ALFREDO PALACIOS “El ejército ha de ser escuela de virilidad, donde
se aprenda a servir a la nación, para defenderla, no para gobernarla, pues
cuando esto sucede sólo se forman gobiernos exclusivamente ejecutivos, exentos
de la crítica de la opinión pública que orienta, y sin la posibilidad de
rectificarse”
Discurso en Radio
Belgrano 22 de junio de 1955
Compatriotas.
En los pocos minutos de que
dispongo, haré una breve exposición de la realidad política que sufrimos, y
diré sencillamente cuál es su solución, y en qué la fundo, manteniendo la mayor
serenidad posible, en homenaje a la patria, que exige en esta hora trágica
abnegación y renunciamiento.
Me acerco al micrófono con la
esperanza de ser escuchado por todo el país, después de una década durante la
cual los opositores éramos réprobos. Mi voz es una voz amiga del pueblo, al que
consagré mi vida, señalándole el camino y apartándolo de la repugnante
adulación de los demagogos.
Estoy seguro de que reconocerán
mi voz los trabajadores de las fábricas y talleres, hombres y mujeres, los
obreros del campo, de los obrajes y los ingenios, por ser la misma que resonó
antes que otra cualquiera, en el parlamento nacional, en nombre del Partido
Socialista y con el estímulo de las grandes centrales obreras libres, para
estructurar el nuevo derecho del proletariado argentino, haciendo sancionar las
leyes fundamentales del código de trabajo e imponiendo el derecho de huelga, la
libertad sindical, derivaciones del derecho natural de asociación, hoy
abolidas.
Esta voz amiga, silenciada
prepotentemente durante 10 años, será reconocida también por los hombres de las
provincias del norte, que mezclaron su sangre con los autóctonos, y para
quienes el PS redactó un plan que resolvía sus problemas, despertándolos a la
vida en sus quebradas y llanuras, restaurando sus industrias y entregándoseles
la tierra para el trabajo.
Hablo como argentino en el
momento más grande de nuestra historia a partir de la Organización Nacional;
frente a un proceso disolutivo, que si se abandona a la egoísta gravitación de
ambiciones personales o de círculos pequeños, puede conducirnos al caos. De ahí
que anteponga los intereses de la nación a los de mi agrupación política,
perseguida implacablemente por los que ignoran un secreto instinto que impulsa
a los hombres hacia los perseguidos. La consigna de la patria en esta hora
angustiosa ha de ser, unirse para recuperar la libertad por nuestro propio
esfuerzo. Unirse —sin menguados propósitos y ventajas personales, en un anhelo
común a todos los argentinos, dentro de la dignidad, con claros e
inquebrantables procedimientos normativos, proclamando el imperio del derecho y
repudiando con toda el alma la mentira— sería salvarnos a nosotros mismos.
Después de la tragedia, el país
exige el impulso de una fe, de una gran fe, con partidos que no tengan por
única finalidad el logro de los puestos públicos, y que realicen una acción
idealista, que sea ejemplo de disciplina, de cultura política o acción moral. Los
que están pensando en adquirir posiciones, sobran.
Es ésta una hora de abnegación y renunciamiento. Mantener o formular antagonismos internos, es traicionar los destinos de la nación. Necesitamos urgentemente la unidad espiritual del pueblo, para acometer la gran tarea constructiva que reclama la república, y que no podrá verificarse sin la plena vigencia de la constitución del ’53, obra magnífica de la razón y de la historia, que realizó la unidad política de los argentinos, presidió el desenvolvimiento moral y material de la república, permitió la difusión de todas las ideas, y sancionó los derechos esenciales del hombre.
Es ésta una hora de abnegación y renunciamiento. Mantener o formular antagonismos internos, es traicionar los destinos de la nación. Necesitamos urgentemente la unidad espiritual del pueblo, para acometer la gran tarea constructiva que reclama la república, y que no podrá verificarse sin la plena vigencia de la constitución del ’53, obra magnífica de la razón y de la historia, que realizó la unidad política de los argentinos, presidió el desenvolvimiento moral y material de la república, permitió la difusión de todas las ideas, y sancionó los derechos esenciales del hombre.
Tarea ardua de construcción será
la nuestra. Hemos vivido bajo un régimen contrario a la constitución. Hago esta
afirmación serenamente, sin odio, fuerza negativa de disolución que no tiene
cabida en mi espíritu. Sólo repito palabras del general Perón, quien en su
discurso último, confesó que ha sido jefe de una revolución, que sólo ahora la
da por terminada para comenzar una nueva etapa de carácter constitucional. Que
por su propia deliberación, pasa a ser presidente de todos los argentinos y
resuelve devolver las libertades.
