecutiva y de un tirón
dividió el libro en tres partes. Mientras tanto, miraba a los otros pasajeros
con la seguridad de encontrar expresiones de estupor, de curiosidad y también
de hilaridad. Luego, ya con el cinturón de seguridad bien sujeto, dijo en voz
alta a quien quisiera escucharlo: "Es mi costumbre para los viajes largos.
A nadie le gusta sostener un libro muy pesado. La novela era una edición de
bolsillo, pero no deja de ser un libro extenso. El hombre estaba acostumbrado a
que lo escuchasen cuando hablaba. "Viajo todo el tiempo", confesó. "Viajar
en esta época ya es bastante esfuerzo." Tan pronto como los pasajeros se
acomodaron, abrió su parte de Anna Karenina y se puso a leer. Cuando
alguien lo miraba, por curiosidad o no, se desahogaba. "No, en realidad es
la única manera de viajar." Conocía la novela, le gustaba y este original
modo de leer verdaderamente agregaba sabor a aquello que al fin de cuentas era
un libro famoso.
Cuando
llegaba al final de una sección del libro, llamaba a la azafata y se la enviaba
a su secretaria, quien viajaba en clase económica. Esta situación atraía gran
interés, reprobación, justificada curiosidad cada vez que una sección de la
gran novela rusa llegaba, mutilada aunque legible, a la parte posterior del
avión. En general, esta ingeniosa forma de leer Anna Karenina produjo
una impresión y es probable que ninguno de los testigos la haya olvidado.
Mientras
tanto, en el negocio del hindú, la joven permanece apoyada contra el mostrador
con sus hijitos prendidos de su falda. Usa jeans, porque es una mujer moderna,
pero sobre ellos se ha puesto la gruesa falda de lana, parte del atuendo
tradicional de su pueblo: sus hijos pueden aferrarse a ella, a sus amplios
pliegues.
La
joven dirigió una mirada agradecida al hindú, sabía que el hombre la apreciaba
y se compadecía de ella, y salió en dirección a la polvareda.
Los
niños ya no tenían fuerzas ni para llorar y las gargantas se les habían llenado
de polvo.
Era
penosa, claro que sí, era penosa esa caminata, un pie tras otro, a través del
polvo que se depositaba en blandos montículos traicioneros bajo sus plantas. Es
penoso, muy penoso, pero ella estaba acostumbrada a las penurias ¿o no? Sus
pensamientos estaban ocupados por la historia que acababa de leer. Iba
pensando: "Se parece a mí, con su pañoleta blanca y también porque cuida niños.
Yo podría ser ella, esa chica rusa. Y ese hombre, que la ama y le propondrá
matrimonio. (No había pasado de aquel párrafo.) Sí, también encontraré a un
hombre y me llevará lejos de todo esto, a mí y a los niños, sí, me amará y me
cuidará".
La
joven sigue avanzando. El recipiente de agua le pesa en los hombros. Sigue
adelante. Los niños oyen el sonido del agua que se agita dentro del recipiente.
A medio camino ella se detiene para acomodar el recipiente. Sus hijos gimotean
y lo tocan. Ella piensa que no lo puede abrir, porque se llenaría de polvo. De
ninguna manera puede abrir el recipiente antes de llegar a casa.
—Esperen
—dice a sus hijos—. Esperen.
Debe
darse ánimo y continuar.
Y
piensa. Mi maestra dijo que allí había una biblioteca, más grande que el
supermercado, un edificio grande lleno de libros. La joven sonríe mientras
avanza y el polvo le azota la cara. Soy inteligente, piensa. La maestra dijo
que soy inteligente. La más inteligente de la escuela, así dijo ella. Mis hijos
serán inteligentes, igual que yo. Los llevaré a la biblioteca, ese lugar lleno
de libros, e irán a la escuela y serán maestros. Mi maestra me dijo que yo
también podría ser maestra. Mis hijos estarán lejos de aquí, ganarán dinero.
Vivirán cerca de la gran biblioteca y llevarán una buena vida.
Supongo
que se preguntarán cómo terminó aquel trozo de la novela rusa que estaba sobre
el mostrador del negocio de ramos generales.
Sería
un buen argumento para un cuento. Tal vez alguien quiera contarlo.
Y
allí va esa pobre chica, sostenida por la expectativa del agua que dará a sus
hijos cuando llegue a casa y que ella misma beberá también. Y allí va... a
través de las pavorosas polvaredas que provoca una sequía africana.
Estamos
hastiados en nuestro mundo, en nuestro mundo amenazado. Tenemos talento para la
ironía e incluso para el cinismo. Apenas si utilizamos ciertas palabras e
ideas, debido al desgaste que experimentan. Pero tal vez queramos recuperar
algunas palabras que han perdido su potencialidad.
Tenemos
un yacimiento —un tesoro— de literatura que se remonta a los egipcios, a los
griegos, a los romanos. Todo está allí, esta abundancia de literatura por
descubrir una y otra vez para quien tenga la suerte de encontrarla. Un tesoro.
Supongamos que no existiera. Qué empobrecidos, qué vacíos estaríamos.
Poseemos
una herencia de idiomas, poemas, cuentos, relatos que jamás se agotará. Podemos
disponer de ella, siempre.
Tenemos
un legado de cuentos, relatos de los antiguos narradores, algunos cuyos nombres
conocemos y otros no. Los narradores retroceden más y más en el tiempo hasta un
claro del bosque donde arde una enorme hoguera y los antiguos chamanes bailan y
cantan, porque nuestro patrimonio de cuentos se originó en el fuego, la magia,
el mundo de los espíritus. Y es allí donde permanece, hasta el presente.
Si
consultamos a algún narrador moderno, nos dirá que siempre existe un momento de
contacto con el fuego, con aquello que nos gusta llamar inspiración y que se remonta
al pasado remoto hasta el origen de nuestra raza, al fuego, al hielo y a los
fuertes vientos que nos dieron forma y que conformaron nuestro mundo.
El
narrador vive dentro de todos nosotros. El creador de historias siempre va con
nosotros. Supongamos que nuestro mundo padeciera una guerra, los horrores que
todos podemos imaginar con facilidad. Supongamos que las inundaciones anegaran
nuestras ciudades, que el nivel de los mares se elevara…, el narrador
sobrevivirá, porque nuestra imaginación nos determina, nos sustenta, nos crea:
para bien o para mal y para siempre. Nuestros cuentos, el narrador, nos
recrearán cuando estemos desgarrados, heridos, e incluso destruidos. El
narrador, el creador de sueños, el inventor de mitos es nuestro fénix, nuestra
mejor expresión, cuando nuestra creatividad alcanza su punto máximo.
Esa
pobre chica que atraviesa trabajosamente la polvareda y sueña con educación
para sus hijos, ¿acaso somos mejores que ella, nosotros, atiborrados de comida,
con nuestros armarios repletos de ropa, sofocados por nuestras
superabundancias?
Creo
que esa chica y las mujeres que seguían hablando sobre libros y educación
aunque llevaran tres días sin comer son quienes nos podrían definir.
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