Cree que las libertades pueden
ser otorgadas o restringidas por la sola voluntad del que manda.
Nadie podrá dudar ahora de que
hemos vivido y vivimos aún bajo el imperio de un régimen totalitario, sometidos
a la autoridad omnímoda de un hombre que con toda franqueza nos explica su
situación. Como jefe revolucionario, debía cumplir sus objetivos, y para ello
se vio obligado, según sus propias palabras, a suprimir la libertad. Sus
propósitos eran irrenunciables; en cambio sus medios de acción eran libres. Se
consideró por eso autorizado a emplearlos, cualesquiera que fuesen,
decidiéndose por elegir los que afectaban en los más hondo a la dignidad de los
argentinos.
Planteó así el problema
filosófico de los medios y los fines, ignorando que la libertad es el supremo
fin histórico y que cualquier otro problema se encuentra en relación de medio
con respecto a la libertad. Aplicar medios intrínsecamente malos para alcanzar
un fin que se supone bueno, medios técnicos, no medios morales, es
subalternizar a la política, que debe dignificarse por su contenido ético. Los
medios han de ser tan importantes como los fines, porque estructuran la
conducta, y si no son claros y limpios, menguan la pureza de los ideales.
El jefe de la revolución nos
privó de la libertad para cumplir sus objetivos, y un día, después de la
conmoción que agitó todos los espíritus, aseguró que nos dejará actuar con las
garantías consagradas por la constitución. ¿Puede ser ésa la solución del
problema relativo al derecho del hombre y del ciudadano, que constituyen toda
la democracia?
No, compatriotas. El jefe de la
revolución no podrá solucionar el problema que él mismo ha planteado. Hay una
maquinaria de violencia exterior que no podrá desarmar, demostrando así la
debilidad interior del régimen. Nos ha privado de una cosa sagrada: la
libertad.
No podemos expresar nuestro
pensamiento sin censura previa. En este mismo instante, la policía puede llamar
a nuestras puertas, puede llamar a nuestras casas, antaño fortalezas
construídas por la dignidad y la altivez argentinos, hogaño viviendas
despreciables que derriba de un puñetazo cualquier esbirro. Se nos puede
encarcelar sin juicio previo. Nuestra correspondencia es violada, y los
timoratos hablan en voz baja y no se miran de frente sino de soslayo, lo que no
siempre es eficaz; a veces entre los que nos rodean está el delator, escoria
del género humano. Se ha creado una monstruosa concentración de dominio, que
anula el sistema republicano, haciendo desaparecer la división de los poderes.
Régimen totalitario que el país resiste, porque los argentinos no tenemos
vocación para la servidumbre.
Afín de mantener el armazón que
ahora se resquebraja, fue necesario recurrir al estado de guerra que está en
vigor; máquina neumática que ahoga toda expresión de vida y convierte en
fantasmas a nuestras instituciones libres.
Cuando rige la ley marcial, están
suspendidas las garantías y los poderes de la constitución. Según la
interpretación judicial, el estado de guerra interno significa el predominio de
la autoridad del régimen y de la jurisdicción militar, medida mucho más grave
que el estado de sitio según el magistrado que denegó los recursos de amparo.
El PS, en 1930 frente a la dictadura que declaró inexistente por bando el orden
legal preestablecido, sostuvo que la ley marcial es inconciliable con la norma
jurídica. La ley suprema la excluye. Puede imperar como un hecho en presencia
del enemigo, pero carece de vida institucional. La constitución ha determinado
las facultades del poder ejecutivo en caso de conmoción interior o ataque
exterior, que es la guerra misma, pero no ha autorizado a alterar las
jurisdicciones ni a desconocer los poderes.
Por eso Mitre, el general
estadista, dijo severamente y con palabra admonitiva, que los que pretenden
aclimatar entre nosotros la ley marcial olvidan la constitución, desconocen su
naturaleza y no recuerdan los antecedentes del pueblo argentino.
En síntesis, hoy las libertades
dependen del comandante en jefe de lasFFAA, en virtud de los poderes de guerra
que ejerce, sin que haya guerra.
Ha sido menester asimismo, para
someter al pueblo, dictar decretos represivos, llegándose hasta crear el delito
de huelga y el de opinión, característicos de los regímenes totalitarios. La
constitución creó un poder ejecutivo fuerte porque se creyó que así convenía
después del despotismo sangriento. El presidente de la república es el
comandante en jefe de las fuerzas de mar, tierra y aire de la nación; tiene a
su cargo la administración general del país; puede vetar las leyes e indultar o
conmutar las penas. Pero todo esto pareció poco al jefe de la revolución. Se le
otorgaron facultades extraordinarias, con la subordinación de todos los poderes
y la negación de todas las libertades.
El resultado no ha sido
halagador. Después de 10 años observamos que el signo monetario está depreciado
y que la reparticiones autárquicas se encuentran en déficit permanentemente, lo
que nos exige recurrir a las emisiones y a los depósitos. Que los sindicatos
sojuzgados no pueden evitar que se violen las leyes de 8 horas y sábado inglés,
sometiendo a los obreros a un régimen de trabajo a destajo y de horas
extraordinarias. La obsecuencia crece y se vuelve en un ambiente de corrupción.
Que las torturas de los presos políticos y a sus abogados se aplican como
sistema. Que las universidades han perdido su autonomía y su prestigio, y en la
escuela, se deforma el sentimiento y la mente de los niños.
Y por último, que acaba de
firmarse un contrato concediendo a una compañía extranjera 49.800 km2 con el
derecho exclusivo durante 40 años prorrogables a su voluntad de extraer y
explotar petróleo además de construir y mantener aeropuertos, campos de
aterrizaje dentro y fuera del área concedida, lo que significa la entrega de
bases a un país extranjero, y sistemas inalámbricos de teléfonos y
embarcaderos, amén de otros privilegios que afectan a la soberanía.
Tenemos además el recuerdo
doloroso de incendios de iglesias, bibliotecas, locales obreros y sedes de
partidos políticos, de destrucción de reliquias históricas y de organización de
bandas armadas que señalaron las casas de los dirigentes políticos con cruces
rojas.
Ahora bien, ¿Es posible que el
técnico militar, jefe de la revolución, que asumió todos los poderes, pueda
transformarse como por arte de encantamiento en un estadista, el presidente de
todos los argentinos, para regir un estado de derecho? Los estadistas no se
improvisan. Lo digo sin ánimo de molestar a nadie o de agraviar. Un técnico
militar será siempre un mal gobernante. Carece de la capacidad coordinadora
para definir los fines deseados y no sabrá nunca escuchar el prudente consejo
de Tomás de Aquino: huye de las cosas que te exceden.
El ejército ha de ser escuela de
virilidad, donde se aprenda a servir a la nación, para defenderla, no para
gobernarla, pues cuando esto sucede sólo se forman gobiernos exclusivamente
ejecutivos, exentos de la crítica de la opinión pública que orienta, y sin la
posibilidad de rectificarse.
El estado totalitario, poder
central, absoluto, ilimitado, exige la supresión de las libertades. Es facción
armada, dominadora. No tolera adversarios ni ideas contrarias ni voz disidente.
En él los hombres no son ciudadanos. En cambio para el estado de derecho, donde
la ley limita la esfera de acción de los gobernantes, el hombre es una persona,
una entidad moral que piensa, siente y quiere con libertad, es decir, es un fin
en sí mismo. Habría que modificar la frase “El estado soy yo” por ésta otra que
impone la democracia: “El estado somos todos nosotros”. Lo que no creo posible
es que pueda realizarse con el mismo gobernante ni tampoco que recibamos la
libertad como un don de la misma mano que nos la quitó. Pues la libertad no se
implora, ni se recibe como gracia; la libertad se conquista.
De ahí que afirme con ánimo
sereno, sin la sombra de un rencor:
El país no será pacificado
mientras el general Perón ocupe el sillón de Rivadavia. Me dirijo al jefe de la
revolución, no como adversario político, sino como compatriota, para pedirle
que con su renuncia permita el encauzamiento de las fuerzas que se agitan en el
país. Que con la mano que nos ha tendido abra el camino para que se produzca la
conciliación nacional, sobre la base de un concepto ético, que aceptarán los
partidos políticos, permitiendo así la unidad espiritual de todos los
argentinos.
Su gesto de renunciamiento será juzgado benévolamente por la historia, y nosotros después forjaremos el porvenir, con el esfuerzo de cada uno, uniendo una brizna con otra como se forman los nudos, o eligiendo lo mejor de las esencias, como se elaboran los panales.
Su gesto de renunciamiento será juzgado benévolamente por la historia, y nosotros después forjaremos el porvenir, con el esfuerzo de cada uno, uniendo una brizna con otra como se forman los nudos, o eligiendo lo mejor de las esencias, como se elaboran los panales.
Compatriotas, reconquistemos la
libertad.
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